Comentario

María Victoria Pita

Frente a daños y enfrentamientos entre partes tenidos por más o menos graves, en distintos lugares y tiempos, se han ensayado diferentes formas de dirimirlos poniendo en juego allí sanciones y compensaciones arbitradas conforme a determinadas obligaciones sociales y a códigos más o menos formalizados. La antropología jurídica y, también, la antropología política han llamado la atención acerca de la compleja relación entre conflictividad y orden social; y en ese campo, algunos análisis han apuntado al corazón del asunto: lo que importa no es que haya o no conflictos, e incluso tampoco importa tanto que se resuelvan (siempre o todos), sino que –y fundamentalmente– lo relevante es que haya arreglos sociales disponibles para procurar intervenir frente a ellos. Es decir, que exista algún tipo de procedimientos o prácticas establecidas y orientadas a regularlos y a administrarlos y que sean considerados legítimos y conocidos por lxs miembros de esa sociedad. Tales procedimientos podrían (y pueden) expresarse de muy diferentes formas e incluso podrían (y pueden) hacerlo siguiendo un norte distinto. De manera modelizada, uno, por ejemplo, podríamos decir que procura producir un consenso (aunque pueda ser provisorio), un acuerdo entre las partes. Otro, en cambio, busca –a través de indicios– acceder a la verdad; una que está, solo hay que hallarla.[1] Así, daños, enfrentamientos y procedimientos para intervenir frente a su ocurrencia podrían ser considerados como la invariante universal, mientras que aquello que se define como daños y lo que se considera enfrentamientos, así como los procedimientos validados socialmente para intervenir, podrían ser vistos como la especificidad, parte de la variabilidad y diversidad humana.

Maximizando esta lectura, Ignasi Saborit Terradas sostiene:

Es sabido que en todas partes la humanidad ha exhibido una multiforme capacidad para dañarse a sí misma, individual y colectivamente. A esta capacidad ha correspondido otra que en principio parecía destinada a mitigarla o contrarrestarla. Con esta otra se ha ido creando justicia y derecho. Pero no hay que olvidar que ambas capacidades han nacido juntas, en inextricable mezcla. Y a menudo se utilizan las dos a la vez. Así sabemos que también se daña con derecho y justicia.[2]

La formulación de la emergencia simultánea y en clave de contraposición entre daño por una parte y justicia y derecho por la otra y, a la vez, la afirmación acerca de la capacidad de daño con derecho y justicia se revelan como ideas potentes para pensar las diversas formas de administración de justicia, para analizar procesos judiciales y para pensar las posiciones y valoraciones morales en torno a las partes involucradas en ellos. Sumo a esto una afirmación de Geertz que creo agrega una dimensión más para pensar el asunto: el derecho y la etnografía son oficios de lugar; y lo son, sostiene, porque actúan a la luz del conocimiento local. Es el conocimiento local, nos dice, el que orienta un sentido concreto de justicia, una sensibilidad legal que resulta definida por los medios que pone en juego a la hora de administrar(se), por el poder con que cuenta y la forma en que se ejerce, por los sentimientos, las ideas y las obligaciones morales en los que se apoya; en fin, por “los símbolos que despliegan, las historias que cuentan, las distinciones que esbozan, las visiones que proyectan para representar acontecimientos de forma judiciable”.[3]

Podemos hacer el ejercicio de poner en juego estas formulaciones y afirmaciones como premisas de trabajo para encarar estos comentarios, y a ellas sobreimprimo una más: ¿cómo podemos leer las investigaciones sobre justicia y derecho de etnógrafxs y cientistas sociales locales de otras sociedades? Quiero decir, aun compartiendo –en términos generales– un modelo de administración de justicia propio de las sociedades estatales de la tradición continental, ¿cómo leer desde aquí, con nuestra historia particular que ha moldeado la sensibilidad legal local, las investigaciones de nuestrxs colegas francesxs? Lejos de abogar por el relativismo absoluto, esta pregunta proviene, antes que nada, de una posición epistémica y metodológica. Geertz dixit “no estudiamos aldeas, estudiamos en aldeas”,[4] pues bien: ¿cómo y qué piensan lxs colegas francesxs que hacen etnografías sobre la justicia y el derecho en su aldea? Podemos abrir esa pregunta para tornarla más operativa que existencial. Así, por ejemplo, podemos preguntarnos 1) qué nos cuentan, qué problemas de investigación traen, qué preguntas se hacen, 2) cómo lo hacen, es decir, qué asuntos de método han puesto en juego para llevar a cabo esas investigaciones, y 3) cuánto de lo que sabemos de resultas de las investigaciones en nuestra aldea local, al leerlxs, nos lleva por la vía de la constrastación a hacernos una nueva serie de preguntas o nos hace (re)pensar problemas.

Revisemos entonces algunos asuntos nodales de estos dos textos reunidos bajo el eje “El proceso judicial”. La selección ya es de por sí provocadora, uno de los textos habla de las víctimas, de su condición, de su lugar en el proceso y fuera de él, y sobre todo de la palabra y la validación de aquellas personas que debido a sus experiencias ingresan como legos a un mundo de expertos. El otro, en cambio, habla del repertorio y el trabajo doctrinal, de la jurisprudencia y los debates en torno a ella; en fin, del saber de expertos.[5] A través de ellos, nos adentramos entonces en lo que ocurre en la aldea gala entre legos y expertos.


El texto de Sandrine Revet coloca juntos dos problemas de relevancia. El primero de ellos remite a la complejidad de litigar y singularizar responsabilidades en casos ligados a catástrofes colectivas más allá de las amplias responsabilidades estatales en materia de gestión del riesgo. El segundo de los problemas remite al lugar de las víctimas en este tipo de procesos en los que, nos dice, tal posición es a la vez central y marginal. Central en la medida que pueden impulsar demandas como parte civil que participa del proceso penal, y marginal toda vez que el proceso podría llevarse adelante sin ellas. A partir de la ponderación de tal posición, Revet busca analizar el lugar que ocupan los testimonios de las víctimas en un proceso que remite al tipo de caso catástrofe colectiva y procura demostrar cómo estos fueron movilizados como prueba. El hecho que será objeto de procesos judiciales es el de una catástrofe de resultas de una gran tormenta que, en febrero de 2010, afectó a varios países europeos de esas costas atlánticas, que tuvo su mayor cantidad de víctimas en Francia, y en particular en un municipio pequeño llamado La Faute-sur-Mer, una comuna francesa, en la región de Países del Loira, en el departamento de Vendée en el Golfo de Vizcaya. Revet repone lo que llama “la trayectoria judicial de esta catástrofe”, es decir, el camino burocrático administrativo que llevó a que los hechos se tornaran un caso y un expediente que resultó en dos juicios, para examinar allí el lugar de las víctimas o, mejor dicho, de los testimonios de estas que, en virtud de los dispositivos judiciales, son movilizados como prueba.

Para esto, la autora echa mano de la noción de “dispositivo” acuñada por Janine Barbot y Nicolas Dodier,[6] lo que le permite “leer” a los dos procesos como una serie de secuencias encadenadas que ponen en juego diferentes elementos para enfrentar el evento y procesarlo (dándole sentido y administrándolo). Y es allí, en y desde ese dispositivo, donde analiza el lugar específico de las víctimas y su palabra devenida testimonio como prueba. Revet se detiene en el juicio, precisando claramente que ese momento es apenas uno de los escenarios del conflicto. Su mirada se concentra en la escena judicial para analizar de qué manera las víctimas tienen posibilidad de hacer un “trabajo normativo” que anude la dimensión moral y la jurídica. A través del análisis del juicio, sobre todo del primero de ellos, busca mostrar cómo el propio devenir del proceso y los testimonios de las víctimas produjeron “un ideal moral” acerca del comportamiento esperado por parte de funcionarios públicos en una situación de crisis. De este modo, consigue tornar evidente el rol destacado de las víctimas a la hora de definir aquello tan complejo de la singularización de responsabilidades, que tiene directo efecto en calificación de penal de acciones y omisiones; y a su vez dotar de contenido a esa expectativa moral que incide en la reparación: los funcionarios no solo eran responsables, también hubieron debido estar presentes, acompañar, ser compasivos y no ser indiferentes, ni arrogantes.

Resulta interesante advertir distinciones en los tipos de relatos, algunos más centrados en la prevención y gestión del riesgo, en lo que podría llamarse “la dimensión política o técnica”, y otros más volcados a la dimensión experiencial. Y también distinciones en los estilos de desempeño de las víctimas, los relatos de algunas se presentaban –nos dice– más estructurados, se supone que debido a la experiencia de haber pasado previamente por entrevistas e intervenciones públicas –los de las víctimas expertas, tal como las llama Revet–; otros, en cambio, estaban más atravesados por la emoción y el sufrimiento manifestados de manera espontánea, propia de personas que por primera vez hablaban de lo que habían vivido.

Las víctimas actuaron organizadas, agrupadas como asociación. Esa fue la llave que hizo posible que se tornaran parte “actora” en el proceso y no solo “testigos pasivos”. Así, aunque no hubieran estado presentes durante el evento, o no pudieran demostrar una relación de parentesco con una víctima directa (condición para la causa penal), les fue posible impulsar una causa donde su testimonio pudo constituirse en prueba por haber sido afectadas y por ende merecedoras de una reparación. De cualquier modo, nos dice Revet, el tribunal buscó controlar su participación y cualquier tipo de perturbación o desborde (emocional).

Una primera alerta aparece allí: las víctimas, en general, son habladas; y, si hablan por sí, deben ser controladas, gobernadas en nombre de mitigar el dolor o de preservar la dignidad, como se ha dicho. O más bien, en nombre del gobierno profesionalizado de la justicia que, tal como sostiene Revet, hace un uso del testimonio acotado ofreciéndolo en una medida controlada y reducida. Con unas pocas víctimas, pero dando un lugar controlado a la dimensión emocional, los operadores judiciales sacrificaban cierta posibilidad reparatoria del testimonio de varias víctimas y, a la vez, ponían cuerpo, historia y emocionalidad al proceso. En su justa medida, como cuota emotiva y moral, las víctimas contribuyeron desde su testimonio a producir prueba y formular una sentencia legalmente fundada. Presentes y subordinadas.

Sandrine Revet trabajó en su etnografía durante dos años y medio, hizo trabajo de campo durante nueve meses asistiendo a los dos juicios, haciendo entrevistas a profesionales del derecho, a víctimas, a representantes de la asociación de víctimas, observando movilizaciones y la presencia de las víctimas en el espacio público y, además, relevó el seguimiento que del juicio hicieron los medios de comunicación. Se agradece especialmente que Revet deje bien en claro las dificultades que entraña la observación de juicios. Es obvio, claro, que ese es solo un tramo de un proceso de una conflictividad más larga. Pero no es solo eso, el propio proceso se apoya –y bastante– en un corpus escrito no expuesto en el proceso, pero al que se alude todo el tiempo. No todo se desarrolla frente a nuestros ojos, nos dice Sandrine, porque “el derecho es también un proceso de escritura” dominado, claro, por expertxs. Aun así, no es solo a eso a lo que refiere ese “No todo está en el juicio”. Tal afirmación permite llamar la atención sobre el hecho de que el proceso se limita a la dimensión judiciable de un suceso, pero el conflicto ocurre en una trama de relaciones sociales, eso que Revet llama “contexto”, y que –nos dice– es a lo que debemos atender para comprender cómo se vinculan los actores en el proceso. Esta afirmación, aunque no es un asunto que se desarrolle in extenso en el texto –apenas alguna mención–, se revela como una premisa central y potente. Y, en algún sentido, puede tomarse como una indicación de método de la que es posible derivar al menos dos asuntos.

Por una parte, vale para llamar la atención sobre el hecho de que no siempre el sistema de administración de justicia es eficiente y suficiente para lidiar con determinado tipo de daño, conflicto o enfrentamiento, ya sea por las dificultades de la burocracia judicial para crear el objeto procesal, ya sea debido a la incomprensión o imposibilidad de enfrentarse a determinados valores y demandas. Por otra, para señalar que la instauración de un proceso judicial no supone terminar con un conflicto o una relación de hostilidad, lo que nos lleva a advertir que la compensación por el daño sufrido y la reparación que puede representar el proceso judicial pueden no disolver el antagonismo entre las partes; es más, hasta pueden acrecentarlo.[7] Abordar el análisis de un juicio bajo la premisa de que se trata solo de un tramo de un conflicto y, luego, sugerir que hay más de esa conflictividad que puede no resolverse en esa instancia pone en escala el proceso y también permite advertir qué conflictividades consiguen, más allá de considerarse moralmente justiciables, ingresar al sistema de administración de justicia, y ser tratadas conforme a derecho. Es decir, qué eventos logran tornarse judiciables en términos normativos y cuáles desbordan al derecho y revelan valoraciones morales, condenas o impugnaciones que eventualmente implican procesos de acusación social o política que serán organizados bajo otras lógicas. Y allí, claro, el lugar de las víctimas puede y suele tener un despliegue y una autonomía para su desempeño menos subordinado a las reglas del proceso y más ligado a otras lógicas, como las de la manifestación, la protesta, la acción colectiva y la opinión y el debate públicos. Sobre esto Revet solo nos da unas noticias de su existencia ya que no ha sido su objetivo en este texto. Y ese es, precisamente, un asunto sobre el que aquí, en esta aldea, se ha trabajado mucho.[8] Me refiero al campo de las demandas de justicia, de la movilización política del derecho, e incluso en el campo del litigio estratégico, lo que ha llevado a varixs autorxs a poner en relación la cuestión del lugar de las víctimas con la de la tradición de movilización social y política local. Y en este punto, pensando en la aldea local, podemos colocar otros dos asuntos.

Por una parte, el interrogante respecto de en qué medida ese campo de actividad –en muchas ocasiones colectiva– de las víctimas y que hace a la lucha tribunalicia, pero la desborda, tiene luego efectos en las intervenciones de ellas en el proceso. Y, por otra, cuánto de trabajo hay junto a lxs abogadxs que llevan la causa y eventualmente junto a otrxs profesionalxs y expertxs que acompañan a las víctimas y las preparan para presentarse en los estrados, y, sumado a eso, cuánto de trabajo junto a referentes de colectivos, organizaciones y asociaciones; digo, cuánto de ese trabajo hace no solo a la “producción social de víctimas”, sino también a la experiencia de devenir activista.[9] Un tipo particular de activista que es víctima, que da testimonio y es también militante de una causa. Seguir esas experiencias, lo que podríamos llamar esas “carreras militantes”,[10] es lo que se ha hecho por aquí y puede ofrecer más elementos para analizar ese contexto del que habla Revet y que hace a lo que llamamos, líneas más arriba, “procesos de acusación social o política” que resultan organizados bajo otras lógicas no judiciables.

También, en esta aldea, las etnografías sobre juicios de lesa humanidad han colocado algunos asuntos de interés para tener en cuenta a la hora de analizar esos contextos que exceden al juicio en sí mismo. En ese sentido, algunas autoras[11] han llamado la atención no solo al accionar del activismo, que en ese campo en particular cuenta con una relevancia más que significativa en Argentina, sino a otras tres dimensiones no menos importantes a la hora de modelizar la incidencia significativa de lo local, y que hacen a lo que podríamos llamar “contexto burocrático específico” y “contexto sociopolítico”. Así destacan la identificación de elementos judiciales y políticos que preceden a los casos, el desarrollo burocrático judicial que hace al camino del expediente, que pone en juego temporalidades y lógicas corporativas y las configuraciones sociales de las realidades locales en donde se tramitan tales casos.


El texto de Janine Barbot y Nicolas Dodier nos trae un trabajo en un registro bien diferente para abordar la cuestión de las víctimas en el seno del proceso. La preocupación que los guía está fundada en ese punto de partida en el que se apoyan derecho y justicia en los Estados modernos occidentales: la afirmación de la acción del Estado y el progresivo distanciamiento entre víctimas como garantía de elusión de la venganza, la que –se hace evidente– no es deseable. La matriz desde la que se los advierte preocupadxs cuando afirman que, frente a esa premisa de distanciamiento de la venganza, “sin embargo, se han ejercido importantes presiones para reevaluar el lugar otorgado a las víctimas de delitos penales”. Y subrayo el “sin embargo” toda vez que encuentro allí la referencia a una preocupación que nos atraviesa de maneras contradictorias y complejas: ¿cuál es el papel de las víctimas?, ¿cuál es su rol en el proceso?, ¿cuál el rol deseable y el posible?, ¿de qué forma se espera que intervengan sin poner en riesgo la imparcialidad, sin dar lugar a rémoras de venganza y a la vez dando lugar a demandas de justicia que humanicen su administración? En fin, ¿cuáles son las oportunidades de expresión, participación y representación –aunque mediada– de las víctimas en los procesos penales?

La propuesta de lxs autorxs, orientadxs por esas preguntas que lxs llevan a considerar, sopesar y reevaluar el lugar otorgado a las víctimas de delitos, es centrarse en el análisis de lo que llaman “repertorio normativo” de los juristas. Y lo hacen analizando de manera constrastativa los casos de Francia y Estados Unidos. De este modo, ponen en juego las dos tradiciones del derecho occidental moderno,[12] sosteniendo que, más allá de las divergencias entre tradiciones –que analizan desde fines de la década de los 70–, lo cierto es que la reevaluación del lugar de las víctimas en los procesos penales está siendo un asunto especialmente sopesado por muchxs comentaristas del mundo del derecho que consideran el fuerte impacto que la reconfiguración del lugar de la víctima puede tener en el mundo de la justicia. El tema, y la preocupación con que este se presenta, ciertamente se reconoce como relevante en el debate internacional tanto como en la discusión local.

Pero lo que me interesa destacar especialmente es a partir de qué y cómo deciden abordar la cuestión. Barbot y Dodier se han propuesto trabajar el asunto que podría definirse como el lugar de las víctimas en el proceso penal, y en particular las divergencias sobre él, a través de las posturas sobre el tema expresadas en el debate doctrinal. Es decir, han tenido por objeto de su investigación el conjunto de posturas sobre el tema, se han propuesto identificar los planteos y mostrar lo que llaman “las bases normativas” a través de las que los juristas “evalúan las transformaciones contemporáneas del derecho penal”, tal como lo expresan en el artículo.

Así, lxs autorxs encaran el análisis de lo que construyen como corpus, lo que llaman “la arena doctrinal” y que está constituida por los textos –artículos, libros– en los que lxs juristas fundamentan sus opiniones y posiciones sobre los desarrollos del derecho. Es ese material el que será su campo documental, a través de su análisis buscarán identificar lo que llaman “la dimensión política propia del trabajo de los juristas”. ¿Cómo lo hacen? Estudian los debates expertos para advertir, encastrada en sus desarrollos doctrinarios, tal dimensión política, siempre teniendo en mente el lugar de las víctimas en el proceso y la regulación de este. Dimensión que entienden es posible de asir a través de tres asuntos específicos que organizan la lectura del corpus. Así, ese campo documental que condensa debates doctrinarios es escrutado a la luz de la naturaleza y el alcance de los poderes conferidos a “las personas comunes en las instituciones centrales de nuestras sociedades”, a partir de la forma en que los conflictos en los que emerge la cuestión público-política (casos que trascienden los conflictos particulares, por ejemplo, crímenes de guerra, asuntos de salud pública) pueden enmarcarse en un proceso de judicialización, y, finalmente, a través de la relación entre acción penal y medios de comunicación y sus efectos negativos y positivos.

Lxs lectorxs se verán orientados por el esquema analítico propuesto para examinar lo que lxs autorxs llaman el “repertorio normativo” o “doctrinal” que organiza el trabajo de lxs juristas, entendiendo por tales a lxs operadorxs, a lxs teóricxs y maestrxs de tal saber, y también a aquellxs que se desempeñan en esa arena con cierta competencia y pueden ser tenidxs como entendidxs y portavoces. Un esquema analítico que procura identificar las figuras que, en tal repertorio, expresan las expectativas de lxs juristas que refieren a lo que se busca sean los principios de un juicio y a las finalidades que se le atribuyen. A través del análisis de los elementos que componen ambos campos de expectativas (principios y finalidades de los juicios), lxs autorxs examinan minuciosamente cómo, en Francia y en Estados Unidos, aparece tratada la cuestión de las víctimas: su presencia y posición en el proceso, el juicio como espacio de fortalecimiento de la figura, el juicio y sus finalidades compensatorias, terapéuticas, restaurativas, políticas. Lxs autorxs dejan bien claro que no buscan identificar cómo razona unx abogadx típicx ideal, sino que procuran aprehender las bases de esas expectativas fundadas en una comunidad que comparte una teoría del derecho entendido, nos dicen, como “un sistema de valores e intereses protegidos” dentro del cual, eventualmente, se sostienen debates y controversias sobre algunos asuntos en particular.

Desde este encuadre analizan cuestiones tales como la objetividad del juicio penal y allí el lugar de las emociones, el de la movilización de víctimas y su capacidad de ejercer presión. El punto de controversia que se explora es en qué medida ambos tópicos son elementos que unxs y otrxs juristas consideran elementos problemáticos, valiosos y eventualmente positivos o negativos.

También abordan lo que llaman “la regulación de los sufrimientos en el juicio penal”, que de alguna manera es otra entrada para revisar el peso y la influencia de la expresión, en los juicios, de las emociones de sufrimiento y evaluar así la posibilidad o imposibilidad de ligar la medida del sufrimiento –aunque se dé lugar a su manifestación– a la de la pena. Asunto que, por cierto, incorpora en su consideración ya no solo a las víctimas, sino también a lxs acusadxs.

Luego se concentran en examinar cómo lxs juristas de una y otra aldea consideran los objetivos y las finalidades del proceso penal. Esto los lleva a revisar el alcance que se le atribuye a los juicios y su trascendencia más allá de la sentencia específica y concentrada en la penalidad. Lo que puede dar lugar a pensar otras formas de reparación y compensación –pecuniaria, terapéutica, restaurativa y política– para con las víctimas, tensando la cuestión, que siempre oscila entre el reconocimiento, la participación y la asignación de un lugar antes negado y la entronización de las víctimas como piedra basal de lo que aquí identificamos como demagogia penal punitiva.[13] [14] Asuntos en los que, inevitablemente, sufrimiento y emociones invaden la escena.

El análisis de Barbot y Dodier sobre las “bases normativas del trabajo doctrinal” consigue de manera minuciosa identificar las expectativas a las que se refieren lxs juristas y el trabajo argumental, doctrinario y normativo que despliegan para dar esas discusiones sobre ellas. Por el contrario, la tradición local, para avanzar sobre estas cuestiones –al menos desde el campo de las humanidades– ha estado centrada más bien en los usos de la doctrina y el saber producido por lxs expertxs, en su puesta en juego en procesos específicos y en el análisis del cotidiano de funcionarixs judiciales y expertxs ligadxs a la administración de justicia, vista esta como burocracia y como corporación, antes que en los debates doctrinarios, cuyo análisis ha quedado casi siempre en manos de lxs propixs juristas. Como diría Geertz, manuales de brujería escritos por brujxs. La propuesta analítica de la revisión de ese corpus documental[15] (vg. “arena doctrinal”) tratado como parte de un sistema de valores de una comunidad específica es, al menos desde mi lectura, una entrada fértil para contribuir a una antropología del derecho. Este trabajo, entonces, puede leerse a partir de dos encuadres de lectura. Uno ceñido a sus objetivos manifiestos, la revisión del lugar de las víctimas en el proceso penal atendiendo a las tradiciones francesa y estadounidense. Y otro, que deja ver una potente propuesta de método poco explorada en esta aldea por fuera del mundo del derecho, que piensa las formas específicas de producción de un saber experto (el derecho), a través del que es posible advertir matrices que definen sensibilidades legales, tradiciones que las impulsan y expertxs guardianxs o innovadorxs que alimentan ese saber. En ese sentido, desde mi lectura, este texto propone una forma de trabajo que en mucho puede contribuir a una antropología del derecho. Y ello porque incorpora como asunto de indagación un tipo de producción de los intelectuales y oficiantes del campo del derecho muy valorada por ellxs mismxs. Eso que ha dado en llamarse “doctrina” y que son sus recetas mágicas, el saber esotérico producido por esxs expertxs y que luego orientará al “derecho como práctica social”.[16]


La diversidad de corpus normativos y procedimientos socialmente validados para intervenir ante daños y conflictos nos hablan, como decíamos al comienzo, de que, más allá de sus formas, lo que se evidencia es la necesidad de contar con procedimientos para organizar la acción de aquello que se considera justicia.[17] Y en tales procedimientos se encuentran víctimas, acusadxs y oficiantes. Las diferentes formas en que se busca que determinados sucesos se tornen justiciables, es decir que, una vez conocidos socialmente, ingresen en el orden de lo tenido por injusto, y consigan ser judiciables (Pita, 2020), esto es, procesados por la administración de justicia, nos ofrecen elementos para identificar una sensibilidad legal expandida en el cuerpo social.

A través de los dos textos de este apartado, es posible advertir la complejidad a la hora de definir el conflicto, identificar a las víctimas y a lxs acusadxs, y, luego, las dificultades jurídicas y con impacto político de considerar de una u otra manera a unas y otrxs. Tales diferencias y diversidades se tornan más potentes y también más productivas cuando las leemos a la luz de los señalamientos de Terradas Saborit y de Geertz, toda vez que nos proponen claves para, antes que pontificar y valorarlas, pensarlas. Eso, por cierto, no anula la posibilidad luego de pensarlas en clave política e insertas en el contexto local. Pero, a la hora de estudiarlas, de analizarlas y de buscar comprenderlas, podemos, como nos lo ha enseñado la antropología –algo sobre lo que siempre vuelve Godelier (2014)–, suspender temporalmente el juicio con miras a acceder a conocer lo singular sin abstraernos totalmente de otras singularidades y generalizaciones (Terradas, 2016). Hacer ese ejercicio ante estas lecturas nos permite preguntarnos por las condiciones de posibilidad, en cada aldea, de la justicia y del derecho, y también del daño que puede causarse, con derecho y con justicia, tanto a víctimas como a acusadxs.

Bibliografía

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  1. Es claro que se trata de una referencia más que esquemática a los sistemas de justicia que derivan de las tradiciones jurídicas asentadas sobre los modelos acusatorio e inquisitorial. Para abundar en las derivas de estas tradiciones, en una aproximación antropológica al ejercicio del derecho, puede consultarse, entre otros, Lima (2009; 2012).
  2. Saborit Terradas, 2008, p. 17.
  3. Geertz, 1994, p. 204.
  4. Geertz, 1983.
  5. Los autores ofrecen en el texto claras precisiones respecto de la distinción entre “la doctrina” y lo que por ella se entiende desde el punto de vista de los juristas franceses y lo que en el texto se define como “arena doctrinal”.
  6. Barbot y Dodier, 2016.
  7. Aunque las conflictividades y asuntos que trata Ana Claudia Marques (2006) en su investigación sobre ajustes sociales en el nordeste brasileño son bien diferentes de los tratados por Revet, su trabajo para repensar la administración de justicia como una de las partes y/o uno de los momentos en el marco de un conflicto o ajuste social y sus indicaciones para leer un proceso en contexto e inserto en una trama social que lo excede resulta bien interesante para pensar. En el caso trabajado por Revet toda vez que se trata de un desastre, una crisis y un gran conflicto político de los que sólo de ha tratado en los procesos judiciales apenas un tramo del mismo sólo un tramo del mismo, entiendo que esa forma de leer el tiempo más largo de un conflicto y que podría ligarse a lo que Revet llama “contexto” podría resultar muy productiva.
  8. Hay mucha producción académica local en esa línea. En Pita y Pereyra (2000) pueden leerse algunos trabajos y acceder a completos estados de la cuestión que refieren a muchos otros.
  9. Pita, 2010.
  10. Pueden verse, entre otros, los trabajos de Pereyra y Berardi y de Perelman y Pita, en Pita y Pereyra (2020).
  11. Sarrabayrouse y Martínez, 2022.
  12. La referencia a las tradiciones europea y estadounidense (vg. continental e insular) no es solo a nivel del derecho, sino que necesariamente alude a las tradiciones en las que se materializan las nociones de “Estado” y de “control social” (Melossi, 1992).
  13. CELS, 2004; Tiscornia, 2013.
  14. Lxs autorxs remiten en este punto a Antoine Garapon y a Denis Salas y sus referencias a la noción de “democracia de opinión” y de “populismo penal”.
  15. La identificación y caracterización de tales matrices del derecho por supuesto nos implica toda vez que somos tributarixs de ambas tradiciones, mayormente de la continental, aunque de un tiempo a esta parte el avance del modelo acusatorio nos lleva indefectiblemente a atender a la tradición estadounidense.
  16. Duarte, 2013, p. 26.
  17. Terradas Saborit, 2016.


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