Presentación

Quiénes, cómo y por qué: repensar a las víctimas de hoy

Diego Zenobi

Una (tensa) condición contemporánea

En nuestro mundo actual la condición de víctima suele ser movilizada como un recurso poderoso. El poder de las víctimas reside en la ubicuidad de una condición moral, esto es, en la consagración y persistencia en el tiempo y el espacio de un estatus que suele ser reclamado, discutido, exigido, impugnado.

Algunos observadores y analistas de nuestras sociedades contemporáneas ven con buenos ojos la presencia persistente y renovada de las víctimas en la escena pública ya que, según entienden, ello alienta la “participación”, el “empoderamiento”, la “resistencia”, la “memoria”, etc. Desde otras posiciones, en cambio, se critica el rumbo “victimista” de nuestras sociedades, que daría lugar a un cierto “punitivismo”. Ambas posturas comparten las expectativas y ansiedades provocadas por esta condición moral (ver Fassin en este volumen) que parece poner a prueba y desafiar el paradigma abstracto, formal y normativo de la ciudadanía. Desde él, el ciudadano es entendido como un sujeto activo en la defensa de sus derechos, preocupado por cuestiones universales y racionalmente orientado. La víctima –una figura tan inasible, ficcional y abstracta como aquel–, en cambio, suele ser percibida desde esa perspectiva como un sujeto pasivo, que requiere cuidados y atenciones, atado a su caso particular y gobernado por sus emociones. Entonces, y esto es lo interesante, esta forma de entender aquella condición moral contemporánea puede dar lugar a esas posiciones que no son necesariamente excluyentes: periodistas, funcionarios, profesionales de diversas disciplinas, activistas, encuentran como valorables ciertas formas de ser víctima, mientras que condenan otras.

Si bien “víctima” es un término naturalizado en el lenguaje corriente, tiene poco de evidente y es producto de una larga historia (Lamarre, 2022). Sin embargo, resultaría imposible –e incorrecto– intentar trazar una historia unívoca y lineal de lo que ha sido denominado como “el surgimiento de las víctimas” (ver Wieviorka en este volumen).

Desde los años 80, de la mano del debilitamiento progresivo de los Estados benefactores, los movimientos de víctimas cobraron cada vez mayor protagonismo en la escena pública de algunos países de Europa. A partir de aquella década, se hicieron visibles las víctimas de abuso sexual, de diversas formas de contaminación, de incidentes médicos, de delito urbano, de accidentes laborales, de conflictos bélicos y persecución política desatada en otras regiones, de catástrofes naturales o industriales, etc. En el caso francés, el debate sobre el lugar de las víctimas en la sociedad tiene gran relevancia en el ámbito público, así como en ciertos campos profesionales o disciplinares como el derecho, la psicología e, inclusive, las ciencias sociales y la filosofía. Allí la mirada crítica está bien extendida, especialmente en el campo jurídico, que permea fuertemente otros ámbitos de la vida social, y el protagonismo de las víctimas es visto como problemático ya que suele ser considerado como un posible foco de “desinstitucionalización” (ver Wieviorka en este volumen). Aquel fenómeno de diversificación de las víctimas en países europeos ha conducido a que ciertos autores se refieran a la posibilidad de delinear los contornos de un “espacio global de las víctimas” (Dodier, 2009) o de un cierto “campo de víctimas” (Gatti y Martínez, 2017).

En el caso de Latinoamérica, ese “espacio global” se ha trazado de modo diferente al europeo y el debate adquiere otras características. En esta región aquel “surgimiento” se inició con las transiciones democráticas. Durante los años 80 y 90, las violaciones a los derechos humanos ejercidas bajo las dictaduras militares fueron muy relevantes en la agenda pública. En Argentina, el movimiento de derechos humanos consolidado en los 80 comenzó a convivir, durante los años 90, con “nuevas víctimas” como las de violencia policial. También fue en esta época cuando, en el resto de Latinoamérica, en México, Colombia, Perú, y Brasil, se expandieron las denuncias contra la violencia ejercida en democracia desde el Estado y desde organizaciones armadas de todo tipo (narcotráfico, paramilitares, guerrillas, etc.). Así, mientras que en Francia la mirada que observa críticamente el surgimiento de las víctimas siempre estuvo muy extendida, en cambio, en el caso latinoamericano el rol público de estas –así como el de sus familiares movilizados en reclamo de justicia– ha sido considerado como el polo virtuoso de una relación en la que la amenaza suele estar representada por la violencia ejercida principalmente, aunque no solo, desde el Estado. Entonces se suele observar que, en ese contexto, las víctimas han contribuido a los procesos de democratización de nuestras sociedades.

En el escenario cambiante de nuestra región, en las últimas décadas, comenzaron a hacerse escuchar con potencia las víctimas del delito urbano, de abusos y crímenes por razones de género, de inundaciones, incendios y explosiones, entre otras. En el caso particular de Argentina, se observan formas de organización y de movilización de los familiares de esas víctimas que reclaman justicia por ellas, y que a menudo suelen abrevar en una larga tradición conformada en nuestro país alrededor del movimiento de derechos humanos (Pita y Pereyra, 2020). Y ello aun cuando en algunos casos se trate de situaciones cuyos protagonistas marquen contrastes o diferencias con ese universo. En ese contexto variopinto, en su uso social extendido, la categoría “víctima” suele incluir a personas que pueden reivindicar para sí mismas esa condición, así como a otras que probablemente no se reconocen como tales o que, directamente, la impugnan y rechazan (es el caso de las “trabajadoras sexuales” que no aceptan ser tratadas como “víctimas de trata de personas” por parte de los operadores judiciales, por ejemplo, ni como “prostitutas”) (ver Lefranc y Mathieu y Barthe en este volumen).[1]

Con el cambio de siglo y de la mano de la presencia de estas “nuevas víctimas”, también en nuestra región nos encontramos con miradas que sostienen una perspectiva crítica con respecto a algunas de estas personas o grupos. Esa mirada se expresa, por ejemplo, cuando se señala como “punitivistas” a ciertas víctimas que reivindican la preeminencia de la “solución penal”, la “mano dura”, la exigencia de penas altas y condenas “ejemplares”, etc. De modo tal que la posible configuración de un cierto campo de víctimas es histórica, contingente. Esta está estrechamente relacionada con procesos sociales y políticos amplios que, como sugiero más abajo, guardan relación con el modo en que desde las ciencias sociales imaginamos como posibles (o no) ciertos objetos y su problematización.

En la medida en que la configuración social de los campos de víctimas es diferente en el contexto europeo y en el latinoamericano, y debido a que las relaciones entre ciencia y política también asumen formas diferentes, el hecho de movilizar los análisis sobre una sociedad otra a fin de mejor comprender las nuestras resulta productivo. El procedimiento no parece ser muy diferente del que vienen realizando las antropólogas y los antropólogos desde hace décadas –especialmente las antropólogas y los antropólogos nativos preocupados por el conocimiento de sus propias sociedades–.

Los capítulos que componen este libro son traducciones de publicaciones originalmente editadas en francés, inéditas en español, surgidas de un ámbito académico que cuenta con una larga trayectoria de trabajo alrededor de las cuestiones de las que trata este volumen. Estas están enmarcadas en disciplinas sociales diversas tales como la antropología, las ciencias políticas y la sociología. Al avanzar en la lectura, las lectoras y los lectores encontrarán un hecho llamativo: en todos los capítulos, hallarán citas cruzadas de otros autores y textos que forman parte del mismo libro. Incluso, algunos de los capítulos discuten abiertamente entre sí, con citas literales incluidas. Aquí llega el momento de preguntarnos por qué motivo deberíamos leer a estas autoras y autores que forman parte del medio francófono, lo que termina constituyendo una pregunta sobre el porqué de este ensamble, de este mismísimo libro, descartando que se trate de otro ejercicio de importación de conceptualizaciones que nos llegan –mejor dicho, que traemos– desde las academias centrales.

Desde ya, es probable que estos textos entrañen algunas cuestiones conceptuales o metodológicas que pueden ser discutidas. Sin embargo, los capítulos aquí compilados fueron seleccionados porque realizan contribuciones relevantes, de la mano de ideas potentes, al estudio de la condición moral de víctima en nuestro mundo contemporáneo. Algunos textos fueron seleccionados porque tratan casos y temas poco o nada explorados en nuestro medio, otros por la mirada teórica original que presentan, otros por la problematización de cuestiones metodológicas –por ejemplo, por problematizar las aristas normativas del término “crisis” (Visacovsky, 2011) y llamar la atención sobre el modo en que ciertos supuestos sobre ese tipo de eventos atraviesan nuestras herramientas de trabajo (ver Latté en este volumen)–. Mientras que algunos capítulos tienen un tono más etnográfico, otros muestran preocupaciones más bien globales, en un intento de ir más allá de los casos; otros pueden ser tratados, incluso, como diagnósticos sociológicos de época (ver Chaumont y Wieviorka en este volumen). Unos aportan materiales de campo de primera mano, y otros, por su parte, se basan en fuentes secundarias y tienen un tono más ensayístico. En resumen, las lectoras y los lectores encontrarán una diversidad en la construcción de los argumentos relacionada con la diversidad de estilos disciplinares y con el tratamiento de los materiales que se hace en cada caso.

El objetivo de esta compilación, entonces, no es tomar el caso francés para convertirlo en el eje de nuestro interés, sino, más bien, promover el debate sobre ciertos temas y conceptualizaciones al poner en juego estas lecturas e ideas en otros escenarios académicos, sociales y políticos. El resultado de esta propuesta es un libro que pretende aportar una crítica sociológica al concepto, la categoría o la condición de “víctima” al abordar su sociogénesis, sus usos sociales y sus apropiaciones contextuales, mostrando los trazos de su producción social en función de diferentes ejes desde los cuales se podrían problematizar nuestra propia historia y tratamiento de la cuestión.

Problemas sociales y objetos de investigación

Quienes realizamos investigación en ciencias sociales sabemos bien que los “objetos” que nos damos suelen estar atravesados por su relevancia y jerarquización como “problemas sociales”. En el caso de Latinoamérica, para quienes trabajamos cuestiones vinculadas a víctimas, reparación, violencia, acción colectiva, política, etc., la historia posdictatorial ha trazado muy fuertemente un cierto camino. Ese recorrido ha tenido como resultado una enorme, abundante y prolífica bibliografía relacionada con las formas de violencia estatal ejercida en tiempos de dictadura y bajo regímenes democráticos. En ese contexto, el hecho de ocuparnos del estudio de ciertos problemas, temas y actores, y no de otros, puede estar relacionado con las posiciones y simpatías de los cientistas sociales, cuando asumimos un humanismo genérico que orienta nuestros intereses por visibilizar las violencias ejercidas desde el Estado en diferentes épocas y momentos históricos. A través de nuestro interés y compromiso como académicos implicados en diversas luchas sociales y políticas, contribuimos, por ejemplo, a dar visibilidad, a producir explicaciones sobre esos fenómenos, a generar insumos para las políticas públicas y aportamos recursos tales como información, contactos y redes a los grupos con los que trabajamos. En la medida en que las ciencias sociales contribuyen a entender aquellos procesos de una cierta manera, estas forman parte de las disciplinas y profesiones que contribuyen a la producción social de las víctimas en el mundo contemporáneo (ver Lefranc y Mathieu y Barthe, en este libro).

Si nuestro objeto de estudio no está allá afuera, sino que nosotros mismos estamos ahí dentro, entonces se torna urgente profundizar la tarea de objetivar el sujeto objetivante, como diría Bourdieu, a fin de evitar quedar atrapados en una postura escolástica. El hecho de complementar el análisis científico de la práctica con el análisis de la práctica científica contribuye a tornar visibles nuestros supuestos acerca de estos procesos en los que solemos estar implicados. En ellos, las cuestiones relativas al campo en el que realizamos nuestra tarea investigativa al vincularnos con nuestros interlocutores se combinan con los condicionamientos históricos, sociales e institucionales de nuestras prácticas de investigación que se dan en un tiempo y en un contexto determinados.

Al momento de practicar el análisis antropológico y sociológico de ciertos fenómenos, el hecho de estar implicados y de formar parte de los mundos sociales que investigamos nos enfrenta a algunos desafíos. Al promover el análisis de la producción social de las víctimas y de los mundos morales que ellas habitan, nos esforzamos por problematizar el carácter preconstruido de categorías tales como “sobreviviente”, “violencia”, “víctima”, “trauma” o “política”. En ese proceso, nos enfrentamos a una cuestión clásica y recurrente en antropología social cuando los términos que solemos utilizar como conceptos analíticos designan también aquello que en esa disciplina llamamos “categorías nativas”, esto es, términos empleados por los actores para entender su mundo social y operar en él. Por ejemplo, al estudiar fenómenos que implican la llamada “politización del dolor”, la noción de “politización” ha sido movilizada analíticamente de diversas formas. A menudo, partiendo de una división del mundo social entre lo particular y lo general, lo individual y lo colectivo, lo familiar y lo político, ese término ha sido puesto en juego a fin de marcar una transición de uno hacia otro de esos polos (de lo individual hacia lo colectivo, de lo familiar hacia lo político, etc.) (Zenobi, 2014). Sin embargo, cuando tratamos a los mundos sociales de víctimas como campos políticos (Swartz, Turner y Tuden, 1994) en los que diversos antagonistas movilizan perspectivas en disputa sobre las cuestiones más variadas, notamos que ellas también hablan de la “politización” y de los “politizados” para referirse negativamente a ciertos fenómenos y personas. Allí, en estos casos específicos, “politización” refiere a una categoría local que habla de una evaluación moral negativa de la política motivo por el cual, con frecuencia, las víctimas movilizadas rechazan e impugnan la “politización” de sus demandas. El trabajo sociológico alrededor de estos sentidos diferentes ocultos bajo un mismo término –la problematización del hiato existente entre los conceptos que utilizamos para explicar la realidad social y el modo en que los propios actores la representan– puede contribuir a abrir interrogaciones en dos sentidos. Por un lado, puede propiciar que nos preguntemos acerca de las perspectivas locales sobre “la política” y, por el otro, puede estimular la indagación sobre la relación que estas mantienen con las nociones analíticas en el marco de una explicación etnográfica, toda vez que ella supone un diálogo o, más bien, una confrontación (Balbi, 2012) entre los modelos caseros y los modelos del observador (Pitt Rivers, 1973).[2]

Así como en ocasiones podemos encontrarnos con ese tipo de hiatos que pueden ser problematizados, en otras se observan continuidades con el punto de vista de los actores que también pueden ser analizadas críticamente. Por ejemplo, al reafirmar la centralidad que le dan las propias personas al acontecimiento crítico violento para comprender la sociogénesis de una causa pública, a menudo solemos otorgarle relevancia analítica al registro emocional. En ocasiones, cuando las personas demandan justicia frente a ciertos hechos desgraciados que las involucran, las emociones suelen ser tratadas como el registro apropiado para explicar la disposición militante (ver Latté en este volumen). Cuando se impone la “fuerza del evento”, la indignación, la bronca o el dolor parecen constituirse en el motor de la acción social colectiva. Pero, en ciertas ocasiones, abordar los mundos sociales de las víctimas como campos políticos nos enfrenta al hecho de que las emociones también pueden ser movilizadas por diversos antagonistas que tildan a las víctimas de ser “irracionales”, “violentas”, “traumatizadas”, “desbordadas”, etc. Entonces, en esos contextos ellas pueden discutir con esas posiciones y pueden exigir ser tratadas como actoras racionales: “Estamos atravesadas por el dolor, pero podemos fundamentar racionalmente nuestras posiciones”, las escuchamos decir al dar públicamente ciertas discusiones. Inclusive, en determinados contextos puede haber debates entre ellas acerca del posible origen emocional de ciertas conductas que, de un modo opuesto, algunos integrantes de esos movimientos pueden etiquetar como “politizadas”, “interesadas” u “oportunistas” (Zenobi, 2020). Colocar entre paréntesis la idea según la cual las emociones surgidas de una situación crítica son el factor explicativo de la disposición hacia el activismo o la militancia puede contribuir a darles mayor relevancia a los debates, a las tensiones y a las interpretaciones diversas sobre la cuestión que pueden estar eventualmente presentes en los campos en los que trabajamos. Entonces, la mirada basada en las “emociones que movilizan” puede ser repensada a partir de un enfoque que se centra en las “emociones movilizadas” (Latté, 2015), esto es, entendidas como un lenguaje disputado que nutre los mundos morales de las víctimas (Pita, 2010), alimentando las relaciones de conflicto y cooperación que ellas mantienen entre sí.[3]

El hecho de objetivar nuestro lugar como investigadores implicados en cuestiones que involucran víctimas, violencias, sufrimientos, etc., no se limita al mero reconocimiento de nuestro eventual rol como activistas o militantes, al hecho de que sostengamos una cierta postura política frente a ciertos temas, ya que esta es una cuestión que solemos asumir explícitamente. En cambio, aquel proceso de objetivación incorpora la reflexión extrañada acerca de cómo se disponen las relaciones entre “el campo”, la jerarquización social de ciertos problemas sociales y la configuración institucional de nuestras prácticas y objetos de investigación. Si bien ese es un paso totalmente necesario a fin de promover un ejercicio sociológico crítico atento al modo en que pensamos y llevamos adelante nuestras investigaciones, cuando nos implicamos con personas, colectivos y con las causas públicas que promueven, este ejercicio puede –y quizás debe– resultar incómodo. En efecto, por un lado, las ciencias sociales realizan grandes aportes a los movimientos, las luchas sociales y las causas públicas de su época: alcanza con destacar los aportes realizados en el campo de los derechos humanos en relación con la construcción de memoria y con la visibilización de la violencia estatal, o el caso del movimiento feminista, con la denuncia de la desigualdad en las relaciones de género y con la reivindicación de las diversidades sexuales, por mencionar solo algunos ejemplos. Pero este proceso también puede tener su doblez. La vida cotidiana y la acción política se basan en la naturalización de los supuestos en los que se fundamentan; entonces, cuando trabajamos con personas que afirman sus posiciones públicas alrededor de supuestos que dan por naturales, bien fundados y autoevidentes, pero, sobre todo, cuando ellas son víctimas de situaciones que nos conmueven en lo personal, que nos interpelan desde lo político y que problematizamos desde lo profesional, llegar a la conclusión a través de la investigación social de que esos supuestos están históricamente configurados, que no son transparentes sino opacos, relativos a sus contextos de uso, y que la condición de víctima es un producto social ambiguo e inestable, puede configurar un escenario tenso. Esta posible tensión entre la profundidad analítica de nuestras investigaciones que problematizan los supuestos más elementales que estructuran los mundos sociales de las víctimas con las que trabajamos y los aspectos prácticos, cotidianos y políticos de esos universos puede traer dilemas éticos, dudas, angustias e inquietudes.

Considero que, a la par del enorme conocimiento acumulado en ciencias sociales en torno a grandes cuestiones y problemas sociales y de agenda pública más visibles, siempre es posible el avance de la indagación en torno a otros temas, procesos y actores. Acaso se trate de cuestiones que, aun cuando sean menos visibles y estén menos jerarquizadas social y políticamente –o que incluso pueden llegar a resultar incómodas, como cuando se trata de hacer trabajo de campo con grupos y movimientos conservadores, punitivistas o con perpetradores de violencia–, no por ello sean menos ricas analíticamente.

Fronteras establecidas y cruces imaginados

Si consideramos la relación entre ciencia, política y problemas sociales, puede advertirse que habitualmente la producción científica continúa las divisiones entre temas, procesos y tipos de casos presentes en el mundo social (víctimas de abuso sexual, hechos de tránsito, catástrofes, violencia policial, de género, etc.). A su vez, como ya señalamos, los cientistas sociales participamos de ese trazado. En la actualidad contamos con una abundante y relevante producción científica que ha alimentado enormemente nuestro conocimiento sobre ciertos procesos vinculados al mundo de los derechos humanos, las formas de violencia estatal, los procesos de construcción de memoria, entre otras cuestiones. El intento de establecer conexiones con otros tipos de situaciones en las que la condición de víctima también ocupa un lugar central puede constituirse en un productivo esfuerzo analítico complementario a aquel estudio profundo y extendido de cuestiones ya bien abordadas por las ciencias sociales.[4]

La posibilidad de imaginar conexiones transversales entre diversos tipos de temas, casos y procesos nos remonta, como al inicio de esta introducción, a la ubicuidad de una condición moral. Y ello nos conduce necesariamente a la pregunta por su sociogénesis, su difusión y sus transformaciones. Desde hace varios siglos, la condición de víctima viene atravesando una historia larga que ha dejado ciertos rasgos afines y contrastantes producto de ese recorrido común y diverso (Lamarre, 2022). Al momento de imaginar los posibles cruces de aquellas fronteras consagradas, parece imposible dejar de lado esa historia larga en la que se atraviesan el proceso de secularización, la consagración de la autonomía y la compasión como valores relevantes en Occidente; asimismo, debe destacarse la consolidación y difusión de los saberes jurídicos y psicológicos que han venido de la mano de un cierto modo de entender el conflicto, su tramitación, y el lugar de las víctimas en ese proceso (ver Barbot y Dodier y Revet en este volumen). Una perspectiva sociológica evolucionista que tome trazos de la obra de Elias y de Durkheim puede contribuir a esa tarea, tal como puede verse al considerar el avance del proceso de “desfatalización” recorrido por nuestras sociedades actuales (ver Lemieux y Vilain en este volumen). Tal proceso implicó la progresiva decadencia de la atribución de la desdicha a la mala suerte, al azar, y el ascenso de formas de responsabilización concomitantes (ver Revet y Barthe en este volumen). A menudo, en nuestras sociedades, el uso de los términos “tragedia” y “accidente” suelen ser contrapuestos a otros como “masacre” o “asesinato”; del mismo modo, hemos pasado de hablar de “accidentes de tránsito” a referirnos a “hechos de tránsito” o “incidentes viales”.

Pero, además de la razón histórica, tenemos otras dos buenas razones para emprender un enfoque como el propuesto. Por un lado, son las propias víctimas quienes suelen realizar esas conexiones o marcar ciertas desconexiones. En ocasiones ellas establecen alianzas políticas explícitas (o bien relaciones de competencia, como señala Chaumont en este volumen) entre diversos tipos de casos: por ejemplo, cuando quienes denuncian situaciones de contaminación ambiental exigen que estas sean tratadas como vulneraciones a sus derechos humanos; o bien cuando se organizan actos públicos conjuntos entre las víctimas de hechos de tránsito y las víctimas de un desastre, un incendio o una explosión; o cuando unas víctimas se reflejan y comparan con otras, como en aquellas ocasiones en que se trazan analogías entre el terrorismo de Estado y el Holocausto; o al revés, cuando se señalan diferencias, por ejemplo, cuando ciertas víctimas de delito urbano exigen “mano dura” y se diferencian del paradigma de los derechos humanos.

En diferentes contextos, y por los motivos más diversos, las víctimas suelen vincularse con profesionales de distintas disciplinas. Al actuar desde sus conocimientos oficiales y consagrados, ellos también suelen tener un lugar relevante en la construcción de un “espacio global” común al promover ciertas relaciones y descartar otras (Dodier, 2009). Por ejemplo, los cientistas sociales podemos apuntar a las causas comunes de diversos tipos de hechos violentos al hablar de la “violencia estructural” o de una cierta “cultura de” que la refleja y la reproduce; o bien los psicólogos pueden sostener que víctimas de violencias muy diferentes (por ejemplo, de conflictos bélicos, de violencia de género o de un terremoto) sufren consecuencias postraumáticas similares a nivel del aparato psíquico, por lo que las formas de reparación de la subjetividad pueden apelar a mecanismos o a procedimientos similares (ver Rechtman en este volumen). Inclusive el Estado tiene gran relevancia en la producción de este tipo de conexiones, en la medida que suele poner a disposición ciertos dispositivos e instituciones que reciben, en un mismo lugar, a personas que han sufrido violencias de naturaleza muy diferente con el objetivo de darles orientación jurídica, contención, etc. Desde una perspectiva etnográfica, es fundamental dar relevancia a esas conexiones y problematizarlas con el objetivo de construir una explicación.

De un modo diferente, en aquellos casos en los que las conexiones no surgen “del campo”, podemos ser las cientistas y los cientistas sociales quienes las realicemos de un modo teóricamente informado, apoyándonos en nuestros modelos de análisis y herramientas conceptuales. Por ejemplo, las conexiones entre diferentes tipos de casos y procesos que involucran a víctimas pueden surgir de procedimientos analíticos comparativos (Candea, 2006).[5] Para ello resultaría provechoso trazar analíticamente las dimensiones de variación adecuadas (Barth, 2000) que permitirían producir comparaciones teóricamente construidas y empíricamente informadas. Este ejercicio haría posible trazar conexiones analíticas entre víctimas de diferentes tipos de situaciones que a priori podrían resultar insospechadas.

Inevitablemente, un enfoque como el aquí sugerido permitiría colocar unas junto a otras a víctimas surgidas de procesos de naturaleza muy diferente. Al brindar la posibilidad de colocar casos poco jerarquizados socialmente junto a otros que están enmarcados en grandes violencias históricas, este procedimiento podría ser señalado como una forma de promover una cierta banalización (ver Chaumont en este volumen). Atravesada por profundos debates éticos, históricos y políticos, surgirá la pregunta sobre lo comparable y lo incomparable, sobre qué fronteras se pueden cruzar y cuáles no, pregunta que en ciertos casos vuelve a llevarnos al debate sobre la singularidad y la excepcionalidad de ciertos hechos (ver Chaumont en este volumen). Al mismo tiempo, tal enfoque conducirá necesariamente a que se planteen interrogantes e inquietudes sobre la comparabilidad que exceden las ansiedades éticas, políticas y morales y traen cuestiones teóricas: ¿cuáles son los fundamentos conceptuales que harían posible comparar a las víctimas de “accidentes” laborales, médicos o de tránsito, a las expuestas al “riesgo” de contaminación ambiental con las de un incendio o una explosión, y a los distintos tipos de profesionales preocupados por las formas de “reparación” sea esta estética, psicológica o económica?[6] Desde ya que esta cuestión no tiene una respuesta a priori, y, para ser rigurosos y evitar “mezclar peras con manzanas”, es necesario que esta surja de las conexiones que se trazan en el mundo social o de la construcción analíticamente informada de las comparaciones que imaginamos como posibles. En caso contrario, tendríamos una mera colección de casos en lugar de un programa de investigación.

Pero las inquietudes que puede generar una propuesta de este tipo también pueden guardar relación con la propia estructuración del campo institucional académico y de los modos en que lo habitamos las investigadoras y los investigadores. En ese medio las fronteras entre áreas de interés, tipos de casos, temas, etc., están institucionalizadas (por ejemplo, bajo la forma de proyectos, grupos de trabajo, líneas de investigación, publicaciones, etc.), y nuestra hiperespecialización en ciertos temas es concomitante a ese trazado, todo lo cual contribuye a que, eventualmente, lleguemos a consagrarnos como expertos en esos temas (ecología, memoria, salud, género, política, Estado, etc.). En tal contexto, el hecho de dar continuidad a las estructuras institucionalizadas puede contribuir a habitar con fluidez ese campo (recibir reconocimiento simbólico, gratificaciones de diverso tipo, etc.). En cambio, promover enfoques, cruces y preguntas que no se adecúan plenamente a esas formas institucionalizadas y a ser encuadradas en los modos de enclasamiento disponibles puede implicar un camino más dificultoso (Bourdieu y Wacquant, 2008). De todos modos, la propuesta puede convertirse en un estimulante y refrescante desafío al que sacar provecho. Avanzar en ese sentido podría habilitar un doble movimiento que resulta productivo: por un lado, contribuiría a colocar los temas ya consagrados bajo una nueva luz a fin de generar nuevas preguntas y conexiones y, por el otro, a abrir la mirada a nuevos casos, temas y procesos, hacer lugar a la construcción de nuevos objetos.

Entre algunas de las cuestiones que podrían abordarse desde esta perspectiva, se encuentran la evaluación de los “riesgos” y “accidentes” tanto en el mundo laboral como en el médico, incluyendo los dispositivos compensatorios y el papel de los profesionales que movilizan tecnologías y artefactos tales como tests que permiten medir y monetizar el daño; los itinerarios, las trayectorias biográficas, las modalidades asociativas y las formas de reparación (económica o estética) vinculadas a las víctimas de “hechos de tránsito”, así como la creación de agencias y áreas estatales ocupadas de ese tema; la situación de las personas que han sufrido bullying y el rol de los profesionales de la psicología en el reconocimiento de los efectos de esa violencia sobre la subjetividad, así como de los discursos sobre la “resiliencia” y la “autoayuda”; la indagación sobre el lugar que ocupa un cierto saber experto sobre las víctimas, la victimología, en nuestra región, sobre su institucionalización, sus referentes y sus trayectorias; el surgimiento y la profesionalización de instituciones y expertos que lidian con catástrofes, desastres y tragedias de todo tipo, desde defensa civil hasta los cuerpos de bomberos, para estudiar el modo en que se socializan en ciertas técnicas y paradigmas y aprenden a lidiar con situaciones extremas; los dispositivos estatales y de la sociedad civil orientados a encontrar personas desaparecidas o perdidas, la formación de sus agentes en esa práctica, las definiciones con las que operan, sus protocolos de acción; las rutinas de producción periodística a través del trabajo de campo en redacciones de periódicos y canales de televisión que permitan comprender las prácticas cotidianas tal como ocurren en el terreno, que modelan la difusión de ciertas ideas sobre las víctimas; o inclusive, por qué no, la consideración de los animales como víctimas, esto es, el abordaje de las formas de cuidar, defender y promover los derechos de los animales, pero también de los modos de ejercer violencia sobre ellos cuando se los sacrifica en el matadero, en un laboratorio o en una veterinaria con diferentes fines. Algunas de estas cuestiones son poco visibles en términos sociales, mientras que otras tienen mayor presencia pública: en todos los casos, podría tratarse de cuestiones muy relevantes en términos analíticos.

El modo en que se configura la relación entre ciencia, política y problemas sociales asume una forma diferente según los contextos regionales, nacionales e institucionales, y las fronteras entre áreas de interés e investigación pueden estar trazadas de maneras muy diversas. La forma que asume aquella configuración en contextos particulares específicos puede facilitar o dificultar la promoción de una transversalidad que nos permita conectar la diversidad y la posibilidad de que temas y cuestiones como los referidos puedan constituirse en objetos de investigación legítimos más o menos extendidos.

Aperturas: víctimas, saberes profesionales y compromiso

Con la idea de “producción social de víctimas”, se indica que las víctimas no surgen automáticamente de una situación determinada, sino que son producto de un proceso social de definición. Ese concepto nos conduce a descentrar la mirada, a ir más allá de las víctimas para comprender a las víctimas. Siguiendo esa idea, y como veremos al recorrer los capítulos que componen este libro, algunas cuestiones tales como las relaciones entre víctimas, profesionales y dispositivos se tornan centrales al considerar aquel proceso.

A lo largo de un proceso social creciente de acentuación de la división del trabajo y de profundización de la especialización disciplinar, el desarrollo de ciertas formas de expertise se ha tornado cada vez más relevante en nuestras sociedades actuales (ver Lemieux y Vilain en este volumen). Si deseamos comprender los modos a través de los cuales ciertas demandas llegan a ser socialmente reconocidas y legitimadas, debemos incorporar en el análisis las relaciones que las víctimas entablan con diferentes tipos de profesionales, técnicos, especialistas socialmente reconocidos como expertos (abogados, psicólogos, cientistas sociales, antropólogos forenses, médicos, biólogos, etc.). En virtud de sus conocimientos específicos, esos agentes son considerados como los adecuados para aportar diagnósticos y soluciones (ver Rechtman en este volumen). Desde sus posiciones de saber y discursos científicos, ellos consagran y oficializan. Esos especialistas ocupan un lugar muy destacado en la construcción de una “etiología política”, de una puesta en relación entre causas y consecuencias, de una explicación sobre cuál es el daño y quiénes son los responsables (Barthe, 2010).

Estos profesionales se desempeñan en el marco de dispositivos de diferente orientación y naturaleza. Algunos dispositivos pueden tener como finalidad dar visibilidad a un evento determinado (un museo o memorial), brindar orientación y apoyo jurídico en el proceso penal (una organización no gubernamental conformada por abogados), ofrecer reparación económica (como en el caso de la justicia civil, que resuelve pedidos indemnizatorios, o en el de los acuerdos extrajudiciales), contención psicológica (una sección de un hospital que recibe a víctimas de violencia de género o un área en el poder judicial que se propone acompañar a quienes atraviesan procesos penales), estandarizar las formas adecuadas de intervención (un protocolo de actuación frente a casos que involucran trata de personas), etc. Ya que no hay disposiciones sin dispositivos, como señala Fassin (2016), se espera que los agentes allí dispuestos encuadren sus prácticas en ciertos marcos institucionales y normativos explícitos vinculados a las finalidades de aquellos. Es esperable que la acción de una antropóloga forense enmarcada en un dispositivo vinculado a la justicia penal guarde algún tipo de relación con la producción de pruebas, que una cientista social que forma parte del equipo de un museo o memorial se preocupe por conocer, producir y difundir cierta visión sobre el pasado reciente (sobre los grupos implicados, las responsabilidades históricas, las condiciones para evitar la repetición de la violencia, etc.), o que un trabajador social que se desempeña en un equipo ministerial preocupado por ofrecer “contención” se ocupe de los aspectos sociales de esta orientando el camino hacia la reducción de la “vulnerabilidad social”. Pero, si bien la finalidad de cada dispositivo delimita constreñimientos institucionales que orientan las prácticas de los agentes que participan en ellos, los actores cuyas prácticas son siempre concretas, contextuales y situadas fundamentan su hacer en supuestos, hábitos y modelos implícitos. De esta manera, ellos siempre rodean, llevan más allá y desafían los objetivos y las intenciones explícitos de los dispositivos (ver Barbot y Dodier en este volumen).[7] Es entonces cuando las evaluaciones morales y decisiones de los actores cobran peso específico y se insinúa la relevancia de la etnografía para abordar estas situaciones.

En todo campo de saber, así como en cualquier ámbito de expertise profesional, existen competencias entre filiaciones profesionales, orientaciones teóricas, adhesiones a ciertas escuelas y corrientes de pensamiento, que sostienen modos diferenciados de comprender el mundo y de intervenir en él. Los expertos pueden adherir a algunas de estas expresiones, mientras que se oponen e impugnan otras posiciones o formas de entender y de hacer. Quizás, un modo posible de denominar este tipo de situaciones sea el de referirnos a esas disputas como “luchas pequeñas”. “Pequeñas” porque allí no encontramos comprometido al gran público, sino solo a los especialistas, exégetas autorizados para lidiar con los bienes disponibles en esos campos y competir por ellos. Las “luchas pequeñas” se expresan a través de los diferentes intentos de definir legítimamente el objeto de intervención, de diagnosticar, evaluar y proponer caminos a seguir frente a un determinado problema.

Hasta aquí, el enfoque planteado abre dos posibles dimensiones de variación (Barth, 2000) en cuanto a las posibles relaciones entre víctimas y profesionales que podrían abordarse comparativamente. Por un lado, podría estudiarse el modo en que se articulan diferentes saberes y profesiones en el contexto de un mismo dispositivo (por ejemplo, la labor de trabajadores sociales y abogados en un dispositivo de acompañamiento en el proceso penal –consideremos la relevancia que ha adquirido la noción de “multi”, “inter” o “transdisciplina” según la época y los gustos–); al revés, podríamos abordar las relaciones entre el modo en que se pone en juego un cierto saber profesional en el marco de distintos dispositivos que tienen finalidades diferenciadas (por ejemplo, podríamos abordar comparativamente la práctica de la psicología en un dispositivo que se propone ofrecer “contención” y contrastarla con el modo en que se la pone en juego cuando se realizan test a fin de evaluar el nivel de daño psicológico cuando se demandan indemnizaciones).

Como veremos a lo largo de este libro, muchos de los profesionales y expertos con los que las víctimas se vinculan están implicados en las “luchas grandes” de su época, como el activismo medioambiental, la defensa de los derechos de las minorías de todo tipo, el feminismo, entre tantas otras. Esas luchas no están limitadas a los especialistas de un cierto campo o ámbito profesional, sino que convocan a gran parte de la sociedad y están abiertas al debate público. Cuando ello ocurre, los discursos y las prácticas académicos y profesionales se combinan con los discursos y las prácticas militantes, lo que da lugar a una “mezcla de géneros” que permite pensar bajo nuevas formas la relación entre “política” y “técnica” (Siméant, 2002). En algunos casos, tal articulación puede llegar a constituirse en el fundamento del ejercicio profesional comprometido (Guglielmucci, 2011; Vecchioli, 2019).

Desde la perspectiva de quienes están implicados en esos procesos, a partir del compromiso con las “luchas grandes”, los conceptos, las técnicas, las teorías y las formas de entendimiento “desbordan” el ámbito profesional y académico y se desplazan hacia lo “aplicado”, “el territorio”, etc. De allí la relevancia y el valor que se les suele reconocer a los profesionales que se implican en una causa y que, por ejemplo, pueden impulsar la institucionalización de dispositivos, programas, protocolos, etc. Pero, a su vez, este compromiso tiene efectos sobre los campos de saber y de expertise, ya que los conceptos, las teorías y los modos de entendimiento aprendidos en la formación profesional se verán reconfigurados, transformados, “desbordados” (Caravacca, Daniel y Plotkin, 2018) a partir del involucramiento en una causa pública. Así, algunos psicólogos posicionados desde el psicoanálisis objetarán ciertas posturas dentro del campo psi que movilizan la categoría nosográfica de estrés postraumático (ver Fassin y Rechtman en este volumen) por considerarlas “psicologizantes, “patologizantes”, y destacarán la “dimensión social y política del trauma”; ciertos biólogos que ponderan la relevancia de los aspectos sociales en relación con lo biológico impugnarán el trabajo con transgénicos en laboratorios y defenderán el compromiso con las poblaciones fumigadas y contaminadas; preocupados por las víctimas, algunos abogados señalarán la falta de interés que tradicionalmente ha mostrado el derecho en relación con ellas y promoverán nuevas miradas y concepciones jurídicas que las consideren como personas que deben ser escuchadas y atendidas; en particular, los abogados de derechos humanos cuestionarán que la reparación se limite a las modalidades pecuniarias y movilizarán saberes y referencias de otros campos, como el de la psicología, para sostener la importancia de la “reparación simbólica”, así como de una “reparación integral” atenta a una noción particular de la subjetividad; o, extendiéndonos a otro tipo de contextos, por ejemplo, algunos arquitectos e ingenieros comprometidos con los llamados “sectores populares” desarrollarán herramientas y técnicas para promover el “hábitat popular”, distinguiéndose de las formas liberales de ejercer esa profesión. Esto es, a partir del compromiso y la implicación, la politización de los saberes constituye su cambio y redefinición.

Aquella redefinición del conocimiento a partir de la circulación de los profesionales por espacios, prácticas y relaciones entendidos como “políticos” nos muestra que las “luchas pequeñas” al interior de los campos de saber están atravesadas por aquellas “grandes luchas” que solo en apariencia se libran por fuera de ellos. Así, resulta que los profesionales comprometidos están dando dos batallas al mismo tiempo. Por un lado, ellos se implican –nos implicamos– con las grandes luchas de nuestro tiempo. Pero en esas luchas también se expresan las relaciones de competencia y disputa dentro de los diferentes campos disciplinares entre orientaciones teóricas y formas de ejercer la profesión. O, viendo la cuestión al revés, las tensiones al interior de los campos de saber y ámbitos profesionales encuentran en las grandes luchas un terreno fértil para expresarse.

Expansión y particularización de una condición moral

Del recorrido y de los debates propuestos hasta aquí, se puede concluir que el presente libro se propone, como dijimos al inicio de esta presentación, problematizar una condición moral contemporánea. Lejos de ser evidente, la condición de víctima debe ser entendida como un producto inacabado que es la consecuencia tensa, inestable y debatida de un conjunto de operaciones sociales. Estas pueden ser entendidas como parte de un proceso de producción que se despliega en el marco de configuraciones institucionales, sociales y políticas diversas.

Aquí hemos hecho referencia a la consagración de una condición moral expandida y ubicua. Esa ampliación ha llegado de la mano de la multiplicación, de la pluralidad de víctimas vinculadas a hechos de la naturaleza más diversa. Aquel proceso de expansión también implica una forma de particularización relativa a las causas específicas del daño y del sufrimiento. A lo largo de él, se observa una tensión entre un arquetipo abstracto y elusivo, la Víctima, y las múltiples formas en que este cobra existencia social a través de las víctimas de diverso tipo que lo encarnan. Es allí donde se abre la brecha entre el ideal y las prácticas socialmente situadas, concretas, contextuales, entre lo que algunos esperan de las víctimas y lo que esas víctimas múltiples, plurales, son.

Como señalamos al inicio de esta presentación, nos encontramos frente a un escenario que nos muestra la consagración de una condición moral que también es debatida, evaluada y revisada. Mientras que algunos reclaman y demandan esa condición, otros la miran con desconfianza o, inclusive, directamente la rechazan. Esa desconfianza puede ser producto de un resquemor relacionado con lo que esta supone a priori (pasividad, particularismo, emocionalidad, etc.) o bien del hecho de que quien exige ser tratado como una víctima debe demostrar, a través de diferentes pruebas, que efectivamente lo es. Sea de un modo o de otro, si en el propio mundo social existen debates, dudas y tensiones alrededor de estas cuestiones, es menester que, toda vez que nuestro interés esté centrado en producir una explicación etnográfica, evitemos darlas por sentado.

Si pretendemos ampliar nuestro conocimiento sobre aquella expansión particularizada producto de un largo proceso de evolución social, será necesario abordar procesos, temas, casos y problemas escasamente estudiados que pueden ser analíticamente relevantes. Expandir nuestra mirada sobre los mundos sociales de las víctimas de hoy permitirá restituir la diversidad estableciendo conexiones, transversalidades y puntos de contacto entre las fronteras socialmente establecidas. Este libro espera constituirse en un aporte relevante para afrontar el desafío que implica recorrer esos caminos que aún están siendo trazados.

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  1. En otra parte realizamos una sistematización de bibliografía nacional e internacional, sobre todo casuística, que trata estas cuestiones, ordenándola en tres ejes: las tensiones entre aquello que los analistas entienden como agencia y pasividad; una segunda sección alrededor de la cuestión de las crisis, los daños y los sufrimientos; y, finalmente, la última, ocupada del asunto de la gestión o el gobierno de las víctimas (Zenobi y Marentes 2020).
  2. Un razonamiento similar podría aplicarse al término “punitivismo”, que suele ser movilizado en las ciencias sociales como un concepto ora descriptivo, ora explicativo, y que también funciona como una categoría acusatoria movilizada con el fin de impugnar las posiciones públicas sostenidas por ciertos actores.
  3. En otros lugares propuse, desde el marco de la antropología política, que aquellas formas locales de entender la politización y las emociones contribuyen a producir formas de conflicto y cooperación, constituyéndose en líneas de clivaje que dinamizan los mundos sociales de las víctimas entendidos como campos políticos (Zenobi, 2014, 2020).
  4. Para algunos intentos por promover estos cruces y una problematización explícita de lo que ello implica, véase Gatti, 2017; Gayol y Kessler, 2018; Jeffery y Candea, 2006; Vecchioli y Martinelli Leal, 2017; Pita y Pereyra, 2020; Zenobi, Schillagi, Bermúdez y Galar, 2021.
  5. Puede encontrarse un conjunto de problematizaciones y de ejercicios comparativos realizados en nuestro medio desde la antropología política y del Estado en Balbi (2017).
  6. Para un enfoque innovador sobre la reparación, véase Johann Michel (2021). Allí el autor va más allá de los supuestos psicológicos y jurídicos con base en los cuales la cuestión suele ser abordada, problematizando sus aspectos morales y sociales en dominios muy diversos, incluyendo la cuestión de la (auto)reparación en el ámbito de la naturaleza.
  7. Esto es lo que ocurre, por ejemplo, cuando las personas afirman que el hecho de que los responsables de la violencia paguen indemnizaciones es una forma de “hacer justicia” –siendo que la justicia civil no está orientada a lo que los juristas llaman “retribución”–, o bien, al revés, cuando se entiende –a menudo, desde una interpretación psi– que la justicia penal puede funcionar como un mecanismo de “reparación simbólica”.


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