Diego Zenobi
La interpretación y explicación del malestar y la desdicha en términos psicológicos, un proceso que podríamos nombrar como “psicologización del sufrimiento”, no está limitada al mundo de los especialistas en esa materia. En efecto, el éxito de ese tipo de explicaciones radica en su capacidad para operar como parte de cierto sentido común (Visacovsky, 2009). Con matices y diferencias, según regiones y contextos nacionales, los saberes psi –la psicología, el psicoanálisis, la psicología social, la psiquiatría– son socialmente aceptados con total naturalidad como los adecuados para tratar con quienes han sufrido algún tipo de daño o violencia, y sus expertos representan la voz autorizada para intervenir frente a ese tipo de situaciones.
En la actualidad vemos como una cuestión evidente el hecho de que existan mecanismos, protocolos, áreas de gobierno, organizaciones, planes y programas promovidos desde los Estados o desde la sociedad civil preocupados por la salud mental de las víctimas. Sin embargo, como destaca Wieviorka en este libro, esto es producto de un largo recorrido iniciado en la década de los 70, cuando comenzaron a expandirse diferentes mecanismos de esta índole que incorporaron los saberes psi al ámbito de ciertos dispositivos oficiales.
El desarrollo de este tipo de saberes está vinculado al crecimiento de las disciplinas orientadas a la curación y sanación del cuerpo humano, cuya importancia y centralidad está fundamentada, en parte, en la valoración positiva que damos a la autonomía en nuestras sociedades occidentales (Dodier y Rabeharisoa, 2006). Atrapada en una paradoja, la víctima moderna es socialmente percibida como un sujeto pasivo que requiere atención y cuidados en un mundo que exige que las personas muestren autonomía y sean capaces de gobernar sus vidas, como señala Barthe en este libro.
Por un lado, esa forma de entender a las víctimas está relacionada con la cuestión de la responsabilidad: ellas no son responsables de su situación, sino que el daño “les ha sucedido”. Pero también, tal como psicólogos y psicólogas han aprendido a lo largo de su formación profesional, según la mirada psi, los sujetos sufrientes pueden encontrar gratificaciones a nivel inconsciente que los mantienen “atrapados” en una condición que los coloca en un lugar de “pasividad” que dificulta el proceso de lo que en ese campo se entiende como “reconstrucción de la subjetividad”.
En la medida en que los profesionales de ese universo tienen como parte de su tarea promover la autonomía de las personas que padecieron violencia, ellos pueden mostrar desconfianza con respecto al uso del término “víctima” para referirse a ellas. Esto explica algunos debates e inquietudes surgidos en ese campo al respecto y la preferencia por utilizar otro tipo de términos, tales como “asistidos” (Rousseaux, 2019) o “damnificados” (Zenobi, 2017a), bajo la idea de que llamarlas de esa manera resulta más adecuado en el marco del proceso de reconstrucción de la subjetividad dañada.
Como muestran aquí Fassin y Rechtman en sus respectivos capítulos, la legitimación histórica de la noción de “trauma” y la de la condición de víctima están entrelazadas como parte de un mismo proceso. En principio, a lo largo de aquel camino, estos autores destacan el pasaje de una noción de “trauma” fundamentada sobre la idea de una lesión anatómica, hacia otra que, con el avance del concepto de “realidad psíquica”, habría implicado la “desmaterialización” de este. Según Rechtman, al proponer la relevancia de la “realidad psíquica” que podía tener un efecto traumático directo, Freud hizo posible que el trauma fuera pensado más allá de los aspectos neurológicos. Sin embargo, tal como muestran esos autores en estos capítulos, el recorrido que conduce desde el trauma entendido como una marca de infamia a su actual posición como un signo de reconocimiento debe ser enmarcado en relación con las luchas políticas y sociales más amplias. No se trata tanto, o solo, de observar y analizar una serie de avances en el campo de la psicología, sino también de abordar sus relaciones con la movilización política. Por esto, es necesario considerar al mismo tiempo las disputas, tensiones y relaciones de fuerza al interior de los universos institucionales entre filiaciones profesionales, orientaciones conceptuales, etc., así como los contextos históricos (la guerra, el mundo del trabajo, etc.) y las grandes luchas sociales y políticas de cada época.
Luego de la Segunda Guerra Mundial, con el avance progresivo de la noción de “salud mental”, en algunos países se fueron delineando posturas diferenciadas al interior del campo de la psicología sobre cómo entender las relaciones entre individuo y sociedad. Desde algunas miradas emergentes en aquel entonces, el énfasis ya no estaba colocado en el sujeto “no adaptado” al entorno social, sino en las causas sociales y políticas de ese “desajuste” (Dodier y Rabeharisoa, 2006). En ese contexto surgieron en diferentes partes del mundo movimientos críticos como la antipsiquiatría, la medicina social, la psicología comunitaria y la psicología de la liberación. Estos movimientos reubicaron el problema de la autonomía y lo colocaron más allá del sujeto, poniéndolo en relación con cuestiones sociales estructurales más amplias, e inclusive con las grandes luchas políticas de cada época. Entonces, aquella relación entre víctimas y trauma no asumió la misma configuración en diferentes partes de Occidente, sino que ese modo de legitimación recíproca tomó distintas formas según regiones y contextos nacionales. En el caso de algunos países de Latinoamérica, la articulación entre víctimas y psicología tiene una historia enmarcada bajo un color particular.
Desde fines de los años 70 y ya entrando en el escenario posdictatorial de los 80, especialmente en algunos países de la región como Argentina y Chile, los profesionales de la psicología politizados y comprometidos con la defensa y promoción de los derechos humanos se preocuparon por ofrecer asistencia a las víctimas de los crímenes dictatoriales. Informados por una mirada que articulaba la salud mental con los derechos humanos, consideraban que el trauma y la sintomatología que tenían su raíz en la violencia estatal no debían ser tratados como una cuestión intrapsíquica, endógena, subjetiva, pulsional: según esa postura, ello implicaba promover una inadmisible “psicologización de lo social” y una “patologización” del sufrimiento.
Con la consolidación del campo de la salud mental y los derechos humanos, comenzaron a configurarse dispositivos destinados al apoyo y a la atención psicológica de las víctimas del terrorismo de Estado en el marco de organismos de derechos humanos (Lastra, 2019). Desde la mirada de estos profesionales involucrados en el trabajo con este tipo de víctimas, se promovió la revisión crítica de algunas cuestiones consagradas en el propio campo profesional. Por ejemplo, el principio freudiano de la neutralidad, según el cual el analista no debe plantear ni expresar sus posiciones personales para no orientar la asociación libre del paciente, fue puesto en cuestión en la medida en que el analista estaba comprometido con una causa política (Wikinski, 2016). Esta mirada también impactó en la forma de los dispositivos clínicos: algunos abordajes terapéuticos buscaron articular lo “personal” con lo “social”, por lo que una de las estrategias más importantes consistió en propiciar espacios de diálogo colectivo en lugar de la consulta individual y el “diván” (Lastra, 2019). A partir de la politización de los profesionales y de su consideración del daño psíquico como un producto social y político, conceptos, métodos y técnicas se vieron adaptados, resignificados y reconstruidos.
En los respectivos capítulos de este libro, Fassin y Rechtman señalan que la consolidación en el ámbito psi norteamericano del trastorno por estrés postraumático (TEPT) –y según Rechtman, con algunas resistencias, también en el europeo– vino a presentar al trauma psíquico como una reacción normal a un evento anormal. Esto habría implicado una cierta “normalización” de la condición de víctima. En el ámbito regional y local, esa categoría de la nosografía ha sido cuestionada desde una posición centrada en el psicoanálisis que se diferencia de aquella en la que se inscribiría aquel diagnóstico y que es señalada como “psiquiatrizante”. Mientras que en nuestro medio algunos y algunas profesionales expresan una oposición a esa categoría que conduciría a una “psicologización” de la violencia y a una “patologización” de quienes la sufrieron (Zenobi, 2020), en el contexto chileno, por ejemplo, el TEPT ha sido señalado como un diagnóstico reduccionista, por lo cual algunos profesionales, preocupados por las consecuencias de la violencia estatal desplegada en ese país en décadas pasadas, desarrollaron la noción de “traumatismo extremo” (Cuadros Garland, 2009).
Puede verse entonces que, al referirnos a la cuestión de la “psicologización” del sufrimiento, nos enfrentamos a dos cuestiones diferentes pero relacionadas entre sí. Por un lado, se trata de un proceso histórico de largo plazo a través del cual este ha sido entendido progresivamente en términos psi; esa forma de entender la cuestión puede involucrar perspectivas en disputa sobre las causas del malestar y sobre los caminos a seguir; entonces, desde ese punto de vista, “psicologización” también constituye aquello que las antropólogas y los antropólogos llamamos una categoría nativa que es movilizada en el campo psi a fin de impugnar y discutir con ciertas posturas que se expresan en él.
Tal como apunta Didier Fassin en este volumen, los expertos psi suelen comprometerse con las grandes causas impulsadas por víctimas de diversas situaciones que, gracias a su mediación, son reconocidas como tales y utilizan el trauma como un recurso político para movilizar sus demandas. En nuestro propio medio, la noción de “trauma”, así como otras asociadas al campo de los saberes psi, suelen estar muy difundidas entre quienes exigen justicia por las situaciones por las que atravesaron. En esos contextos, como parte de esos reclamos, suele ponerse en juego la conexión entre “trauma e impunidad”: según la perspectiva de algunos profesionales de la psicología comprometidos con la lucha de diferentes tipos de víctimas, cuando la resolución de los procesos penales involucra la responsabilización y condena de los responsables de la violencia, ello genera un efecto reparador de la subjetividad para quienes fueron objeto de ella (Bustamante Danilo y Carreño-Calderón, 2020; Edelman, Kordon y Lagos, 1995). Tanto las víctimas como los profesionales que exigen que se haga justicia castigando a los responsables ven allí una forma de reparación del dolor y del sufrimiento vivido. Al revés, el hecho de que los responsables de los crímenes no sean castigados podría ser vivido como una situación de “impunidad” que tendría efectos negativos sobre el psiquismo y contribuiría a una “retraumatización”. Ello implicaría el retorno del malestar y la sintomatología causados por el evento violento vivido en el pasado.
Esta idea que vincula el proceso penal y el proceso psíquico es deudora del trabajo de los profesionales del campo de la salud mental y los derechos humanos que en los años 80 comenzaron a abordar las consecuencias psicológicas del terrorismo de Estado destacando la necesidad de que se enjuiciara y condenara a los responsables de los crímenes de las dictaduras latinoamericanas. Pero, a partir del involucramiento y del compromiso de algunos de esos profesionales con causas impulsadas por víctimas de diferente tipo y naturaleza, aquella consigna ha viajado más allá de ese universo hasta ser desplegada en casos de violencia institucional o en el del incendio de la discoteca República Cromañón, entre otros (Zenobi, 2017b).
La idea de que el sufrimiento traumático puede reaparecer, volver a hacerse presente bajo ciertas condiciones o estímulos que pueden asomar a lo largo del tiempo trae a escena la cuestión del tiempo como un asunto relevante (Gell, 1992). La cuestión de la temporalidad también se expresa en el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales de la Asociación Psiquiátrica Americana DSM–iv cuando se refiere al TEPT. Entre los síntomas asociados a ese trastorno, allí se menciona a los flashbacks, para hacer referencia al retorno de imágenes y vivencias del hecho que vuelven a generar malestar en las víctimas: “El acontecimiento traumático puede ser reexperimentado de varias maneras. Normalmente, el individuo tiene recuerdos recurrentes e intrusos” (APA, 1994: 435). En este sentido, como ha señalado Young (1995), el TEPT
es una enfermedad del tiempo. El desorden distintivo de la patología es que permite que la memoria pasada sea revivida en el presente, bajo la forma de imágenes intrusivas y pensamientos, así como en la compulsión del paciente por reactualizar eventos pasados (1995: 7).[1]
Entonces, puede observarse aquí el contraste entre dos formas de entender la temporalidad implicada en la noción de “trauma psíquico”: en efecto, los profesionales comprometidos con las víctimas y las luchas que ellas impulsan promueven una politización de la temporalidad constitutiva de esta noción al conectar “trauma” e “impunidad”, proceso psíquico y proceso penal. Ambos procesos estarían conectados a través del tiempo: los síntomas traumáticos desencadenados en el pasado podrían reaparecer en el futuro frente a la situación de impunidad. Esta perspectiva amplía, extiende el aspecto temporal del trauma, más allá de la mera consideración de los flashbacks.
Como señala Lenoir (1993), las intervenciones y los diagnósticos de los expertos no se limitan a reflejar una realidad preexistente, sino que operan construyendo representaciones sociales, categorías de visión y división del mundo social que nada tienen de naturales. En este caso, desde esta particular perspectiva, se contribuye a la idea de que la “elaboración psíquica” del trauma está relacionada no solo con el trabajo entre profesionales y víctimas en el ámbito de la clínica, sino también con la evolución de otro tipo de situaciones, tales como los procesos penales en el marco de los cuales las víctimas deben ver satisfechas sus expectativas en las sentencias penales por los crímenes que sufrieron. Este razonamiento que articula los aspectos psíquicos con el proceso penal constituye una importante herramienta de lucha que informa las demandas de víctimas contemporáneas de diversa índole. Según Fassin, esta movilización política de términos psi también puede contribuir a producir ciertas formas de desigualdad en la medida en que las víctimas movilizan usos legos de categorías y modos de entendimiento propios de un cierto campo de expertise dominado por especialistas.
En el mundo contemporáneo, nos encontramos frente a la yuxtaposición de casos y tipos de víctimas que se encuentran conectados de las formas más diversas. Los dispositivos orientados a brindar atención psicológica a las víctimas y los profesionales que se desempeñan en ellos tienen un papel en la producción de esas articulaciones (Dodier, 2009). En efecto, en la actualidad existen mecanismos, protocolos, áreas de gobierno, organizaciones, planes y programas que reciben a víctimas de diferente naturaleza con el objetivo de brindarles algún tipo de atención psicológica. Puede tratarse de dispositivos que no están centrados en la atención a víctimas, como el servicio de estrés postraumático de un hospital psiquiátrico (por ejemplo, el del hospital Alvear, que recibió a familiares y sobrevivientes del incendio de Cromañón y de otras tragedias locales), de instituciones de acompañamiento a quienes están atravesando procesos penales (como la Dirección de Orientación a la Víctima del Ministerio Público Fiscal de la Nación, que recibe a víctimas de trata de personas, abuso sexual, violencia institucional, entre otras), o de espacios destinados a la asistencia psicológica a las víctimas de algún tipo de violencia específica que, eventualmente, pueden recibir a otras (es el caso del Centro Ulloa, inicialmente pensado para recibir a víctimas de terrorismo de Estado, pero que amplió el espectro de asistidos hacia las de violaciones actuales a los derechos humanos, con la variedad que ello implica).
Para algunos profesionales que se desempeñan en esos dispositivos, la violencia sufrida por diversos tipos de víctimas puede ser entendida y abordada en términos similares ya que existirían similitudes a nivel del proceso psíquico entre diversas situaciones en las que ciertos eventos traumatizantes irrumpen con una intensidad tal, que dificulta su elaboración a través del aparato psíquico. Algunos abordarán el trabajo con esas personas mediante una categoría nosológica como la de TEPT, ya sea que se trate de víctimas de un hecho de tránsito, de trata de personas o de un terremoto, por ejemplo. Otros priorizarán una mirada que coloca a las víctimas de violencias diversas (terrorismo de Estado, violencia policial o el incendio de República Cromañón, por ejemplo) en una serie común que tiene como origen las determinantes sociales y políticas de la época. Por otra parte, cuando los profesionales se comprometen con las luchas que las víctimas impulsan, ellos pueden contribuir a la importación de ciertas consignas y modos de entender estas cuestiones, como vimos, por ejemplo, con el caso de la relación entre “trauma e impunidad” surgida en la posdictadura, pero ahora actualizada con respecto a otro tipo de víctimas y puesta en juego en nuevos escenarios. Al transferir herramientas para el trabajo común frente a situaciones diversas, al poner a disposición de víctimas más recientes los dispositivos creados a fin de asistir a víctimas de épocas previas, al movilizar políticamente interpretaciones y explicaciones socialmente legitimadas por estar fundamentadas sobre una expertise específica, los profesionales del campo de la psicología crean conexiones entre víctimas que pasan a formar parte de un espacio social común.
Finalmente, aquí he señalado que algunos psicólogos comprometidos con la lucha de las víctimas critican la “psicologización” que, entre otras cuestiones, estaría representada por el diagnóstico de TEPT. Se trata de una “lucha pequeña”, esto es, limitada a los profesionales de un cierto campo de saber y de ejercicio profesional que –frente a los diferentes modos de diagnosticar, evaluar y proponer caminos a seguir ante un determinado problema– manifiestan su adhesión a ciertas escuelas y modos de entender la cuestión mientras que impugnan otros. Estas luchas están informadas por la politización de esos profesionales en la medida en que, a partir de su implicación y compromiso con ciertas “grandes luchas” políticas, desarrollan y ofrecen una nueva forma de entender el trauma psíquico al destacar los aspectos políticos y sociales con los que este estaría relacionado. Al conectar las luchas grandes de su tiempo con las que se despliegan en cierto campo de saber y ejercicio profesional, ellos promueven un cuestionamiento crítico y una redefinición de saberes al mismo tiempo que ofrecen un lenguaje, interpretaciones y modos de entendimiento que informan las luchas sociales y políticas de su tiempo.
Bibliografía
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- Según el DSM-iv, en especial el TEPT puede desencadenarse “cuando el individuo se expone a estímulos desencadenantes que recuerdan o simbolizan un aspecto del acontecimiento traumático (p. ej., aniversarios del suceso)” (APA, 1994: 435).↵