La “desfatalización” del infortunio[1]

Lo que la llegada de la figura de la víctima nos enseña sobre las transformaciones de la sociedad

Cyril Lemieux y Jean-Paul Vilain

Durante mucho tiempo las “víctimas” estuvieron ausentes de los textos legales en Francia:

A lo largo del siglo xix y hasta bien avanzado el xx, [la teoría penal clásica] analizó la presencia de la víctima en el proceso como una suerte de supervivencia de un estado de derecho primitivo, cercano al sistema de la venganza, [de modo que] la exclusión de la víctima parecía ser una conquista central de la civilización en una sociedad finalmente pacificada.[2]

Las primeras leyes de indemnización a las víctimas de delitos penales aparecieron en los años sesenta en los países anglosajones: en Nueva Zelanda (1963), Gran Bretaña (1964) y Estados Unidos (1965). En cambio, en Francia, el Código de Procedimiento Penal de la época seguía ignorando la referencia a las víctimas y prefería evocar a la “parte lesionada”, a la “parte que afirma haber sido lesionada” o aun a “la persona que ha sufrido personalmente el daño causado por el delito”. Habría que esperar hasta 1975 para que el término “víctima” fuera introducido en el Código Penal, cuando un nuevo artículo trajo esa noción a propósito del delito de proxenetismo agravado. Pero fue sobre todo en 1977, a través de la indemnización estatal a “víctimas de daños corporales resultantes de un delito”, cuando se concretó la entronización jurídica de la nueva categoría. Hasta entonces, la indemnización de la persona agraviada estaba ligada a la falta cometida por el criminal cuando esta era tramitada en el ámbito del derecho penal, o bien por la “parte adversa” cuando se trataba del derecho civil. En la actualidad, en cambio, el derecho francés toma en consideración las situaciones en las que el autor logra eludir los procesos judiciales, es desconocido o se encuentra imposibilitado para afrontar la reparación.[3]

Desde el punto de vista de los poderes públicos, el cambio sobreviene en el curso de la década siguiente. En 1982, con la creación de una “oficina de víctimas”, el Ministerio de Justicia comenzó a orientar su acción en favor del acompañamiento psicológico, social y jurídico a las víctimas, y hacia la reparación de sus daños por parte del Estado. Poco a poco, el dominio de la ayuda destinada a ellas se institucionalizó. En especial, el Ministerio de Justicia alentó la creación de asociaciones de asistencia a las víctimas, conformadas habitualmente por voluntarios que cuentan con el apoyo de abogados, juristas, médicos, trabajadores sociales y, con menor frecuencia, psicólogos.[4] Algunas ciudades también tomaron la iniciativa de crear oficinas municipales de asistencia. En 1986 se concretó el agrupamiento de las asociaciones de víctimas cuando, bajo el impulso del Ministerio de Justicia, se fundó un organismo nacional: el Instituto Nacional de Ayuda a las Víctimas y de Mediación (INAVEM). La institucionalización de sus derechos también tuvo en esa época una actividad legislativa sostenida: varios textos consagraron en la ley el principio de la reparación financiera “integral” por los perjuicios sufridos por las víctimas de daños corporales graves (golpes y heridas, violaciones y abusos sexuales), así como por los parientes de personas fallecidas. Esto afectaría en particular a las víctimas de accidentes de tránsito (1985), de actos de terrorismo (1986) o, incluso, a las personas infectadas por el virus del sida como consecuencia de una transfusión (1991).

En el transcurso de esos mismos años 1980-1990, las propias víctimas comenzaron a crear de manera casi sistemática sus propias asociaciones de defensa. En particular, es el caso de algunas grandes tragedias nacionales, como el accidente del autobús de Beaune (1982), la catástrofe ferroviaria de la estación de Lyon (1988), el derrumbe de la tribuna del estadio de Furiani (1992) y el incendio de la clínica de Bruz (1993). El objetivo de estas asociaciones ad hoc es siempre el mismo: defender los intereses de las víctimas frente a la justicia, convirtiéndose en parte civil y accediendo de este modo a la instrucción y al juicio penal. También tienen como finalidad influir en la labor parlamentaria y gubernamental buscando introducir cambios legislativos o reglamentarios.[5] En este contexto, una de las intervenciones más significativas ha sido la de la asociación SOS Attentats, cuyas reivindicaciones han impulsado una evolución considerable de los derechos indemnizatorios de las víctimas del terrorismo. Por su parte, en 1995 la FENVAC (Federación Nacional de Víctimas de Accidentes Colectivos) logró que se aprobara un artículo de ley que permite a cualquier asociación de víctimas de un accidente colectivo ser parte civil en la acción legal posterior. La AVEN (Asociación de Veteranos de Ensayos Nucleares) obtuvo en 2010 la aprobación de una ley de indemnización para las “víctimas de los ensayos nucleares franceses”.[6]

Es así que, en el espacio de cuarenta años, la categoría “víctima” ha tenido una aparición destacada en el edificio jurídico francés. A través de la constitución de asociaciones con estatus diversos y de una evolución notable del derecho, esta se ha impuesto progresivamente en las escenas judicial, política y mediática, hasta suscitar en 2016 la creación de un puesto ministerial encargado específicamente de la asistencia a las víctimas. Confinada durante mucho tiempo a un rol pasivo, la víctima se transformó en un personaje políticamente activo, ahora ubicado en el centro del “espacio moral de las sociedades contemporáneas”.[7] También se convirtió en un concepto movilizado para reinterpretar eventos del pasado en los que las “partes lesionadas” no habían sido pensadas como “víctimas”, sino más bien como “desdichados” o, en algunos casos, “héroes desafortunados”.[8] A propósito de esto, algunos autores han hablado de la llegada del “tiempo de las víctimas” o incluso de la entrada en una “sociedad de víctimas”.[9] También se ha evocado el desplazamiento general desde una concepción meritocrática de la justicia hacia una concepción “victimaria”, gracias a la cual la “competencia entre las víctimas” se habría convertido en el paradigma dominante para acceder al reconocimiento.[10]

El hecho es que, a finales de la década de 2010, interpretar las desgracias apelando a la categoría de “víctimas” y exigir que los derechos de estas últimas sean respetados se ha convertido en una actitud espontánea tanto en Francia como en numerosos países europeos, mientras que esto no era así cuarenta años atrás. En las líneas que siguen, nuestro propósito no será ni festejar ni deplorar esta situación. Más bien, buscaremos reconstruir la dinámica social que condujo a que esto sea así. Al hacerlo, también nos proponemos captar lo que la llegada de la categoría “víctima” puede enseñarnos sobre las transformaciones estructurales de nuestras sociedades. Exploraremos especialmente el vínculo entre, por un lado, el crecimiento de la división del trabajo en ellas y, por el otro, las actitudes como la reivindicación creciente del derecho de los individuos a preservar su integridad física y moral, así como su creciente preocupación por encontrar las causas humanas de las dificultades que les afectan en lugar de darse por satisfechos con la “explicación” basada en la fatalidad o el azar.[11]

El método que seguimos es comparativo: estudiaremos las movilizaciones que surgieron a partir de dos accidentes colectivos, con más de cuarenta años de diferencia entre sí. El primero es el incendio de un cine cercano a París en 1947. Este hecho nos lleva a un mundo en el que la categoría “víctima” estaba ausente en el plano jurídico y no operaba tampoco en el plano moral y político. En ese contexto, ¿de qué modo interpretaron los individuos el evento trágico que los golpeó? ¿Cuál fue su actitud frente a las autoridades y hacia la identificación de las causas de la tragedia? El segundo accidente estudiado es el incendio de un balneario termal en el suroeste de Francia en 1991. Este hecho coincide con el momento histórico en que la victimización se convirtió, en ese país, en una forma legítima de conferir sentido a las situaciones trágicas. Veremos lo que esta nueva cuestión implica en términos de las acciones políticas llevadas a cabo por las propias víctimas. Por último, la comparación de los dos casos tiene como objetivo permitirnos identificar un cierto número de rasgos de la evolución social. Estos pueden explicar por qué en nuestros días, a principios de la década de 2020, la victimización se nos presenta como un modo evidente de interpretar la desgracia que tiene como consecuencia, entre otras, el hecho de descartar cualquier viso de fatalidad cuando ocurre una catástrofe.

El incendio del Sélect: 89 muertos, un solo acusado

Era la noche del sábado 30 de agosto de 1947 en Rueil-Malmaison, la periferia parisina. En el cine Le Sélect, un antiguo salón de baile transformado en 1932 en sala cinematográfica, se proyectaba Étoiles sans lumière, una película con Édith Piaf. La sala estaba completa. Eran alrededor de las 22 horas, el intervalo había terminado y la sesión acababa de reanudarse, cuando de repente algunos espectadores notaron un brillo sospechoso en la escalera, cerca del techo. ¡Un inicio de incendio! Pánico: los extintores no funcionaban. La manguera de incendios estaba inutilizable: estaba perforada y era demasiado corta. A pesar de varios intentos de los asistentes y del encargado de la sala por extinguir el fuego, este invadió la escalera y se propagó rápidamente a lo largo de las telas que cubrían los muros. Consternados, desde los balcones los espectadores veían caer las telas en llamas sobre ellos. Para salvarse, la única opción era saltar al vacío. Algunas personas salieron heridas. Algunas murieron. Muchos otros no se animaban o ya no podían utilizar aquel medio de escape. 87 fallecidos y 66 heridos, dos de los cuales morirían más tarde, sería el saldo del desastre.

Un solo acusado: el propietario del cine

La fiscalía de Versalles abrió inmediatamente una investigación judicial. Antoine Mouillade, propietario del cine, fue encarcelado el 31 de agosto y fue remitido al tribunal penal por homicidio y lesiones involuntarias. La principal acusación sobre él fue no haber tomado en cuenta las observaciones realizadas por el Comité de Seguridad el año anterior. En su defensa, A. Mouillade explicó: “Me realizaron las observaciones verbalmente y nunca fueron notificadas por escrito”. El 20 de septiembre de 1947, la comuna de Rueil tomó medidas para constituirse en parte civil en el marco del juicio que sería realizado, con el objetivo de “defender los intereses de los siniestrados y los de la administración municipal”. El 22 de marzo de 1948 se abrió el proceso contra el dueño del cine ante el tribunal correccional de Versalles en presencia de un público muy numeroso. A A. Mouillade se le reprochaban nueve infracciones al reglamento de seguridad. Fue condenado a la pena de un año de prisión y a 6.000 francos de multa por homicidio y lesiones involuntarias, así como al pago de indemnizaciones a las familias de las víctimas. Esta sentencia, confirmada por una decisión de la décima cámara de la Corte de Apelaciones de París, no tuvo efecto en lo que concierne al pago de las indemnizaciones: el acusado se mostró insolvente y la póliza de seguro con que contaba la sala fue totalmente insuficiente.

Ni el alcalde ni el prefecto estaban preocupados

Los expertos designados por el juez de instrucción y por la administración consideraron que al alcalde de Rueil y al municipio se le debían adjudicar numerosos hechos. No obstante, el fiscal de la República estimó que pronunciarse sobre una falta en la actuación administrativa del alcalde hubiera implicado llevarlo ante los tribunales “en razón de su función”, cuestión prohibida formalmente por la ley de 16-24 de agosto de 1790. En consecuencia, la fiscalía no podía examinar la conducta del alcalde y llevarlo ante los tribunales. De la misma manera, los expertos consideraron que la administración de la prefectura, encargada de la seguridad en los establecimientos de importancia pública en virtud del decreto del 7 de febrero de 1941, había incumplido algunas de sus obligaciones de control de la actuación de los alcaldes, que, en caso de ser necesario, podían ser sustituidos. Pero, por las mismas razones legales, el fiscal explicó en su acusación que la autoridad judicial no se podía pronunciar sobre esta responsabilidad.

¿Quién pagaría?

Varios familiares de fallecidos no quedaron satisfechos con aquel resultado e intentaron llevar adelante una acción judicial contra la ciudad de Rueil. Hubo que esperar hasta el 24 de enero de 1951 a que una jurisdicción administrativa, el consejo de la prefectura de Versalles, se pronunciara sobre la responsabilidad de los poderes públicos. La decisión del tribunal estableció que la comuna de Rueil-Malmaison debía ser considerada como responsable “por la totalidad de las consecuencias perjudiciales del incendio”. En cambio, el consejo de la prefectura consideró, como ya había hecho antes el tribunal de Versalles, que no le correspondía evaluar la responsabilidad de la autoridad tutelar en la materia y que solo la comuna podía intentar interponer un recurso contra el Estado. Tras el fracaso de una tentativa de acuerdo amistoso con el Ministerio del Interior, que tuvo como objetivo compartir el costo por los gastos de indemnización de los siniestrados, la comuna de Rueil presentó un recurso ante el Consejo de Estado.

El arbitraje final

En su sesión del 17 de junio de 1953, el Consejo de Estado rechazó el requerimiento de la ciudad, considerando que no tenía derecho a pedir al Estado que la cubriera “con el monto de las indemnizaciones que ella fue condenada a pagar”. Entonces, la ciudad de Rueil presentó frente al consejo de prefectura su oposición a la obligación de pagar las indemnizaciones en el plazo de cuatro años. En el plano judicial, el caso del cine de Rueil se saldó con un conjunto de decisiones tomadas por el Consejo de Estado en su sesión del 10 de julio de 1957, luego de las solicitudes presentadas por la ciudad a fin de obtener la anulación de las decisiones del consejo de prefectura que la condenaban a pagar las indemnizaciones de los daños y los intereses a las familias de los siniestrados. El Consejo de Estado tomó nota de la condena al propietario del cine, pero consideró que las circunstancias también mostraban “un conjunto de negligencias, faltas, inobservancia de los reglamentos e imprudencias” que comprometían “fuertemente la responsabilidad” de parte de la comuna de Rueil. En particular, la comisión de seguridad de la comunidad no había realizado ninguna verificación ni mantenido ninguna reunión entre el 26 de octubre de 1946 y el 30 de agosto de 1947. Y ello a pesar de que había sido destinada especialmente, según el decreto de 7 de febrero de 1941, para visitar al menos dos veces por año los establecimientos y los locales sujetos a ese reglamento. El máximo tribunal hizo el balance judicial y financiero definitivo de la catástrofe: 89 muertos, 64 heridos, cuatro huérfanos; 7.254.522 francos relativos a seguros financieros, de los cuales 6.892.025 francos –una vez descontados los gastos varios– fueron distribuidos entre 1947 y 1950. Debe señalarse que la prensa, una vez pasada la emoción momentánea suscitada por el drama, prácticamente no siguió el caso. Las compañías de seguros tampoco jugaron ningún rol a lo largo de él.

El incendio de los baños termales de Barbotan: 21 muertos, 13 acusados

En una de las terrazas del balneario y centro terapéutico de recuperación llamado “Les Thermes de Barbotan”, propiedad de la Chaîne Thermale du Soleil, ubicado en Cazaubon (Département du Gers), sudoeste de Francia, el 27 de junio de 1991 dos obreros desparramaban asfalto para impermeabilizar una losa de hormigón. Eran casi las once de la mañana. Ocurrió un accidente menor: uno de los trabajadores volcó accidentalmente un balde con asfalto ardiente y este se desparramó sobre la losa. El trabajador apagó el fuego con su extintor, como se esperaría, y volvió a sus tareas. Pero un cuarto de hora más tarde, su colega vio, a través de una claraboya, humo proveniente de la piscina que se encontraba abajo. Había ocurrido algo absurdo: un chorro de asfalto ardiente atravesó la losa a través de un agujero de tres centímetros de diámetro, producto del proceso de construcción inacabado. El asfalto cayó sobre el interior de poliestireno de una pared provisoria que separaba temporalmente dos espacios. La espuma de poliéster se incendió. Los gases tóxicos se acumularon en el cielorraso y luego se desparramaron rápidamente por la piscina contigua, donde estaban los bañistas en proceso de recuperación. Los gases golpearon a 21 personas: 20 huéspedes y un empleado. Algunas personas intoxicadas lograron escapar, a pesar de las gruesas columnas de humo negro y de la falta de señalización de emergencia.

La conformación de asociaciones de víctimas

Las víctimas se agruparon rápidamente en la Asociación de Familias de las Víctimas de Barbotan (AFVB), que, tras una escisión interna a la que nos referiremos luego, condujo a la creación de una Coordinación de Familias de las Víctimas de Barbotan-les-Thermes (CFVBT). La primera asociación agrupó a 13 de las 17 familias afectadas. Además, el juicio penal dio lugar a la constitución de numerosas partes civiles: 113 personas, familiares de los fallecidos y las propias víctimas heridas durante el incendio (14 de ellas aún tienen secuelas por su exposición a los humos tóxicos). Estas personas estaban representadas por seis abogados, a los que deben agregarse los abogados que representaban a las partes implicadas que no eran partes civiles (organizaciones sociales o compañías de seguros).

Numerosos funcionarios fueron imputados

La instrucción penal concluyó en junio de 1994, pero las dificultades de procedimiento para definir la jurisdicción competente retrasaron la apertura del proceso. Finalmente, este se desarrolló durante dos semanas de noviembre de 1996. El obrero que manipulaba el balde con asfalto fue inculpado. Pero también otros 13 acusados fueron señalados por los delitos de homicidio y lesiones involuntarias por torpeza, negligencia o incumplimiento de una obligación de seguridad impuesta por la ley: los responsables de las termas (el secretario general entre 1981 y 1988, su sucesor en el momento de los hechos, el director técnico y  gerente de operaciones entre 1985 y 1988 y su sucesor de 1989 a 1990), los responsables de las obras (el arquitecto a cargo de la operación, el gerente de la empresa de carpintería, el jefe de la obra, el responsable de la empresa de albañilería, el trabajador independiente encargado de las obras de impermeabilización) y el director regional del APAVE (organismo encargado del control técnico de las obras). Por último, el tribunal apuntó a las responsabilidades de aquellos a quienes designó con el término general de “administrativos”: el alcalde de Cazaubon, el prefecto de Gers entre 1987 y 1990 y su sucesor en el cargo a partir de 1991.

Una sentencia inédita

El 19 de febrero de 1997, el tribunal se pronunció sobre las penas. Estas fueron desde dos años de prisión con ocho meses de prisión efectiva y una multa de 30.000 francos para los diseñadores de las obras y los administradores de las instalaciones, hasta tres meses de prisión en suspenso y una multa de 10.000 francos para los autores. La sentencia de primera instancia también consideró la laxitud en los controles durante la fase de planificación y ejecución de la obra que eran responsabilidad del director regional de APAVE, del prefecto de Gers y de su sucesor. En el caso de estos últimos, el tribunal rechazó las solicitudes del fiscal de la República, que había pedido una condena de entre cinco y diez meses de prisión en suspenso para el primer prefecto y le había dejado la tarea de evaluar la culpabilidad del segundo. En lo que concierne a la indemnización por daños morales, reclamada por la totalidad de las partes civiles, esta fue considerada perfectamente legítima por el tribunal. Además, consideró que los acusados que fueran declarados culpables penalmente debían responder por la indemnización civil por daños y perjuicios en función de su respectiva responsabilidad. El tribunal estableció un baremo con porcentajes a fin de distribuir el monto final de la reparación. En este marco, según la legislación vigente, la sociedad anónima Chaîne Thermale du Soleil fue considerada como responsable civil en virtud de los cuatro acusados que habían actuado en nombre suyo como “empleados”. Varios periodistas remarcaron que el juicio constituyó una novedad: la búsqueda de responsabilidades llevó ante un tribunal a los diferentes niveles de competencia implicados en la construcción y en el funcionamiento de un edificio abierto al público, desde el obrero hasta el prefecto departamental.

¿Estaba completa la lista de acusados?

El procedimiento de apelación se desarrolló entre el 17 y el 21 de noviembre de 1997, frente a la tercera sala del tribunal correccional de Toulouse. Solo 45 partes civiles se unieron a la apelación del ministerio público. En su solicitud, el fiscal de la República lamentó que no estuvieran presentes todos los acusados, en relación con que, a la luz de los debates sostenidos durante el juicio, no estaba incluido en esta instancia el director general de la Chaîne Thermale du Soleil ni los dos prefectos de Gers absueltos. Pensaba también en los responsables del área de estudios técnicos de esa empresa o en el segundo arquitecto, en funciones en junio de 1991, cuyas elecciones fueron sin duda determinantes durante la fase de concepción de las obras. En lo relativo al alcalde de Cazaubon, él no se hizo presente en la audiencia en razón de su estado de salud. En su decisión del 29 de enero de 1998, la Corte de Apelaciones de Toulouse confirmó la primera sentencia, pero con algunas modificaciones: el arquitecto a cargo ya no fue condenado a una pena de prisión efectiva, sino solo a una pena en suspenso “teniendo en cuenta su estado de salud” (una disposición que sorprendió a un gran número de observadores). Se confirmó la pena de prisión efectiva para el director técnico, que fue, finalmente, el único detenido. En cuanto a la persona encargada de las obras de impermeabilización, el tribunal aumentó en dos meses la pena de prisión en suspenso.

Solidaridades “comunitarias” versus “circunstanciales”

A fin de comprender la evolución histórica que condujo al advenimiento de la figura de la víctima en Francia, al momento de comparar los casos de Rueil y de Barbotan, nos focalizaremos en tres dimensiones esenciales: el tipo de solidaridad comprometida entre las víctimas; el tipo de reparaciones que reclamaron; y, por último, el tipo de interpretaciones a través de las cuales buscaron recomponer el sentido de lo que les había sucedido.

Rueil: una comunidad local solidaria en duelo

En el caso del incendio del Sélect, ¿cuáles fueron las solidaridades puestas a prueba luego de la tragedia? Aquí encontramos huellas, en un primer nivel, de una solidaridad a distancia: inmediatamente luego del siniestro y durante más de un año, la comuna de Rueil recibió numerosas donaciones a favor de las familias de las víctimas, algunas muy modestas y otras más importantes, así como ofrecimientos para adoptar a los niños huérfanos. Estos apoyos llegaron de acuerdo con las múltiples lógicas de la seguridad pública, la caridad privada o la cuestión empresarial. Estos provinieron de parte de particulares, empresas, administraciones, sindicatos, partidos políticos, organizaciones benéficas o incluso del presidente de la República.

En un segundo nivel, encontramos una solidaridad basada en la proximidad. Su primera manifestación: la actitud del consejo municipal, que, tras el incendio, decidió abrir un crédito de urgencia de un millón de francos destinado a ayudar a las familias de las víctimas, así como a cubrir los gastos funerarios y dar a cada víctima un espacio gratuito por cien años en el cementerio comunal. Segunda manifestación de la solidaridad basada en la proximidad: el origen de las muy numerosas donaciones que recibieron las familias de las víctimas por parte de los habitantes, las empresas y las asociaciones de Rueil (la lavandería Marsaud, la sección local de la CGT, la asociación de familias de Rueil, etc.). Tercera y última manifestación de esta solidaridad próxima: los funerales de las víctimas. Tal como informaron los periódicos de la época, la ceremonia sumió a los habitantes de Rueil y sus alrededores en una profunda conmoción. Mientras que en la ciudad “todos los comercios estaban cerrados”, una multitud inmensa, estimada entre 5.000 y 7.000 personas, se reunió alrededor de dos grandes instituciones: la iglesia, representada por monseñor Gosselin, quien dio misa, y el Ejército, representado por el coronel Pouillade. Fue este último quien, en nombre del presidente de la República, nombró caballero póstumo de la Legión de Honor a un “héroe” del drama que “volvió cuatro veces al infierno para salvar víctimas y que, la quinta vez, no regresó”,[12] y cuyo nombre pasó a ser más tarde el nombre de la calle donde se encontraba el cine.

Todas las víctimas del drama provenían del mismo barrio de Rueil, un barrio popular habitado por familias de obreros. Como nos explicó una sobreviviente, Ginette H.: “Los que habían ido al cine no eran los ricos, eran los pobres, bueno, los ‘intermedios’, como les decimos”.[13] Ella recuerda el papel que tenía el Sélect en la sociabilidad de los jóvenes que frecuentaba en esa época:

Nos sentábamos en los escalones del cine… A veces había tantas personas ahí… Y tres veces por semana el cine estaba lleno de gente. […]. Los jóvenes siempre iban a ese cine porque ahí proyectaban muchas películas americanas, comedias musicales, que eran muy populares en esa época, y wésterns. Todos los sábados nos reuníamos todos los jóvenes, íbamos juntos a hacer ejercicio, y todos los chicos que vivíamos en la calle de Le Gué nos juntábamos para ir al Sélect. Porque en el Sélect nos divertíamos, estábamos entre amigos.

El incendio del 30 de agosto golpeó el corazón de lazos de sociabilidad fuertemente establecidos. Las víctimas eran parientes, vecinos, compañeros de la escuela o de la fábrica que se conocían bien, a menudo vivían en la misma calle y se frecuentaban desde hacía mucho tiempo. Por ello, la idea que surgió en los días siguientes al drama de crear un comité de defensa de los siniestrados, formado por familiares de los fallecidos, tuvo origen en el corazón de una estrecha red de lazos de parentesco y de vecindad:

Los B., escribieron cartas convocando al comité de defensa de las víctimas, y con ellos también los D. que vivían al fondo del patio del mismo edificio. En la familia D. había tres quemados: la hija mayor, que estaba casada, y los dos chicos. Serge, que estaba conmigo, también lo hizo. De la Rue du Gué, le diré, yo fui la única que salió bien. […]. Tuvimos reuniones entre nosotros, entre quienes tuvimos quemaduras. Mi padre y mi abuelo, que había perdido a su esposa, habían armado una reunión para ver si conseguían algo.[14]

El comité, basado en vínculos de sociabilidad preexistentes, parecía ser un espacio débilmente organizado, sin un estatuto y sin un verdadero portavoz instituido. Las reuniones se realizaban en el primer piso del café Marette en la calle del Hôtel-de-Ville. La actividad principal consistía en “debatir”. Durante mucho tiempo, el repertorio de acción colectiva estuvo limitado al intercambio con el nivel político más inmediato, el alcalde de Rueil, que era también el presidente de la comisión de ayuda a los siniestrados del Sélect. La gente se dirigía al representante con gran deferencia. Sus demandas concernían principalmente a la indemnización, a la correcta distribución de los fondos, y a la información sobre los procedimientos iniciados. Las cartas estaban escritas a mano, de manera muy imperfecta:

Sr. Presidente,

En nombre del Comité de Defensa de los siniestrados en el Sélect (nuestro comité representa a casi todas las víctimas) me permito escribirle esta carta a fin de solicitarle una entrevista de tres miembros de nuestro comité con la Comisión de distribución de los fondos del Sélect. Tenemos varios puntos para presentarle que interesan a todas las víctimas del desastre. A la espera de una respuesta favorable de su parte, Sr. Presidente, sírvase recibir nuestros distinguidos saludos.
Por el Comité, el Secretario M. B.[15]

En su respuesta, el alcalde no se dirigió al “Secretario del Comité de defensa de los siniestrados”, sino al “Sr. Marcel B.”, explicando que, si era adecuado, lo recibiría “de buena gana” un día de la semana siguiente. La actitud del representante no contribuía a que las personas dejaran su lugar como administradas y aparecieran como un grupo autónomo. Para ello habría sido necesario que los miembros del comité tuvieran conocimientos precisos de sus derechos, relaciones privilegiadas con abogados (y medios para pagarles), y una visión suficientemente clara de las diferentes instancias públicas involucradas en el caso. Las víctimas no están menos indefensas juntas que si actuaran por separado.

Luego de dos años, por falta de indemnizaciones suficientes, las relaciones entre el comité y la municipalidad se deterioraron. Entonces, en aquel momento, los siniestrados pasaron de la deferencia a una posición más reivindicativa. Este cambio de postura estuvo marcado por la inclusión de un nuevo elemento en su repertorio de acción: la carta abierta, un procedimiento que dramatiza el caso al salir del circuito cerrado de las solicitudes confidenciales, para colocar a la “opinión pública” como testigo.[16] Sin embargo, cabe observar que esta carta abierta que solo fue publicada en el periódico departamental Le Courrier Républicain de Seine-et-Oise tuvo como objetivo la movilización a nivel local: dirigida al “Sr. Presidente o Sr. Secretario” de la comisión de ayuda a los siniestrados del Sélect, es decir, al alcalde del municipio, el texto expresa “la voluntad de hacer conocer de manera amplia a la población de Rueil-Malmaison la situación deplorable de los siniestrados”. Por lo tanto, su meta no fue más allá del horizonte del municipio: el comité tenía la intención de “pedir a todas las organizaciones y sociedades locales” que le asegurasen “su apoyo moral” y que se expresasen “en su próxima reunión por la defensa” de las víctimas.

Para luchar por su caso, las víctimas del Sélect buscaron recursos en su anclaje dentro de la comunidad. Apuntaron al respaldo de personajes notables locales que pudieran actuar como benefactores o intermediarios frente a las autoridades más lejanas. Los medios financieros y políticos de los que disponían para satisfacer sus demandas eran especialmente frágiles, sobre todo a partir del momento en el que las élites políticas y económicas locales dejaron de preocuparse por su suerte. Los siniestrados no intentaron establecer ninguna relación o equivalencia con otros grupos o instancias a nivel regional o nacional.

Barbotan: la formación de un grupo circunstancial

A diferencia de los siniestrados de Rueil, los miembros de las dos asociaciones de víctimas de las termas de Barbotan no provenían de una comunidad preexistente. Desde el inicio eran completamente extraños entre sí. Sus lugares de residencia, profesiones y posiciones sociales eran relativamente diversos. De un lado, la Asociación de Familias de Víctimas de Barbotan (AFVB) reunió a un ingeniero agrónomo, un asistente de cuidados, un encargado de una cooperativa agrícola, un empleado municipal, un profesor, un empleado bancario, una farmacéutica y una enfermera. En cuanto a la Coordinación de las Familias de las Víctimas de Barbotan-les-Thermes (CFVBT), se trataba del mismo tipo de agrupamiento socialmente heterogéneo: los miembros eran un jubilado de la administración estatal, una comerciante, una agente de prensa, un exagricultor, un trabajador jubilado de los hospitales de París, un técnico del sector fotográfico, un empleado de banco, un diseñador gráfico publicitario y una exempleada doméstica.

Sin embargo, desde un punto de vista muy general, ciertas características sociales parecen haber proporcionado una forma de unidad preestablecida al colectivo:

Ir a las termas de Barbotan no era un tratamiento de “alta gama”. No era Étretat, no era la comuna xvi de París. Creo que eso le dio una cierta identidad a las familias después del accidente: eran todas una especie de “franceses medios”, por decirlo de algún modo, y quizás también era más fácil tener una identidad de grupo cuando todos nos encontrábamos en situaciones similares, que si nos encontrábamos con grandes diferencias.[17]

Cualesquiera que sean estas convergencias, el hecho es que, antes del drama, el conocimiento recíproco entre las familias de las víctimas era prácticamente nulo. Esta situación, que contrasta tanto con la de Rueil, planteó además considerables problemas de organización a los responsables de las asociaciones implicadas: ellos debieron hacer convocatorias a través de la prensa a todos aquellos que hubieran perdido un ser querido o que conociesen a alguno de los fallecidos para que se unieran a la coordinación. A partir de la lista oficial de víctimas, se realizaron búsquedas utilizando el sistema de gestión de datos Minitel con el objetivo de “recuperar” a los miembros potenciales que hasta el momento no se habían hecho presentes.

El repertorio de acción colectiva de las dos asociaciones movilizadas luego del drama de Barbotan es mucho más amplio y se inscribe en un horizonte mucho más vasto que el del comité de víctimas del Sélect. Incluye como un componente central a los medios de comunicación, que posibilitan la presencia de solidaridades a distancia, a escala regional y nacional. Además de los comunicados publicados en la prensa regional y las convocatorias a la movilización de las familias de las víctimas retomadas por la prensa nacional, las asociaciones organizaron eventos destinados específicamente a llamar la atención de los medios de comunicación y, a través de ellos, de la “opinión pública”, en los que denunciaban la situación escandalosa que estaban atravesando. En 1992, la Coordinación de las Familias dio una conferencia de prensa en la Asamblea nacional, “destinada a señalar los retrasos en el procedimiento y a denunciar las anomalías observadas luego del desastre”. Para el primer aniversario del drama, se invitó a la prensa a la instalación de una placa conmemorativa en una pared cercana al establecimiento termal, seguida de una misa en memoria de los fallecidos. En esa ocasión se dedicaron numerosos artículos de prensa al caso, haciendo un balance “un año después”, que se apoyaron en las posiciones adoptadas por las familias, los responsables de las dos asociaciones y sus abogados. Desde entonces esa situación se repite cada año. Por último, se enviaron cartas en forma constante a los representantes del Estado en sus diferentes niveles (y no, como en el caso de Rueil, solo a nivel municipal): al nuevo prefecto de Gers, a los diputados, a la comisión de seguridad de los consumidores del Ministerio de Economía y Finanzas, al ministro del Interior, de Justicia, al primer ministro y al presidente de la República.

En segundo lugar, el repertorio de acción colectiva de las asociaciones de víctimas implicó el mantenimiento de solidaridades a distancia con otros grupos asociativos. Así pues, algunos miembros de la CFVBT entraron en relación con la Asociación de Defensa de los Usuarios de la administración y con la Federación Nacional de Víctimas de Accidentes Colectivos. Por su parte, la AFVB se puso en contacto con la asociación de padres de las víctimas del Colegio Pailleron (20 muertos tras un incendio en 1973). Estos encuentros representaron buenas ocasiones para intercambiar información y conocimientos.

A la inversa de lo ocurrido en el cine de Rueil, en el caso de las termas de Barbotan, las solidaridades basadas en la proximidad se presentaron como un producto y no como un prerrequisito para la acción colectiva. El caso reunió a víctimas que no se conocían entre sí. La batalla legal selló amistades y creó espacios para el habla y la contención mutua:

Durante el juicio penal todos íbamos al mismo hotel, de hecho al mismo hotel que la otra asociación, lo cual era una situación bastante divertida. El objetivo era encontrarse, al menos comer juntos por la noche y a veces incluso teníamos momentos de diversión –yo era presidente y tenía que estar presente todo el tiempo–. También hubo momentos difíciles… Creo que allí había espíritu de grupo, el hecho de estar juntos y de impulsar la acción, es decir, estar detrás de la justicia, estar presentes en todo momento.[18]

La solidaridad ya no se basa aquí en la preexistencia de solidaridades próximas que el drama habría atravesado brutalmente, sino en solidaridades nacidas de la propia acción colectiva y de la clara conciencia de estar involucrados en el mismo proceso judicial. Esta dimensión parece imponerse sobre todas las demás, hasta el punto de que a veces conduce a una considerable redefinición de la identidad de las personas: ellas se implican en cuerpo y alma en el colectivo a riesgo de romper con algunas de sus afiliaciones anteriores (se aíslan de los vecinos, relajan ciertas obligaciones y relaciones previas familiares y de amistad, se divorcian, abandonan su profesión, etc.). El grupo nacido de las circunstancias trágicas vinculadas al accidente se convierte en un movimiento con su propia escatología. Fuertemente implicados en la vida del colectivo, algunos de sus miembros buscan prolongar su existencia más allá del “punto final de la historia” que representa la conclusión del proceso judicial.

Una de las hipótesis que defenderemos es que este tipo de grupos, nacidos a raíz de circunstancias trágicas particulares, representan una forma emergente de constitución de lo colectivo en el seno de las sociedades contemporáneas. Esta forma está ligada a un nuevo tipo de expresión y de cultura política dirigido contra la irrupción fortuita (y, por lo tanto, vivida como escandalosa) del trauma en el curso de las vidas que exigen ser protegidas plenamente, tarea que en última instancia se espera del Estado. Por intermedio de estos grupos, que proponemos llamar “circunstanciales”, las personas acceden a una existencia política que, por un lado, prescinde del apoyo de los aparatos de movilización tradicionales (partidos políticos, sindicatos, asociaciones ya establecidas, etc.) y que, por otro, ya no está directamente referida a afiliaciones sociales preestablecidas (territoriales, profesionales, religiosas, etc.). En este nuevo contexto de acción colectiva, las personas muestran una tendencia a apoyarse en un punto común: todas han sufrido de lleno el mismo acontecimiento traumático, que no provocaron ni buscaron. En este sentido, se trata de una forma de movilización que no se basa prácticamente en ningún fundamento institucional o comunitario previo, y que, en este sentido, constituye una nueva forma de producción de solidaridades entre individuos.[19]

Culto a la persona y expectativa de sanciones penales

Después de haber examinado el tipo de solidaridades que caracterizaron a cada una de las dos movilizaciones, observemos el tipo de reparaciones que, en ambos casos, buscan las víctimas. En el caso de Rueil, las demandas formuladas por ellas relativas a las indemnizaciones parecen estar contenidas dentro de los límites trazados por la acción judicial. Además, el pasaje hacia una postura más reivindicativa surgió con mucha lentitud entre los siniestrados (más de dos años). La situación fue muy diferente en el caso de Barbotan: aquí, las víctimas se liberaron casi inmediatamente de los límites jurídicos dentro de los cuales se situó la acción de la justicia, por ejemplo, pidiendo que fueran declaradas culpables personas que el juez de instrucción no había considerado, o bien exigiendo que los señalados como responsables reconocieran públicamente sus faltas y que mostraran su arrepentimiento. Mientras que los miembros del comité de siniestrados del Sélect se preocupaban principalmente por obtener apoyo material, las asociaciones de víctimas de Barbotan buscaron imponer desde el principio su propia definición acerca de cómo debió haber sido implementada la seguridad en el complejo termal, así como sobre qué significaba que se hiciera “justicia” en términos penales. Examinemos estas diferencias más de cerca.

Más allá de la cuestión material

La compensación económica estuvo en el centro de los argumentos de todas las cartas que el comité de víctimas del Sélect dirigió al alcalde de la comuna entre 1947 y 1950. Como explica Ginette H., “el comité estaba a favor de las indemnizaciones”. De hecho, en Rueil, el agrupamiento de las víctimas nunca tuvo otro objetivo. La preocupación pecuniaria no era una cuestión secundaria ni se mantenía oculta: la situación material de un buen número de familias de muchas víctimas se había tornado muy difícil debido a la pérdida de uno o más integrantes. Hay que añadir que esta preocupación pecuniaria, basada en la expectativa de una donación o de una ayuda por parte de las autoridades locales –y no en la ruidosa reivindicación de un derecho– se vio teñida rápidamente de decepción: una vez pasadas las manifestaciones de caridad de los primeros tiempos, las familias de los siniestrados se sintieron cada vez más abandonadas a sus dificultades materiales. En ausencia de los dispositivos judiciales y sociales (públicos o de seguros) que permiten hoy en día la compensación financiera en beneficio de las víctimas, los siniestrados del Sélect se encontraron rápidamente abandonados a su suerte.

En el caso de Barbotan, a la inversa, el discurso de las víctimas solo se interesó muy excepcionalmente en el aspecto financiero. No deberíamos reducir esta actitud a un encubrimiento de intereses ocultos detrás del discurso sobre la verdad y la justicia: de hecho, la cuestión financiera fue considerada desde el principio a través de las convenciones establecidas en el plano jurídico. La cuestión no fue objeto de negociaciones. Los dispositivos de seguros públicos y privados resolvieron en gran medida las dificultades financieras a las que las personas se vieron confrontadas. Estos les permitieron pagar los servicios de varios abogados, uno de ellos particularmente reconocido (esta fue otra diferencia con el caso de Rueil). Y sobre todo les permitieron, como veremos, desplazar sus reivindicaciones hacia objetivos no materiales, en particular hacia la búsqueda y la sanción de las responsabilidades penales.

De esta manera, las víctimas de Barbotan sustituyeron una lógica de la compasión por una lógica de la indignación. En otros términos, esto significa que la tarea que se fijaron no residía, contrariamente a los siniestrados de Rueil, en buscar el apoyo de benefactores, sino más bien en apuntar con el dedo a un acusado.[20] Así, a lo largo de la etapa de instrucción, los portavoces de las asociaciones de Barbotan, reemplazados o a veces anticipados por sus abogados, elaboraron la lista de los culpables que, desde su punto de vista, merecían ser castigados: los constructores y los gerenciadores de las termas, por supuesto, pero también algunos representantes del Estado, como los prefectos y sus subordinados. Sus declaraciones públicas ampliamente difundidas por la prensa tuvieron como objeto al propio Poder Judicial, y, a través de ellas, denunciaron su lentitud e incoherencia. Desde este punto de vista, una de las originalidades más sorprendentes de la actitud de las víctimas en el caso de Barbotan es el hecho de que se volvieron resueltamente contra el Estado y algunos de sus agentes. Los prefectos y magistrados ya no podían esconderse detrás de la autoridad conferida por una función que, a los ojos de las víctimas, más bien los convertía en sospechosos de parcialidad y de choque de intereses.

En esta evolución hacia la ampliación de la lista de culpables y la acusación directa a agentes del Estado, el derecho se reveló como un recurso importante. En efecto, en el caso del cine de Rueil, la justicia penal no podía buscar culpables más allá del dueño y encargado del cine porque simplemente no existía ningún texto que considerara ese tipo de responsabilidades. En vistas del riesgo de incendio en un edificio abierto al público, el aspecto legal que permitía definir a los posibles infractores era particularmente restringido. El fabricante de las telas que cubrían las paredes y el techo del cine, así como el contratista que las había instalado, a diferencia de lo que ocurrió años después con la catástrofe de Barbotan, nunca se vieron afectados por el proceso judicial. Asimismo, los fiscales invocaron la ley de 1790 que prohíbe que un juez se pronuncie sobre las responsabilidades de un alcalde “en razón de sus funciones”. En el caso del prefecto, ocurrió lo mismo. Dado que la responsabilidad de los poderes públicos no podía ser llevada a la justicia, siempre se la evocó de manera vaga: sin hacer ninguna referencia a la distinción entre la esfera civil y la esfera penal, y adoptando una forma más colectiva que individual (la sentencia evoca, sin más precisión, la responsabilidad de “la municipalidad”, “la comuna”, “la ciudad de Rueil”, etc.). Esta imposibilidad de nombrar al alcalde en persona parece tanto más significativa ya que, en virtud de la ley municipal de 1884, la persona “responsable” de la seguridad de los ciudadanos en el territorio de su comuna era él mismo y no el consejo municipal.

En el caso de Barbotan, el nuevo alcance de las calificaciones puestas en juego por la justicia condujo a un desarrollo muy diferente del procedimiento de instrucción. La supresión de la persona detrás de su función pública, la existencia de decisiones colectivas de las cuales ella solo sería un agente, cedieron su lugar a una consideración individualizada de los actos sucedidos (o no), seguida de una acusación en términos personales por las negligencias cometidas. De acuerdo con eso, las responsabilidades pasivas buscadas por la justicia, agitadas por la prensa y reivindicadas por las víctimas fueron mucho más amplias: de golpe se vieron involucrados en el procedimiento judicial antiguos o lejanos participantes en la cadena de actos y decisiones que finalmente condujeron al drama (el constructor de los cielorrasos, el supervisor técnico, el presidente de la sociedad propietaria de las termas, el arquitecto y su colaborador directo, el alcalde e inclusive los dos prefectos de Gers que lo sucedieron durante el período). Desde esta perspectiva, parece que muchas de las diferencias entre el caso del cine de Rueil y las termas de Barbotan están relacionadas con la evolución de la justicia penal y civil. Mientras que el caso de Rueil nos muestra unos poderes públicos relativamente solidarios unos con otros, jurídicamente intocables y solo accesibles “al nivel más bajo” (el municipal), el caso de Barbotan, por el contrario, muestra las oportunidades que se ofrecen a las partes civiles para oponer a los “bloques de Estado” entre sí, jugando en diferentes escalas de responsabilidad y confrontando las lógicas sectoriales, por ejemplo, las de la administración departamental de la prefectura y las del aparato judicial.

La expectativa de sanciones penales: ¿una regresión civilizatoria?

En el caso de Rueil, el grupo de siniestrados estuvo amenazado rápidamente con debilitarse en razón de la fragilidad de recursos disponibles y por la falta de aliados externos. El objetivo de la indemnización parecía cada vez más difícil de alcanzar, por lo que cada uno se fue desentendiendo de la acción pública para retornar a su desgracia privada. En el caso de Barbotan, por el contrario, el compromiso fue tan intenso que inclusive puso en peligro el equilibrio del grupo circunstancial conformado. En efecto, desde el momento en que ellos se convirtieron en el juez último que determinaría la justeza de la reparación de los daños (negando al aparato judicial el monopolio de este rol), en las diferentes etapas del proceso las personas se enfrentaron a importantes dificultades para determinar el nivel adecuado de las sanciones que exigir. Precisamente, la creación de una asociación disidente de víctimas (la CFVBT) refleja una tensión que surgió rápidamente en el seno de la asociación madre (la AFVB). Se trataba de una tensión relativa a lo que se debía exigir a los poderes públicos en términos de acusaciones y condenas para que la dignidad de las víctimas fuera plenamente restaurada. Así, el escrito a través del cual la justicia planteó las imputaciones durante el juicio en primera instancia satisfizo a la AFVB, pero dejó a la CFVBT con un “sabor amargo”. Para la primera asociación, “el abanico de sanciones solicitadas se pareció bastante a la percepción” que tenían “del drama”. Por su parte, los miembros de la coordinación dijeron estar “asqueados” con la “indulgencia del tribunal”. Denunciaron “la falta de coraje de un sistema de justicia que podría haber pedido una condena firme de prisión para todos aquellos que tenían un poder de dirección”. La escena se repitió a lo largo del juicio de apelación, durante el cual solo los miembros de la CFVBT se asociaron como partes civiles a la acusación planteada por el ministerio público, mientras que los miembros de la AFVB prefirieron permanecer en segundo plano.

En comparación con una movilización como la de los siniestrados del Sélect, el principal obstáculo con el que chocó la ambición de un grupo circunstancial como el formado por las víctimas de Barbotan no fue tanto mantener, con la ayuda de gratificaciones o sanciones negativas, un alto nivel de compromiso entre sus miembros. Fue, sobre todo, llegar a adecuar su compromiso al lenguaje del derecho y de las reivindicaciones políticas “razonables”, impidiendo que sus exigencias con respecto a sanciones penales comprometieran la acción colectiva. Esta contención exigía introducir límites o restricciones en el planteo de las demandas, limitar la lista de los culpables señalados y aceptar una cierta indefinición en la determinación de sus responsabilidades. Es por esto por lo que muchas víctimas pueden ver allí una relativización o una negación injustificable de su trauma y de su necesidad de justicia y, al exigir condenas penales más numerosas y más efectivas, pueden poner en peligro el equilibrio alcanzado por el colectivo. Encontramos aquí, planteada esta vez en el propio funcionamiento de un grupo de víctimas, una cuestión que se venía planteando desde los años 80, cuando la categoría de “víctima” comenzó a potenciarse: la de un posible resurgimiento de la lógica vindicativa dentro de un sistema jurídico que, desde finales del siglo xix, se había construido con vistas a neutralizarla.[21] Casualmente, fue esta perspectiva la que condujo a numerosos autores en el curso de los años 2000 a ver en el advenimiento de la figura de la víctima el anuncio de una regresión en el plano civilizatorio. Ellos consideraban que tal advenimiento implicaba ceder al “movimiento desenfrenado y potencialmente infinito del resentimiento mostrado por las víctimas” y que, por eso mismo, contribuía a confundir justicia con venganza.[22]

La tensión que introducen las expectativas de sanciones penales en el equilibrio de los grupos de víctimas y, más ampliamente, en el funcionamiento del derecho contemporáneo plantea una cuestión importante para la teoría sociológica. En efecto, según la propuesta de autores clásicos como Norbert Elias y Emile Durkheim, las sociedades contemporáneas se verían orientadas a una menor demanda de represión penal en la medida en que el proceso civilizatorio continuara (Elias), aumentara la división del trabajo y, en detrimento del desarrollo del derecho represivo, se desarrollaran el “derecho restitutivo” y el “culto a la persona” (Durkheim).[23] Sin embargo, como ha remarcado recientemente Didier Fassin, en las últimas décadas la mayor parte de las sociedades occidentales “se han vuelto más represivas, sus leyes más severas, sus jueces más inflexibles, y ello sin ninguna relación directa con la evolución de la delincuencia y la criminalidad”.[24] Uno podría estar tentado a concluir que ni Durkheim ni Elias fueron capaces de pensar en la posibilidad de un retorno del derecho represivo en el seno de las sociedades modernas. Pero también podría ser –y esta es la posición que defenderemos– que la evolución contemporánea de los sistemas penales y las expectativas de justicia solo contradicen en apariencia sus respectivas teorías. En efecto, para decirlo en términos durkheimianos, es porque hoy en día está en expansión la figura de la víctima, y con ella los derechos del individuo y el “culto a la persona”, que los ataques a la integridad física y moral de las personas son cada vez menos trivializados y aceptados, y se esperan sanciones importantes contra los autores de estos perjuicios.[25] O, para decirlo esta vez en términos eliasianos: la creciente demanda de represión y seguridad a la que asistimos desde hace varias décadas puede ser interpretada como la traducción de una creciente intolerancia de los individuos hacia el uso de la violencia, en consonancia con la continuación del proceso civilizatorio. Dicho en términos durkheimnianos, el punto en el que el proceso parece inacabado se sitúa en que se reconoce que el “culto a la persona” es incondicionalmente válido cuando se trata de las víctimas, pero no parece extenderse en el mismo grado a los autores de los crímenes y las agresiones que han dado existencia a estas víctimas. Para decirlo en términos eliasianos: la intolerancia creciente de los individuos hacia el uso de la violencia sigue siendo más marcada con respecto a los usos privados de esta que con respecto a la represión estatal de la violencia privada.

La imposibilidad del fatalismo

Después de examinar el tipo de solidaridades, así como el tipo de reparaciones que caracterizaron a los dos casos que comparamos, terminaremos nuestro análisis considerando el tipo de interpretación de los eventos que prevaleció en cada una de las dos situaciones. En Rueil, los muertos y heridos del Sélect no fueron las víctimas del fabricante de las telas inflamables que, al quemarse tan rápidamente y caer sobre los espectadores, los cubrió en llamas. Tampoco fueron víctimas de un control deficiente por parte del prefecto, representante del Estado en el departamento. O más exactamente: esa no fue la manera en la que en esa época se construyó el asunto del Sélect por parte de los distintos protagonistas. En ese caso, la mayoría de quienes se expresaron públicamente, incluyendo a las víctimas, evocaron sobre todo una “calamidad” que se había abatido sobre el cine de Rueil, a la que ahora había que responder “yendo codo a codo”, como una prueba de ayuda mutua. Nociones como la de “falta”, “culpabilidad penal” o “responsabilidad pasiva” estuvieron poco presentes en los discursos. No se intentó, tal como ocurrió, en cambio, en el caso de Barbotan, implicar a través de un trabajo de imputación paso a paso a los actores más alejados de la escena final del drama.

Del fatalismo al desarrollo de una expertise profana

En el caso de Rueil, los recursos de los que disponían las víctimas eran limitados. Esto se tradujo en un sentimiento de abandono y de falta de información. Explica Ginette H.: “Nunca fuimos convocados a nada. Nunca. Contábamos con alguna que otra información menor que nos enviaban por carta, pero eso era todo”. Los principales proveedores de recursos que encontraremos presentes en el caso de Barbotan en este caso estuvieron cruelmente ausentes. Empezando por los medios de comunicación:

Creo que ahora no sería así… Con la televisión no hubiera sido igual. No teníamos nada, excepto la radio; y además en la radio se hablaban cosas tontas, no se hablaba de las catástrofes como ahora. Bueno, sí, se decía “Un camión atropelló a dos personas”, pero no era como ahora; ahora es todo de golpe, todo es inmediato, y después la cuestión puede tomar proporciones formidables… Pero en esa época, no.[26]

A la falta de atención de los medios de comunicación, se sumaron la falta de acceso a la expertise técnica o médica y, sobre todo, la privación de recursos jurídicos: “De hecho, no se hizo nada, es un escándalo. La gente tampoco hizo nada, por ignorancia, supongo, por desconocimiento de las leyes…”.[27] Esta configuración condujo a las víctimas de Rueil a privilegiar las interpretaciones fatalistas del drama y de sus consecuencias. En lo que concierne al accidente, este fatalismo incitó a que los siniestrados no intentaran avanzar en la consideración de todas las responsabilidades que condujeron al drama. En lo que respecta a lo que siguió al accidente, este fatalismo se tradujo en el hecho de que los siniestrados, cada vez más decepcionados por no recibir ayudas, renunciaron progresivamente a su estrategia inicial de tomar públicamente la palabra:

Rápidamente la gente se dejó caer, rápidamente. A cualquiera que se corta el dedo le dan una pensión, entonces, ¿por qué nosotros no recibimos nada de nada? No se dio nada, nada de nada. Es decir, los años pasaron y dejaron todo tal como estaba hasta que todo se desgastó completamente.[28]

Ante la falta de protección y de benefactores, las víctimas del Seléct estuvieron cada vez más tentadas de “pasar a otra cosa” y tratar de “olvidarse de todo” –una actitud que, en ausencia de una reparación efectiva, se les aparecía como la única manera de retomar sus vidas–. Como explica Ginette, la sobreviviente que entrevistamos: “Tenía que vivir. Dejé de pensar en ese momento. Dejé de apenarme por mi suerte. Empezar a vivir de nuevo hace bien”.

Las víctimas de Barbotan, al contrario, accedieron a numerosos recursos. Las carpetas con archivos que ellas distribuyeron en las conferencias de prensa que organizaron dan testimonio de ello. En estas carpetas podía encontrarse todo un conjunto de elementos técnicos, científicos y administrativos que podían constituirse en pruebas: conclusiones de informes de autopsias, un artículo de una revista médica sobre el ácido cianhídrico, actas de visita de la comisión de seguridad, la ordenanza municipal que autorizaba la reapertura de las termas, cartas al Ministerio del Interior, cartas de despido de algunos empleados de las termas a raíz de sus declaraciones a la prensa, etc. Para reunir estos elementos, las personas movilizaron diferentes redes en las cuales ellas estaban insertas y sacaron provecho de los conocimientos que habían acumulado en el entorno profesional, asociativo o familiar (desde este punto de vista, su estatus social y en particular su nivel de estudios no podrían considerarse como datos secundarios).

Así pues, el presidente de la AFVB, que tenía tras de sí una larga historia en movimientos asociativos, encabezaba el comité de la Federación Francesa de Tenis en su departamento; él movilizó su experiencia para crear y dirigir la AFVB, al tiempo que se benefició en el plano jurídico de los consejos de su esposa, que es abogada. Antes de la tragedia, otra de sus integrantes trabajaba en un banco y pertenecía a su comisión de salud y seguridad: ella compartió con el grupo sus conocimientos sobre seguridad en empresas y establecimientos abiertos al público. Una tercera persona era un antiguo funcionario de la prefectura de policía de París y conocía bien al director del laboratorio de toxicología de esa institución. Durante la instrucción, lo convocó como contraexperto y también como consejero jurídico. Cuando los resultados de la primera autopsia realizada a los fallecidos en Barbotan mostraron la misma tasa de monóxido de carbono en sangre para las veinte víctimas, este amigo médico legista denunció que era imposible que todas esas víctimas tuvieran la misma proporción de monóxido. Esta “contrapericia no oficial”, consignada en un informe, condujo a la necesidad de un contraperitaje oficial solicitado por el juez de instrucción, que contradijo los resultados de la primera autopsia y permitió, repentinamente, ampliar el campo de las responsabilidades penales.

En términos generales, la cuestión de las pericias alternativas que las víctimas de Barbotan elaboraron con sus propios recursos permitió sobrepasar los límites espaciales y temporales que el aparato judicial pretendió asignar al caso. En efecto, por definición, los jueces solo tuvieron en cuenta los hechos ocurridos en el sitio de Barbotan, antes del trágico incendio. Al contrario, las víctimas, por un lado, intentaron incluir en sus demandas el período previo y también el posterior al incendio y, por otro lado, intentaron producir comparaciones y extensiones en relación con otras cuestiones. Se indignaron, por ejemplo, por el hecho de que, en las semanas siguientes al accidente mientras el establecimiento continuaba recibiendo al público, no se hubieran hecho el reemplazo de los cielorrasos, las mejoras en la señalética y en los asuntos relativos a la seguridad. Y, yendo más allá, ellas también exigieron participar en el control de la seguridad de los locales. Asimismo, intentaron mostrar que lo que pasó en Barbotan podía volver a repetirse en otros lugares y que “aún hoy, tanto en Barbotan como en Gréoux y Cambo-les-Bains, las personas que asisten a balnearios termales siguen corriendo los mismos riesgos”.[29] Al impulsar esta generalización, esas asociaciones de víctimas se convirtieron en instancias reivindicativas que batallaban por una causa que iba más allá de su caso particular: más seguridad en las termas de la Chaîne Thermale du Soleil y, más allá, en los establecimientos que reciben público. Al hacerlo, desarrollaron lo que Steven Epstein ha propuesto llamar una “política del conocimiento” (politics of knowledge), cuyo objetivo es influir en las situaciones futuras, y no solo en la regulación retrospectiva de la catástrofe ocurrida.[30]

Un imperativo: encontrar responsabilidades humanas

Las estrategias interpretativas congruentes con este uso masivo de recursos jurídicos, mediáticos, médicos y técnicos están, por supuesto, en las antípodas del fatalismo y la resignación característicos del caso de Rueil. El familiar de una de las víctimas de Barbotan que entrevistamos reconocía, por ejemplo, que había una “tasa de probabilidad prácticamente nula” de que en Barbotan el asfalto ardiente pasara por uno de los agujeros de tres centímetros de la terraza y cayera justo sobre un tabique de poliéster. Sin embargo, no aceptaba la idea de que habría que atribuir lo sucedido a la simple mala suerte: “De ahí a decir que es una fatalidad, ¡no! No sé qué quiere decir ‘fatalidad’”.[31] Por el contrario, su interpretación consistía en mostrar que este accidente era todo menos impredecible e inevitable:

Ese es el aspecto que menos puedo aceptar de todo esto: que todo este asunto se base en el hecho de que las termas estaban en ese estado, mal gestionadas, porque no eran del mejor nivel y la gente que estaba allí no era gente rica. Porque no se hubiera hecho un trabajo como ese, mal programado, mal realizado, si hubiera sido un establecimiento de categoría… Entonces, en ese caso, no habría pasado nada.[32]

La interpretación política de los eventos expresada por las víctimas colocó el acento, como puede verse, en la subordinación de los imperativos de seguridad a los principios de rentabilidad (“La economía tuvo prioridad sobre la seguridad de los asistentes”.[33]) De acuerdo con este análisis, la reivindicación central de las víctimas fue el derecho incondicional de todos a contar con un “riesgo cero” cuando se ingresa a un establecimiento privado abierto al público, más allá de los problemas económicos que esta garantía pueda plantear. Se trata de una concepción radical de la seguridad que el Estado debe ofrecer a los ciudadanos: esta concepción rechaza cualquier razonamiento en términos de probabilidades, al tiempo que exige la implicación y la responsabilidad integral de todos los individuos que contribuyen, en mayor o en menor medida, a la seguridad de las instalaciones que reciben público. Como explica este miembro de una asociación de víctimas, en Barbotan “hubiera sido suficiente con que uno solo de los eslabones hubiera hecho correctamente lo que se suponía que debía hacer para que el drama fuera evitado”. Por eso, según él, todos los acusados estaban “unidos en una cadena formada por la acumulación de las faltas que fue cometiendo cada uno”.[34] De este modo, cada uno de ellos podía ser considerado como igualmente responsable de lo sucedido e incluido en la categoría de “culpable”, aunque siempre parece posible –y hasta necesario para guardar coherencia con la interpretación jurídica– establecer grados en relación con esa responsabilidad y culpabilidad.

Contrariamente a lo sucedido en el caso del incendio del Sélect, las dos asociaciones de víctimas de Barbotan se situaron en un registro proactivo más que reactivo. Con la posibilidad de reapropiarse de ciertos recursos del derecho, de la expertise y de los medios de comunicación, intentaron formalizar un nuevo lenguaje de reivindicaciones y de expresar un conjunto de propuestas y demandas colectivas propias. Este es el caso de los diferentes escritos y memos que uno de los miembros elaboró y que se suponía que podían servir como argumentos alternativos ante las interpretaciones oficiales de los hechos. Este trabajo de reapropiación y producción normativa tuvo un efecto estructurante sobre el grupo circunstancial. Al no recurrir al stock de interpretaciones ya disponibles propuestas desde otros ámbitos, las víctimas autonomizaron su postura: en gran medida, al intentar imponer su propia definición de la situación, ellas produjeron y afrontaron un conjunto muy amplio de dispositivos instituidos a partir de una relación específica con el particular universo que les planteó la situación catastrófica.

El carácter proactivo de los grupos circunstanciales, que expresa su voluntad de identificar las cadenas de responsabilidad humana que están en el origen de los accidentes, puede relacionarse con el diagnóstico de Anthony Giddens sobre el pasaje de las sociedades industriales en las que los riesgos se concebían según el modelo de los riesgos naturales, es decir, como atribuibles a una exterioridad (la naturaleza), a las sociedades en las que se piensa según el modelo de los riesgos “fabricados” (manufactured), es decir, causados por los propios seres humanos.[35] Para Giddens, la evolución característica de las sociedades contemporáneas, que desde su mirada sigue siendo muy incompleta, va en la dirección de esa reapropiación humana de la causalidad del infortunio. Los daños causados por las inundaciones, las epidemias o las erupciones volcánicas suelen imputarse no solo a la naturaleza, sino también, e incluso prioritariamente, a los responsables políticos y administrativos que no han sabido prevenir estos flagelos, que no han sabido encontrar soluciones para limitar sus efectos devastadores y que no han tomado todas las medidas necesarias para proteger a las poblaciones. Lo mismo ocurre, a fortiori, con los accidentes ligados a las actividades humanas (industria, transporte, infraestructuras, alimentación, salud, etc.). En este contexto, la responsabilización de las entidades humanas por la ocurrencia de accidentes, así como por la gestión de las catástrofes, se convirtió en la norma, mientras que invocar a la fatalidad tiende a convertirse en una actitud moralmente escandalosa y políticamente indefendible.


La comparación histórica que realizamos entre los casos de Rueil y Barbotan nos permitió identificar tres características principales de los colectivos de víctimas, tal como empezaron a aparecer en Francia en los años 80 y 90 y tal como nos resultan familiares en esta década del 2020. La primera de estas características es que se trata de grupos que pueden ser denominados como “circunstanciales”. Con esto queremos decir que sus miembros no formulan sus reivindicaciones movilizando solidaridades previas (territoriales, socioprofesionales, religiosas…), sino creando otras nuevas, fundadas en una experiencia traumática compartida. Esta forma de movilizarse los hace aparecer en la escena pública no como representantes de una comunidad preexistente, sino como un grupo de individuos sin vínculo previo más que las circunstancias trágicas que los impulsaron a asociarse para hacer valer sus derechos.

Una segunda característica es que estos grupos no solo luchan por obtener reparaciones financieras, sino también, y a veces principalmente, por hacer respetar aquello que consideran como un derecho incondicional: el derecho a la seguridad y a la preservación de la integridad moral y física de las personas. De esto se desprende el hecho de que tienen fuertes expectativas de sanciones penales que cuestionan a un sistema jurídico que, en el siglo xx, trató de imponer el derecho restitutivo en detrimento del derecho represivo en materia de accidentes.

Una tercera característica, por último, está relacionada con el hecho de que estos grupos se esfuerzan por encontrar causas propiamente humanas para la desgracia que les sobrevino, rechazando en consecuencia la posibilidad de conformarse con invocar la falta de suerte, la fatalidad o el azar para explicar el acontecimiento traumático que los ha golpeado. Esta voluntad de responsabilizar en última instancia a los seres humanos por las desgracias padecidas por otros seres humanos forma parte de una tendencia a pensar en el peligro en términos de riesgos “fabricados” más que “naturales”, para retomar los términos de Giddens.

Lejos de ser independientes entre sí, estas tres características dan cuenta de una misma evolución social. Aquí proponemos describir esto último en términos durkheimianos, es decir, como el resultado de la creciente división del trabajo en el seno de la sociedad. De acuerdo con lo que el padre de la sociología francesa predijo, este aumento –fácilmente observable en el caso francés– conduce a un debilitamiento de las solidaridades mecánicas, en virtud de las cuales las personas se veían a sí mismas como dependientes de una comunidad de pertenencia (como en el caso de Rueil), en favor de las solidaridades orgánicas, en virtud de las que se piensan más como individuos vinculados mutuamente por relaciones de cooperación (como en el caso de Barbotan). La idea del “grupo circunstancial” que hemos introducido puede ser vista como un reflejo de este desplazamiento hacia una conciencia más individualista y electiva del lazo social.[36] La teoría durkheimiana también nos permite comprender cómo la evolución de los últimos cuarenta años ha entrañado, de una manera que podría parecer inesperada, una revalorización de las expectativas de sanción penal: como hemos dicho, el aumento de la división del trabajo social ha suscitado un impulso al crecimiento del “culto a la persona” y esto ha llevado a una creciente intolerancia hacia las agresiones físicas y morales a los individuos, cualquiera sea su estatus. Finalmente, la acentuación de la división del trabajo social también permite dar cuenta del desarrollo de la tendencia creciente a considerar los riesgos como “fabricados”, es decir, a imputar la causa de las desgracias que golpean a los humanos a otros seres humanos antes que a la naturaleza o al destino. En efecto, a medida que aumenta la división del trabajo, un mayor número de profesionales reivindica con éxito su competencia frente a aspectos cada vez más especializados de la organización social. En consecuencia, se les atribuye la responsabilidad moral y jurídica frente a ciertos aspectos relativos a los eventuales accidentes y catástrofes. Por lo tanto, dirigirse a ellos y responsabilizarlos se convierte en una cuestión legítima cuando se considera que no han sabido prevenir estos accidentes y catástrofes o que han subestimado su probabilidad e impacto.

Desde este triple punto de vista (formas de solidaridad, culto a la persona, responsabilidad profesional), el advenimiento de la figura de la “víctima” no debe nada al azar. Al contrario, condensa los trazos de una acentuación de la división del trabajo en crecimiento desde los años 60. Ese proceso torna imposible que los actores contemporáneos interpreten y gestionen las desgracias que los golpean de la misma manera que lo hicieron sus predecesores, en un contexto menos diferenciado en términos sociales. No obstante ello, en la medida en que es probable que este proceso histórico de diferenciación social y profesional continúe en el futuro, nada indica que la figura de la “víctima” tenga la última palabra. Como podemos ver con el potente crecimiento de la noción de “resiliencia”, es posible que concepciones más radicales aún del “culto a la persona” se encuentren hoy en día en camino de suplantarla.


  1. El trabajo aquí publicado es una versión, inédita en español, reescrita y actualizada del siguiente texto: Vilain, Jean-Paul y Lemieux, Cyril (1998). “La mobilisation des victimes d’accidents collectifs. Vers la notion de ‘groupe circonstanciel’”. Politix, 44(4), 135-160.
  2. Zaubermann, R., Robert, P., Perez-Diaz, C. y Lévy, R., “Les victimes. Comportements et attitudes”, Déviance et Contrôle Social, CESDIP, 52(1), p. 13, 1990.
  3. En 1990, una nueva reforma completó la mutualización de la reparación financiera de las víctimas de infracciones penales al trasladar la carga de la compensación cuando los responsables son desconocidos o insolventes, del Estado hacia un fondo de garantía alimentado por los aportes de los particulares a las compañías de seguros. Sobre este punto, ver Ewald, F., “Responsabilité, solidarité, sécurité. La crise de la responsabilité en France à la fin du XXe siècle”, Risques, 10, 1992.
  4. Cf. Dulong, R. y Ackermann, W., L’aide aux victimes: premières initiatives, premières évaluations, París, Éditions de la MSH, 1984; Roche, S., “Les victimes: de la communauté à l’assurance en passant par l’État”, Déviance et Société, 19(4), 1995.
  5. Los estudios sociológicos sobre algunas de estas asociaciones de víctimas y sobre sus acciones son numerosos. Ver en particular Barbot, J., Les malades en mouvements. La médecine et la science à l’épreuve du sida, París, Balland, 2000; Henry, E., Amiante. Un scandale improbable, Rennes, PUR, 2007; Fillion, E., A l’épreuve du sang contaminé. Pour une sociologie des affaires médicales, París, Editions de l’EHESS, 2009; Barbot, J. y Dodier, N., “Violence et démocratie au sein d’un collectif de victimes”, Genèses, n.º 81, pp. 84-103, 2010; Barthe, Y., Les retombées du passé. Le paradoxe de la victime, París, Seuil, 2017.
  6. Ver Barthe, Y., Les retombées du passé, op. cit.
  7. Fassin, D. y Rechtman, R., L’empire du traumatisme. Enquête sur la condition de victime, París, Flammarion, p. 17, 2007.
  8. Marion Fontaine ha mostrado, a propósito de una catástrofe minera ocurrida en Francia en 1974, que la interpretación victimaria estaba totalmente ausente en el momento de los hechos. Esta solo entró en juego retrospectivamente, en la década de 1990. Véase Fontaine, M., Fin d’un monde ouvrier. Liévin, 1974, París, Editions de l’EHESS, 2014.
  9. Cf. respectivamente: Eliacheff, C. y Soulez Larivière, D., Le temps des victimes, París, Albin Michel, 2007; Erner, G., La société des victimes, París, La Découverte, 2006.
  10. Chaumont, J.-M., La concurrence des victimes, París, La Découverte, 1997.
  11. Como vamos a precisar, lo que nos permitirá establecer un vínculo entre estos dos órdenes de fenómenos que podrían parecer no tener relación directa es la teoría durkheimiana del cambio social, tal como se encuentra desarrollada en particular en De la division du travail social (París, PUF, 2007; edición original: 1893). Desde este punto de vista, nuestro enfoque podría ser puesto en relación con los trabajos de Mary Douglas y Aaron Wildavsky, que intentan vincular la morfología social y los modos de percepción del peligro. La diferencia es que, en nuestro caso, se trata más bien de estudiar las transformaciones conjuntas de la morfología social y la interpretación de la desgracia. Cf. Douglas, M. y Wildavsky, A., Risk and culture. An essay on the selection of technological and environmental dangers, Berkeley, University of California Press, 1983.
  12. Según el periódico France-Soir del 3 de septiembre de 1947.
  13. Ginette H. nació en 1930. Actualmente está jubilada luego de haber trabajado como empleada municipal. Ella es la única sobreviviente de un grupo de jóvenes que, la noche del 30 de agosto de 1947, habían decidido ir al cine ubicado en la misma calle donde vivía (rue du Gué). Nos encontramos en septiembre de 1997.
  14. Ibid.
  15. Carta manuscrita (mayo de 1948), firmada por el “Secretario del Comité, Marcel B.”, que también vivía en la rue du Gué.
  16. Esta carta no está firmada colectivamente sino “en nombre del Comité”, por Raymond T., habitante de la calle Massena de Rueil, cuya función dentro del comité no está especificada.
  17. Entrevista con Claudine N. (noviembre de 1997), quien perdió a su madre en el incendio de las termas.
  18. Entrevista con Jacky T., presidente de la AFVB (septiembre de 1997).
  19. Ver Vilain, J.-P. y Lemieux, C., “La mobilisation des victimes d’accidents collectifs. Vers la notion de ‘groupe circonstanciel’”, Politix, vol. 11, n.º 44, pp. 135-160, 1998.
  20. Aquí retomamos las categorías desarrolladas por Luc Boltanski. Véase Boltanski, L., La souffrance à distance. Morale humanitaire, médias et politique, París, Métailié, 1993.
  21. Sobre esta neutralización, ver Ewald, F., L’Etat-Providence, París, Grasset, 1986.
  22. “Editorial. Le charme amer de la victimisation”, Esprit, n.º 1, p. 3, 2005. Ver también sobre este punto Bruckner, P., La tyrannie de la pénitence, París, Grasset, 2006; Eliacheff, C. y Soulez Larivière, D., Le temps des victimes, op. cit.
  23. Respectivamente: Elias, N., La société des individus, París, Fayard, 1991; Durkheim, E., De la division du travail social, op. cit. Sobre el “culto a la persona”, ver también Durkheim, E., “L’individualisme et les intellectuels”, en La science sociale et l’action, París, PUF, pp. 261-278, 1987 [1898]; así como Callegaro, F., “La société moderne et l’idéal de la personne”, en La science politique des modernes. Durkheim, la sociologie et le projet d’autonomie, París, Economica, pp. 151-180, 2015.
  24. Fassin, D., Punir. Une passion contemporaine, París, Seuil, 2017.
  25. Recordemos que, en la perspectiva durkheimiana, el castigo es una expresión de apego a la norma que ha sido desafiada. Desde este punto de vista, reclamar que se castigue a quienes atentan contra la integridad moral y física de las personas (por ejemplo, los maridos que golpean a sus esposas, o los superiores que acosan moralmente a sus empleados) puede entenderse como un efecto del creciente apego al “culto a la persona”.
  26. Entrevista con Ginette H.
  27. Ibid.
  28. Entrevista con Ginette H.
  29. Presidente del CFVBT, citado por la revista L’Événement du Jeudi del 14 de octubre de 1993.
  30. Epstein, S., Impure Science. Aids, Activism and Politics of Knowledge, Berkeley, University of California Press, 1996.
  31. Entrevista con Claudine N.
  32. Ibid.
  33. Entrevista con Paul H. (octubre de 1997).
  34. Ibid.
  35. Giddens, A., Runaway World. How globalisation is reshaping our lives, Nueva York, Routledge, 2003.
  36. El enfoque durkheimiano no implica considerar que la sociedad contemporánea se haya convertido en una agregación de individuos. Más bien, invita a pensar en el individualismo contemporáneo como el efecto de una socialización específica, es decir, como el producto de una cierta organización de la sociedad caracterizada por un creciente grado de diferenciación interna.


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