Jean-Michel Chaumont
Introducción
No olvidamos que la historia de cada uno se hace a través de la necesidad de ser reconocido sin límites; la amistad designa esta infinita capacidad de reconocimiento. Imaginar que esa necesidad sea siempre la de un otro, que el otro como nosotros mismos esté entregado a esta exigencia e incansablemente a obtener respuesta, que se devore a sí mismo y que sea como una bestia si la respuesta no llega, eso es a lo que deberíamos obligarnos y es el infierno de la vida cuando nos falta.
Robert Antelme (1958: 113)
Aunque no soy criminólogo, es comprensible que la investigación que finalmente condujo a la publicación del libro titulado La concurrence des victimes (Chaumont, 1997) –resultado de varios años de trabajo en el seno de la Fundación Auschwitz de Bruselas– pueda interesar a un público especializado en victimología. Sin embargo, debo precisar que, antes de ser un libro, ese manuscrito fue una tesis cuyo título, más docto, era Connaissance ou reconnaissance? Les enjeux du débat sur la singularité de la Shoah (Chaumont, 1995). Aunque la propuesta es estrictamente idéntica, la distancia entre los dos títulos parece enorme: el título original se refiere al punto de partida de la investigación, mientras que La concurrence des victimes coloca un énfasis mayor en uno de sus puntos de llegada. Además, hay que agregar que entre ambos hay un largo camino, aquel del destino tortuoso de la espera de reconocimiento de las víctimas de la Shoah. En efecto, mi hipótesis principal fue que el verdadero problema que estaba en juego en la reivindicación de la singularidad de la Shoah era la satisfacción largamente postergada de una frustrada expectativa de reconocimiento en los años de la posguerra; me he esforzado en demostrar los desvíos sorprendentes que tomó la lucha por el reconocimiento social de un grupo de personas discriminadas al convertirse en un pseudodebate científico sobre el conocimiento histórico de un evento.
Presumo que, para los lectores de esta revista, el análisis de la controversia sobre la singularidad de la Shoah es de interés secundario, por lo que aquí me limitaré a resumir a grandes rasgos mi interpretación de los argumentos y de las conclusiones de la lucha por el reconocimiento que subyace en ella. Al hacerlo, me detendré en lo que me parece que representa uno de los principales efectos perversos de la polémica, a saber, la creación de conflictos artificiales entre grupos de víctimas. A modo de conclusión, plantearé una pregunta nada original pero que, en mi opinión, continúa sin resolverse aun cuando el sentido de la actividad de los victimólogos depende en gran medida de ella.
Pero antes compartiré unas palabras con el fin de prevenir frecuentes malentendidos que pueden surgir cuando se aborda un tema tan sensible: por lo que me concierne, estoy convencido de que la Shoah fue un evento mayor del milenio anterior y que el judeocidio presenta indudablemente muchas características singulares. Pero no creo, sin embargo, tal como sostienen de diversas maneras los defensores de la tesis de la singularidad absoluta del evento, que se trate de un fenómeno histórico totalmente incomparable con otras facetas de la criminalidad nazi o con crímenes contra la humanidad y genocidios perpetrados en otros lugares y en otros tiempos. Pero mi propósito aquí no es el de entrar en detalle en las discusiones sobre la comparabilidad, sino llevar el debate hacia el nivel de uno de los asuntos latentes pero determinantes de la polémica: el de las expectativas de reconocimiento de las víctimas. Hay otros asuntos, como las apropiaciones políticas del evento por parte de diferentes actores, en particular el Estado de Israel, que están bien documentadas en otros lugares y que no pertenecen a mi campo de estudio.
El singular destino de una frustrada expectativa de reconocimiento
Los “héroes” y los otros… Toda Francia se alegra y confraterniza en las calles, las luchas sociales parecen provisoriamente olvidadas; los periódicos dedican columnas enteras a los prisioneros de guerra, a los deportados. ¿Vamos a hablar de los judíos? ¿Vamos a celebrar la vuelta de los sobrevivientes, vamos a pensar en aquellos que murieron en las cámaras de gas de Lublin? Ni una palabra. Ni una línea en los diarios. Es que no hay que irritar a los antisemitas.
Jean-Paul Sartre (1946: 93)
Ya ha sido bien establecido por la investigación histórica que el retorno de los deportados no fue el mismo para todas las categorías de víctimas de la criminalidad nacional-socialista (Wieviorka, 1992; Lagrou, 1998). Todos fueron ciertamente objetos de conmiseración, pero solo algunos de ellos fueron también objetos de admiración: las mujeres y los hombres que, por convicción patriótica o antifascista, habían soportado el infierno concentracionario a causa de haber luchado contra los nazis. Entre los sobrevivientes –la abrumadora mayoría de los deportados judíos o “raciales” (como se decía entonces) habían sido asesinados en las cámaras de gas–, los antiguos combatientes de la resistencia fueron los más numerosos y los beneficiarios casi exclusivos del reconocimiento público. En aquel momento, por toda clase de razones que sería demasiado largo detallar aquí, este estado de cosas dio lugar a escasas reacciones. No obstante, citemos este grito surgido desde el corazón de un sobreviviente de Auschwitz en 1946:
Nuestro pueblo judío viene de vivir el capítulo más cruel de su historia. ¡Seis millones de judíos han caído! ¡No habían hecho nada para merecer esa suerte! ¡Lo mínimo que los sobrevivientes podemos pedir es que se reconozcan los sacrificios que nosotros y nuestros muertos hemos hecho! Solo pedimos que nos concedan, también a nosotros, un modesto pequeño lugar bajo el sol (Klieger, 1946: 191).
No solo que él no fue escuchado, sino que, al contrario, un manto de silencio recubrió la experiencia específica de los deportados judíos que se hizo invisible por su amalgamiento con la experiencia genérica de las “víctimas de la barbarie fascista”. Como símbolo hoy apenas creíble de este largo período de ocultamiento generalizado de la identidad de las víctimas, ¿es necesario recordar que, hasta principios de los años 90, la palabra “judío” no se leía en ningún lugar, ni en el museo ni en el monumento internacional emplazados en Auschwitz?
Es importante decir algo sobre el significado de esta situación absurda porque las cuestiones en juego son cruciales y proporcionan una excelente introducción al estudio de las dimensiones sociales y políticas de los traumas colectivos, lo que el filósofo Axel Honneth llama justamente “la gramática moral de los conflictos sociales” (Honneth, 1992).
Los judíos en cuanto que judíos fueron perseguidos por una parte de la humanidad –los nazis– todopoderosa durante un tiempo. Otra parte de la humanidad –los aliados– combatió a los nazis, pero no a causa de lo que ocurría con los judíos. Ellos tenían razones independientes para hacerlo, y fue casi exclusivamente en función de ellas que condujeron las operaciones de guerra de principio a fin. El hecho de no nombrar específicamente a los judíos en los homenajes que fueron ofrecidos luego de la guerra a las víctimas del nazismo implicaba ignorar el ataque particular del que ellos habían sido objeto y, en consecuencia, abstenerse de reparar los daños particulares que habían sufrido. ¿Cuál es el sentido de un monumento dedicado a las víctimas en las ruinas de Birkenau? Es una afirmación del mundo que ha vencido a los nazis y que, en el mismo emplazamiento donde ellos pusieron en práctica (y de qué manera…) su sentencia negándoles a algunos toda pertenencia a la humanidad, revoca ese veredicto, lo rompe y reafirma solemnemente la plena pertenencia de las víctimas a una humanidad común. Pero, si entre estas víctimas hay víctimas por las que los vencedores no combatieron y que solo forman parte del homenaje porque eran enemigos del enemigo, entonces el homenaje es ambiguo. Si, además, esas víctimas representan la inmensa mayoría pero solo están presentes de un modo accesorio en las conmemoraciones, el malentendido se vuelve grotesco. Los judíos –los que lo eran por convicción, por costumbre o por reacción– no cayeron en la trampa de una conmemoración que, precisamente porque no los nombraba como tales, no los reintegraba al seno de la humanidad en la misma calidad en virtud de la cual habían sido excluidos. La lesión a su dignidad no fue reparada: no se estableció que ser judío no era infame. En este caso también, la reacción de los judíos contra una situación que persistió masivamente tanto en el este como en el oeste de Europa más de un cuarto de siglo después de la guerra fue escasa. Entre las excepciones citemos a este colaborador del Bulletin du Centre de Documentation Juive Contemporaine que denuncia la ausencia de cualquier mención específica de las víctimas judías en una gran exposición dedicada a los “crímenes de Hitler” en París en 1945:
Fue por su condición de judíos y no por ser rumanos, húngaros, polacos, checoslovacos o franceses que más de un millón de niños, por no hablar de otros, fueron llevados a Alemania para ser enterrados vivos, gaseados, desangrados para ser transfundidos o hambreados hasta la muerte. Es una paradoja trágica que esta familia humana sea objeto de agresiones frecuentes no solo por parte de los enemigos de las naciones de las que forma parte, sino por parte de esas mismas naciones; extraña suerte la de estos hombres perseguidos en vida por ser judíos, a quienes solo la muerte permite colocar en pie de igualdad en el bendito anonimato del paraíso de los holandeses, de los polacos y otros moldovalacos (Knout, 1945: 1).
¿Era evidente a tal punto, como muchos afirman ahora, que los judíos pagaron el costo más alto por la locura asesina de los nazis y que eso era algo tan obvio que no era necesario hacerlo explícito? Sin dudas, ello era así para algunos, pero, frente a los juicios explícitos de los nazis, debería haber habido también un juicio explícito de parte de sus adversarios. No haber entendido esto fue percibido como una traición tanto más dolorosa en la medida en que venía de aliados y no de enemigos. Por otra parte, ya que la persecución que habían sufrido no había sido un motivo suficiente para que el resto del mundo tomara las armas, ellos podían deducir legítimamente que el resto del mundo no estaba tan en desacuerdo con condenar a los nazis por ello y que, si estos últimos no hubieran dado otros motivos de descontento, se podría haber aceptado el destino de los judíos, lamentándolo, por supuesto, pero sin encontrarlo como algo intolerable en relación con lo cual intervenir. Finalmente, si había indicios que permitían sospechar que la preocupación por no incomodar a los antisemitas constituía la razón tácita por la cual no se nombraba específicamente a los judíos, ¿cómo podían ellos tener la más mínima confianza en las poblaciones que los invitaban a reintegrarse a ellas, pero del modo más discreto posible? El lazo social no había sido restaurado y, aún menos, reinstituido sobre nuevas bases.
No solo faltaba esa forma de reconocimiento elemental que consiste en identificar la identidad de las víctimas, sino que se culpaba a los judíos por la manera en que habían reaccionado ante su destino. Así como durante largo tiempo las mujeres que sufrieron violaciones fueron estigmatizadas por su incapacidad para resistir al agresor, las masas judías asesinadas se vieron cuestionadas póstumamente por haberse dejado conducir a la muerte “como ovejas al matadero”. En cuanto a los sobrevivientes judíos, su situación fue apenas menos desfavorable: se sospechaba que se habían comportado de modos (demasiado) objetables (en comparación con otros) para asegurar su supervivencia. Según mi opinión, es en esta doble “victimización secundaria” –el blaming the victim syndrom– en donde debemos rastrear las raíces profundas de los conflictos que hoy en día enfrentan a la mayor parte de los espacios judíos por la memoria con otros grupos de perseguidos. A través de ella, se asoció, de forma inmediata, un sostenido sentimiento de vergüenza con el hecho de ser sobreviviente de la Shoah, mientras que ser un exdeportado que había resistido el Holocausto era un título de gloria. La estigmatización de las víctimas estuvo fuertemente interiorizada ya que los criterios para juzgar la infamia fueron ampliamente compartidos dentro de una comunidad judía que aspiraba a la normalización después de la turbulencia. Esa estigmatización permaneció durante mucho tiempo sin un tratamiento adecuado: en aquella época, los escasos espacios y círculos preocupados por la memoria judía intentaron utilizar el levantamiento del gueto de Varsovia como prueba de la valentía de los judíos. Sin embargo, el hecho de destacar esta resistencia no hizo más que acentuar, por su carácter excepcional, la supuesta “pasividad” de todos aquellos que no se habían rebelado.[2] Así, miles de personas que habían visto afectadas las raíces mismas de la confianza, el respeto y la autoestima (Honneth, 1992) se vieron privadas de las señales elementales del reconocimiento que les habrían permitido sanar, dentro de lo posible, los males que habían sufrido. El resultado fue una humillación y un resentimiento extendidos a lo largo del tiempo y que permanecieron, casi siempre, tácitos. Esto no solo catalizó muchos traumas individuales, sino que afectó profundamente la calidad del lazo social entre los judíos y las sociedades de las que habían sido deportados.
La transformación del estigma
¿Por qué se admite que pensemos en el Holocausto con vergüenza? ¿Por qué no lo reivindicamos como un capítulo glorioso de nuestra historia eterna? […] Tal vez esta debería ser la tarea de los educadores y filósofos judíos: reabrir el evento como una fuente de orgullo, incluirlo en nuestra historia.
Elie Wiesel (1967: 287).
La propuesta de Elie Wiesel citada aquí arriba ilustra perfectamente la reacción tardía pero muy concreta que suscitó la invisibilización del destino específico de los judíos y su doble estigmatización después de la guerra. Más allá de la victimización secundaria, este cambio de rumbo consistente en invertir el valor de una experiencia, por ejemplo, de la vergüenza al orgullo, no es excepcional entre los grupos estigmatizados (Noël, 1989). Sin embargo, aquí tomó formas particularmente originales. En primer lugar, en respuesta al mandato de Wiesel, los pensadores y filósofos judíos se encargaron de reinterpretar el comportamiento de las víctimas de tal manera que uno de los pensadores más influyentes en el pequeño mundo de los Holocaust studies concluyó que todos los judíos sin excepción merecían el título de resistentes porque, en su situación única, vivir se había convertido en sinónimo de resistir (Fackenheim, 1982). Otros se ocuparon de devolver los reproches a quienes los realizaban: no era, decían, culpa de la pasividad de los judíos, sino de la pasividad de un mundo indiferente que los abandonó a su suerte (Finkielkraut, 1980). Finalmente, el fundamento de la discriminación social constituido por la supuesta pasividad asignada a los judíos se convirtió en el fundamento de una singularidad histórica (ser perseguido por lo que se es más que por lo que se ha hecho) que pretendía justificar una cuestión central: el monopolio del estatus de víctima de un “crimen contra la humanidad”.
En la inmediata posguerra, en un país como Bélgica, los deportados judíos habían tenido que conformarse con un estatus distinto al de los deportados resistentes: solo estos últimos, que podían demostrar una “actividad patriótica desinteresada”, podían exhibir el glorioso título de “prisioneros políticos”. Los demás únicamente podían reclamar reparaciones materiales, con exclusión del reconocimiento simbólico: eran “beneficiarios” y no “poseedores” de un cierto estatus (Lagrou, 1989). Cuarenta años más tarde, la inversión de roles es total. Se pasó de la descalificación al reconocimiento público oficial: no haber hecho nada para ser deportados (defender a la patria o luchar contra el fascismo) se ha convertido en la base actual para calificar para un título oficial alternativo y envidiado que se niega a los luchadores de la resistencia, es decir, a los antiguos competidores: el de víctima del único crimen imprescriptible, el crimen contra la humanidad. Ahora la víctima se convierte en el verdadero héroe, y en Europa y América el verdadero testigo de la barbarie nazi ya no es, como antes, el militante político de Buchenwald, sino la víctima inocente de Auschwitz.
En el presente son los luchadores de la resistencia los que se sienten excluidos del espacio público y se indignan de que haya que recordar en las escuelas que los judíos no fueron los únicos perseguidos por los nazis. ¿Es esta nueva hegemonía un cambio de rumbo justo? Puede ser, sin dudas… Sin embargo, la reivindicación de la singularidad de la Shoah no está exenta de provocar temibles efectos perversos, es decir, consecuencias indeseables que nadie quería, pero que hay que tener en cuenta. No diré nada aquí sobre los efectos perversos desde el punto de vista científico (en relación con la inteligibilidad del judeocidio en particular y del nazismo en general), jurídico (en relación con la elaboración de los conceptos de crimen contra la humanidad o genocidio), memorial (en relación con el anclaje duradero de la memoria de los crímenes nazis en la conciencia occidental) o incluso identitario (en relación con la reconstrucción de la identidad judía contemporánea). Me limitaré a evocar el efecto perverso que supongo es el más susceptible de interesar a un público de victimólogos: el efecto puramente político de la competencia de las víctimas.
La competencia de las víctimas
Pretender que el Holocausto fue único solo puede implicar que los intentos de aniquilar a otros grupos nacionales o culturales no deben ser considerados como genocidio, disminuyendo así la gravedad y las implicaciones morales de cualquier genocidio, no importa dónde, no importa cuándo. Eso también implica que los judíos tienen el monopolio del genocidio, que no importa qué desgracia afecte a otro pueblo, no puede ser tan grave o, incluso, ser incluida en una categoría idéntica a la del Holocausto.
P. Papazian (1984: 18).
No me he detenido aquí en la manera en que la reivindicación de la singularidad absoluta de la Shoah se convirtió en la punta de lanza de la empresa de revalorización de los deportados judíos y, por extensión, de la identidad colectiva judía. Como arma de combate eficaz para forzar el tardío reconocimiento de parte de las autoridades públicas y civiles, ello no podía dejar de suscitar la hostilidad de otros grupos victimizados que veían allí una maliciosa banalización de sus propios sufrimientos por parte de “los” judíos. Maliciosa no era en absoluto ya que no estaba dirigida a ellos; pero sí, innegablemente, era una banalización indirecta, y esta es precisamente la razón por la que numerosos intelectuales judíos denunciaron muy rápida y vigorosamente “la obsesión por la singularidad” (Schorch, 1981). Así, por ejemplo, Georges Steiner respondió rápidamente a Elie Wiesel en 1967:
Si tu prohíbes comparar la agonía de alguien que es torturado y quemado vivo ahora con la de aquellos que fueron torturados y quemados vivos entonces –y pienso que eso es lo que estás haciendo, Elie– creo que este es un hecho que desafía al genio más profundo de la imaginación judía y al sentido judío de la implicación en el destino del hombre (Steiner 1967: 289).
Limitadas durante algún tiempo a los restringidos círculos de intelectuales judíos, las reacciones no tardaron en manifestarse desde el mundo exterior. Tanto otros grupos de víctimas del nazismo (en particular las otras víctimas “olvidadas”, los gitanos y los homosexuales), como otras víctimas de la historia (en particular los armenios, los afroamericanos y los amerindios) impugnaron que la Shoah hubiera sido tan singular al punto de que no se la pudiera considerar asimilable en ninguna medida a lo que ellos mismos habían soportado en el pasado. Entonces asistimos a un verdadero cambio en el frente: polémicas interminables lamentablemente inacabadas, que dieron lugar a posiciones macabras que, responsabilizando a la parte contraria, contribuían a un espectáculo indecente: una competencia entre víctimas que tuvo lugar bajo la apariencia de un debate pseudohistórico por el premio al mayor sufrimiento.
La singularidad de la Shoah se ha convertido así en una manzana de la discordia que divide ferozmente a los grupos minoritarios que podrían, en cambio, como ha ocurrido en el pasado, hacer causa común. Se trata de una fuente de conflicto tanto más deplorable en la medida en que no permite debatir públicamente las cuestiones –no necesariamente sórdidas– relativas al reconocimiento. Al contrario, las sospechas imaginarias, pero con consecuencias bien reales, abundan de uno y otro lado. Los malos entendidos que se generan son la base para diálogos de sordos particularmente notables: mientras que “los” judíos, abusivamente presentados como un grupo compacto y homogéneo, serán acusados por los demás de querer monopolizar el estatus de víctima, se sospechará a la inversa que los detractores de la singularidad de la Shoah se basan en un antisemitismo latente o, incluso, en una forma particularmente perversa de negacionismo. Ninguno de estos reproches está fundamentado y puede que cada parte se defienda de buena fe, lo que no hace más que alimentar el círculo vicioso de recriminaciones recíprocas.
Conclusión en forma de pregunta: ¿de dónde proviene la valorización de las víctimas?
Debemos entonces preguntarnos –y, llegado a este punto, tengo más preguntas que respuestas– cuáles son las cuestiones contemporáneas que explican la dureza de la competencia entre las víctimas, cuestiones que han venido a sumarse al tema primario que era la reacción contra la falta de reconocimiento en la posguerra. Como observador severo pero bien informado de la escena social de Estados Unidos, Todorov propone una hipótesis:
Si se puede establecer de forma convincente que tal grupo ha sido tratado injustamente en el pasado, en el presente se abre una “línea de crédito” inagotable. De ahí la competencia desenfrenada por obtener ya no “la cláusula de la nación más desfavorecida”, como ocurre entre países, sino en este caso la del grupo más desfavorecido (Todorov, 1995: 99).
La cuestión contemporánea de la competencia entre las víctimas sería, por lo tanto, la clásica cuestión del acceso privilegiado a los recursos materiales y simbólicos. Esta explicación es ciertamente plausible, pero inmediatamente surge una nueva pregunta en relación con la cual todavía sigo esperando que los victimólogos sugieran una respuesta: ¿cómo es que la condición de víctima se ha vuelto tan envidiable?
Cualesquiera que sean los errores que empañen la interpretación que he sugerido, hay un hecho que me parece difícilmente discutible (de hecho, estoy lejos de ser el único que lo ha señalado): en el curso de las últimas décadas, se ha producido una notable revalorización del estatus de víctima en el ámbito de la civilización occidental. El mismo surgimiento de la victimología como disciplina autónoma es probablemente uno de los principales síntomas de ello. Mi estudio ilustra este proceso, pero no lo explica en absoluto. No obstante, me parece claro que las estrategias de revalorización de las víctimas judías implementadas por ciertos círculos de la memoria no habían sido eficaces si no hubieran estado en consonancia con una fuerte tendencia social.
Consideremos la obra principal de la filosofía política del siglo xx en los Estados Unidos, la Teoría de la Justicia de John Rawls (1971). La intuición moral fundamental sobre la que ella reposa es que es justo ser compensado por las desigualdades o desventajas que uno sufre. Dicho de otro modo, el estatus de víctima representa la postura por excelencia desde la cual se puede exigir no solo que se haga justicia, sino que se establezca la igualdad entre los seres humanos.
Pero esta intuición moral no tiene el carácter evidente que podemos estar tentados de atribuirle ya que debemos reconocer que se trata de una idea reciente. Hasta hace poco –y el culto a los héroes ilustraba bien esa concepción–, se consideraba que era justo que cada persona fuera tratada de acuerdo con sus logros. La pregunta crucial desde el punto de vista sociológico es entonces la siguiente: ¿cómo pasamos en unas pocas décadas, desde el punto de vista de las sensibilidades morales colectivas, de una concepción meritocrática (es justo ser retribuido por lo que se ha hecho) a una concepción “victimaria” de la justicia (es justo ser compensado por lo que se ha padecido)? Se podría replicar que esta compensación está dirigida precisamente a eliminar las desigualdades heredadas del pasado y, por lo tanto, a establecer las condiciones para una meritocracia imparcial. Sin embargo, no creo que sea suficiente invocar la dinámica autónoma de la reflexión filosófica para dar cuenta de esta evolución. En efecto, la sensibilidad creciente por el destino de las víctimas se manifiesta también en otros campos sociales; me parece que la justificación de esta preocupación relativamente reciente se hace en nombre de argumentos que, aunque parezcan formar parte de una evidencia bien compartida, son muy diferentes porque conciernen a otra población (las víctimas de actos clasificados como delitos) que se encuentra vinculada a otros problemas (los derechos y el acompañamiento a la víctima en el proceso judicial, por ejemplo).
Ciertamente hay intercambios entre estos diferentes campos que tienen lugar en los discursos y en las prácticas. Así, el término genérico “sobreviviente” se utiliza en el mundo anglosajón en relación con personas que sufren de síndrome postraumático, una afección que ha sido estudiada notablemente tanto por especialistas en traumas engendrados por la Shoah, como por otros que estudian el trauma de la violación (Herman, 1992). Yo mismo he hecho uso del concepto de “victimización secundaria” al inspirarme explícitamente en los productos de la victimología. En efecto, es indiscutible que el concepto de “víctima” es tan amplio que se puede aplicar tanto a la dama cuyo bolso fue arrebatado como a la sobreviviente de una cámara de gas, al protagonista de una noticia y al protagonista de una tragedia de importancia histórica.
Y, sin embargo, unos y otros son objeto de la atención del poder. En algunos casos se habla del perdón y se aplica la discriminación positiva; en otros, se crean servicios de ayuda con trabajadores especializados. Los argumentos son diferentes, las medidas tomadas son distintas, pero aun así permanece el frágil mínimo denominador común, la invocación del estatus de “víctima”. En consecuencia, es plausible formular la hipótesis de que tanto la preocupación por las víctimas de crímenes (colectivos) del pasado, como la preocupación por las víctimas de los crímenes (“privados”) del presente se alimentan de la misma fuente que trasciende la diferencia de argumentos y las disposiciones prácticas. Pero, si no podemos explicarlo todo por el “progreso” de la reflexión moral o jurídica, ¿cómo dar cuenta de la valorización del estatus de víctima?, ¿dónde buscar ya no las razones, sino las causas de este fenómeno singular?
Disponemos de hipótesis parciales, sobre todo relativas a la cuestión de las víctimas de delitos. No cabe duda, por ejemplo, de que se puede atribuir a los movimientos feministas gran parte del reconocimiento que las víctimas de violaciones están recibiendo finalmente de las autoridades judiciales y, más en general, de la sociedad civil. En otros casos, la proclamada preocupación por las víctimas aparece más como un instrumento de las luchas conservadoras punitivistas dirigidas sobre todo a reforzar la represión de la pequeña delincuencia (Elias, 1993). Pero yo tendería a creer que estos fenómenos localizados son impulsados por transformaciones sociales más globales. Así pues, la exclusión, o, para utilizar el concepto más apropiado de Castel (1995), la desafiliación, se ha transformado en un problema importante en nuestras sociedades en las últimas décadas. Los desafiliados no tienen, como tenían los explotados, la posibilidad de establecer una relación de fuerza para negociar una posición más favorable en el sistema (amenazando, por ejemplo, con paralizar el aparato productivo mediante la huelga). En efecto, es precisamente su entrada en el sistema lo que se ha vuelto problemático y aquello a lo que aspiran. A falta de una verdadera moneda de cambio, ¿qué recurso les queda, si no la posición de la víctima inocente, para hacer valer sus demandas de inserción? Esta es solo una hipótesis entre otras, pero tiene el mérito de llevar el tema al corazón de las fracturas que dividen a nuestras sociedades, y me parece que es allí donde se están esbozando nuevas configuraciones.
Bibliografía
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- Puede encontrarse la versión original en francés de este texto bajo la siguiente referencia: Chaumont, Jean-Michel (2000). “Du culte des héros à la concurrence des victimes”. Criminologie, 33(1), pp. 167-183. Esta traducción incluye algunas modificaciones introducidas por el autor al texto original. A pedido suyo, incluimos la siguiente aclaración: “Este texto ha sido redactado hace 23 años. Desde entonces Jean-Michel Chaumont ha editado un libro que, al mismo tiempo, prolonga y modifica algunos pasajes de La competencia de las víctimas (1997). El libro lleva como título Survivre à tout prix? Essai sur l’honneur, la résistance et le salut de nos âmes, ha sido publicado por Editions La Découverte (París, 2017) y ha obtenido el premio literario de la Communauté Wallonie-Bruxelles”.↵
- El prejuicio de la “pasividad judía” era en realidad, tal como mis investigaciones ulteriores me han permitido establecer (Chaumont, 2017), un reproche de “cobardía”. Aun cuando esto me pareciera chocante en su momento y siga siéndolo para la mayor parte de la gente, ese reproche es perfectamente comprensible si lo relacionamos con los criterios morales en vigor en la época concernientes a las conductas a adoptar en situaciones extremas. En efecto, la ley del honor obligaba a que los individuos estuvieran dispuestos a sacrificar sus vidas para salvar al grupo, que era lo que prevalecía. La ley del honor exigía una lealtad irrenunciable a la comunidad, pero, como muy bien lo analizaron algunas de las víctimas, los nazis habían establecido dispositivos diabólicamente eficaces para romper todas las lealtades y solidaridades que habrían podido surgir. ↵