Elementos para una sociología de la victimización[1]

Yannick Barthe

Un cierto tipo de relación con el pasado parece haberse convertido en dominante en la actualidad: en efecto, para algunos autores el descubrimiento de una memoria dolorosa constituiría “un hecho antropológico central en las sociedades contemporáneas”.[2] Nuestra época sería la de “una profunda conversión moral que se ve expresada por el pasaje que va de la sospecha al reconocimiento de las víctimas”.[3] Las víctimas de catástrofes y de riesgos colectivos parecen beneficiarse hoy en día de una visibilidad mediática inédita.[4] Además, el lugar que se les concede hoy en día en el marco de la justicia penal puede ser entendido como otro signo de aquella misma evolución.[5]

Si bien la consideración de aquellas formas de sufrimiento que fueron descuidadas durante mucho tiempo puede ser recibida con beneplácito, el protagonismo creciente de la figura de la víctima también ha dado lugar a toda una serie de ensayos que denuncian los efectos perversos de la “victimización” de la sociedad.[6] Hasta entonces el término venía siendo utilizado de manera neutra en las encuestas y estadísticas sobre la violencia, pero, a partir de allí, adquirió una connotación peyorativa al hacer referencia a una “tendencia culposa a encerrarse en la identidad de la víctima”,[7] a ceder a la emoción, al odio vengativo y a la “demonización”.[8] Ahora nuestras sociedades sufrirían del “temor de descuidar a la víctima”,[9] hasta el punto de que la preocupación por aliviar ciertos sufrimientos prevalecería por sobre la imparcialidad de la ley. El discurso político también experimentaría una “deriva compasiva” y estaría “absorbido por el movimiento descontrolado y potencialmente infinito del resentimiento de las víctimas”.[10] De la mayoría de estos discursos sobre la victimización,[11] surge que la condición de víctima se habría convertido en un estatus no solo deseable, sino también fácilmente accesible.

Puede ser. Pero entonces surgen algunas preguntas que no podemos dejar de lado: si es verdad que el estatus de víctima es tan envidiable y que cualquiera puede reclamarlo, ¿por qué no atrae a más candidatos? ¿Por qué, después de todo, no nos identificamos todos con la figura de la víctima? Y si hoy en día es dominante el temor a descuidar a las víctimas, ¿cómo explicar que la reinvindicación de este estatus sea impugnada frecuentemente y que quienes lo reclaman a veces tengan que movilizarse colectivamente para obtenerlo? Estas preguntas tienen el mérito de hacer que la victimización pierda su carácter evidente y nos confrontan a un enigma: ¿cómo es que se llega a ser definido como víctima y a ser reconocido como tal? En otros términos, ¿cómo es que alguien se convierte en una víctima?

Con el fin de aportar algunos elementos para responder a estas cuestiones, quizás sea el momento de hacer una pausa con respecto a las consideraciones generales sobre el irresistible ascenso de las víctimas; creemos conveniente acercarnos a casos concretos y proponer, desde allí, algunas ideas que puedan alimentar un enfoque sociológico de la victimización. Tal es el objetivo de este artículo.

Antes de presentar estos elementos, es necesario tomar algunas precauciones. La primera es suprimir cualquier juicio moral sobre el término “victimización”. Si se quiere promover un enfoque sociológico, este término debe utilizarse para calificar el proceso por el cual un individuo se define a sí mismo y es definido por otros como víctima; no dice nada, por lo tanto, sobre la legitimidad o ilegitimidad de esta definición.

Un enfoque sociológico de la victimización supone entonces considerar este proceso como un proceso social, cuyo resultado es siempre incierto. Esta perspectiva nos lleva a distanciarnos del enfoque “objetivista” generalmente favorecido por la victimología, desde el cual el hecho de ser víctima se define únicamente en función de un cierto número de criterios predefinidos por el investigador. En línea con las propuestas de James Holstein y Gale Miller para “repensar la victimización”,[12] la idea es más bien centrarse en las interacciones que conducen a que un individuo piense o no en sí mismo como víctima, a que sea reconocido por otros como alguien que puede reclamar ese estatus o, al contrario, a que se cuestione la legitimidad de esa reivindicación.

Por último, hay que tener en cuenta que este proceso social implica un trabajo costoso. La victimización no solo implica la movilización de diferentes tipos de actores y conocimientos, sino que también supone un proceso reflexivo que conduce a la redefinición de las identidades. En resumen, la victimización debe ser considerada como un proceso de realización, es decir, un proceso al término del cual, en función de diferentes pruebas, el estado de víctima de una persona se convierte (o no se convierte) en una realidad difícilmente discutible.[13]

La mayor parte de los trabajos consagrados a las movilizaciones de víctimas[14] enfatizan el hecho de que el proceso de victimización rara vez es un río largo y tranquilo, y destacan que se trata de un proceso complejo, disputado, que da lugar a controversias a veces violentas por el establecimiento de vínculos de causalidad. En efecto, en muchas situaciones controvertidas, la participación de los grupos implicados toma la forma de investigaciones dirigidas a reconstruir las cadenas de causalidad, a probar la realidad de las cuales esas personas se consideran víctimas, a concretar la “demostración” del problema que les afecta.[15] En algunos casos, este esfuerzo de demostración se orienta hacia el reconocimiento de enfermedades cuya realidad orgánica está en debate en el seno del mundo médico, como lo demuestran las luchas de personas que sufren de “hipersensibilidad química”,[16] de fatiga crónica,[17] o de los exsoldados que padecen el siempre misterioso “síndrome del golfo”.[18] En otros casos, es menos la realidad orgánica de las patologías la que está en el centro del debate que la cuestión de su etiología y, en particular, su eventual origen ambiental. Para hacer avanzar sus reivindicaciones y ser reconocidos como víctimas, los grupos movilizados deben dedicarse a impulsar un trabajo de cuestionamiento, que a veces puede desembocar en verdaderas investigaciones que algunos sociólogos de la salud han denominado como procesos de “epidemiología popular”.[19]

Si bien el trabajo etiológico involucrado en la victimización contribuye a que el final sea muy incierto –y, por lo tanto, a hacer que el acceso al estatus de víctima sea cualquier cosa menos fácil–, hay otra dimensión de este proceso que también contribuye a esa fragilidad. Ya no se trata de las dificultades de ser reconocido por los demás como víctimas, sino de identificarse uno mismo con esta figura. De hecho, por curioso que pueda parecer, el juicio de las propias víctimas sobre este estatus y sobre la causa a la que está asociado constituye una especie de punto ciego en la mayor parte de los trabajos dedicados al tema. Entonces ¿es el estatus de víctima tan deseable y deseado por aquellos a quienes se supone que beneficia? Prestar atención a la forma en que las propias víctimas asumen este estatus o, por el contrario, se resisten a él ayuda a poner de manifiesto su ambivalencia hacia la victimización. Porque, si en algunos casos es difícil ser reconocido por los demás como víctima, a veces también es igual de difícil identificarse con esta figura.


¿Qué lecciones pueden extraerse de los estudios de caso disponibles a fin de proponer algunos elementos de análisis que contribuyan a echar luz sobre los procesos de victimización? En el contexto de este artículo, quisiera insistir sobre tres dimensiones: la primera es que cualquier proceso de victimización es un proceso colectivo, la segunda es que también se trata de un proceso reflexivo, y la tercera, finalmente, es que la victimización conduce a problematizar la noción de “responsabilidad”.

La victimización, un proceso colectivo

No es un hecho anodino que, como han observado algunos historiadores, desde finales del siglo xix y a medida que se ha ido ampliando su significado, la palabra “víctima” se ha utilizado cada vez menos en singular y su uso en plural se ha tornado más frecuente.[20] En efecto, la victimización debe ser entendida como un proceso colectivo. Esto puede parecer evidente para los profesionales de las ciencias sociales. Sin embargo, dado el éxito de los enfoques individualizadores que caracterizan a los estudios psicológicos, no está de más insistir en ello. Uno no se convierte en víctima solo; uno se convierte en víctima en la interacción con otros actores. Entre estos actores se encuentran, en primer lugar, otras víctimas potenciales, con quienes el intercambio de experiencias suele favorecer la labor de realización de la condición de víctima. Pero entre estos actores también hay quienes pueden ser designados como “victimizadores”. Partiendo de una “sospecha” que se proponen confrontar, estos últimos se esfuerzan por construir vínculos causales que hagan visibles los efectos de esa causa sospechada y, al hacerlo, contribuyen a la constitución de un grupo de víctimas. Como señala Stéphane Latté,

muchos de los grupos en cuestión son creados y estructurados por profesionales (médicos críticos, expertos heterodoxos, importadores de disciplinas emergentes, especialistas en nuevas patologías) que hacen de la exposición pública de las víctimas un recurso susceptible de alimentar la visibilidad de la causa –científica, médica, disciplinaria– que defienden,[21]

o, en el otro sentido, que atacan. Casi se podría definir a la victimización como el encuentro entre victimizadores interesados en un problema que están tratando de denunciar y víctimas potenciales directamente afectadas por ese mismo problema. Por ejemplo, en su estudio sobre la cuestión conocida en Francia como “el caso de la hormona de crecimiento”, Nicolas Dodier y Janine Barbot describen el papel central jugado por un profesor de medicina, interesado en defender una terapia, en la constitución de un grupo de víctimas.[22] En el caso de los veteranos de las pruebas nucleares francesas que he estudiado durante muchos años, se puede decir que, sin los “militantes expertos” o sin los “expertos militantes” de los movimientos antinucleares y pacifistas, su movilización probablemente nunca habría visto la luz del día y el daño que sufrieron al participar en estos experimentos nunca habría sido reconocido.[23]

Estos no son casos aislados. Ocurre que el papel de los victimizadores a menudo es subestimado en la literatura sobre los movimientos de víctimas. Esto es particularmente cierto en el campo de la salud ambiental, en el que los autores generalmente prefieren centrarse en los saberes profanos y celebrar los procesos de “epidemiología popular”.[24] El hecho es que la acción de estos impulsores de las movilizaciones o de quienes hemos llamado en otras partes “investigadores profesionales”,[25] cuyas identidades varían, es crucial. Por ejemplo, en el famoso caso de Love Canal, que constituye un punto de referencia para la movilización de las víctimas de la contaminación ambiental, fue un periodista de investigación quien desempeñó un papel importante. Él no solo relevó las quejas de los habitantes de la rivera y los animó a organizarse, sino que también recogió información sobre la historia del sitio y la realidad de la contaminación.[26] Mediante la recolección de testimonios, los periodistas suelen colocar en relación casos aislados y así participan plenamente en el proceso de victimización.

Los abogados son otro tipo de victimizadores que también pueden desempeñar un papel importante. Con un rol poco enfatizado en los trabajos académicos, están presentes de formas muy diferentes: por ejemplo, en la exitosa película Erin Brockovich, que está basada en una historia real, el proceso de victimización es iniciado por un estudio de abogados. De manera similar, en el caso Woburn, estudiado por Phil Brown, las habilidades investigativas del abogado de los demandantes, a las que el sociólogo solo se refiere de pasada, son centrales para alimentar el proceso de victimización.[27] Un ejemplo más cercano es el caso de los accidentes por exceso de radiación que se produjeron en los hospitales de Épinal y Toulouse en Francia a mediados de los años 2000; esta es otra ilustración, como muestra Florian Pedrot, del lugar que ocupan los abogados en el proceso de victimización.[28]

También debe incluirse en la categoría de victimizadores a los primeros que alertan acerca de una amenaza sanitaria, así como a todas las asociaciones creadas con el fin de denunciarla, amenaza cuya existencia suele preceder a la visibilidad pública de las víctimas. En Francia este fue el caso de las controversias en torno a las antenas de retransmisión y de telefonía móvil, que alimentaron las reivindicaciones más tardías impulsadas por personas que se presentaban como víctimas del “síndrome de intolerancia a los campos electromagnéticos”.[29]

Pero tomemos un ejemplo alejado de las cuestiones sanitarias para apoyar el argumento según el cual cualquier proceso de victimización requiere de victimizadores. Desde este punto de vista, el caso de las mujeres víctimas de la violencia conyugal es interesante. Se ha dedicado a este tema una gran cantidad de trabajos sociológicos,[30] y la mayoría coincide en afirmar que la experiencia de la violencia doméstica no es suficiente para que las mujeres que están expuestas a ella se presenten como víctimas. Incluso en situaciones extremas que requieren que ellas sean recibidas en hogares o refugios especializados, en algunos casos estas mujeres tienden a poner en juego lo que algunos autores han llamado “técnicas de racionalización” que tienen el efecto de normalizar la violencia.[31] Este es el caso, por ejemplo, cuando el propio agresor es descrito como una víctima o como un enfermo que necesita ayuda. Ese también es el caso, por ejemplo, cuando la violencia conyugal es entendida como un mal menor en relación con las consecuencias que el divorcio tendría en el equilibrio familiar o en la fidelidad a ciertos compromisos religiosos. En ese tipo de situaciones, solo mediante redefiniciones externas de las relaciones conyugales como las que proponen los trabajadores sociales o los expertos, las personas implicadas llegan a realizar su condición de víctimas.

En consecuencia, no hay victimización sin victimizadores: esta afirmación tiene sin duda un alcance general, aunque hay que reconocer que la noción de “victimizador” es todavía demasiado vaga. Se puede imaginar toda una serie de criterios que permitan distinguir diferentes tipos de victimizadores. Habría victimizadores a los que podemos calificar como “profesionales”, aquellos cuya actividad (o profesión) está enteramente dedicada a la victimización. Es el caso de los trabajadores sociales en el ejemplo precedente, abogados o militantes expertos involucrados en el tema de los ensayos nucleares, y victimizadores “aficionados” que están involucrados solo en forma pasajera en un proceso de victimización. En parte esta distinción se superpone con otra posible, aquella que puede establecerse entre los victimizadores “activos”, que argumentan claramente que existe un vínculo causal y buscan probarlo, y los victimizadores “pasivos” o, en todo caso, menos activos, que se limitan a sugerirlo o que incluso se contentan con aprobar en silencio.

En el mismo orden de ideas, también podríamos interesarnos en los recursos que parecen ser determinantes en relación con lo que podría llamarse el “poder de victimización”. Aquí pensamos inmediatamente en la capacidad de investigación, en el tiempo disponible para llevar a cabo esas tareas y en la legitimidad científica que pueden hacer prevalecer quienes toman esa iniciativa. A esto deben agregarse los dispositivos y las estructuras colectivas que pueden estar en juego en los que es posible apoyarse, ya sea una asociación, una red militante y grupos de discusión como en nuestro caso, o dispositivos más institucionalizados como los “refugios” para mujeres víctimas de la violencia doméstica.

Desde este punto de vista, no hay duda de que los victimizadores “profesionales” y “activos” tienen un poder de victimización más relevante que los “aficionados” o que los “pasivos”. Sin embargo, esta última afirmación debe ser matizada: la confianza y la proximidad afectiva con las víctimas de las que gozan las personas cercanas a ellas deben ser consideradas, de hecho, como recursos que aseguran su poder de victimización, a veces igualmente importante. Además, el profesionalismo y el activismo de algunos victimizadores pueden tener un efecto inverso y disminuir el poder de victimización si llegase a surgir la sospecha de que tienen un interés personal: ellos pueden ser acusados de instrumentalizar a las víctimas potenciales con fines políticos, profesionales o para “hacer carrera”.

Tal como se puede constatar, no siempre es fácil determinar a priori el poder de victimización en función de los tipos de actores implicados, ya que esto dependerá de la dinámica de cada caso. Además, el poder de victimización no está necesariamente vinculado con la capacidad acusatoria. En efecto, la preexistencia de estos victimizadores en forma de asociaciones y grupos no constituye necesariamente un terreno favorable para la construcción de una postura acusatoria impulsada por las víctimas. Esto es lo que muestran Janine Barbot y Emmanuelle Fillion en el caso de ciertas asociaciones de pacientes como la Association Française des Hémophiles (AFH) o la Association des Parents d’Enfants Atteints d’Insuffisance en Hormone de Croissance, que inicialmente plantearon “una posición de víctimas no acusatorias […] para apelar a la solidaridad de las instituciones frente a lo que se consideraba, sobre todo, un riesgo del progreso terapéutico”.[32]

Tampoco es sencillo saber si los victimizadores a los que podemos denominar como “intencionales”, es decir, aquellos que tienen como objetivo explícito hacer existir a las víctimas y defenderlas, son siempre más eficaces que los “no intencionales”, quienes, aunque no persigan ese objetivo, sin embargo, contribuyen a alcanzarlo. Un estudio detallado del papel de los medios de comunicación en esta victimización “no intencional” permitiría sin duda alguna profundizar en este punto.

Puede que no sea muy útil ir más lejos en la exposición de criterios que permitan precisar mejor, según las situaciones, la identidad y el rol de los victimizadores en el proceso de victimización. Sin embargo, para reforzar la idea de que la victimización es un proceso colectivo, vale la pena evocar un último aspecto. Se trata del rol de todos aquellos actores que expresan sus dudas sobre algunos individuos que se llaman a sí mismos “víctimas” o incluso que impugnan, pura y simplemente, la legitimidad de esa reivindicación. Llamémoslos, por conveniencia, “relativizadores”. Como en el caso de los victimizadores, hay que señalar que la identidad de estos actores puede ser muy variable (hasta el punto de incluir a las propias víctimas, como hemos visto, cuando niegan este estatus a otros). Se podrían introducir toda una serie de criterios, en ocasiones los mismos que en el otro caso, para afinar esta categoría (activo/pasivo, capacidad de investigación o no, profesionales/aficionados, etc.). Pero dejemos esto de lado para centrarnos en el rol paradojal que pueden jugar estos relativizadores, a saber, el de reforzar el proceso de victimización.

Para aclarar esta paradoja, es necesario tener en cuenta dos tipos de elementos. En primer lugar, el momento en que se produce esta relativización. Si los relativizadores intervienen antes de que el proceso de victimización haya comenzado, o esté en sus inicios, entonces hay muchas posibilidades de que contribuyan a frenar el proceso. Tomemos el caso de los veteranos franceses de pruebas nucleares: luego de una discusión con su médico, que los instaba a no ser excesivamente paranoicos, en un primer momento, algunos de ellos dejaron de lado muchas de sus inquietudes y preguntas. Sus familiares les solicitaron a algunos de ellos que mantuvieran la discreción con el objetivo de no preocupar a los más pequeños de la familia. Otros, siguiendo las reacciones de su entorno, se acostumbraron a considerar solo en broma la posibilidad de un vínculo entre los problemas de salud benignos que encontraban y la posible irradiación que habían sufrido en el pasado. Pero, una vez que el proceso de victimización comienza y que las víctimas se convencen de que tal vínculo no solamente es posible, sino probable, o incluso cierto, entonces el efecto de la relativización será muy diferente. Para ser más precisos, será exactamente inverso. La relativización aparecerá entonces como una negación, generará sentimientos de cólera y de frustración y reforzará el proceso. Esto es lo que llamaré, usando un vocabulario utilizado en el dominio de la victimología, “proceso de victimización secundaria”, que refiere al hecho de ser una víctima, pero de no ser reconocida como tal.

El segundo elemento a tener en cuenta para entender este efecto paradójico de la relativización es lo que podríamos llamar su “intensidad”: cuanto más categórica o decidida sea la relativización, más probable es que alimente una situación de victimización secundaria. Los propios veteranos reconocen a veces que pueden surgir dudas sobre el origen de las patologías que los afectan personalmente y que, inevitablemente, existe un cierto grado de incertidumbre en esa materia. Sin embargo, aunque la negativa a concederles el estatus de víctimas se base jurídicamente en la falta de pruebas relativas al vínculo causal, esta será percibida y vivida como una negación pura y simple de este vínculo. Por ello, esto será entendido como la desestimación de una duda que podría beneficiar a las víctimas. Cuando la relativización toma los trazos de una decisión tajante, como puede ser en el caso de una sentencia al final de un juicio, más probable es que se despliegue una victimización secundaria. Así como en una situación de controversia científica en la que el discurso categórico de ciertos expertos despierta más desconfianza que seguridades, el no reconocimiento amplifica y radicaliza el sentimiento de ser víctima, crea nuevos agravios y multiplica las posibles acusaciones.

Estas últimas observaciones conducen a considerar que, a veces, la victimización secundaria puede contribuir a la politización de los movimientos de víctimas. Y ello porque ese proceso puede conducir a que se diversifique y se generalice aquello que se cuestiona, a problematizar el funcionamiento de ciertas instituciones y a alimentar la crítica de estas. Para ilustrar este tipo de desplazamiento, tomemos el caso de la controversia sobre las patologías atribuidas a la exposición a las ondas electromagnéticas. Durante un trabajo anterior, tuve la oportunidad de analizar un corpus de cartas dirigidas a las autoridades sanitarias por personas denominadas “electrosensibles”.[33] Contrariamente a lo que se podría haber previsto, no eran los operadores de telefonía móvil los principales destinatarios de las críticas de estas cartas, sino la profesión médica. El discurso de los electrosensibles se presenta ante todo como un contradiscurso. Este se orienta a anticipar lo que ellos entienden como una negación de la realidad, esto es, la atribución de los síntomas a una causa psicológica. Así se relatan experiencias desafortunadas con ciertos médicos, a los que a menudo se les acusa de falta de escucha y de voluntad de comprensión. En la mayoría de las cartas, estos son denunciados por su desconocimiento de la enfermedad, su impotencia explicativa, su tendencia a privilegiar un enfoque psicológico del problema, que a menudo va acompañado de un desprecio por las quejas expresadas por los pacientes. En otros términos, los factores de victimización secundaria tienden a primar sobre las presuntas causas de las patologías de estos individuos.

Hay que señalar de paso que esta crítica a los médicos va acompañada, paradójicamente, de un deseo de medicalización. La mayor parte de los electrosensibles expresan el deseo de ser “tomados en serio” por los médicos y esperan obtener –no tanto gracias a la investigación médica, sino al diálogo comprensivo con los profesionales– un tratamiento adecuado a sus problemas de salud. Se trata de una situación similar que recuerda la actitud ambivalente de los veteranos de ensayos nucleares hacia la institución militar, que no es criticada tanto por lo que es sino por lo que debería ser, cuando se niega a acoger con generosidad sus reclamos. Se podría hacer un razonamiento análogo a propósito de la relación entre ciencia y expertise en la mayor parte de los movimientos creados en el ámbito de la salud y el medioambiente. Como muestra un gran número de trabajos que tratan las controversias en esta área, cuando las preguntas que los “legos” plantean no son escuchadas por las autoridades, suelen lanzarse a realizar sus propias investigaciones. Y, de la misma manera, debido a que sus investigaciones no son tomadas en serio por los expertos, los grupos movilizados buscan ganar más credibilidad formalizando y sistematizando la recolección de datos, así como solicitando la ayuda de científicos que los escuchan. Es necesario no perder de vista lo que da sentido a este trabajo de investigación: empujar a los científicos a estudiar sus hipótesis, presionar a las autoridades para que se hagan cargo de su problema. Es la falta de expertise, y no la expertise, lo que impulsa a los legos a actuar por su cuenta.[34] De la misma manera, debido a que las demandas iniciales dirigidas a la institución militar quedaron como letra muerta o recibieron una respuesta lapidaria que se consideró poco creíble (por ejemplo, una lectura dosimétrica que indicaba sistemáticamente un valor cero), los veteranos de los ensayos nucleares buscaron información en otros lugares y se comprometieron más activamente en el combate llevado adelante por la asociación que defiende sus derechos. Como acabamos de ver, la victimización secundaria puede adoptar formas muy variadas, desde la falta de escucha de la víctima hasta una decisión judicial desfavorable. Pero, en todos los casos, conduce a fortalecer los cuestionamientos y las dudas en lugar de disiparlos. Una vez iniciado el proceso de victimización, la negación del daño puede incluso ser aceptada como evidencia de su existencia, de la misma manera que el secreto sugiere que hay algo que ocultar.

Un último comentario para concluir este punto: insistir, como acabo de hacer, en la dimensión colectiva de la victimización colocando el acento especialmente en el rol de los victimizadores puede ser la fuente de una serie de malentendidos que es necesario disipar. El principal error de interpretación sería leer este análisis como una forma sofisticada de poner en duda la existencia de las víctimas, de pretender “deshacer” el daño que estiman haber sufrido. Desde esta óptica, la afirmación de que no hay victimización sin victimizadores, por ejemplo, se reduciría inmediatamente a la idea de artificio o incluso de instrumentalización. Sin embargo, por supuesto, ese no es mi punto. El objetivo aquí es identificar algunas de las condiciones necesarias para que la existencia de estas víctimas se convierta en una realidad. Aunque son necesarias, la mayoría de estas condiciones no son suficientes. Para utilizar un vocabulario médico, algunas de ellas pueden ser consideradas como factores que “predisponen”, como la contaminación radiactiva, por ejemplo, otras como factores “precipitantes”, como el papel de los victimizadores y, bajo ciertas condiciones, de los relativizadores. Por eso es importante centrarse en estos últimos. Asimismo, cabe señalar que la pareja victimizador/relativizador puede abrir perspectivas más amplias que las que abre el trabajo limitado al análisis de los movimientos de víctimas. Este modelo sería interesante, de hecho, para revisitar la historia de las luchas sociales y la construcción de problemas públicos mirando simétricamente el rol desempeñado por los victimizadores y por los relativizadores. Se podrían describir las técnicas utilizadas por unos para anular los efectos de las “técnicas de racionalización” empleadas por los otros, y la relación de unos y de otros con la ambivalencia expresada por las víctimas.

Victimización y reflexividad(es)

Si bien la victimización es un proceso colectivo, también puede ser calificado como un proceso reflexivo. Para entender esto, hay que precisar qué entendemos aquí por “reflexividad”. En las ciencias sociales, como sabemos, esta noción se utiliza generalmente para describir la operación metodológica por la cual el investigador se incluye a sí mismo en su análisis, preguntándose por sus elecciones implícitas, sus propios valores o los sesgos introducidos por sus técnicas de investigación. La reflexividad no es solo un principio de método que caracteriza algunos trabajos de investigación. En términos más generales, suele referirse a un proceso voluntario e individual de introspección que puede conducir a la transformación de uno mismo, de los valores y de las prácticas. Sin embargo, podemos entender la reflexividad de una manera ligeramente diferente. Al movilizar esta noción, se evoca ciertamente la idea de un retorno sobre uno mismo, pero este proceso reflexivo puede ser considerado como un proceso social, es decir, como el resultado de una interacción. En otros términos, desde esta postura la reflexividad presupone siempre un apoyo externo a partir del cual un individuo será conducido –incluso a veces en contra de su voluntad– a problematizar ciertos aspectos de su existencia, de su identidad, de su pasado.

Los veteranos de pruebas nucleares, por ejemplo, se convirtieron en víctimas al término de un proceso reflexivo que los condujo a revisar su historia y, al mismo tiempo, la historia de las pruebas nucleares. Las actividades de la Association des Vétérans des Essais Nucléaires y su visibilidad en los medios de comunicación favorecieron ese proceso. También lo han favorecido los espacios de discusión que la asociación puso en marcha, así como los vínculos que establecieron con otras víctimas potenciales. En fin, se trata de la historia alternativa promovida por los victimizadores. Gracias a ellos los veteranos tuvieron acceso a nuevas descripciones de su propia historia y pudieron establecer retrospectivamente ciertas conexiones y encontrar causas que les permitieran dar sentido a sus enfermedades actuales.

Entonces, aquí la reflexividad conduce a una problematización de la historia. El retorno sobre sí mismo se lleva a cabo desde el presente hacia el pasado, lo “vivo se apodera de lo muerto”, para invertir aquí la fórmula proustiana utilizada por Pierre Bourdieu en un artículo célebre.[35] Lo vivo, o el presente, hace referencia al conocimiento y a la información que se tiene sobre los efectos de la radioactividad y la realización de experimentos atómicos. Pero el presente es, generalmente, el acceso a un “nuevo mundo”, como diría Ian Hacking apoyándose en Nelson Goodman:

Si se eligen nuevos géneros, entonces el pasado puede realizarse en un nuevo mundo. Los eventos de la vida pueden ser percibidos ahora como eventos de un nuevo tipo, un tipo que puede no haber sido conceptualizado cuando se vivió el evento o cuando el acto fue concretado.[36]

Las categorías del presente, o en todo caso aquellas que antes no tenían el mismo tenor ni la misma fuerza, permiten reevaluar las experiencias del pasado: es lo que ocurre con la idea de conejillo de Indias, de víctima, de riesgo o de precaución. Hizo falta esperar la aparición de este nuevo mundo para que lo que ayer no era escandaloso pueda ser considerado escandaloso en la actualidad. La reflexividad, entendida aquí como una problematización histórica, es, por lo tanto, la problematización de un “viejo mundo” a partir de un “nuevo mundo” y de los apoyos que este ofrece para ello.

La afirmación según la cual la victimización puede ser considerada como un proceso reflexivo a través del cual los individuos problematizan el pasado es una proposición que podría ser generalizada. Aquello que, desde el lenguaje corriente, denominaríamos como “tomar distancia” en relación con lo acontecido, remite, para usar el vocabulario utilizado anteriormente, a haber tenido la oportunidad en algún momento de la vida de cambiar de “mundo”. Estos mundos pueden corresponder a universos sociales, pero también pueden referirse a configuraciones históricas particulares. Desde este punto de vista, se puede decir que, aunque esto se les pueda reprochar, la eficacia de los victimizadores se debe a una cierta exterioridad, ya sea que esta se refiera a mundos temporales o bien a mundos sociales. Es esta exterioridad la que les permite darse cuenta de la ofensa sufrida por los demás y ayudar a estos últimos a reconocerla; dicho de otro modo, a implicarse en un proceso reflexivo. Como sea, cuanto más radical sea este cambio de mundo, mayor será el efecto del contraste entre mundos distintos que puede jugar a favor del proceso reflexivo. Esto es lo que ocurre con los veteranos de los ensayos nucleares que, a lo largo de sus vidas, han atravesado dos mundos radicalmente diferentes, tanto en términos de universo social como configuración histórica: el de la Guerra Fría y el militar, por un lado, y el de la vida civil y la “sociedad del riesgo”, por el otro.[37] Aquí, el largo período de tiempo, ya que se trata de medio siglo, acrecentó las dificultades para probar la existencia de un vínculo de causalidad, pero, por otra parte, permitió, en cierto modo, que la cuestión de la causalidad fuera planteada.

A este cambio de mundo que la problematización histórica hace posible, debe agregarse un cambio de situación que también contribuye a imponer ciertos obstáculos para el proceso reflexivo. Por ejemplo, la aparición de problemas de salud no siempre conduce a que los veteranos se cuestionen los orígenes de estos, y a menudo esa falta de cuestionamiento se debe a que no hay voluntad para hacerlo, o a la existencia de una familia que mantener, de una carrera que seguir. La voluntad de curarse y de volver a tener una vida normal gana prioridad sobre el enfoque introspectivo y la búsqueda etiológica. Es el futuro lo que cuenta y no el pasado, lo que puede llevar a valorizar el olvido o la ignorancia, como lo demuestra, por ejemplo, el trabajo de Joan Stavo-Debauge sobre las víctimas de accidentes laborales o el de Sylvie Fainzang sobre los exalcohólicos.[38] Dejar a un lado las inquietudes también alivia el sentimiento de culpabilidad y angustia en relación con la familia y los descendientes, especialmente el miedo a “transmitir” enfermedades a los hijos y a los nietos. Pero, con el tiempo, las condiciones cambian: o bien los problemas de salud se agravan y la perspectiva de retornar a una vida normal se desvanece, o bien, por el contrario, la mejoría permite recuperar la energía necesaria para avanzar en el cuestionamiento del pasado. La jubilación también libera tiempo que puede ser dedicado a la investigación personal o incluso a la movilización política. En resumen, este cambio de situación, al abrir a nuevas interacciones y al ofrecer nuevos apoyos para juzgar ciertas situaciones, hace posible el enfoque reflexivo.

Esta reflexividad relacionada con la victimización es una reflexividad que podría ser llamada como “de primer grado”. A medida que se despliega la movilización de las víctimas, es posible que se ponga en marcha otro proceso reflexivo, una reflexividad a la que denominaremos “de segundo grado”. Esta corresponde a las preguntas que las víctimas plantean sobre el propio movimiento, sobre las alianzas que realizan y, finalmente, sobre lo que quiere decir ser “víctima”. La problematización se centra entonces en el proceso de victimización en sí mismo, en aquello que se supone que este produce. Mientras que la reflexividad de primer grado consistía en volver al pasado a partir del presente, la de segundo grado se expresa a través de un movimiento inverso: se trata de una reevaluación del presente, incluyendo las representaciones del pasado que este implica, a partir de la experiencia vivida.

Entonces, ahora el discurso de la victimización aparece como un discurso reduccionista, que no toma suficientemente en cuenta la singularidad de las historias individuales ni la complejidad de las situaciones particulares. Si bien la historia alternativa propuesta por los victimizadores permite liberarse de una historia “oficial” y comprometerse en un proceso de realización de la condición de víctima, también puede ser considerada como demasiado restrictiva. Es más, tiende a producir nuevas solidaridades que inevitablemente conducen a generalizaciones y a una crítica política que algunas víctimas se niegan a aceptar. De ahí las tensiones y divisiones que atraviesan los colectivos de víctimas y sus aliados, cuando algunos reprochan a otros el hecho de promover una lucha que no es (o que ya no es) la suya, e incluso por utilizar a gente que está sufriendo para hacer política. Las historias disponibles, tanto las de las autoridades como las de los victimizadores, a veces se ven confrontadas con historias más matizadas, más realistas, marcadas por un esfuerzo de contextualización histórico.

Como todo proceso reflexivo, esta reflexividad de segundo grado también es producto de ciertas interacciones y se ve favorecida por la disponibilidad de apoyos externos. La reflexividad de segundo grado puede incluso, en cierto modo, ser “sufrida”: esto puede ocurrir cuando la radicalidad del discurso de algunos victimizadores y las generalizaciones que hacen obligan a las víctimas a disociarse de él, por así decirlo, a menos que acepten abrazar ciertas causas políticas que no son las suyas.

Realizaremos dos observaciones finales para concluir este punto. La primera concierne a la relación entre la reflexividad y la crítica. Desde esta mirada, es inútil detenerse detalladamente en el potencial crítico de la reflexividad de primer grado: al adoptar la forma de una problematización histórica, este retorno sobre sí mismo abre directamente el camino a la crítica de ciertos dispositivos y acciones del pasado, así como a la crítica de una representación no problematizada de ese mismo pasado. En el caso de la reflexividad de primer grado, se trata del Estado y las instituciones. En cuanto a la reflexividad de segundo grado, esta conlleva una crítica ligeramente diferente y, acaso, más compleja. Por un lado, es multidireccional, ya que concierne tanto a los relativizadores como a los victimizadores. Por otro lado, está más orientada hacia el presente que hacia el pasado: los errores fueron cometidos en el pasado y pueden explicarse si los relacionamos con su contexto histórico y con ciertas “circunstancias”, pero siguen siendo errores y es importante que hoy se los reconozca como tales. Dicho de otra manera, si bien las faltas cometidas en el pasado pueden ser comprendidas –lo cual no significa justificarlas–, la actitud actual de no reconocerlas como tales se torna incomprensible e intolerable: en consecuencia, es esta actitud la que debe ser criticada en primer lugar. Este segundo tipo de crítica corresponde a una crítica interna o “continuista”, en contraposición a una crítica externa o “subversiva” más relacionada con la reflexividad de primer grado.[39]

La segunda observación es que estos dos procesos reflexivos, así como las críticas que generan, a menudo están entrelazados en el discurso de los actores implicados. A lo largo de la misma entrevista, ellos pueden, por ejemplo, ofrecer una narración de su experiencia ajustada a las categorías del presente y luego proporcionar esfuerzos de contextualización histórica. En otros términos, a menudo las víctimas dan cuenta de una posición ambivalente frente a la victimización. Desde nuestro punto de vista, esta ambivalencia proviene de una tensión que podría calificarse como “genérica”, ya que se encuentra en diferentes formas en muchos casos: me refiero a la tensión entre la victimización y la responsabilización.

Victimización y responsabilización

Si la victimización es un proceso coercitivo que se impone a quienes se supone que se benefician de ella, creemos que en parte esto se debe a que plantea la cuestión de la responsabilidad. Todo proceso de victimización implica en primer lugar un proceso de responsabilización causal. Para ser reconocido como víctima y reclamar la reparación de un perjuicio, una persona debe establecer la responsabilidad causal por la desgracia que ha sufrido. Naturalmente, primero esto requiere poder demostrar un vínculo entre el daño y la causa que lo originó: “Mi cáncer se debe a la exposición radiactiva que sufrí por haber estado presente en los sitios franceses de pruebas nucleares en el Sahara o la Polinesia”. Pero lo que caracteriza el proceso de victimización es que esta denuncia es solo un requisito previo que permite dar lugar a una acusación. El reclamo se basa en la identificación de un responsable que debe rendir cuentas, lo que a menudo implica una ampliación de la cadena de causalidad: el Ejército es responsable de la exposición radiactiva que sufrí, que nunca es la causa inmediata o “cercana” de mi cáncer. Es difícil imaginar un proceso de victimización que se detenga en el descubrimiento de la causalidad inmediata científicamente comprobada o, como en nuestro caso, que esté basado en indicios y que deje de lado la cuestión de la causalidad lejana y la responsabilidad humana. Además, este es uno de los rasgos de las sociedades modernas que no se contentan con invocar la fatalidad o el destino en la explicación del infortunio, aunque a veces inicialmente pueda aparecer este tipo de interpretación. Esto es lo que muestran Janine Barbot y Emmanuelle Fillon a propósito de la invocación del “riesgo terapéutico” entre las víctimas de la contaminación iatrogénica.[40] La sociedad necesita un sistema que permita imputar responsabilidades. Por eso el trabajo etiológico que caracteriza a la victimización conduce a la definición de lo que llamaré, siguiendo a otros autores, “etiología política”,[41] que se asemeja a la responsabilización causal.

La responsabilidad causal es a menudo difícil de desentrañar, y el trabajo que exige la etiología política es tan exigente como aquel que demanda la identificación de una etiología médica. Tanto en un caso como en el otro, la incertidumbre coloca constantemente a prueba al proceso de victimización. Además de la incertidumbre científica sobre los efectos de tal o cual exposición, en el caso de la contaminación ambiental se suma también una incertidumbre histórica que concierne a los comportamientos y las intenciones de ciertos actores: ¿fueron expuestos deliberadamente? Si ese fuera el caso, ¿quién es responsable del incumplimiento de las medidas de seguridad? Todas estas preguntas son debatidas en el seno de los grupos de víctimas y no siempre reciben las mismas respuestas, según los individuos de los que se trate. Es esta diversidad de experiencias y juicios sobre el pasado lo que a menudo conduce a que se establezca una responsabilidad causal más difusa y abstracta.

A veces es difícil atribuir claramente una responsabilidad causal a ciertas entidades, pero el trabajo simétrico de desresponsabilización individual que requiere la reivindicación de la condición de víctima tampoco es sencillo. Este implica que se realicen grandes esfuerzos en términos de “exculpación”, para utilizar una noción desarrollada en la antropología de la salud.[42] Ello consiste en poner de relieve tanto la ignorancia como el carácter impuesto de los acontecimientos –“No fue mi voluntad”, “Ignoraba los riesgos”, “Era un ingenuo”, etc.– y operar una “transferencia de responsabilidad”[43] hacia otros individuos –“Ignoraba los riesgos porque me los habían ocultado”, etc.–. La exculpación va más allá de la simple desresponsabilización causal: pone en juego otro tipo de desresponsabilización que se refiere no solo a la cuestión de la causalidad, sino también a la capacidad de actuar, de ejercer una forma de control sobre los propios actos y de asumir las elecciones realizadas. Esta otra forma de responsabilidad, a la que propongo llamar “agentiva”, está comprometida en los procesos de victimización junto a la responsabilidad causal.

La noción de “víctima” involucra otro concepto, a saber, el de “pasividad”. Para que se la reconozca como tal, la víctima no debe haber tenido nada que ver con el daño que dice haber sufrido. Esta cuestión de la pasividad es central en los procesos de victimización que afectan a ciertas categorías de individuos y, en algunos casos, condicionan el desarrollo de políticas públicas destinadas a protegerlos o asistirlos. Este es el caso, por ejemplo, de las personas afectadas por el sobreendeudamiento. En sus trabajos sobre los procesos que llevaron esta cuestión al ámbito de la intervención pública a finales de los años 80, Sébastien Plot muestra que la construcción del sobreendeudamiento como problema público se apoya en gran medida en la invención de la categoría de “sobreendeudamiento pasivo”, víctima de la crisis económica, de los “riesgos de la vida” y de ciertos organismos de crédito poco escrupulosos, por oposición a la de “sobreendeudamiento activo”, como en el caso de quien “quema” el dinero, que es juzgado como totalmente responsable de su situación.[44]

La desresponsabilización agentiva, que condiciona el acceso a la condición de víctima, es más amplia que la estricta desresponsabilización causal. Implica no solo la no participación en una cadena causal, sino una forma de exterioridad en relación con los acontecimientos: “No solamente no soy responsable (causalmente) del daño que sufrí, sino que tampoco soy responsable de haber sido puesto en una situación que me podía conducir a sufrir tal daño”. Esta desresponsabilización no siempre es evidente: los veteranos de los ensayos nucleares, para retomar aquel ejemplo, no pueden negar el hecho de haberse ofrecido voluntariamente a participar en los experimentos, pero afirman haberlo hecho desconociendo las consecuencias de esa participación y sin haber obtenido beneficio alguno por ello. Para enfrentar o anticipar posibles acusaciones, ellos deben recordar constantemente la situación de ignorancia en la que se encontraban. Y, ante evaluaciones que tienden a individualizar retrospectivamente comportamientos cuya lógica era colectiva, colocan el acento en la falta de autonomía individual que caracteriza la condición militar: el soldado no tiene más remedio que obedecer las órdenes sin cuestionarlas.

El problema de esta desresponsabilización agentiva es que va directamente en contra de un mandato característico de las sociedades modernas que, al revés, exige que las personas muestren autonomía de criterio, que sean capaces de “gobernar sus vidas” y de ser “autoras” de ellas, en definitiva, que se muestren “responsables”. Entonces, es la pasividad de las víctimas lo que tiende a convertirse en un problema como tal y no el hecho de que esta pasividad pueda ser puesta en duda como en la situación anterior. La inocencia puede ser juzgada culpable, incluso cuando se refiere a un error de juventud. Así, la victimización se convierte en un estigma para las víctimas que no están dispuestas a aceptar la imagen desvalorizada resultante, que no se corresponde con el sentido que ellas pretenden dar a su experiencia. De ahí sus dificultades para asumir el rol de víctima en forma completa.

La tensión entre desresponsabilización y responsabilización parece inherente a cualquier proceso de victimización y debe notarse que este tipo de doble constricción se encuentra frecuentemente. A modo de ilustración, volvamos por un momento al caso de las mujeres víctimas de violencia conyugal que se ha mencionado previamente. Como indican diversos trabajos, con el giro ocurrido en los años 70, la cuestión de las mujeres golpeadas se convirtió en un verdadero problema público en los Estados Unidos.[45] Antes de esta época, las situaciones de violencia conyugal eran caracterizadas por el sistema judicial como meros “disturbios domésticos” o de “inestabilidad familiar” de los que las mujeres eran consideradas parcialmente responsables. Sin embargo, a principios de los años 70, el movimiento en defensa de las mujeres golpeadas intentó cambiar esta definición del problema argumentando que las violencias conyugales constituían un problema mucho más serio y que las mujeres que las sufrían no eran responsables. Para contrarrestar los discursos culpabilizadores contra las mujeres maltratadas, los defensores de esta causa trataron de presentarlas como “víctimas puras”, pasivas e inocentes,[46] frágiles e indefensas. Este discurso hizo mucho para promover la causa de las mujeres maltratadas y al mismo tiempo ayudó a muchas de ellas a reconocer su condición de víctimas. Sin embargo, la imagen de la “víctima pura” no siempre es aceptada por las personas afectadas, que a veces muestran grandes dificultades para identificarse de esa manera. Esto muestra el trabajo realizado por la socióloga Amy Leisenring con personas que han sufrido violencias conyugales.[47] Considerada como estigmatizante y reduccionista, la noción de “víctima” no permitiría hacer justicia a los esfuerzos realizados por algunas de esas mujeres por resistir a la violencia, proteger a sus hijos, tratar de cambiar la relación matrimonial permaneciendo en ella o decidir dejarla. Esto explica el surgimiento y la creciente popularidad del término “sobreviviente” (survivor) en lugar de “víctima”, tanto en los discursos de las propias víctimas, como en los de quienes las apoyan. Mientras que la noción de “víctima” lleva a colocar el acento en la pasividad y la falta de capacidad de acción de las personas afectadas, la de “sobreviviente”, por el contrario, conduce a reconocer la capacidad de elección, una cierta “agentividad” o incluso una dimensión heroica, atributos todos ellos más gratificantes, sin que ello implique, no obstante, el reconocimiento de algún tipo de responsabilidad causal por el daño sufrido.[48]

Estas últimas observaciones deberían permitir matizar un poco las interpretaciones que se suelen hacer sobre la aparición, en diversos ámbitos, de movimientos de víctimas. Para algunos autores, habríamos pasado

en pocas décadas, desde el punto de vista de las sensibilidades morales colectivas, de una concepción meritocrática (es justo ser retribuido por lo que se ha hecho) a una concepción “victimaria” de la justicia (es justo ser compensado por lo que se ha padecido),[49]

y, al mismo tiempo, “del culto a los héroes a la competencia entre víctimas”. Sin embargo, si se consideran las contradicciones que atraviesan el proceso de victimización, incluyendo en especial la ambivalencia de las propias víctimas, no está claro que las cosas sean tan sencillas y que el cambio sea tan radical. En efecto, podría ser que las luchas dirigidas por ciertos grupos de víctimas estén al menos tan orientadas por la perspectiva del reconocimiento en términos de estima social, así como por la de la reparación en forma de compensación financiera.[50] En verdad, en ambos casos se trata de reparaciones, una relacionada con el daño resultante del pasado y otra relacionada con el daño más bien ligado con la falta de atención e integración que el Estado puede mostrar en el presente.


Escriben los sociólogos James Holstein y Gale Miller: “Muchos de los ‘problemas sociales en gestación’ son ‘problemas en búsqueda de víctimas’, en el sentido de que el problema en sí mismo no está plenamente constituido hasta que sus víctimas se hacen visibles”.[51] Por eso, según estos autores, la mayoría de los estudios sociológicos y de ciencias políticas que traten sobre problemas públicos son implícitamente estudios de procesos de victimización. Pero los científicos sociales, como sabemos, no solo estudian la construcción de los problemas. Al igual que otros actores, también contribuyen a producirlos. Incluso puede considerarse que esta actividad de problematización y reproblematización es su principal razón de ser; en todo caso, es lo que les garantiza una cierta utilidad social y política. Por lo tanto, de alguna manera, participar del proceso de victimización está en la naturaleza misma de las ciencias sociales. A cambio, la existencia de las víctimas les proporciona puntos de apoyo esenciales para asumir su vocación crítica.

Desde este punto de vista, los científicos sociales se presentan a menudo, a su manera y a veces sin hacerlo conscientemente, como “victimizadores”. Al igual que en el caso de otras categorías de actores que pueden participar en ese tipo de procesos –militantes asociativos, dirigentes políticos, expertos, médicos, trabajadores sociales, etc.–, ellos contribuyen plenamente a este proceso reflexivo. Ello es posible gracias a su capacidad de problematización histórica, que permite que las víctimas se realicen como tales y que reclamen los derechos correspondientes a su condición. Como otros actores, participan en lo que el historiador Charles Tilly llamó el blame game,[52] señalando a las víctimas y culpando a los responsables de las desgracias que asolan a las sociedades modernas. También se podrían releer y analizar desde este ángulo un gran número de trabajos de ciencias sociales, lo cual daría lugar a un nuevo campo de investigación, los blaming studies, que se dedicaría enteramente al estudio de los procesos de imputación del infortunio. Incluso los trabajos que denuncian la victimización o la “sacralización” de la figura de la víctima, en contra de lo que aparentan, serían incluidos en este campo: si los miramos desde esta óptica, vemos que denuncian la victimización apoyándose en víctimas que, a sus ojos, son más legítimas que otras y que no son reconocidas; o a menudo sacan a la luz a víctimas invisibles con el fin de lanzar una mirada crítica a los procesos de victimización más visibles. Los relativizadores suelen ser victimizadores que se ignoran a sí mismos o que fingen hacerlo.

Sin embargo, con frecuencia las víctimas se involucran no solo en un proceso reflexivo como el que he llamado “de primer grado”, que las lleva a darse cuenta de que han sufrido un daño que requiere reparación, sino también en un proceso reflexivo de segundo grado, que consiste en problematizar la propia victimización o, en todo caso, algunos de sus efectos. Acercarse lo más posible a los actores también requiere seguirlos en este proceso reflexivo de segundo grado y tener más en cuenta su ambivalencia y las tensiones que les afectan como resultado de esta recomposición identitaria. Sin embargo, los cientistas sociales generalmente son dubitativos en este punto y, al igual que todos los actores directamente involucrados en la victimización, tienden a detenerse en la reflexividad de primer grado. Es sencillo comprender el porqué: ellos mismos participan del proceso de victimización y, al encontrar allí recursos esenciales para desarrollar sus análisis críticos y sus reivindicaciones políticas, encuentran más dificultades para interrogar los aspectos problemáticos de un proceso que ellos mismos se esfuerzan por alimentar. Al hacerlo, no solo ayudan a borrar parte de la realidad, sino que también ejercen una forma de violencia sobre los actores cuya causa se pretende defender.

Si los victimizadores suelen mostrarse renuentes a seguir a las víctimas cuando ellas afirman ser algo más que víctimas y si, como resultado, tienden a pasar por alto la ambivalencia que estas pueden expresar, es porque les resulta muy difícil reconocer en ellas una responsabilidad agentiva. En este caso también hay buenas razones para ello: seguir este camino presenta el riesgo de ser acusado inmediatamente de relativización o, incluso, de culpar a la víctima, sucumbiendo a lo que los anglosajones llaman blaming the victim syndrome. Para anticiparnos a este riesgo, podríamos hacer oídos sordos a los elementos que apuntan hacia un sentido de responsabilidad por parte de los actores o, cuando esta última es demasiado visible como para ser ignorada (como la reivindicación de un derecho a estar orgullosos de haber participado en ensayos nucleares), podríamos reenviarla a una forma de alienación. Si queremos mostrarnos más respetuosos con los actores y, al mismo tiempo, contar con descripciones más realistas de la complejidad social, la pregunta que se plantea es la siguiente: ¿es posible desarrollar un enfoque sobre las víctimas que, sin banalizar esa condición, deje espacio para la responsabilidad agentiva de los individuos en cuestión? Si bien tal postura es obviamente difícil de sostener, es, sin embargo, la única que permite escapar del doble reduccionismo producido, de un lado, por la victimización y, del otro, por la negación de las víctimas o por la relativización del daño que han sufrido.


  1. El presente texto, inédito en español, lleva como título original “Éléments pour une sociologie de la victimisation” (2018). Existe una versión disponible en portugués que puede encontrarse bajo la siguiente referencia: “Elementos para uma sociologia da vitimização”. En Theophilos Rifiotis y Jean Segata (comps) (2019). Políticas etnográficas no campo da moral. Porto Alegre: UFRGS.
  2. Didier Fassin y Richard Rechtman, L’Empire du traumatisme. Enquête sur la condition de victime, París, Flammarion, 2007, p. 29.
  3. Didier Fassin, “De l’invention du traumatisme à la reconnaissance des victimes”, Vingtième Siècle, Revue d’Histoire, 123, p. 161, 2014.
  4. Stéphane Latté, “Victime”, en Emmanuel Henry, Claude Gilbert, Jean-Noël Jouzel y Pascal Marichalar (eds.), Dictionnaire critique de l’expertise. Santé, travail, environnement, París, Presse de Sciences Po, 2015, pp. 322-328.
  5. Janine Barbot y Nicolas Dodier, “Repenser la place des victimes au procès pénal. Le répertoire normatif des juristes en France et aux États-Unis”, Revue Française de Science Politique, 64(3), pp. 407-433, 2014.
  6. Antoine Garapon y Denis Salas, La République Pénalisée, París, Hachette, 1996; Guillaume Erner, La société des victimes, París, La Découverte, 2006; Caroline Eliacheff y Daniel Soulez Larivière, Le temps des victimes, París, Albin Michel, 2007; Pascal Bruckner, La tyrannie de la pénitence, París, Grasset, 2006; Michel Richard, La république compassionnelle, París, Grasset, 2006.
  7. Mona Cholet, “Arrière-pensées des discours sur la ‘victimisation’”, Le Monde Diplomatique, septiembre de 2007, pp. 24-25.
  8. Daniel Soulez Larivière, “De la victimisation et de nombreuses autres causes”, Pouvoirs, 128, pp. 27-41, 2009.
  9. Jacques Arènes, “Tous victimes?”, Etudes, 7-8, p. 43, 2005.
  10. “Editorial. Le charme amer de la victimisation”, Esprit, 1, p. 3, 2015.
  11. Para una revisión completa de los argumentos que alimentan este “gran relato de la victimización”, véase Stéphane Latté, Les victimes. La formation d’une catégorie sociale improbable et ses usages dans l’action collective, tesis de doctorado en Ciencias Sociales, París, Ecole des Hautes Études en Sciences Sociales, 2008, especialmente pp. 167-221.
  12. James A. Holstein y Gale Miller, “Rethinking Victimization: an Interactional Approach to Victimology”, Symbolic Interaction, 13(1), pp. 103-122, 1990.
  13. Cf. Yannick Barthe y Olivier Borraz, “De la réalité d’un problème sanitaire à l’étude de sa ‘réalisation’”, Environnement, Risques & Santé, 12, pp. 273-276, 2013. Un enfoque de este tipo consiste en hacer de la realidad de los fenómenos –por ejemplo, el hecho de ser una víctima– un punto de llegada de la investigación sociológica y no su punto de partida. Lamentablemente, esto ocurre con frecuencia en el caso de los enfoques constructivistas que suelen ser parciales y estar mal utilizados, y que se apoyan implícitamente sobre una realidad que no es cuestionada para cuestionar otra, o incluso para “des-hacerla”. El despliegue de este argumento conduciría a desarrollos demasiado extensos como para hacerlos aquí. Por ese motivo será suficiente con reenviar a dos artículos de Cyril Lemieux que apuntan al centro de algunas dificultades del constructivismo: Cyril Lemieux, “Peut-on ne pas être constructiviste?”, Politix, 100, pp. 169-187, 2012; Michel de Fornel y Cyril Lemieux, “Quel naturalisme pour les sciences sociales?”, en Michel de Fornel y Cyril Lemieux (eds.), ¿Naturalisme versus constructivisme? París, Enquête n.° 6, Ediciones EHESS, pp. 9-25, 2007.
  14. Véase, por ejemplo, en Francia, el trabajo pionero de Jean-Paul Vilain y Cyril Lemieux, “La mobilisation des victimes d’accidents collectifs. Vers la notion de ‘groupe circonstanciel’”, Politix, 44, pp. 135-160, 1998, y más recientemente las obras reunidas en el libro colectivo dirigido por Sandrine Lefranc y Lilian Mathieu, Mobilisations de victimes, Rennes, Presses Universitaires de Rennes, 2009, así como el dossier de la revista Raisons Politiques, “Les victimes écrivent leur Histoire”, 2, 2008. También se puede mencionar el trabajo llevado adelante por Jean-Noël Jouzel y Giovanni Prete sobre los agricultores víctimas de los plaguicidas, cuya orientación es muy próxima a la que aquí privilegiamos, véase Jean-Noël Jouzel y Giovanni Prete, “De l’intoxication à l’indignation. Le long parcours d’une victime des pesticides”, Terrains & Travaux, 22, pp. 59-76, 2013; “Devenir victime des pesticides. Le recours au droit et ses effets sur la mobilisation des agriculteurs Phyto-victimes”, Sociologie du Travail, 56(4), pp. 435-453, 2014.
  15. Andrew Barry, “Demonstrations: Sites and Sights of Direct Action”, Economy & Society, 28(1), pp. 75-94, 1999; Vololona Rabeharisoa, “From Representation to Mediation: The Shaping of Collective Mobilization on Muscular Dystrophy in France”, Social Science & Medicine, 62(3), pp. 564-576, 2006.
  16. Steve Kroll-Smith y Hugh H. Floyd, Bodies in Protest. Environmental Illness and the Struggle over Medical Knowledge, Nueva York, New York University Press, 1997.
  17. Marc Loriol, “Making a Controversial Disease Exist: Chronic Fatigue Syndrome Patient Associations and the Internet”, Social Science & Health, 21(4), pp. 5-33, 2003; Joseph Dumit, “Illnesses you Have to Fight to Get: Facts as Forces in Uncertain, Emergent Illnesses”, Social Science & Medicine, 62(3), pp. 577-590, 2006.
  18. Stephen Zavestoski, Phil Brown, Meadow Linder, Sabrina McCormick y Brian Mayer, “Science, Policy, Activism, and War: Defining the Health of Gulf War Veterans”, Science, Technology, & Human Values, 27(2), pp. 171-205, 2002; Susie Kilshaw, “Friendly Fire. The Construction of Gulf War Syndrome Narratives”, Anthropology & Medicine, 11(2), pp. 149-160, 2004; Thomas E. Shriver y Denis D. Waskul, “Managing the Uncertainties of Gulf War Illness: The Challenges of Living with Contested Illness”, Symbolic Interaction, 29(4), pp. 465-486, 2006.
  19. Ver el artículo clásico de Phil Brown, “Popular Epidemiology and Toxic Waste Contamination: Lay and Professional Ways of Knowing”, Journal of Health and Social Behavior, 33(3), pp. 267-281, 1992. Para una utilización más reciente de esta noción en el análisis de las controversias alrededor de la salud ambiental en Francia, véase Marcel Calvez y Sarah Leduc, Des environnements à risques. Se mobiliser contre le cancer, París, Presses des Mines, 2011; Jean-Noël Jouzel, Des toxiques invisibles. Sociologie d’une affaire sanitaire oubliée, París, Editions de l’EHESS, 2012.
  20. Christine Lamarre, “Victim, victimes, essai sur les usages d’un mot”, en Benoît Garnot (ed.), Les victimes, des oubliées de l’histoire? Rennes, Presses Universitaires de Rennes, 2000, pp. 31-40.
  21. Stéphane Latté, “Victime”, en Emmanuel Henry, Claude Gilbert, Jean-Noël Jouzel y Pascal Marichalar (eds.), Dictionnaire critique de l’expertise. Santé, travail, environnement, París, Presse de Sciences Po, p. 325, 2015.
  22. Janine Barbot, Nicolas Dodier, “Violence et démocratie au sein d’un collectif de victimes. Les rigueurs de l’entraide”, Genèses, 81, pp. 84‑103, 2010.
  23. Yannick Barthe, Fallout from the Past. Le paradoxe de la victime, París, Le Seuil, 2017.
  24. Esta noción, propuesta por el sociólogo Phil Brown, designa el proceso por el cual los propios ciudadanos recogen datos y movilizan conocimientos científicos para comprender la distribución y las causas de una enfermedad. Véase Phil Brown, “Popular Epidemiology and Toxic Waste Contamination”: Journal of Health and Social Behavior, 33(3), pp. 267-281, 1992.
  25. Véase Madeleine Akrich, Yannick Barthe y Catherine Rémy, “Les enquêtes ‘profanes’ et la dynamique des controverses en santé environnementale”, en Madeleine Akrich, Yannick Barthe y Catherine Rémy (eds.), Sur la piste environnementale. Menaces sanitaires et mobilisations profanes, París, Presses des Mines, pp. 7-52, 2010.
  26. Cf. A. Levine, Love Canal: Science, Politics, and People, Boston, Lexington, 1982.
  27. Phil Brown y Edwin J. Mikkelsen, No Safe Place, op. cit. El apasionante libro de Jonathan Harr, A Civil Action, Nueva York, Random House, 1995, que trata del mismo caso de Woburn, está casi enteramente consagrado a él.
  28. Florian Pedrot, Comment devient-on “victime”? Le cas des surirradiés en milieu hospitalier, tesis de doctorado en Sociología (dir. Annie Collovald), Universidad de Nantes, 2016.
  29. Véase Olivier Borraz, Les politiques du risque, París, Presses de Sciences Po, 2008.
  30. Para tener una buena perspectiva general sobre esta literatura, ver Jennifer L. Dunn, “Accounting for Victimization: Social Constructionist Perspectives”, Sociology Compass, 2(5), pp. 1601-1620, 2008.
  31. Kathleen J. Ferraro y John M. Johnson, “How Women Experience Battering: The Process of Victimization”, Social Problems, 30(3), pp. 325-339, 1983.
  32. Véase Janine Barbot y Emmanuelle Fillion, “‘La dynamique des victimes’. Les formes d’engagement associatif face aux pollutions iatrogènes (VIH et prion)”, Sociologie et Sociétés, 39(1), pp. 217-247, 2007.
  33. Yannick Barthe, “L’électrosensibilité rendue ‘visible’. Note exploratoire à partir de l’étude d’un corpus de lettres de personnes dites ‘électrosensibles’”, Document de travail, ANSES, 2014.
  34. Cf. Madeleine Akrich, Yannick Barthe y Catherine Rémy, “Les enquêtes ‘profanes’ et la dynamique des controverses en santé environnementale”, art. cit.
  35. Pierre Bourdieu, “Le mort saisit le vif. Les relations entre l’histoire réifiée et l’histoire incorporée”, Actes de la Recherche en Sciences Sociales, 32-33, pp. 3-14, 1980.
  36. Ian Hacking, Entre science et réalité, la construction sociale de quoi? Traducción de Baudouin Jurdant, París, La Découverte, 2001, p. 178. Sobre este punto, véase también Ian Hacking, “L’indétermination du passé”, en L’âme réécrite. Étude sur la personnalité multiple et les sciences de la mémoire, op. cit.
  37. En el caso de los veteranos de las pruebas nucleares que eran integrantes de la AVEN, se puede hablar de un cambio radical de universo social con más razón ya que la mayor parte de ellos no habían sido soldados de carrera, sino simples reclutas.
  38. Joan Stavo-Debauge, “Des ‘événements’ difficiles à encaisser. Un pragmatisme pessimiste”, en Daniel Cefaï y Cédric Terzi (eds.), L’expérience des problèmes publics, París, Éditions de l’EHESS, 2012, coll “Raisons pratiques”, n.º 22, pp. 191-223; Sylvie Fainzang, “Anciens buveurs et alcoolisme. Discours de la causalité”, Sciences Sociales et Santé, 12(3), pp. 69-99, 1994.
  39. Esta distinción se inspira en otra establecida por Sylvie Fainzang en su interpretación de las enfermedades, entre “causalidad subversiva” y “causalidad reproductiva”, cf. Sylvie Fainzang, Pour une anthropologie de la maladie en France. Un regard africaniste, París, Editions de l’EHESS, 1989.
  40. Janine Barbot y Emmanuelle Fillon, “La dynamique des victimes. Les formes d’engagement associatif face aux pollutions iatrogènes (VIH et prion)”, Sociologie et Sociétés, 39(1), pp. 217-247, 2007.
  41. Sherine F. Hamdy, “When the State and your Kidneys Fail: Political Etiologies in an Egyptian Dialysis Ward”, American Ethnologist, 35(4), pp. 553-569, 2008.
  42. Cf. Max Gluckman, “Moral Crises: Magical and Secular Solutions. The Marett lectures, 1964 and 1965”, en Max Gluckman (ed.), The Allocation of Responsability, Manchester, Manchester University Press, 1972, pp. 1-50.
  43. Sobre esta noción, ver Pierre Nocérino, “Transferts de responsabilité. La production sociale de l’autonomie dans un Établissement d’hébergement pour personnes âgées dépendantes”, Mémoire de recherche de M2 (dir. Cyril Lemieux), París, EHESS, 2014.
  44. Ver Sébastien Plot, Les enjeux d’une mise en risque. La construction du surendettement comme problème public (1989-2010), tesis de doctorado en Ciencias Políticas (dir. B. Gaïti), Universidad Paris-Dauphine, 2011. Véase también Sébastien Plot, “Du flambeur à la victime?”, Sociétés Contemporaines, 76(4), p. 67, 2009.
  45. Elizabeth Pleck, Domestic Tyranny: The Making of Social Policy against Family Violence from Colonial Times to the Present, Nueva York, Oxford University Press, 1987; Susan Schechter, Women and Male Violence: The Visions and Struggles of the Battered Women’s Movement. Boston, South End, 1982 (citados por Amy Leisenring, “Confronting ‘Victim’ Discourses: The Identity Work of Battered Women”, Symbolic Interaction, 29(3), pp. 307-330, 2006.
  46. Jill Davies, Safety Planning with Battered Women: Complex Lives/Difficult Choices, Thousand Oaks, CA, Sage, 1998.
  47. Amy Leisenring, “Confronting ‘Victim’ Discourses: The Identity Work of Battered Women”, Symbolic Interaction, 29(3), pp. 307-330, 2006.
  48. A este respecto véanse los trabajos particularmente esclarecedores de Jennifer Dunn: Jennifer L. Dunn, “‘Victims” and ‘survivors’: Emerging vocabularies of motive for ‘battered women who stay’”, Sociological Inquiry, 75(1), pp. 1-30, 2005; Jennifer L. Dunn, Melissa Powell-Williams, “‘Everybody Makes Choice’: Victim Advocates and the Social Construction of Battered Women’s Victimization and Agency”, Violence Against Women, 13(10), pp. 977-1001, 2007.
  49. Jean-Michel Chaumont, “Du culte des héros à la concurrence des victimes”, Criminologie, 33(1), p. 180, 2000.
  50. Esto proporcionaría una buena ilustración de los análisis de Axel Honneth. Cf. Axel Honneth, La lutte pour la reconnaissance, París, Cerf, 2002; La société du mépris. Vers une nouvelle théorie critique, París, La Découverte, 2006.
  51. “Many ‘social problems in the making’ are ‘problems in search of victims’ in the sense that the problem itself is not fully constituted until its victims are made apparent”: James A. Holstein y Gale Miller, “Rethinking Victimization: an Interactional Approach to Victimology”, Symbolic Interaction, 13(1), p. 117, 1990.
  52. Charles Tilly, “The Blame Game”, The American Sociologist, 41, pp. 382-389, 2010.


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