Comentario

Sebastián Pereyra

El término “víctima” se ha constituido en una referencia crecientemente importante para entender los modos de sufrimiento, las maneras en que este acontece y las formas en que enfrentamos situaciones desgraciadas. En las últimas décadas, las ciencias sociales han prestado particular atención a esta noción, al punto de haberla convertido en una categoría analítica que permitió la progresiva constitución de un verdadero campo de estudios o investigación a nivel internacional. Los estudios sobre víctimas se han constituido cada vez más en un terreno común para plantear preguntas y llevar adelante investigaciones que tienen a la figura de la víctima o de las víctimas como un eje central, analizando situaciones, personas o poblaciones de lo más diversas. A su vez, en algunos países, la victimología se ha desarrollado como un tipo de saber experto orientado a la intervención.

Ese interés creciente ha involucrado también una preocupación por ubicar a la condición de víctima como un eje importante y significativo para entender algunas de las grandes mutaciones sociales e históricas contemporáneas. “Mundo de víctimas”, “sociedad de víctimas” y otras expresiones similares fueron acuñadas para señalar el hecho de que nuestras sociedades contemporáneas –sin duda con grandes diferencias entre ellas– otorgan a las víctimas, a distinto tipo de víctimas, un lugar importante en términos de reconocimiento, de atención, de asistencia y también de reparación.

Hablar de víctimas en un sentido genérico puede resultarnos extraño ya que puede conducirnos a pensar que personas o grupos que han sufrido o padecido daños o violencias de muy distinta índole, traumas causados en contextos o situaciones de los más disímiles comparten rasgos o atributos que las definen como tales de una vez y para siempre y que constituyen, por decirlo de algún modo, un grupo social concreto y específico. Pero lo cierto es que, más allá del problema que pueden tener estas generalizaciones, podemos reconocer cada vez más ámbitos de la vida social, cada vez más problemas o temas públicos que son abordados desde el punto de vista de la gestión de las víctimas.

Podemos reconocer sin mucha dificultad que “el problema de las víctimas” se ha vuelto central en relación con cierto tipo de delitos como los homicidios o las lesiones graves, temas diversos como la violencia de género, los incidentes viales o las catástrofes de variado tipo. Generalmente, la atención a las víctimas se vuelve un problema acuciante cuando se trata de situaciones que producen muertes violentas (Kessler y Gayol, 2018). Por intermedio de reclamos colectivos o a través de intervenciones estatales, el tratamiento acordado a las víctimas –primarias o secundarias– representa siempre una cuestión y un desafío mayores en este tipo de situaciones.

Los textos seleccionados para este eje comparten ese diagnóstico común sobre la centralidad contemporánea que ha adquirido la condición de víctima. Lo hacen, por cierto, con análisis y puntos de vista diferentes que pueden considerarse hasta cierto punto como complementarios. En primer lugar, un argumento central es el que se refiere a las grandes mutaciones históricas. Podemos preguntarnos al respecto cuáles son los grandes trazos que permiten entender la importancia actual acordada a la condición de víctima en comparación con otros momentos históricos. Cuáles son los rastros de grandes metamorfosis que, en nuestras prácticas lingüísticas y no lingüísticas, en nuestras concepciones de la justicia o, incluso, en cómo se organiza la vida en común, permiten ver un desplazamiento en la atribución o el reconocimiento de la condición de víctima y en las expectativas que están asociadas a ella.

En segundo lugar, en términos más acotados, se pueden registrar y analizar las consecuencias y características que la centralidad de las víctimas tiene para la organización de la vida social. ¿Qué implicancias tiene el crecimiento de la categoría de víctima como criterio de reconocimiento y autopercepción para las personas y los grupos sociales, por ejemplo, en relación con otras categorías fundamentales, entre ellas la de ciudadanía? ¿Qué cambios y transformaciones a nivel de los dispositivos públicos que organizan la vida en común favorecen o fuerzan el hecho de que cada vez más nos encontremos en situaciones que nos transforman en víctimas? ¿Cómo analizar un sostenido refuerzo de los mecanismos y procesos de victimización en nuestras sociedades en las últimas décadas?

Finalmente, en tercer lugar, podemos preguntarnos qué clase de personajes públicos son las víctimas. De qué manera su irrupción en la escena produce siempre un reordenamiento de nuestras narrativas de tal modo que se alteran jerarquías y relaciones en la vida social. Adquirir o disponer del estatus de víctima es algo que se produce siempre en el marco de un modo de problematización que implica distinciones entre quienes son víctimas y quienes no lo son (o que intentan serlo o bien que dejaron de serlo). Esos personajes, a su vez, ordenan el estatus, la reputación y la jerarquía moral de las personas en relación con otro tipo de personajes públicos que le están asociados, tal como los héroes o los villanos. Veamos a continuación con un poco más de detalle cada una de estas cuestiones.


El término “víctima” en su uso contemporáneo es más o menos claro y preciso. Los diccionarios refieren a personas que padecen o sufren algún tipo de daño o delito generalmente en circunstancias fortuitas, no previsibles, accidentales o vinculadas a la responsabilidad o culpa de terceros. Cuando nos referimos a la víctima de un delito o a las víctimas de una catástrofe, no es difícil ver en qué dirección estamos señalando o a qué aspecto del hecho nos estamos refiriendo.

Pero podríamos preguntarnos si las cosas siempre fueron así. C. Lamarre (2021), por ejemplo, ofrece una primera aproximación a esta pregunta observando el uso del término en publicaciones impresas en Francia desde el siglo xvi hasta fines de la década de 1960. Y descubre allí algunas transformaciones interesantes a lo largo de los siglos. La primera y más importante es aquella que muestra un desplazamiento de un uso antiguo a un uso moderno de la noción. El primero ligado a la práctica religiosa del sacrificio humano o animal para gracia de la divinidad. Quienes son sacrificados o quienes se sacrifican en virtud de algo superior pueden considerarse víctimas. Es decir, la víctima en su acepción antigua está asociada de algún modo a la figura del mártir. Burucúa y Kwiatkowski (2014), por ejemplo, muestran la importancia de la “fórmula del martirio” como modo de representar a las víctimas de masacres en el arte de Occidente desde el Medioevo y hasta el siglo xx. Sostienen en su análisis que esta fórmula de representación –con raíces en el cristianismo– va mutando históricamente hasta convertirse en un modo de reivindicación de las víctimas inocentes frente a situaciones de persecución y exterminio.

Esa línea de razonamiento muestra que la idea de víctima es heredera también de un cierto proceso moderno de individuación. Como sostiene M. Wieviorka, en las sociedades tradicionales, al igual que en la modernidad temprana, la figura de la víctima no reviste particular interés ni importancia. En esos contextos se define por su aporte a la comunidad. El sacrificio es más importante que el dolor y el orden social es más importante que el mal o el sufrimiento particular.

Los usos del término parecen cambiar de modo drástico entre el siglo xviii y el siglo xx para acercarse a su acepción contemporánea. Como resultado de un lento desplazamiento, su significación religiosa se va perdiendo en la medida en que grandes acontecimientos irrumpen y comienzan a ser socialmente reconocidos como eventos que generan víctimas. En la historiografía de la Revolución francesa, el período del Terror marca una identificación de las víctimas de la violencia política como rasgo insoslayable. Del mismo modo que el impacto de las grandes guerras desde 1870 y hasta fines de la Primera Guerra Mundial pone el foco en sus múltiples impactos tanto para militares como para civiles. Finalmente, el avance de una concepción moderna del Estado nación como aquel que protege a su población, a sus ciudadanos y ciudadanas, termina de forjar una categoría para demarcar la línea entre la protección y la desprotección. La protección del Estado debe evitar que se produzcan víctimas o, en todo caso, estas deben ser reparadas si la protección no logra evitar el carácter fortuito de las grandes catástrofes o de los pequeños incidentes de la vida cotidiana (en particular los que se producen en el ámbito laboral o profesional).

Podemos preguntarnos qué tan comparable es esa trayectoria dentro de la modernidad occidental o incluso qué tan bien circula cuando nos desplazamos de los países centrales hacia la periferia. Es claro que algunas transformaciones recientes se producen en una dinámica mundial altamente globalizada. Es relativamente sencillo ver el modo en que se producen estándares en la protección y reparación a víctimas, consagrados en herramientas del derecho internacional como son, por ejemplo, las resoluciones de Naciones Unidas. Esos mecanismos fueron creciendo de modo constante desde el fin de la Segunda Guerra Mundial y se han intensificado claramente desde fines de los años 80. De todos modos, es interesante preguntarse cuántas variaciones o trayectorias disímiles existen en las historias locales o nacionales respecto de este patrón propio de la modernidad occidental.

Pensando también en grandes mutaciones históricas, D. Martuccelli (2017) sostiene que la atención contemporánea que nuestras sociedades les prestan a las víctimas puede ser entendida a partir de la imposición de un tipo particular de semántica de la vulnerabilidad. Es decir que, como contemporáneos, tenemos una concepción moral y política de la vulnerabilidad que –a diferencia de otras culturas y de otros momentos históricos– pone en el centro aspectos emocionales y compasivos frente a ella. Ello implica una verdadera transformación de las herencias clásicas de Occidente que no otorgaban un lugar relevante a la vulnerabilidad, sino todo lo contrario, ya que propiciaban una concepción de la grandeza a través del heroísmo. La omnipresencia contemporánea de situaciones y procesos de victimización se muestra como un indicador de la centralidad que tiene la experiencia de la vulnerabilidad, como también la reacción contra ella. Ese indicador muestra tanto su carácter intolerable como omnipresente.

Del mismo modo en que las exceptivas y promesas de protección que se desplegaron en la vida moderna han abierto el espacio para la identificación y producción de víctimas –como contracara de sus fallas y limitaciones–, el impacto creciente de la conciencia de diverso tipo de riesgos parece haber profundizado esa dinámica. Riesgos ambientales, nucleares, tecnológicos, médicos, etc., nos ubican en una situación permanente de víctimas potenciales.

Cuando el proyecto de regulación de la vulnerabilidad, propio de la modernidad conquistadora, cesa de ser un horizonte y se impone la necesidad, ética y política, de reparar y acompañar a las víctimas, esto exige poder reconocerlas, precisamente, en cuanto víctimas. Esta necesidad performativa se convierte en el centro de esta nueva semántica: potencialmente, todos los individuos, en cuanto sujetos, son vulnerables. Lo esencial se juega entonces en la manera en que son –o no– reconocidos y se hacen –o no– reconocer como víctimas (Martuccelli, 2017: 130).

De todos modos, estos análisis tienden a pensar una dinámica general en relación con la condición de víctima en el Occidente moderno. Al hacerlo ponen en común procesos que tienen temporalidades y dinámicas muy distintas entre sí. ¿Qué relación tiene la atención y el socorro a víctimas de catástrofes naturales en el siglo xix con los dispositivos actuales para la gestión del riesgo? ¿Los sistemas de protección en Europa para madres y niños desamparados como consecuencia de los efectos de las guerras muestran alguna continuidad con los modelos internacionalizados actuales de asistencia y contención para situaciones de violencia de género? Más allá de reconstruir el derrotero histórico que siguió la condición de víctima en la larga duración, parece fundamental también analizar las prácticas y los dispositivos desarrollados con respecto a la atribución de la condición de víctima en relación con temas y contextos más específicos.


La centralidad contemporánea de las víctimas es habitualmente pensada como continuidad y como contracara de los procesos modernos de ampliación de la ciudadanía. El texto de Lemieux y Vilain incluido en esta recopilación muestra que un mismo tipo de acontecimiento puede dar lugar o no a la emergencia, a la aparición de víctimas. Dijimos más arriba que el término “víctima” se refiere a aquellas personas o grupos que han sufrido un daño, una tragedia, pero lo cierto es que no siempre ese es el caso. También podemos referirnos a esas personas como “afectados”, “sobrevivientes”, “damnificados”, “perjudicados”, etc. En ese sentido, uno de los rasgos que ha vuelto tan interesante la condición y la categoría de víctima es el conjunto de prácticas sociales que se han desplegado a su alrededor en las últimas décadas en muchas sociedades. Si se sigue esa línea de transformación, podría pensarse que las víctimas son aquellas personas afectadas por un daño cuyas expectativas de protección han sido vulneradas. Es decir, hay víctimas allí donde puede razonarse en términos de responsabilidad y no de fatalidad, de lo cual se desprende el derecho a la asistencia y a la reparación.

Dijimos más arriba que el reconocimiento de la condición de víctima puede ser pensado como un corolario del lento proceso de configuración de la idea moderna de ciudadanía. Como un reverso de la consagración de derechos y garantías por parte de los modernos Estados nacionales. Al mismo tiempo, M. Wieviorka, en el texto incluido en este eje, ofrece algunas pistas interesantes para pensar una cierta alteración de esa lógica de complementariedad en una lógica de oposición. El sociólogo francés identifica en este aspecto una serie de cambios drásticos y acelerados en las sociedades centrales a partir de la década de 1960. El primero es la irrupción de distinto tipo de “movimientos de víctimas”. El segundo, la conformación de un nuevo tipo de saber experto centrado en la figura de las víctimas, la victimología. El tercero, el alcance y el impacto de los debates y las políticas de los llamados “crímenes contra la humanidad” a nivel internacional. En conjunto, estas transformaciones pueden ser pensadas como elementos que produjeron una progresiva autonomización de la figura de las víctimas respecto del universo de la ciudadanía. Estos cambios forman parte de un escenario que es propio de los países centrales y respecto del cual convendría matizar varios aspectos. Sin embargo, el análisis nos sirve precisamente para vincular algunos procesos específicos con la emergencia de víctimas de distinto tipo, víctimas realmente existentes.

Cuando evocamos la idea de “movimientos de víctimas”, lo hacemos pensando no solamente en que quienes integran dichos movimientos podrían ser considerados de una u otra manera como víctimas, sino que nos referimos a movimientos en los que la categoría víctima ocupa algún lugar importante. Ese fue el caso, por ejemplo, en Estados Unidos en los años 70 en el proceso que llevó a la unificación de grupos locales de víctimas y a la creación de la National Organization for Victim Assistance (NOVA). Marlene Young (1988) reconstruyó ese proceso mostrando la relación directa de la acción colectiva con oficinas de protección de víctimas y testigos que se fueron creando como respuesta a las demandas por el incremento del delito durante los años 60, las políticas para robustecer las garantías procesales y finalmente los reclamos vinculados a movimientos de mujeres y feministas en relación con abusos y violaciones. Algunos aspectos de esa experiencia se replicaron de modo más local o fragmentario en otras latitudes reclamando derechos y garantías para las víctimas de delitos, en particular en lo que se refiere al desarrollo de los procesos penales. También es necesario considerar que, de manera menos directa, la condición de víctima es crucial para entender otros procesos de movilización muy importantes de los años 80 y 90, en particular en lo que se refiere a movimientos de derechos humanos o ligados a las consecuencias de la violencia política, por un lado, y también a movimientos de afectados por catástrofes naturales o sociotécnicas. Reconocerse como víctimas en muchos de esos casos fue un modo de afirmarse para reclamar y demandar la investigación –judicial o no– de las causas y consecuencias de los episodios y acontecimientos, como así también modalidades de reparación o resarcimiento.

Si hay un indicio importante sobre la centralidad creciente de la figura de las víctimas es, sin duda, el de la creación de un saber experto específico; esto es, la victimología. Como cruce y vinculación de la criminología y la psiquiatría, la victimología se originó en la posguerra de la Segunda Guerra Mundial en principio como derivación de las preocupaciones por explicar las causas del crimen y del delito. La victimología incorporó la figura de la víctima como elemento central de análisis y en las décadas posteriores fue afianzando su punto de vista desde la cuestión relacional (perpetrador-víctima) hacia el desarrollo de una verdadera teoría sobre la víctima. En esa deriva esta disciplina contribuyó a reunir reflexiones y evidencia sobre la condición y el estatus de la víctima, en particular discusiones sobre las nociones de “daño” y de “trauma”, así como un verdadero repertorio de estrategias y protocolos de asistencia y modalidades de reparación y tratamiento. Como sostiene Wieviorka, el despliegue de una disciplina de este tipo es central para entender el desarrollo de múltiples líneas y estándares de política pública a nivel internacional, como así también el proceso lento pero progresivo de conformación de una verdadera categoría social.

Finalmente, el reconocimiento público del estatus y la categoría de víctima ha estado sin duda indisociablemente vinculado en Occidente a los debates sobre el Holocausto. L. Chaumont muestra de modo claro cómo el reconocimiento de las víctimas implicó un largo proceso de discusión sobre la singularidad y el carácter único de la experiencia de la Shoah. Y que ese debate marcó un cambio decisivo en la visión sobre las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial. El nazismo y el genocidio se impusieron como elementos decisivos a la hora de evaluar las consecuencias de la guerra, desplazando la centralidad que oportunamente tuvieron los héroes de la guerra –provenientes de las filas de los ejércitos o de las resistencias–. El crimen contra la humanidad, el genocidio o el Holocausto son fenómenos que implican e involucran a la figura de la víctima inocente –los judíos deportados– y no a la de los combatientes. Esa transformación histórica ha marcado para muchos analistas el inicio y la consolidación de una verdadera “era de las víctimas”, que implica un reconocimiento social de estas por sobre otras categorías sociales o grupos de población.

El estatus de víctima adoptó por estas diferentes vías una importancia que ya no puede ser circunscripta al marco de los derechos y las garantías que el Estado, se supone, brinda a sus ciudadanos. Por vía de tratados internacionales y de diverso tipo de mecanismos y dispositivos, los derechos de las víctimas tienen un estatuto más internacionalizado que el de la ciudadanía. Al mismo tiempo, la condición de víctima –sostiene Wieviorka– propicia una “cultura de la denuncia” que desplaza o relativiza el ejercicio pleno de la ciudadanía con sus derechos y obligaciones. Las luchas por la ciudadanía encarnadas por un sujeto activo y racional dan paso a una política de la experiencia del sufrimiento y a sujetos que reclaman que las instituciones se hagan cargo de ellos.


El escenario actual en el que la condición de víctima adquiere centralidad puede ser pensado –siguiendo el argumento propuesto por L. Chaumont– como un escenario de competencia. Si tomamos como ciertos los análisis que muestran que en la arena institucional existe una atención creciente hacia las víctimas y sus necesidades, podemos aceptar también que esa atención –de reconocimiento y de recursos– es asimismo finita y que, por lo tanto, da lugar a procesos de jerarquización y de distinción y finalmente a potenciales conflictos.

Gabriel Gatti y su equipo (2017) denominaron “campo de las víctimas” a esa dinámica de competencia y conflicto por el acceso privilegiado a recursos simbólicos y materiales que se ha abierto en nuestras sociedades como consecuencia del reconocimiento al lugar de las víctimas. Esa versión lleva implícita una idea importante y es que las víctimas siempre se refieren a temas o problemas específicos y que dichos temas tienen tradiciones muy diferentes entre sí y se les suele atribuir también distinta importancia. Es decir que los procesos de victimización tienen su historia y que podemos considerar, de un modo quizá un poco general, que siempre puede reconocerse una distinción entre establecidos y recién llegados. Se trata de aquellas víctimas cuyo estatus no es cuestionado –o lo es de un modo marginal– y otras que activamente, o no, se encuentran atravesando un proceso de victimización que no tiene una orientación o definición clara.

En casos y temas concretos, puede verse con toda claridad que el reconocimiento del estatus de víctima es siempre relacional y que implica siempre el establecimiento de una frontera entre quienes pueden acceder a él y quienes no. Sin embargo, es menos claro que las víctimas constituyan algo así como un “campo” con reglas de reconocimiento y en el que exista un único elemento o capital en juego. Vemos, muchas veces, que la condición de víctima funciona como una categoría fuerte de reconocimiento mutuo que da lugar a la conformación de mundos o de universos particulares. Esta dinámica es propia y muy habitual en los diferentes campos temáticos que habitan las víctimas realmente existentes e incluso muchas veces desborda a esos campos en el desarrollo de redes de competencia, pero también de cooperación.

Para cerrar estas páginas, podemos volver sobre los alcances y las características que tiene esta dimensión relacional de la categoría de víctima. Como mostraron Jasper y otros (2020), pese a las visiones más analíticas que tenemos de nuestra modernidad, las narrativas sobre la vida política en Occidente han estado siempre pobladas de personajes extraordinarios trenzados en grandes desafíos e involucrados en gestas épicas. Las víctimas forman parte de ese repertorio de grandes personajes y siempre han estado presentes en nuestras narrativas sobre la política junto a héroes y villanos. Esas narrativas se refieren al poder o a la capacidad de agencia y a la moral de los personajes públicos y habitualmente lo hacen por medio de oposiciones y de contrastes. Nuestro interés renovado y creciente por la condición de víctima puede ser visto en esta clave como un movimiento de remoralización de la política. Una cuestión de énfasis sobre la importancia de las narrativas que se refieren a la política como un universo habitado por personajes cuyo rasgo principal es su reputación, su estatura moral. Sin embargo, más allá de estos rasgos generales, vemos que la condición de víctima es un rasgo o un atributo imputado a personas o grupos en contextos siempre particulares y específicos, motivo por el cual resulta adecuado no perder de vista esas cuestiones a la hora de ensayar o revisar generalizaciones.

Bibliografía

Burucúa, J. E., y Kwiatkowski, N. (2014). Cómo sucedieron estas cosas: representar masacres y genocidios. Buenos Aires: Katz Editores.

Gatti, G. (ed.) (2017). Un mundo de víctimas. Barcelona: Anthropos.

Jasper, J. M., Young, M. P. y Zuern, E. (2020). Public characters: The politics of reputation and blame. Oxford: Oxford University Press.

Kessler, G. y Gayol, S. (2018). Muertes que importan. Una mirada sociohistórica de casos que marcaron la Argentina reciente. Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores.

Lamarre, C. (2021). “Víctima, víctimas, ensayo sobre los usos de una palabra”. Dossier “Víctimas emergentes, escenarios actuales”. Coords: Zenobi, D., Schillagi C., Bermúdez N. y Galar S. Papeles de Trabajo, n.º 27, UNSAM.

Martuccelli, D. (2017). “Semánticas históricas de la vulnerabilidad”. Revista de Estudios Sociales, n.º 59, pp. 125-33.

Young, M. (1988). “The crime victims’ movement”. En Ochberg, F. (ed.). Post-Traumatic Therapy and Victims of Violence (pp. 319-329). Nueva York: Brunner/Mazel.



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