Comentario

Sebastián Pereyra

El escenario actual de la movilización social está poblado por movimientos de protesta que se apoyan directa o indirectamente en la condición de víctima. En relación con temas diversos como el delito, la violencia policial o la violencia de género o a partir de eventos tales como tragedias o catástrofes, es posible registrar procesos de organización de víctimas que reclaman por derechos específicos, por la investigación de los casos o por distintos modos de resarcimiento o reparación. Aquella presencia destacada se debe en parte al propio trabajo de las víctimas para hacer oír su voz y su reclamo, y también en buena medida a la proliferación de dispositivos orientados a asistir a personas o grupos que sufrieron situaciones traumáticas o daños de distinto tipo.

Podemos considerar que la presencia creciente de las víctimas en el espacio público en nuestras sociedades se debe, al menos en parte, a que ellas están vinculadas a situaciones de crisis y a su gestión y a que impulsan los procesos de organización y movilización colectiva concomitantes. Estos aspectos son de particular interés también para los estudios sobre víctimas realizados desde las ciencias sociales. Muchas investigaciones se han preocupado por abordar ese tipo de movimientos y de procesos políticos desencadenados a raíz de situaciones críticas, en particular de catástrofes de distinta índole. Los textos incluidos en esta sección del libro reflejan de modo claro ese interés y muestran hasta qué punto puede desplegarse una densa trama de interrogantes cuando las víctimas se constituyen en sujetos políticos relevantes.

La mirada de las víctimas a través del prisma de la movilización está marcada por un gran desacuerdo de origen. Ese desacuerdo es usualmente evocado en términos de una cierta tensión entre perspectivas rupturistas y perspectivas continuistas. Las primeras enfatizan la importancia que tienen las situaciones críticas o los eventos excepcionales como disparadores o puntos de partida para el involucramiento político. Las segundas, por el contrario, suelen defender una posición más centrada en procesos, y proponen examinar las trayectorias o biografías de personas y grupos colocando en relación las situaciones o los eventos excepcionales con las disposiciones, los saberes previos u otro tipo de antecedentes que modelan la forma en que las personas se enfrentan a la situación de sufrimiento o padecimiento. Dos aclaraciones importantes se imponen aquí. La primera es que las visiones rupturistas tienen a su favor el hecho de que la atribución o autoatribución de la condición de víctima es siempre relativa a algún tipo de hecho o acontecimiento que tiene cierto carácter atípico o inesperado. Ya se trate de un acontecimiento “grande” como una inundación o un terremoto o uno comparativamente más “pequeño” como un delito o un incidente vial, es siempre la irrupción del hecho inesperado (y, en ese sentido, extraordinario) y el daño o trauma que produce, el sufrimiento o el dolor que inflige, lo que permite movilizar la categoría de víctima. La segunda es que desde esa perspectiva el compromiso político no refiere necesariamente al involucramiento político partidario ni a la participación a través de canales o estructuras formales de la representación política, sino al modo en que las víctimas se cruzan con la política a través de los procesos de organización y movilización colectiva que incluyen actividades como la denuncia pública, la protesta, el conflicto y la negociación con actores que detentan poder.


El involucramiento político de las víctimas no puede ser explicado como un producto automático de las situaciones traumáticas o de sufrimiento. La relación de las víctimas con las crisis y los procesos de movilización implican otros elementos: no importa cuán atroz o devastadora sea una catástrofe, cuán sanguinario u horrendo un crimen, necesitamos incorporar otras cuestiones al análisis a fin de comprender por qué y de qué modo las víctimas producen movilización política.

Lemieux y Vilain, en el texto incluido en esta compilación, se hacen precisamente esa pregunta e intentan responderla a partir de la comparación de dos eventos trágicos de características similares pero distanciados en el tiempo. Se preguntan entonces por qué el incendio de un cine en un suburbio parisino en los años 40 no produjo víctimas movilizadas y sí lo hizo la muerte de varias personas causada por un evento similar en unos baños termales situado en los Pirineos que tuvo lugar en los años 90. Los autores sostienen que puede registrarse un cambio significativo en la sociedad francesa de las últimas décadas y que este implica un desplazamiento importante en la forma en que se considera la adversidad. Generaciones anteriores solían enfrentar el infortunio como una fatalidad frente a la cual no cabía otra actitud que la resignación. Por el contrario, luego de los años 60 y con fuerza desde la década de 1980, son cada vez más las situaciones desgraciadas que requieren una explicación en términos de faltas, errores u omisiones cometidos por personas en situaciones de responsabilidad y obligación para con los otros.

Detengámonos por un momento en el argumento del desplazamiento. Consideremos que, a partir del último siglo en Occidente, existen cada vez más dominios del mundo y de la vida que están bajo el control de la actividad humana y que, por lo tanto, no pueden ser considerados como propios o específicos de la naturaleza. Tal como sostiene B. Latour (2022), nuestras coordenadas para establecer las diferenciaciones entre mundo natural y mundo social finalmente no son tan claras ni estables como hubiera querido la filosofía de la ciencia moderna. Resulta que esas fronteras son a la vez porosas y cambiantes. Por otro lado, si parte de esa movilidad se debe al impulso moderno por controlar a la naturaleza y ponerla al servicio de nuestras condiciones de vida y es el resultado de este–, es claro que, entre fines del siglo pasado y comienzos del actual, hemos asistido a transformaciones aceleradas que vuelven cada vez más difícil el trazado de los límites. Finalmente, se trata del desplazamiento de lo que A. Giddens (1993) denominó un “riesgo natural” hacia un “riesgo fabricado”.

E. Goffman (2006) pensó estas cuestiones de un modo similar, pero sosteniendo que “lo fortuito” es un marco de interpretación a la vez fundamental e incómodo para las personas:

Dado que nuestra creencia de que el mundo puede ser percibido totalmente, ya sea en términos de acontecimientos naturales, ya de actos guiados, y de que cada acontecimiento puede incluirse cómodamente en una u otra categoría, parece que debe haber a mano un medio para tratar lo resbaladizo y lo inconexo. Las nociones culturales de “fallo” y de lo “fortuito” sirven a este fin, permitiendo a la gente entendérselas con acontecimientos que, en otro caso, resultarían embarazosos para su sistema de análisis (Goffman, 2006, p. 37).

Ya sea por el aumento de nuestra capacidad de prevenir o de remediar o por un angostamiento de la idea de lo fortuito, los seres humanos somos cada vez más responsables de los acontecimientos que ocurren en nuestra vida y en el mundo –o más responsabilizados por ellos–. Si un incendio o una inundación podían ser comprendidos por nuestros antepasados como eventos azarosos, y por eso desgraciados, hoy nos resulta mucho más difícil rendirnos frente a la fatalidad. Por ejemplo, estamos mucho más predispuestos a referirnos a una colisión entre dos automóviles en términos de un incidente vial y ya no de un accidente vial (término que refiere, según el diccionario de la R.A.E., a un suceso eventual o una acción de que resulta daño involuntario para las personas o las cosas).

Lemieux y Vilain sostienen que esta transformación tiene un impacto decisivo en el modo en que las personas enfrentan –o no– los acontecimientos trágicos o desgraciados. La fatalidad –sostienen– se vincula en los casos estudiados con un repliegue en la comunidad de pertenencia, con el reforzamiento de lazos preexistentes y con la búsqueda de reparación financiera para hacer frente a la situación. La búsqueda de responsabilidad, por el contrario, conduce a la conformación de grupos circunstanciales y a un reclamo que pone en el centro la dignidad de las personas o lo que la teoría social clásica llamó “el culto a la persona”, es decir, el derecho a la seguridad y a la preservación de la integridad moral y física.

La movilización de víctimas es, en este sentido, la expresión reiterada de la conformación de grupos circunstanciales. Personas cuyas trayectorias de vida no estaban vinculadas entre sí y que son transformadas por las circunstancias y, a partir de ello, conforman una comunidad de destino ( Mariot y Zalc, 2012). El hecho o el evento trágico crea el grupo –previamente inexistente– y lo hace en virtud de los atributos que definen la condición de víctima. El dolor, el sufrimiento, la tragedia y el propio acontecimiento forjan los lazos que atan a las personas, pero no simplemente en virtud de lo acontecido, sino en relación con aquello que es necesario hacer. La búsqueda de responsabilidad y justicia implica un movimiento que deja de lado o en segundo plano –en la concepción de Lemieux y Vilain– la búsqueda de reparación o asistencia financiera y se focaliza en el castigo judicial o público de los responsables.

La idea de que las víctimas pueden constituir grupos circunstanciales tiene algunos elementos muy interesantes para interpretar los procesos de movilización social, en particular el hecho de que los grupos se movilizan en virtud de la búsqueda y atribución de responsabilidades. Sin embargo, deja en la sombra al menos dos cuestiones a las que conviene prestarles mayor atención. La primera es que los procesos de búsqueda de responsabilidad dependen de la mediación de otros elementos específicos –podemos llamarlos “marcos de interpretación”– que permiten atribuir responsabilidades causales y políticas. La segunda es que el involucramiento o el compromiso político, mirado con mayor detalle, se parece más a un proceso marcado por diferentes mojones o hitos que a una decisión de respuesta o reacción frente a un acontecimiento o hecho específico. En los apartados siguientes, volveremos con más detalle sobre estas dos cuestiones.


El hecho de que las desgracias puedan ser adjudicadas ya sea al orden de lo natural –al ser ubicadas en el marco de lo fortuito– o bien de lo social –al ser tratadas como causadas por la acción humana– forma parte de esquemas generales de interpretación que tienen un peso decisivo para pensar el modo en que las personas reaccionan frente a situaciones trágicas. Pero, aunque este elemento puede ser fundamental para entender la distancia que existe entre la resignación y la reacción, parece importante considerar algunos otros aspectos presentes a la hora de observar la movilización política de las víctimas.

Cuando de ellos se sucede una dinámica de movilización, los acontecimientos críticos implican una cuestión adicional, esto es, su inscripción o no como parte de un problema público (Gusfield, 1981). Algunos elementos que están relacionados con la búsqueda de justicia y el reclamo por el esclarecimiento de los hechos por parte de las víctimas suponen no solo la distancia entre riesgo “natural” y riesgo “fabricado”, sino también algunos indicios de cuáles son las causas y las responsabilidades. En ese sentido, los hechos y acontecimientos que dan lugar a la movilización son aquellos que tienden a constituirse en un caso. Los casos –sean estos paradigmáticos o novedosos– requieren su inscripción en una serie, es decir, deben poder ser identificados en relación con un problema público (sedimentado o en formación).

La respuesta a la pregunta acerca de qué tipo de caso se trata –una pregunta que podemos hacernos como analistas, pero que concierne fundamentalmente a quienes están de un modo u otro involucrados– requiere de esos elementos más o menos estructurados que son los problemas públicos. Estructurados y de larga data, o bien en plena génesis o sujetos a fuertes controversias, los problemas públicos son recursos fundamentales para entender de qué tipo de víctimas se trata y, por lo tanto, qué es necesario hacer al respecto (Dunn, 2008).

Siguiendo esta línea de razonamiento, podemos observar que la movilización de víctimas tiene un cierto ordenamiento. Hay temas o problemas respecto de los cuales las víctimas se han constituido en actores relevantes y sus demandas y reclamos intervienen de modo directo en la definición del problema. Pensemos en los movimientos de víctimas en Estados Unidos en los años 70. Distintos trabajos muestran el modo en que la organización y el desarrollo de formas de intervención pública transformaron el tratamiento penal de los delitos contra las personas en general (especialmente los homicidios) y de la violencia contra las mujeres en particular (Young y Stein, 2004). La protección y la asistencia a las víctimas comenzaron a ser un problema para las agencias estatales, cuyo foco estaba puesto hasta ese momento en los perpetradores. Algo similar ocurrió con el testimonio de las víctimas en los juicios penales, que eran ponderados exclusivamente desde el punto de vista de la producción de la prueba y que no consideraban aspectos relacionados con la revictimización o con la necesidad de expresión de las víctimas. Los movimientos de víctimas produjeron en ese contexto un cambio en la orientación de la política penal del país, que había estado concentrada a lo largo de la década de 1960 en reforzar los derechos y las garantías de los procesados.

Algo similar puede observarse respecto de las catástrofes sociotécnicas en los países centrales desde los años 70 en adelante. Casos como el de Three Mile Island en Estados Unidos o el de Seveso en Italia asignaron un rol importante a la condición de víctima en ese tipo de acontecimientos. Esto ocurrió menos por la acción directa de los propios afectados y más a causa del trabajo de abogados, médicos y activistas ambientales, pero con el mismo resultado de otorgar al lugar de las víctimas un lugar destacado en la consideración del problema.

En Argentina, la condición de víctima ha estado presente centralmente en las discusiones sobre las consecuencias de la última dictadura militar y la dinámica del movimiento de derechos humanos. En ese sentido, varios estudios han destacado la primacía del vínculo y el reconocimiento formal de los familiares como actores legítimos para el reclamo y su productividad para amplificarlo, al tiempo que también fue señalada esa primacía del lazo familiar como un límite para la universalización de las demandas y como reproducción de un discurso “familiarista”. En el marco de las luchas por los derechos humanos, se estableció una primacía del vínculo familiar como criterio para representar esos reclamos y ello, sin duda, merced al origen de muchas de las organizaciones, aunque también al tipo de reconocimiento que el derecho hizo de la condición de los afectados por el terrorismo de Estado.

El movimiento de derechos humanos representó y representa un marco ampliamente difundido y utilizado en los procesos de movilización social, y ello se debe tanto a la legitimidad y vigencia que tienen aún hoy los reclamos y las denuncias relativos a los crímenes de lesa humanidad, como también a la ampliación de ese marco originario hacia otros temas más actuales. Los propios organismos del movimiento fueron modificando su agenda para incorporar cuestiones como la violencia institucional, las condiciones de detención en cárceles, el derecho a la protesta, así como un abanico amplio de problemáticas ligadas a los derechos económicos, sociales y culturales. Por otro lado, los reclamos de justicia propiciados por el movimiento fueron reapropiados por colectivos y actores de los más diversos para reclamar en casos específicos de delitos o violencias de distinto tipo (Pita y Pereyra, 2020). En las últimas décadas, las víctimas que reclaman justicia se han multiplicado en casos de distinto tipo y haciendo uso de marcos de acción –refiriendo a problemas– tales como la inseguridad, la corrupción, la violencia de género, entre los principales.


En los estudios sobre movimientos sociales y acción colectiva, existe una importante tradición de trabajos que analizó la participación y el involucramiento de las personas en este tipo de fenómenos a partir de la idea de ruptura biográfica o de shock moral. Las investigaciones de Doug McAdam sobre los activistas del movimiento por los derechos civiles en los años 60 mostraron cómo la experiencia de llevar adelante actividades políticas de alto riesgo favoreció en los simpatizantes del movimiento la decisión de involucrarse de manera decisiva y duradera. Ese tipo de análisis contribuye a pensar el modo en que situaciones traumáticas o experiencias límite –como aquellas que suelen vivir las víctimas– desencadenan un cambio cognitivo en las personas que permite explicar la decisión de participar en instancias colectivas, de transformarse en activistas.

Tal como sostiene S. Latté en el texto incluido en esta sección, esta tradición puede inclinarnos rápidamente a atribuir a los acontecimientos traumáticos y excepcionales un gran poder explicativo. Como investigadores –sostiene Latté–, muchas veces nos vemos tentados de otorgar un rol explicativo a los eventos dramáticos. El acontecimiento se muestra entonces como un antecedente directo de la creación de asociaciones de víctimas. Al mismo tiempo, parece que hubiera una línea de continuidad entre la solidaridad que despierta el evento y los lazos que se tejen entre las víctimas para avanzar en procesos de organización. Finalmente, la acción colectiva es interpretada a partir de la ruptura que genera el acontecimiento y, por tanto, como su consecuencia directa.

Desde hace unos años, sin embargo, los estudios que se han dedicado a analizar distintas formas de activismo y militancia se han alejado progresivamente de esa idea más tradicional de pensar la participación como una decisión. Por el contrario, se han inclinado a tratarla como un proceso de involucramiento o de compromiso que se desarrolla a lo largo del tiempo y que ocurre por etapas o secuencias que pueden estar ligadas a distinto tipo de elementos de orden objetivo y también subjetivo. Precisamente el trabajo de Latté muestra que el despliegue de la actividad de militancia y activismo luego de un evento traumático puede ser captado de modo más claro preguntándose qué hacen las personas con ese acontecimiento y no qué hace el acontecimiento con las personas. Así, las narrativas sobre la condición de víctima se producen a partir de la experiencia personal frente al evento traumático, pero se generalizan como un modo –entre otros posibles– de hacer algo con ese acontecimiento. Sostener reclamos o denuncias públicas a partir de la condición de víctima es, finalmente, un modo de “trabajar” el acontecimiento que puede diferenciarse o que puede entrar en conflicto con otros modos de hacerlo. En el caso estudiado por Latté, por ejemplo, las narrativas de las víctimas se articulan conflictivamente con aquellas que surgen al demandar en calidad de vecinos por sus condiciones de vida, así como con las que ponen en juego los trabajadores que impulsan su reclamo en virtud de sus fuentes de trabajo.

Más aún, la apuesta etnográfica de Latté muestra que, en la medida que tenemos acceso a la vida cotidiana de las personas, podemos ver que la condición de víctima es relativa al contexto. Con esa perspectiva se logra observar que la centralidad del acontecimiento se relativiza y que las personas se relacionan entre sí de muchas maneras distintas. Víctima es una categoría que emerge en aquellos contextos en los que está en juego el reclamo por lo acontecido. Del mismo modo, Latté muestra también que la perspectiva etnográfica permite conocer mejor la historia de las personas y, por lo tanto, es más sencillo registrar el modo en que el activismo de las víctimas implica procesos de reconversión en trayectorias militantes de más larga duración.

Registrar el activismo o la militancia de las víctimas en términos de un proceso de involucramiento político permite ampliar y poner en perspectiva nuestra mirada desde la centralidad del hecho o el acontecimiento trágico hacia el pasado y hacia el futuro. En el primer caso, incorporando al análisis los saberes, las disposiciones y las experiencias previas con las que las personas “llegan” a la condición de víctimas y que muchas veces son centrales para entender sus modos de reacción o las maneras en que finalmente habitan, padecen o rechazan tal condición. En el segundo caso, es posible registrar una diversidad de formas del compromiso político. Qué reclamar y cómo hacerlo, así como la manera en que las personas evalúan los marcos y el alcance de sus prácticas de activismo y militancia, pueden conducir a trayectorias muy distintas entre sí.


El historiador Charles Tilly dedicó buena parte de su vasta trayectoria de estudio de la política de confrontación al desarrollo del concepto de “repertorios de acción colectiva”. Tilly creía que cada sociedad tiene a lo largo de su historia un diverso pero acotado abanico de formas de confrontación y conflicto. Sostenía que, en diferentes momentos históricos, era posible mapear las formas de confrontación política (entre actores movilizados desprovistos de poder y elites e instituciones que lo detentan) y que estas finalmente podían resumirse en la conformación de uno o varios repertorios (de actores, demandas y modalidades de confrontación) relativamente limitados y recurrentes.

Los repertorios de confrontación se reproducen a lo largo del tiempo porque son modos significativos y eficaces de llevar adelante nuestros reclamos, nuestras demandas y nuestra vocación de cambio y transformación social. Al mismo tiempo, van sufriendo modificaciones y adaptaciones merced a procesos o momentos de innovación más o menos azarosos o como consecuencia del ensayo-error. La modernidad –siempre según Tilly– vino acompañada de una transformación interesante en los repertorios de confrontación. Lo que anteriormente eran relaciones más estables entre actores, demandas y modalidades de confrontación dio paso a una dinámica más modular. De modo tal que las demandas o las formas de confrontación circulan de manera más variada entre actores que a su vez tienen identidades más lábiles y cambiantes.

Cuando observamos la profusión de movimientos de víctimas en el escenario contemporáneo, estamos tentados a pensar esa dinámica en términos de la conformación de un repertorio de confrontación. Más allá de que pensemos el compromiso político de las víctimas en términos continuistas o rupturistas, puede resultar productivo avanzar en una perspectiva comparativa que permita apreciar los elementos comunes entre movimientos o colectivos de víctimas de distinto tipo. ¿Hay en ellos rasgos que muestren la configuración y reproducción de un cierto tipo de repertorio? ¿Puede apoyarse ese repertorio en la búsqueda –tal como sostienen Lemieux y Vilain– de causas y responsabilidades propiamente humanas frente a los acontecimientos trágicos? ¿Puede consistir acaso en la centralidad que ocupan las narrativas del sufrimiento y la experiencia personal y subjetiva del dolor y el padecimiento? ¿Es quizá el peso de la referencia a un vocabulario de emociones (dolor, indignación, ira, tristeza, etc.) como expresión de la legitimidad y autenticidad de los reclamos? ¿Puede, finalmente, identificarse ese repertorio en la persistencia de la búsqueda de castigo por los hechos?

En la actualidad estamos cada vez más habituados a reconocer la importancia de la categoría y la condición de víctima en procesos de movilización política. En ese sentido, esta sección del libro brinda sin duda en los textos presentados algunos de los interrogantes más interesantes para indagar ese fenómeno.

Bibliografía

Dunn, J. L. (2008). “Accounting for Victimization: Social Constructionist Perspectives”. En Sociology Compass, 2(5), 1601-1620.

Giddens, A. (1993). Consecuencias de la modernidad. Madrid: Alianza.

Goffman, E. (2006). Frame analysis. Los marcos de la experiencia. Madrid: CIS y Siglo xxi de España Editores.

Gusfield, J. (1984). The Culture of Public Problems: Drinking-Driving and the Symbolic Order. Chicago: The University of Chicago Press.

Latour, B. (2022). Nunca fuimos modernos. Ensayos de antropología simétrica. Buenos Aires: Siglo xxi Editores.

Lefranc, S. y Mathieu, L. (dirs.) (2009). Mobilisations de victimes. Rennes: Presses Universitaires de Rennes.

Mariot, N. y Zalc, C. (2012). “Destins d’une communauté ou communauté de destins? Approche prosopographique”. En Le Genre Humain, (1), 71-95.

Pita, M. V. y Pereyra, S. (eds.) (2020). Movilización de víctimas y demandas de justicia en la Argentina contemporánea. Buenos Aires: TeseoPress.

Young, M. y Stein, J. (2004). The history of the crime victims’ movement in the United States. Washington D. C.: US Department of Justice, Office of Justice Programs, Office for Victims of Crime.



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