Una crítica etnográfica a las teorías de la acción colectiva basadas en el acontecimiento
Stéphane Latté
Tanto en las publicaciones académicas como en los relatos locales, la aparición de asociaciones de “víctimas” en los últimos veinticinco años –víctimas de atentados, accidentes industriales o desastres naturales– y la lógica de los compromisos militantes que tienen lugar en esos casos suelen estar relacionadas con la confrontación a un acontecimiento inaugural (la muerte de un niño, la destrucción del entorno familiar, la experiencia del miedo frente a un accidente fuera de lo común, etc.), a las consecuencias traumáticas que le siguen y a las alteraciones en los patrones de comprensión del mundo que se supone que engendran. Desde esas miradas, el evento dramático porta en sí mismo la capacidad de suscitar la movilización grupal y de producir, por el solo hecho de su fuerza y evidencia, descontentos y denuncias. Entonces, al intentar explicar las movilizaciones de “víctimas”, existe una gran tentación por retrotraer el análisis hacia esa caja negra que es el acontecimiento. En razón de su evidencia, este daría forma a las unidades movilizadas (esto es, las víctimas se reconocerían inmediatamente como tales). Asimismo, el evento haría posible una solidaridad automática entre quienes tuvieron la desgracia de sufrirlo. Es decir que el hecho habría golpeado a sus víctimas de tal manera que ellas tendrían buenas razones para actuar colectivamente.
Todo parece contribuir a que el investigador se incline por atribuir un rol causal al evento dramático. En primer lugar, porque la mayor parte de las asociaciones de “víctimas” nacen (cronológicamente) luego de la irrupción de un evento fortuito que alteró el curso de la vida cotidiana. En segundo lugar, porque la identidad colectiva reivindicada públicamente por estos grupos se basa en la puesta en escena de solidaridades accidentales que parecen originarse en la experiencia común del mismo drama, independientemente de los vectores habituales de la sociabilidad militante. Por último, porque esta forma emergente de acción colectiva es socialmente problematizada en términos de una ruptura que ha sido generada por un cierto evento. Lejos de ser un tiempo socialmente en suspenso, la situación catastrófica está signada por normas que regulan la manera en que los actores se perciben, se expresan y se desplazan. Ahora bien, la idea de que los actores están determinados por el acontecimiento debe mucho a la forma en que el papel de “víctima” se ha institucionalizado en Francia.[2] Los saberes y los dispositivos a través de los cuales la “víctima” ha sido construida contribuyeron notablemente a fortalecer la frontera entre un antes y un después del evento. Puede pensarse en los impulsores de la victimología que, en torno al diagnóstico del trauma psíquico y a las prácticas de la urgencia psicológica, han propagado la idea de que el evento tiene un papel patogénico;[3] en la ingeniería conmemorativa, cuya vocación consiste en producir ceremonias que celebren (y construyan) comunidades basadas en el accidente desprovistas de otros atributos más que el duelo compartido;[4] en los códigos del periodismo, que, al tratar situaciones catastróficas, exige a sus testigos una narración biográfica limitada a las fronteras temporales del evento; o inclusive en las prácticas expertas que exigen que los candidatos a la reparación de los daños desplieguen narraciones en las cuales los daños directamente atribuibles al evento sean estrictamente separados de otras injusticias originadas en el pasado.
Este modo en que se entrama la situación de catástrofe da forma a las prácticas de las víctimas, pero también domina el enfoque a través del cual la sociología las observa. Esto es lo que queremos mostrar en este artículo, basándonos en los materiales aportados por una investigación dedicada a los usos de la categoría “víctima” en contextos de acción colectiva, más concretamente, en las movilizaciones que siguieron a la explosión de la planta química de AZF en Toulouse en septiembre de 2001.[5] ¿En qué medida “la fuerza del evento” es un artefacto tributario al mismo tiempo de las preconstrucciones que rodean a las llamadas “movilizaciones de víctimas” y del tipo de materiales que el investigador recoge en el terreno?
En primer lugar, volveremos a la genealogía de las herramientas conceptuales propuestas por la sociología de las movilizaciones en los últimos veinte años con el objetivo de aislar el “factor evento” de la acción colectiva. Ya sea que se trate de invocar un “shock moral”,[6] de los “agravios súbitamente impuestos”[7] o de “contextos de conmoción de lo cotidiano”,[8] se presume la centralidad de la “fuerza del evento” cuando los factores ordinarios de la acción colectiva parecen haber fracasado (y nos encontramos, en cambio, con un reclutamiento asociativo inesperado, alianzas impensables, carreras militantes “reveladas” por la catástrofe, etc.). La importancia del evento está atestiguada, sobre todo, porque se recurre sistemáticamente a los testimonios recogidos entre las víctimas.
Sin embargo, mostraremos que el peso de la ruptura generada por el evento no podría estar autentificado únicamente a partir de los relatos de los actores que son desplegados en situación de entrevista o en la escena pública. En efecto, las narraciones producidas por las “víctimas” están en gran medida tamizadas por el régimen de legitimación pública propio de los contextos de desastre y por normas discursivas (por ejemplo, la invocación de un shock) puestas en circulación y controladas por psicólogos, periodistas y promotores de la movilización.
Entonces, abogamos por un cambio de prisma metodológico. El recurso a la etnografía permite matizar la hipótesis basada en la discontinuidad y reinscribir esas movilizaciones “accidentales” en las historias sociales de largo plazo: aquellas relativas a las disposiciones y los compromisos pasados que inclinan a ciertos individuos (pero no a todos) a avalar el rol social de “víctima”; las de los espacios militantes que conducen a ciertos grupos (pero no a todos) a convertirse en “comunidades accidentales”. Lejos de negarle toda fuerza al evento, este artículo propone en cambio analizar la manera en que las coyunturas dramáticas mezclan y reparten nuevamente las cartas de la protesta e imponen nuevas reglas para la enunciación de los agravios, ofreciendo nuevos marcos para la denuncia de la injusticia.
¿“Víctimas” movilizadas por el evento? La hipótesis del grupo sin arraigo local y el descontento a flor de piel
La sociología de las movilizaciones de “víctimas” se ha construido principalmente en torno a la hipótesis del grupo sin arraigo local. Desde esta perspectiva, ciertas propiedades morfológicas parecen distinguir las asociaciones de “víctimas” de otras formas de acción colectiva. Esta especificidad reside principalmente en los efectos unificadores del evento dramático y en el escaso peso que tendrían en esos casos los soportes habituales de la movilización. Los individuos cuya vida fue sacudida por la irrupción del evento fortuito estarían movilizados sobre la única base de la “mala suerte” que los reunió. Ya sea que los llamemos, con Jean-Paul Vilain y Cyril Lemieux, “grupos circunstanciales”[9] o, siguiendo a Stefaan Walgrave y Joris Verhulst, “nuevos movimientos emocionales”,[10] estos colectivos tendrían como característica principal el hecho de basarse únicamente en un vínculo accidental. Las solidaridades surgidas del evento lograrían sustituir los resortes ordinarios de la acción colectiva tales como el hecho de compartir afinidades sociales o políticas previas, el apoyo en redes de conocimiento interpersonal o la posibilidad de echar mano a recursos específicos para la movilización.
En una sugestiva comparación histórica entre dos acontecimientos similares (el incendio de un cine en 1947 y el de un complejo de baños termales en 1991), Vilain y Lemieux trazan una fuerte oposición entre dos modos de producción de grupos luego de una catástrofe: el primero, que prevalece en 1947, es llamado “categorial” porque se basa en “solidaridades a priori” tales como redes firmemente arraigadas en la vida cotidiana (sindicatos, círculos de vecinos, clientelas políticas), etc.; el segundo modo –los “grupos circunstanciales”– se basan más bien en “solidaridades a posteriori” organizadas directamente en torno a la experiencia común frente al acontecimiento. Desde ese punto de vista, las asociaciones de víctimas contemporáneas se asemejarían a los “grupos sociales en estado bruto”,[11] en la medida en que ellas nacerían de un encuentro fortuito, de una determinación puramente basada en el evento, por el solo hecho de que esas personas se encontraron “en el lugar equivocado en el momento equivocado”:
Por medio de estos grupos, que proponemos calificar como “circunstanciales”, las personas acceden a una existencia política que, por un lado, prescinde del apoyo de los aparatos de movilización tradicionales (partidos políticos, sindicatos, asociaciones institucionalizadas, etc.) y que, por otro lado, no refiere directamente a las pertenencias sociales convencionales (profesionales, religiosas, sexuales, culturales, locales, etc.). En este nuevo contexto de acción colectiva, las personas comprometidas tienden a apoyarse en un solo punto común: todos han sufrido con toda su fuerza un mismo evento trágico que ellas no provocaron ni buscaron. Se trata entonces de una forma de movilización que prácticamente no reposa en ninguna base institucional o comunitaria previa, y que no conduce a ninguna extensión política o encadenamiento ideológico a gran escala porque se basa únicamente en la condición de víctima que el Estado no ha sabido prevenir.[12]
La hipótesis del descontento a flor de piel es el corolario de la hipótesis del grupo sin arraigo local, la complementa y amplía. Y ello porque, además de su capacidad para formar grupos, desde esa perspectiva se le atribuye al evento la capacidad de crear y ordenar el descontento. Por la magnitud del daño y por la violencia de los sentimientos que suscitan, los eventos dramáticos generarían una base de sufrimiento compartido capaz de engendrar por sí misma la movilización. Desde hace unos veinte años, muchos autores se han esforzado por reintroducir el “factor evento” tradicionalmente descuidado por la sociología de la acción colectiva. En un artículo seminal, Edward Walsh muestra cómo en 1979, tras el accidente nuclear de Three Mile Island,[13] un tejido de pequeñas comunidades conservadoras, compuesto por clases medias poco dispuestas a la acción colectiva, se convirtió en algunas semanas en un semillero de activismo, hasta llegar a transformarse en un símbolo del movimiento antinuclear norteamericano. Walsh propone así el concepto de “agravios súbitamente impuestos” (suddenly imposed grievances) para calificar estas situaciones excepcionales, cuya magnitud insta a una parte de los individuos que las experimentan a organizarse colectivamente (como en el caso del accidente de Three Mile Island, pero también en el caso de la marea negra de Santa Bárbara, la contaminación química del Love Canal o la catástrofe de Seveso).
De manera similar, al basarse en el ejemplo de la movilización antinuclear en el Cañón del Diablo que capta actores alejados del tipo ideal del activista (agricultores y amas de casa de clase media), James Jasper afirma que un peligro, un accidente o la muerte de un niño “suscitan en la persona tal sentimiento de ira que ella se inclina a la acción política con o sin las redes interpersonales que invoca habitualmente la teoría de la movilización de recursos”.[14] Como resume Daniel Cefaï, “los ‘shocks morales’ producen una conciencia brutal de los problemas y conducen al compromiso con una causa”.[15] Sin ser completamente automáticas,[16] estas indignaciones inmediatas gozan de una eficacia propiamente afectiva: “[El término] ‘shock’ refiere primeramente al poder emocional de estas experiencias. Como la imagen subyacente es la de un estado de shock o choque eléctrico, ella remite a sensaciones viscerales y corporales, similares a los mareos o las náuseas”.[17]
Finalmente, debemos a David Snow y a sus colaboradores la última tentativa de integración del factor evento en las teorías de la acción colectiva.[18] Contrariamente a las derivaciones que a veces se le dan al concepto de “shock moral”, los autores intentan circunscribir el campo de pertinencia de las causalidades de la acción colectiva basadas en los acontecimientos. Ellos identifican categorías de eventos con un potencial particularmente movilizador, que definen no por sus propiedades morfológicas –su brusquedad o violencia–, sino por el tipo de efectos que producen en los individuos que los experimentan. Los sociólogos delimitan así los contextos de “disrupción de lo cotidiano” (quotidian disruption). En esta categoría se incluyen los quotidian disrupting accidents, eventos que se distinguen por la particular característica de perturbar las rutinas habituales, por romper los soportes de las creencias cotidianas –incluidos los materiales–, y por cuestionar el orden natural del mundo. Así, las víctimas de las catástrofes colectivas no serían impulsadas tanto por un shock mecánico ligado a la brusquedad del accidente, sino por una disposición a querer restaurar el orden de lo cotidiano. Este concepto abarca todas las situaciones que provocan una “violación del entorno protector”, que penetran en aquellas zonas que, como el hogar o la familia, son culturalmente definidas como espacios privados, normalmente protegidos de las agresiones del mundo exterior. Por ejemplo, las madres en duelo de la asociación americana de víctimas de la carretera Mothers Against Drunk Driving (MADD), así como la mayoría de los grupos NIMBY (Not in my backyard), después de una infracción cometida por un agente externo, buscan “recuperar su zona de control y reconstruir su burbuja protectora”.[19]
La principal contribución de D. Snow y sus colaboradores reside en el esfuerzo por identificar los eslabones de la secuencia causal de la (in)acción colectiva que el evento vino a alterar. Más que invocar las causalidades puramente centradas en el evento, los autores reexaminan el conjunto de las operaciones de encuadramiento que permiten el despliegue de la acción colectiva, pero, esta vez, en relación con las transformaciones provocadas por los contextos de quiebre de la vida cotidiana. Estas coyunturas críticas tienen como principal efecto el fortalecimiento del marco motivacional que induce a la acción (las razones correctas para actuar y, más específicamente, para actuar colectivamente) sin necesidad de que intervengan organizaciones. De esta manera, el evento modifica la percepción respecto de los costos y las retribuciones de la acción colectiva:
… cuando la vida cotidiana se ve sacudida, podemos suponer que los cálculos que conducen a la acción ya no son los mismos. A diferencia de los movimientos que deben motivar a los individuos para compensar los riesgos asociados con la participación, es probable que la ruptura del cotidiano proporcione por sí misma un incentivo suficiente para la acción.[20]
A pesar de sus diferencias, estos intentos por rehabilitar el papel del evento enfrentan, de todos modos, idénticas dificultades teóricas. El esquema centrado en la ruptura a partir del evento explica a la vez demasiado y muy poco. Demasiado porque, cuando nos enfrentamos a una movilización, resulta difícil cuestionar la explicación por el evento que reduce a esa sola causa todos los compromisos dispares que se suman en ella.[21] Muy poco porque la “fuerza del evento” hace que las situaciones de apatía sean incomprensibles.[22] ¿Por qué ante un mismo drama algunas víctimas, la gran mayoría de ellas sin duda, no participan en ninguna acción colectiva? Se trata de un matiz que debilita el edificio construido por D. Snow y su equipo, que deben reconocer que las mismas causas centradas en el evento no producen siempre los mismos efectos de movilización:
Evidentemente existen ejemplos de rupturas en la vida cotidiana, como el caso de ciertos desastres o desplazamientos de poblaciones, que debilitan los lazos sociales existentes, que desmoralizan a quienes afectan y que, en última instancia, hacen improbable cualquier tipo de acción colectiva y, más particularmente, una movilización sostenida. Esta observación sugiere que existe un umbral más allá del cual el quiebre de la vida cotidiana y la acción colectiva se vuelven antinómicas.[23]
Pero, más allá de estas dificultades, las teorías de la acción colectiva centradas en el evento están expuestas, sobre todo, a un problema metodológico: al no tomar en cuenta los motivos obligatorios que encuadran el discurso de los actores en el contexto de una catástrofe, esas teorías documentan rupturas de las que los entrevistados solo deben dar cuenta.
Cuando el discurso “personal” deviene palabra institucional: la inversión de las reglas del trabajo de representación
Las hipótesis del grupo sin arraigo local y la del descontento a flor de piel parecen, a primera vista, particularmente adecuadas para describir las movilizaciones de “víctimas”. Estas interpretaciones encuentran una serie de ecos y confirmaciones en el material recogido en nuestros terrenos de investigación. Por ejemplo, el relato de los orígenes ofrecido por los dirigentes del movimiento de los siniestrados por la explosión de la fábrica AZF pone en juego los motivos que apoyan la interpretación centrada en el evento de las movilizaciones posteriores al desastre. Según el folleto que contiene la presentación pública de esta asociación de siniestrados de Toulouse:
La asociación se formó a partir del encuentro casual entre dos vecinos que, sin conocerse, se vieron reducidos por la misma explosión al triste estado de ‘siniestrados’. Fue suficiente con hacer unos carteles muy artesanales, pegados en los árboles del barrio, invitando a los habitantes a una reunión pública en el estacionamiento de la piscina pública. Y ellos vinieron. Con su ira, con su desolación, con su soledad y sus vendas. Los convocantes, subidos a dos sillas tambaleantes intentaron organizar y dar la palabra con la ayuda de un megáfono conseguido a las apuradas. Las palabras abundaban. Había mucha rabia a flor de piel, inmediata, incontrolable, como el evento. Cada uno trajo sus quejas y su corazón, su soledad y su miedo. Todos expresaban una ira que se asemejaba mucho a la desesperación. Este extraño encuentro, entre un conjunto de personas desahuciadas y un meeting reivindicativo, encontró su unidad, su identidad, en la demanda unánime y recurrente pidiendo que se haga justicia. Eso fue el 23 de septiembre de 2001.
Este tropismo del evento, el peso de las emociones violentas que puede haber engendrado, la intensidad del shock que provocó, el carácter imperativo de las motivaciones para actuar que pudo haber suscitado también están presentes en muchas de las entrevistas que realizamos con líderes de asociaciones de “víctimas”. ¿Qué estatus hay que atribuir a estas emociones “en bruto”, “liberadas” en las entrevistas, a estos relatos de infortunio, a estas crónicas detalladas del drama, a estas confesiones de experiencias traumáticas en las que parece haberse originado la acción colectiva? ¿Se trata de registrarlas como pruebas de la manifestación de un “shock moral” (“Ya nada volverá a ser como antes”) o deben ser reducidas a restos discursivos? ¿Conviene hacer de ellas la columna vertebral de la explicación o, por el contrario, deben tratarse como una forma local de langue de bois (un artificio retórico)? Estas preguntas no dejan de crear incomodidad. Al invocar los contextos narrativos, las estrategias de legitimación, los modos de autopresentación rutinizados, corremos el riesgo de parecer negar la realidad de los sufrimientos efectivamente vividos y experimentados, de anular esos momentos densos que expresan en la conversación los entrevistados, y también el entrevistador, por el hecho de colocarlos en perspectiva. El hecho es que tomar esto como dato, como expresión evidente, supondría renunciar a las reglas elementales de control de los materiales de campo y a problematizar el estatus que atribuimos al discurso que recolectamos. Aquí no se trata de negar la fuerza del evento, sino de evaluar su lugar en el relato.
La experiencia del drama personal puede ser efectivamente entregada, confesada, contada, pero también resumida, evadida, escamoteada o simplemente acallada. De hecho, entre las formas posibles de relatar el evento, el corpus de nuestras entrevistas reveló variaciones significativas y, en algún sentido, contraintuitivas. La regla vinculada al pudor que limita la posibilidad de realizar confidencias a un extraño se vio puesta en cuestión. Como nos recuerda Olivier Schwartz,
teniendo en cuenta la relación privado/público en las sociedades occidentales, es poco probable que las regiones más íntimas de la vida privada sean expuestas por fuera de una comunicación también privada, relación que supone cierta secrecía y la ausencia de grabador.[24]
Además, puesto que estábamos tratando con individuos investidos como representantes de asociaciones, a esos códigos de discreción se sumaron las restricciones que impone la desingularización que exige abstraerse del caso personal.[25] Ahora bien, en el curso de la investigación, estos requisitos previos parecieron ser puestos en suspenso, cuando no invertidos. Cuanto más familiar y duradera era la relación con nuestros entrevistados, más parecían desvanecerse las marcas del evento, a veces hasta el punto de hacerse invisibles. Al releer las transcripciones de nuestras notas de campo, pudimos ver que a menudo desconocíamos los detalles de los daños personales sufridos por nuestros interlocutores más cercanos. Asimismo, cuanto más retrasábamos la realización de entrevistas en el transcurso de la investigación, más se desdibujaba el relato subjetivo del desastre. Paradójicamente, cuando entrevistamos a quienes al principio se mostraban desconfiados, el grado de intimidad de los testimonios fue llamativo. Por ejemplo, un técnico de la planta de AZF se mostró reacio a recibir a un sociólogo por considerar que pertenecía a los grupos profesionales más refractarios a la industria química (como periodistas y profesores). Durante la entrevista, que finalmente fue tímidamente concedida, él orientó sistemáticamente la conversación hacia la evocación subjetiva del desastre y evitó referirse a los temas que se habían convertido en problemáticos a nivel local (las condiciones de trabajo en la fábrica –que fue incriminada en la investigación judicial–, las acciones sindicales reportadas en la prensa, el acuerdo con los empleados que las movilizaciones adversas estigmatizaban).
El lugar de la confesión íntima en la cronología de la interacción también plantea interrogantes: a menudo se trata de una cuestión que es traída desde el inicio por el entrevistado y no de una “verdad” pacientemente obtenida por el investigador al final de un proceso de construcción de confianza que desemboca en la confidencia. Cuanto más hablábamos con actores investidos por algún tipo de mandato –como presidentes de asociaciones de víctimas de renombre nacional–, más familiarizados estaban con la palabra pública y situaban con más fuerza la irrupción del evento en la vida personal como preámbulo de la discusión. Aquí, “personal” se vuelve casi sinónimo de “institucional”. Las “regiones íntimas de la experiencia” se convierten en formas oficiales. Por ejemplo, este líder de un gran grupo de víctimas de catástrofes aéreas, que también es investigador en el área de la biología, inmediatamente dejó de lado la distancia que suele mantenerse en una situación de interlocución: “Stéphane, tutiémonos porque, usted sabe, vamos a hablar de cosas tan personales que no puedo llamarlo ‘señor’, aunque no lo conozca”.[26] Pese a que no habíamos tenido tiempo de hacer ninguna pregunta, él desplegó durante casi una hora un relato contundente del accidente que lo sumió en el duelo trece años atrás:
Escuche, tengo que advertirle algo. No es la primera vez que hablo de mi recorrido, de mi vida. Más bien tengo la tendencia inversa. Pero desde que ocurrió el accidente, cuando conozco a alguien, tiendo a empezar con eso. Tarde o temprano, lo traigo porque creo que ha sacudido tanto mi vida que… no me siento obligado, pero viene por sí solo porque es parte de mí y quiero que eso sea tenido en cuenta. He tenido muchas oportunidades de hablar de ello… no es la primera vez… he trabajado en esto durante varios años. Pero, a pesar de todo, hay momentos en los que la emoción surge, así que usted me sabrá disculpar si a veces…[27]
Confesión sin confesor, mayéutica sin obstetricia, anamnesis que a veces es un soliloquio, la expresión del ultraje privado aparece como una cuestión adecuada para hacerse pública. No es que ese discurso sea “convenido” –en un sentido artificial, fáctico o estratégico–, sino que, simplemente, no es juzgado como “inconveniente” o, mejor dicho, se cree que conviene decirlo públicamente. Así se puede hablar de un testimonio anónimo que es ofrecido en nombre propio.
Mercado de testimonios y circulación de relatos traumáticos
El discurso sobre el evento debe ser retomado en su contexto de enunciación y puesto en relación con las normas que lo enmarcan. En primer lugar, en el caso de los líderes de las asociaciones, recordando que su discurso ha sido objeto de un aprendizaje previamente adquirido a través de la repetición de las entrevistas periodísticas y, a veces, a través de la singular práctica de divulgación de las causas que es la escritura autobiográfica; o, en el caso de las víctimas ordinarias, a través de la asistencia a dispositivos de emergencia, de las pericias y los informes de expertos, de las consultas psicológicas y también de los relatos de los medios de comunicación. De hecho, actualmente se está expandiendo un dispositivo frente a los accidentes colectivos que recibe testimonios íntimos sobre el drama. Desde el establecimiento en 1997 del “SAMU Psy” en cada jurisdicción, el recurso a las unidades de apoyo psicológico en contextos de crisis se ha convertido en un instrumento rutinario de la intervención pública. Hoy en día figura entre las técnicas habitualmente utilizadas cuando el poder político quiere mostrar que está actuando frente a situaciones catastróficas en las que su capacidad de gestión puede verse cuestionada. En Toulouse, tras la explosión de la fábrica de AZF, más de 450 terapeutas se dispersaron por las zonas afectadas de la ciudad luego de la convocatoria realizada por el alcalde. Esa difusión de una problematización en términos psicológicos de la catástrofe fue apoyada por los mercados privados y humanitarios vinculados a la asistencia frente a la emergencia. Mientras que cada organización benéfica nacional (Croix-Rouge, Secours Catholique, Médecins du Monde) desplegó su propio personal clínico, también muchas empresas (EDF, Sanofi, Total, DDE) delegaron la actividad de apoyo a sus empleados a prestadores externos que, a través de plataformas telefónicas, estuvieron a disposición para escuchar solicitudes grupales o individuales. Finalmente, este mercado de relatos traumáticos también fue alimentado tanto por los servicios de salud pública y las farmacias privadas, así como por los sindicatos de trabajadores de la fábrica y por los grupos de víctimas. Recordemos que, en efecto, el “shock traumático” fue una de las pocas categorías psicológicas de interpretación de la desgracia que fue reivindicada por los afectados. Tanto en Francia como en Estados Unidos, los movimientos sociales –como SOS Attentats– han contribuido directamente a la elaboración y oficialización del diagnóstico del trauma psicológico.[28] Desde entonces, el trauma integra la caja de herramientas discursivas que permiten federar grupos en construcción que no tienen una historia en común y de la que echan mano regularmente las asociaciones de víctimas.
En el cruce de estas iniciativas, surge una red densa que propaga ciertos modelos que formatean el evento. El lenguaje del traumatismo está en el centro de las campañas de difusión realizadas a través de folletos distribuidos en los barrios o de carteles colocados en la entrada y las escaleras de los edificios (y que a veces suelen estar traducidos al árabe). Por supuesto, este marco narrativo puede ser rechazado,[29] tergiversado (cuando el trauma se utiliza para justificar el cierre de la fábrica AZF) o estratégicamente apropiado (como en el caso del activista que afirma: “El dinero recibido por el trauma es, para mí, una recompensa por todos mis años de activismo sindical”.[30]) Pero, cuando la adecuación al relato traumático se convierte en una condición para el reconocimiento colectivo y para la asignación individual de recursos (la mayoría de las víctimas de AZF fueron indemnizadas a causa del “trauma” sufrido), los argumentos apropiados son más o menos fielmente reproducidos sin que se pueda postular ni una adecuación total a la experiencia vivida, ni una internalización subordinada a modelos narrativos prescriptos. Así, esta recepcionista de una asociación de siniestrados por la explosión de AZF evocaba la adhesión de los habitantes de su barrio al relato de un evento sistemáticamente relacionado con un shock:
La gente sabe cómo presentar las cosas… si no fuiste herido, entonces se habla enseguida de shock… La gente del vecindario no te va a decir: “Tengo daño moral”. No saben lo que significa, hay que haber pensado un poco en el problema para demandar un perjuicio moral, es algo abstracto… Así que te dicen: “Fue un shock, sí, estamos muy shockeados”. Todos saben lo que es un shock. Un vecino fue a hacerse una pericia y vio que ahí hablaban de esa manera, entonces comenzó a hablar de esa forma, y entonces otros vecinos también comenzaron a referirse al shock…[31]
Otra escena nos interpela en el mismo sentido. Una representante de la asociación, dura de carácter y poco predispuesta a expresar sus cuestiones privadas, nos sorprendió mientras daba un testimonio en la puerta del local a un periodista de televisión: su testimonio “hecho a medida”, en lo que hace a su relato, estaba centrado en el recuerdo de la explosión y concluía con un sollozo ahogado. Su hija, que observaba la escena, nos deslizó una sonrisa: “Ella sabe cómo hacerlo”. Si bien no podemos permitirnos dudar de la sinceridad de las lágrimas, se puede constatar que la interacción funciona en primer lugar porque existe un “saber hacer”, un sentido práctico prerreflexivo, que permite captar la variabilidad de los límites entre lo público y lo privado que no funcionan del mismo modo que en un contexto ordinario. La fachada propuesta al ocupar el rol de representante –el distanciamiento del caso personal– se derrumba, o más precisamente se transforma, al ser sustituida por otra igualmente sincera, igualmente construida.
El sociólogo se encuentra incluido, muchas veces a pesar suyo, en una red más amplia en la que la evocación íntima del evento pesa sobre la naturaleza de los discursos.[32] En ese sentido, intervenimos en el saturado mercado de relatos sobre las catástrofes que otros actores han establecido y regulado antes de que nosotros entráramos en él –periodistas y psicólogos en particular–. Ciertamente, la posibilidad de presentar la investigación como un ejercicio de “ciencia política” a veces resultó útil para desmantelar el malentendido habitual entre la sociología y la psicología, entre una disciplina mal identificada y otra que se ha vuelto familiar en contextos de desastres, así como para permitirnos tomar distancia de los modos de narración que son relevantes para la segunda (el shock o el “trauma”). Sin embargo, aunque hay “muchos actores en una vida y varias historias de vida posibles para cada actor”,[33] la mera mención del objeto de la investigación a los entrevistados generalmente fue suficiente para predefinir el papel social a asumir y predisponerlos a la adopción de los trayectos y las secuencias típicos correspondientes. El entrevistado sabe que está siendo entrevistado como “víctima” o como representante de una “asociación de víctimas”. Por lo tanto, no hablará como el profesor, el padre de familia, el hijo de un refugiado español, el activista de la LCR, el habitante de un barrio obrero que también es “más allá” de aquella condición. El itinerario está escrito de antemano ya que clandestinamente se inmiscuye en el diálogo una grilla de entrevista no explicitada, definida por el entrevistado y no por el entrevistador, que está encabezada por una pregunta que no necesita ser formulada: ¿qué le ocurrió ese día? Así pues, “empezar desde el principio” es siempre colocar en el centro al acontecimiento inaugural (al interrogar a los militantes de las asociaciones, otros puntos de partida podían ser posibles, como, por ejemplo, trazar la genealogía de sus compromisos ciudadanos). Tanto es así que, cuando intentamos que los entrevistados nos trazaran un “recorrido” amplio, a fin de esquivar el sesgo de la ruptura centrada en el evento, este se confundía con su trayectoria como víctima.
Esta hipertrofia del evento se traduce en una serie de malestares. Al principio nos avergonzábamos en la interacción cuando nos pedían que escucháramos lo que sentíamos que no teníamos derecho a escuchar. Una mujer comerciante que se reunió con nosotros unos días después de una entrevista con su marido nos agradeció: “Le hizo bien hablar contigo sobre la explosión, nunca habla de eso en casa, lo ayudó a seguir adelante”. Lo mismo ocurrió con una secretaria médica que nos insistió para que concretáramos una entrevista con su hijo: “Creo que eso podría ayudarlo”. Esto representa un malestar para la interacción porque, como señalan con razón Julien Langumier y Violaine Girard, la omnipresencia de la catástrofe desvía la entrevista etnográfica de su objetivo clásico: el relato de lo vivido monopoliza el relato de la vida.[34] Más precisamente, la huella del evento coloca sobre el discurso superposiciones, iluminaciones, desbordes, elementos proyectados en él y, por lo tanto, inevitablemente –en modo espejo– silencios, huecos, censuras, sombras, zonas ciegas. En este contexto, es difícil hablar de un pasado previo al acontecimiento que podría arrojar luz sobre la lógica del compromiso político de las víctimas según los criterios clásicos de la sociología de la movilización, pero que en esta situación puede resultar irrelevante o simplemente estar fuera de lugar. En las entrevistas, las trayectorias profesionales, las solidaridades previas, las afiliaciones políticas y las membresías asociativas preexistentes desaparecen para volverse opacas, incluso en algunos casos indecibles, en cuanto se acepta socialmente (se requiere) que la verdad sobre las víctimas y su movilización se concentre totalmente en el evento.
La fabricación mediática de las comunidades accidentales
La imagen del evento se proyecta en los materiales producidos por el investigador. También afecta a las fuentes originadas en la prensa que, por las preconstrucciones que las sustentan, refuerzan y acreditan una lectura de los compromisos de las víctimas centrada en el acontecimiento. Como formas de organización colectiva que hoy ya cuentan con cierta historia, las “asociaciones de víctimas” están atrapadas por determinadas convenciones heredadas que regulan la forma en que esos grupos y sus portavoces se expresan ante la prensa. Esto último puede llevar a confundir el grupo tal cual es con el modo en que se presenta y a subestimar así el peso del sustrato social en el que el grupo se apoya. De hecho, la idea del encuentro fortuito a causa de la “mala suerte” constituye un modo típico de presentación pública. Dado que el hecho de compartir ciertos daños coyunturales fundamenta la identidad pública de estos movimientos, los líderes de las asociaciones trabajan duro para negar las afinidades políticas y los atributos sociales previamente existentes. “No nos conocíamos antes”, “Nos encontramos por casualidad”: estas afirmaciones pueden ser simples constataciones, pero, una vez que pasan a formar parte del discurso público, se convierten en banderas. Se trata entonces de confrontarlas con la observación de los canales efectivos de reclutamiento asociativo.
En el caso de la explosión de la fábrica AZF, el acontecimiento y el contexto de la crisis no implicaron una renovación radical de las formas de reclutamiento militante. Después del 21 de septiembre, las variables “duras” del compromiso siguieron siendo fuertes, la pertenencia a una comunidad de destino solo anuló marginalmente los determinantes clásicos de la acción colectiva, y las carreras militantes “reveladas” por el acontecimiento fueron excepcionales. En este caso, las disposiciones sociales para el compromiso y las habilidades militantes adquiridas previamente conservaron toda su eficacia. Así, la población de militantes siniestrados coincide en gran medida con la de los adherentes a diferentes causas que desde hace años alimentan los movimientos sociales de Toulouse. Las redes militantes preconstituidas y las organizaciones de protesta tradicionales –organizaciones de la izquierda movimientista (G10-Solidaires, SUD, FSU, DAL), partidos políticos de extrema izquierda (LCR, Motivé-e-s) o asociaciones ecologistas (Amigos de la Tierra)– modelaron así, desde las primeras horas, la militancia de los siniestrados tolosanos. Al importar a esta movilización los marcos de interpretación sobre la injusticia heredados de sus luchas anteriores, estas organizaciones impulsaron un amplio trabajo de imputación de responsabilidades y ofrecieron un apoyo logístico esencial a las manifestaciones callejeras inaugurales que pedían el cierre de la planta química y la reparación de los daños. Como señala Frank Weed en relación con la militancia estadounidense de las víctimas de hechos de tránsito, a menudo estamos menos en presencia de “víctimas devenidas en activistas” que frente a “activistas confrontados a la experiencia de la victimización”.[35] El evento dramático orienta los cambios en las posiciones militantes más de lo que las provoca.
Sin embargo, las exigencias coyunturales respecto de la presentación pública de los grupos tienden a dejar en las sombras el pasado militante de los “siniestrados” movilizados. El contexto del desastre en el que se despliega la acción colectiva modifica, en efecto, la jerarquía relativa de los recursos considerados como valiosos y redistribuye el derecho a la voz pública. Así, después del 21 de septiembre, la arena mediática ganó centralidad. Las reglas y normas que regulaban ese contexto participaron de la presentación de estas personas como víctimas profanas enteramente definidas por el drama. Movilizarse como víctima de un acontecimiento dramático supuso renunciar, al menos provisoriamente, siempre parcialmente, en todos los casos públicamente, a otros rasgos destacados de la identidad social, como la pertenencia política. El recurso circunstancial a la experiencia directa del desastre fue capitalizado, asegurando de este modo la nueva visibilidad de los profanos (las “víctimas”) y obligando a la retirada (al menos pública) a muchos militantes.
Los cánones del periodismo de catástrofe otorgan un lugar central al formato del testimonio individual de una víctima que suele ser calificada únicamente en virtud del daño sufrido. Así, se acumularon en la prensa constantes referencias ilustrativas en forma de biografías afectadas y los retratos de víctimas comunes frente a un evento extraordinario. Si bien quienes tenían pertenencias políticas o sindicales públicas y notorias estaban muy presentes en el movimiento, ellos sabían que los atributos otorgados al papel de víctima en los medios de comunicación corrían el riesgo de descalificar de antemano los discursos que podían desplegar. Por otro lado, los activistas multicausas también podían haber sido siniestrados y haber sufrido daños personales. Pero, de todos modos, ellos seguirían estando públicamente asociados a sus compromisos previos como partidarios o simpatizantes más que como víctimas, al punto de figurar en la prensa como personas que “dan apoyo” o como “simpatizantes” de la causa más que como víctimas. Los militantes del SUD o de la LCR, que abundan en la causa de los siniestrados de Toulouse, deben ajustarse a este cambio coyuntural de los títulos adecuados para hablar al que intentan anticiparse. Por ello, al ser consultados por periodistas, los remiten a otros compañeros de la asociación cuya vocación parece haber nacido ex abrupto luego de la explosión, personas anónimas que rápidamente dejaron de serlo o que ya no lo eran tanto, pero que no cargaban consigo la sospecha de un compromiso político previo. Este sindicalista, referente de un colectivo asociativo de siniestrados, por ejemplo, decía:
Antes estábamos siempre demandando por diferentes cosas, [los periodistas] nos veían llegar por la cuestión de Palestina, por los indocumentados, el desempleo, las pensiones… estaban hartos de ver siempre los mismos rostros. Así que con la explosión necesitaban caras nuevas, tipos que estuvieran afectados, pero que nunca habían sido escuchados.[36]
La dirigente de otra asociación de siniestrados precisaba, en el mismo sentido:
En la asociación hay personas decididas, pero a menudo están pegadas a un mandato o a un compromiso político. Se los identifica como militantes políticos. Los activos, Patrick, Thibault, Catherine, todos tienen un compromiso. Así que tuvimos que sacar a alguien “de la galera”. Por eso yo era alguien adecuado, entre comillas, porque no era fácil etiquetarme. A mí me gustaría que pudiéramos poner a un tipo del SUD y de la Liga. Uno no es solo un siniestrado… Uno es un siniestrado, pero también es un cazador, pescador, militante, filatelista, y así…[37]
Los pocos militantes de larga data que sobrevivieron a esta renovación coyuntural de los portavoces son aquellos cuyo estigma dejado por la explosión es lo suficientemente visible e inapelable como para borrar su compromiso político previo y ajustarse al esquema periodístico que enfatiza la ruptura causada por el evento. Por ejemplo, este miembro de Lutte Ouvrière, prominente entre los líderes de los siniestrados señala con ironía que la cicatriz que va del ojo a la nuca puede ser considerada como un “sésamo” que le abrió “la puerta de los medios de comunicación”: “Me dio legitimidad como verdadero siniestrado”.[38] Y agrega, con una sonrisa: “Tuvieron mala suerte, el único tipo herido de la ciudad era también el único militante”. Las notas biográficas difundidas en los medios de comunicación nacionales ignoraron a menudo sus antecedentes militantes, el apellido desaparecía detrás del nombre de pila y la calificación por el daño tenía prioridad por sobre la etiqueta partidaria: “Jean-Michel, herido de la ciudad de Bellefeuille”. Cuando excepcionalmente se señala el atributo político, siempre al pasar, este es precedido por una descripción del daño personal:
Al lado, en la localidad de Bellefeuille, que lidia con Mirail, Jean-Michel Godart, profesor de la IUFM, estaba sentado en su mesa de trabajo: “La puerta ventana me tiró por las escaleras. Me levanté. Mi cara y mi cuello sangraban mucho. Todos los que me vieron se desmayaron”. Estaba desfigurado, se le había cortado la arteria carótida. Perdió 3 litros de sangre y pudo sobrevivir gracias a una extraordinaria sangre fría […]. Domingo 21 de octubre, ciudad de Bellefeuille. Jean-Michel regresa. Una larga cicatriz le atraviesa la cara y el cuello. Militante de Lutte Ouvrière, vive en esta ciudad. En rigor, vivía, porque su edificio fue el más afectado y fue evacuado. El barrio es pequeño y todo el mundo se conoce.[39]
Los periodistas locales que conocen al personaje porque lo han frecuentado en movilizaciones anteriores (fue cabeza de lista en las elecciones regionales de 1998 e impulsa regularmente campañas por los indocumentados) esquivan el detalle biográfico disonante, prefiriendo insistir en una bifurcación biográfica atribuida al drama. Así, este editor de la prensa regional escribía:
Jean-Michel es complicado. Hasta cierto punto, no me molesta escribir sobre su origen político si se trata de una nota sobre política, por ejemplo […]. Pero él tuvo daños físicos, así que, para nosotros, para los medios de comunicación, Jean-Michel es ante todo el tipo que escapó de la muerte. Con su historia podemos publicar un suplemento magnífico. Para la mayoría de los medios de comunicación, esa es su verdadera legitimidad. Si quisiera ser cínico, diría que ese es su valor mediático. […]. Sé que su legitimidad también proviene de todo el trabajo que ha hecho antes en nombre de su compromiso político. Él eligió vivir allí, en ese barrio popular, eligió armar y fortalecer una resistencia a lo que consideró que debía ser combatido, antes de la explosión, durante la explosión y después de la explosión.[40]
Esta conformidad con el modelo que coloca en el centro al evento vale tanto para las biografías individuales como para las autopresentaciones colectivas. Si bien este entrevistado fue despojado, en parte a pesar suyo, del trabajo militante previo de más de 20 años que alimentó sus acciones tras la explosión, él también contribuyó –por el trabajo de representación que puso en juego luego del 21 de septiembre– a la producción del prototipo mediático de la asociación de “víctimas” definida en virtud del acontecimiento sufrido. “Establecido” por motivaciones políticas en un barrio obrero cercano a la fábrica AZF, este militante trotskista inició una movilización en su bloque de viviendas sociales HLM que no se diferencia de las acciones de politización impulsadas “desde abajo” por el “comité de residentes de Bellefeuille” que dirige desde 1986. Sin embargo, su ajuste a las expectativas de los medios de comunicación le llevó, después de dos meses de relativa invisibilidad pública, a convertir este comité de residentes con una fuerte identidad social local en el “colectivo de los sin ventanas”. Esa etiqueta elimina las propiedades sociales del grupo movilizado y se centra en la calificación de los daños producidos por la explosión. Este hallazgo semántico le valió a su autor una notable amplificación mediática: la etiqueta integró rápidamente el lenguaje común, y su uso en relación con el grupo al que calificaba originalmente se autonomizó. Un periodista de Le Monde, por ejemplo, aplaudió la invención de “una nueva categoría de discapacitados sociales: los ‘sin ventanas’”,[41] mientras que Libération dedicó una nota al “éxito del término ‘sin ventanas’ que designa a ‘las víctimas colaterales del big bang de la AZF’”.[42]
Las exigencias de una buena presentación mediática en el contexto de una catástrofe conducen así a una reducción de las trayectorias individuales a una simple confrontación con el acontecimiento, a la transformación de grupos reales en “grupos circunstanciales”, al borramiento de las “solidaridades a priori” en favor del énfasis en la solidaridad causada por el accidente, a la desaparición de los lazos sociales con arraigo local frente a la imagen de un encuentro puramente eventual. De esta manera, conducen a la hipóstasis de una población –“las víctimas de AZF”– con sus propias reacciones y propiedades, aislada de otros grupos sociales, compuesta por individuos desprendidos de sus atributos ordinarios.
La descompartimentalización en acto del papel de “víctima”: algunos beneficios del método etnográfico
Para reinscribir el evento en temporalidades más amplias, para acceder al estatus de “víctima” en el marco de sus articulaciones con otros roles y pertenencias sociales de la vida cotidiana y para “trivializar” el análisis del compromiso de las víctimas,[43] conviene indagar, a través de la elección de ciertos métodos, sobre la naturaleza de los marcos de enunciación y sobre las condiciones de recepción de las palabras de las víctimas. En los inicios de nuestra investigación previa más amplia sobre las asociaciones de víctimas, realizamos una primera exploración de aquellas que nos parecían significativas en lo que hace a sus formas de acción (Fédération Nationale des Victimes d’Accidents Collectifs, Association des Parents d’Enfants Victimes, Entraide de la Catastrophe des Hauteurs du Sainte-Odile, Association des Familles de l’Incendie Édouard Pailleron). Los materiales surgidos en el marco de entrevistas puntuales, aisladas unas de otras, desvinculadas de los contextos sociales, a veces resultaron decepcionantes. Nos exponíamos al riesgo de producir a esas “víctimas” que en realidad estábamos investigando, al tratarlos como individuos abstractos definidos de manera única por el acontecimiento sufrido, como seres ficticios previamente recortados por el investigador. De esa manera, nos arriesgamos a arrancar artificialmente trozos de vida de la carne de los actores sociales concretos, construyendo protagonistas unidimensionales (víctimas esperadas) y caminos unidireccionales (que surgen a partir de un evento –un accidente de tren, un incendio, un asesinato– para terminar en la movilización).
A fin de evitar esta dificultad, en esta investigación elegimos ajustar el foco sobre una situación particular, las movilizaciones que siguieron a la explosión de la fábrica AZF el 21 de septiembre de 2001 en Toulouse, y trabajar la cuestión a partir de los principios del método etnográfico.
Asentarse e investigar en forma continua en un campo localizado permite aprehender a los actores en el entrelazamiento de las distintas esferas que componen su vida social y en la intersección de los roles que asumen sucesiva o simultáneamente. Como señalan Stéphane Beaud y Michel Pialoux, “la práctica regular e intensiva del trabajo de campo facilita la ruptura con la visión monolítica de los mundos sociales ya que permite ver las múltiples facetas de un mismo sujeto social en diferentes momentos y en distintos contextos”.[44] En el mismo sentido, Olivier Schwartz evoca las virtudes de la transversalidad de la mirada etnográfica que, al salir por fuera del perímetro de la investigación preconstruida en la biblioteca, permite aprehender esos “hechos cruzados” que son los objetos permanentes del mundo social: el método “advierte contra la constitución de unidades aisladas y monofuncionales”.[45] Desde este punto de vista, la inserción etnográfica se reveló útil para la descompartimentalización en acto del papel de “víctima”. En el campo, aceptamos el ofrecimiento que nos fue realizado para alojarnos en los hogares de nuestros entrevistados más cercanos (una familia que vive en el popular distrito de Mirail, cuyos tres miembros dirigían las oficinas de una asociación de siniestrados). Participar de las rutinas de este hogar, de sus tiempos de ocio, y no solo de sus actividades como militantes afectados, contribuyó notablemente a un descentramiento de nuestra mirada. Descentrar a las personas de su rol de “víctima” no correspondía a una cuestión de principios, sino a la experiencia práctica vivida en el terreno. En efecto, mientras que nuestras jornadas estaban enteramente dedicadas a la cuestión de la catástrofe de AZF (en las entrevistas, en las secuencias de observación en el local asociativo y en los momentos dedicados a la transcripción), su centro de gravedad se fue desplazando progresivamente a otros lugares (los espacios de la vida cotidiana) y a otros temas (discusiones anecdóticas durante las comidas en familia o encuentros con los vecinos). Estas víctimas de AZF que habíamos conocido durante nuestras entrevistas preparatorias, a través de ese intercambio cotidiano, pasaron a ser aquello que nunca habían dejado de ser: actores sociales concretos, cuya implicación en el drama permanecía como un componente secundario de su identidad social. En los intersticios de la vida cotidiana y en los momentos de relajamiento de los que es posible participar gracias a la permanencia prolongada en la comunidad, el tiempo de los actores sociales ya no se estructura solo alrededor de la explosión, las trayectorias se diluyen y descentran y los elementos biográficos que suelen quedar fuera de la exposición pública salen a la superficie. En el caso de los actores entrevistados desde esta perspectiva, el compromiso con la causa ya no aparece como una reacción mecánica a un daño fuera de lo común. En cambio, adquiere sentido en el encuentro entre una oferta de compromiso político coyuntural y la sucesión de posiciones ocupadas en el barrio, en el ámbito asociativo local, en el mercado de trabajo, en el hogar o entre compañeros. De la misma manera, en la rutina del trabajo asociativo, las relaciones ya no se dejan ver bajo la luz exclusiva de una supuesta solidaridad automática entre “víctimas de AZF”. En cambio, puede verse un juego continuo de fricciones o disposiciones convergentes entre, por ejemplo, una secretaria médica y un funcionario de un hospital, entre un trabajador social sindicalizado y un pequeño comerciante, entre un activista de la Liga Comunista y la esposa de un director de fábrica, etc.
El descentramiento de la mirada que hace posible el método etnográfico también es valioso en el incómodo terreno del duelo. Algunos de nuestros entrevistados han perdido a un ser querido a causa de los hechos que nos ocupan. El vínculo del investigador con la persona en duelo va acompañado de un halo de timidez y de inhibiciones culturalmente definidas de las cuales es difícil que el sociólogo, en cuanto actor social, pueda escapar. La experiencia del duelo sobrepasa la identidad que las personas que lo transitan, a menudo a pesar de ellas mismas, muestran hacia los otros; esta se impone a los miembros de las asociaciones de “víctimas” y altera el curso de la relación de entrevista. En diversas etapas de la investigación sociológica, puede manifestarse una sensación de “incomodidad”. Primero, debido a la timidez que puede surgir al tomar el primer contacto con alguien, y puesto que el carácter accesorio de nuestras solicitudes puede parecer inconveniente ante la gravedad del daño sufrido (en dos casos en los que solicitamos entrevistas, las personas nos desestimaron y nos recordaron la inutilidad de nuestro planteo y la pérdida de tiempo que esto representaba para ellas dada la magnitud del drama vivido). En segundo lugar, aquella sensación puede verse expresada a través de la autocensura del entrevistador al conducir las conversaciones (por ejemplo, frente a la dificultad de recortar los relatos de los afectados o de plantear preguntas que corran el riesgo de parecer desubicadas). Por último, por la reticencia a poner en juego en el análisis ciertos esquemas explicativos –estrategias, intereses, recursos, disposiciones, etc.– que, debido a su poder de objetivación, esmerilan la intensidad subjetiva de la experiencia del duelo. La familiaridad adquirida a través de la participación cotidiana en una asociación contribuye a reducir aquella sensación de incomodidad porque, por un lado, el entrevistado ya no se expresa únicamente como víctima por la pérdida de un pariente cercano (sino también, por ejemplo, como un activista atrapado en rivalidades y estrategias) y, por otro lado, porque la percepción que el entrevistador tiene de sí mismo se normaliza y se enriquece con nuevos rasgos biográficos.
El último recurso del método etnográfico que mencionaremos reside en la oportunidad que ofrece para variar los marcos de enunciación y para multiplicar lo que Olivier Schwartz llama “situaciones de habla”.[46] No es que la observación participante permita registrar un discurso verdadero, libre del sesgo que introduce el artificio de la situación de entrevista. Cada tipo de escena en la que los actores se expresan (tanto la entrevista como las demás) impone constreñimientos específicos que tamizan y dan forma a las narraciones producidas. En el caso de la observación participante, su ventaja reside en que hace posible atender al comportamiento de un mismo actor en diferentes situaciones sociales –una discusión de pasillo, una entrevista, una conmemoración, una interview periodística–, lo cual permite evaluar las diferencias en las posturas y los discursos según los contextos. La presencia de estas variaciones exige revisar el lugar que se suele dar a las emociones provocadas por el evento en la explicación de la movilización porque, debido a que su expresión cambia y se modifica de una situación social a otra, se vuelve imposible relacionarlas únicamente con la objetividad de los daños sufridos.[47] A través de su comparación, esos contextos de interlocución permiten acceder al modo en que los constreñimientos propios de cada rol influyen en la enunciación pública de motivos, más que a los motivos en sí mismos.
Reinscribir los compromisos de las víctimas en las trayectorias sociales de largo plazo
Para ilustrar la necesidad de ubicar los compromisos de las víctimas en relación con su inscripción en trayectorias sociales de largo plazo que no se reducen al evento sufrido, evocaremos el recorrido de la secretaria general de una de las principales asociaciones de siniestrados en la catástrofe de Toulouse. Crecida en los entornos acomodados y politizados del anarcosindicalismo catalán, esta entrevistada vivió la experiencia de un desclasamiento social temprano que comenzó con el exilio forzoso de sus padres bajo el régimen franquista y que se prolongó con una serie de acontecimientos biográficos. Entre ellos resalta su matrimonio con un hombre que, durante veinte años, mantuvo al hogar bajo un ciclo de violencias familiares. Inquilina en un barrio social HLM contiguo a la fábrica AZF en el momento de la explosión, ella pasó la mayor parte de su carrera en la base de la jerarquía hospitalaria como agente de servicio encargada de tareas de limpieza. Ella muestra un habitus escindido que se caracteriza por una constante tensión entre una identidad social percibida (su pertenencia a un universo letrado y culto) y las propiedades objetivas que resisten esa inscripción. Desde su jubilación ella se ha esforzado por escapar de esa condición y ha multiplicado sus compromisos asociativos en el ámbito de la asistencia a las mujeres golpeadas y de la educación popular.
El encuentro de esta entrevistada con la causa de los siniestrados se comprende, en primer lugar, al considerar sus experiencias pasadas. En su evocación del día de la explosión, se entrelazan el miedo inmediatamente sentido y el recuerdo vivo de sus “años oscuros”. El 21 de septiembre, ella no estaba en su barrio, sino en lo de sus parientes, a menos de un kilómetro de la fábrica. Ella relaciona su angustia por lo sucedido con la reminiscencia de la culpa que sentía cuando constataba su impotencia para sacar a sus hijos de un hogar amenazante. Este descentramiento con relación al evento de AZF también se puede ver en los giros del lenguaje del trauma que ella pone en juego como parte de su trabajo en la asociación. Cuando orientaba a los integrantes de la asociación para que hablaran con los psicólogos desplegados luego del 21 de septiembre, los invitaba sistemáticamente a “contar su historia”, a que mencionaran los períodos de desocupación, las miserias materiales, el aislamiento del barrio, las repercusiones del hecho sobre el núcleo familiar, etc. Y mientras que los clínicos intentaban mantener los relatos de sus interlocutores centrados en la explosión, la militante los orientaba constantemente a que expresaran los males y los daños arrastrados desde el pasado. Así, concluyó una sesión de debriefing interpelando a la terapeuta de este modo: “Espero que note que el trauma ya estaba presente antes de la explosión”.
Su participación en la militancia que se ocupa de ayudar a mujeres golpeadas favoreció la adquisición de un cierto saber hacer y de formas de entender la cuestión que fueron directamente aplicables luego de la catástrofe: la familiaridad con la etiqueta de “víctima”; el conocimiento de las trampas y los recursos que implica; la capacidad de relacionar dramas privados con causas estructurales (se trate del patriarcado en el caso de la violencia conyugal o del capitalismo en el caso de AZF); una valorización del testimonio público y de la atribución judicial de responsabilidades como modo de reparación de las injusticias vividas; una teoría relativamente explícita de los mecanismos de dominación (ocultación, aceptación, resignación, incapacidad de actuar y de denunciar); una destreza para el discurso público y, más específicamente, en relación con esta forma particular de intervención política que es la expresión de los sufrimientos personales que deben articularse con reivindicaciones más amplias (al respecto, ella valora su presencia frecuente en situaciones de testimonio brindados por mujeres que sufrieron violencia).
Pero la adhesión a una asociación de siniestrados se debe también a las cualidades propias de este tipo de movilización. El mundo social de las “víctimas” tiene la reputación de ser plástico, no porque las formas de jerarquización social se desvanezcan bajo el efecto mecánico de la solidaridad accidental, sino porque se encuentra recubierto (siempre provisoriamente, de manera desigual e imperfecta) por la ilusión de la existencia de una comunidad de destino. En las primeras semanas, la identidad social parece suspendida, permanece en todo caso silenciosa en la cotidianidad asociativa, a favor de una identificación circunstancial basada en la proximidad con el drama. Se trata de un espacio abierto donde solo parece estar autorizada a expresarse la realidad de los daños personales y no los títulos, los mandatos, las cualidades estatutarias o profesionales.
Para una mujer como la entrevistada que está en constante contradicción entre la clase objetiva y la pertenencia subjetiva, la militancia como víctima se ofrece como un intersticio en el que, en olvido de la posición social efectiva, pueden florecer las aspiraciones contrariadas. El compromiso de esta entrevistada con la lucha como víctima contiene las lógicas que también regulan la selección de sus amistades y el acceso a los estratos sociales que su profesión y su lugar de residencia normalmente le limitan.
Finalmente, a diferencia de los sectores militantes establecidos cuyas posiciones de representación parecen estar ocupadas por miembros de larga data, la militancia de las víctimas ofrece, en razón del privilegio mediático que se le da a la figura de la víctima profana atrapada por el evento, un terreno favorable para las vocaciones tardías por la acción colectiva.
Cuando los soportes de identificación tradicionales se resisten al evento: del rechazo al etiquetamiento a la importación obligada de una forma de acción
El método etnográfico opera, en última instancia, “como un instrumento de vigilancia que advierte contra la tentación permanente de reificar los grupos sociales”.[48] Al adoptar un acercamiento localizado, el grupo abstracto y homogéneo que parecen constituir las “víctimas de AZF” estalla en una multiplicidad de unidades socialmente pertinentes. La mayoría de ellas se basan en afiliaciones sociales convencionales que alimentan, después del 21 de septiembre, la militancia post-AZF: los “siniestrados del barrio de Papus”, los “residentes de la localidad de Bellefeuille”, los “trabajadores de AZF”, los “inquilinos de Jeambart”, los “habitantes de la calle Bernadette”, los “copropietarios de Oustalous”, los “comerciantes del barrio de la Croix-de-Pierre”, etc. Algunos de estos grupos se involucraron en un trabajo de reconversión pública como comunidades accidentales (a través de la creación de asociaciones ad hoc que toman prestado el léxico del evento –“víctimas”, “siniestrados”, “los sin ventanas”, “heridos”, etc.)–, mientras que otros continuaron movilizándose sobre la base de los apoyos identitarios preexistentes. Por lo tanto, la recomposición de las identidades públicas después del 21 de septiembre no puede imputarse de modo uniforme a “la fuerza del evento”. Esta debe ser analizada como un producto de la percepción diferenciada de las vulneraciones y como el efecto de la capacidad desigual de los grupos para ajustarse a los nuevos marcos de legitimación pública impuestos por la nueva coyuntura dramática. Esto puede verse en los casos en los que las apelaciones circunstanciales solo sustituyen a las formas “categoriales” de identificación (la profesión, la clase, la pertenencia sindical, etc.) de una manera muy forzada.
Es el caso, por ejemplo, del movimiento de los “inquilinos de Jeambart”, que, durante 2002, creció en la periferia de las principales asociaciones de siniestrados para exigir una mayor reparación por los daños. En la demanda impulsada por los habitantes de este complejo de viviendas sociales HLM, la pertenencia social, la afiliación territorial y el estatuto patrimonial prevalecen sobre las identidades públicas surgidas tras la explosión. La mención de sí mismos como “víctimas de la catástrofe del 21 de septiembre” llegó tardíamente, por consejo del responsable de una asociación ajena al barrio. Esta progresión en las formas de nombrarse a sí mismos extiende una indiferenciación en lo relativo a la percepción de los daños. Aquí, la estructuración de un relato en torno a una división clara entre un antes y un después de AZF (la misma que orienta la reparación del daño por parte de las compañías de seguros o la presentación periodística de los testimonios) resulta problemática. Ello se hace visible cuando se realiza un esfuerzo por separar los males atribuibles a la explosión de las dificultades previas que el accidente confirma, intensificó o ratificó, pero que no produjo. De hecho, el desastre forma parte de una temporalidad más amplia que abarca un declive, individual y colectivo, de largo plazo. El aislamiento vivido inmediatamente después de la explosión recuerda el aislamiento progresivo de la ciudad en el territorio local; la destrucción material de la infraestructura colectiva forma parte de una degradación continua del entorno vital causada por la disminución de las inversiones públicas; el éxodo de numerosos inquilinos después del 21 de septiembre se enmarca en el repliegue demográfico del barrio y en las sucesivas olas de partidas que han debilitado las solidaridades vecinales; la desorganización en la distribución de las donaciones recuerda la competencia que se percibe habitualmente en el mercado de la ayuda social; los temores mal contenidos de los niños debilitan aún más un marco educativo que previamente ya era difícil de mantener, etc. Entonces, salen a la luz fricciones entre el modelo de presentación de las demandas centrado en el accidente, que prevalece en las escenas locales de la reparación y la experiencia de los sufrimientos más amplios vividos por estos actores. Ya sea que los iniciadores de este movimiento soliciten la mediación del alcalde, la asistencia de una asociación de siniestrados o la mediación por parte de la dirección de la oficina de la vivienda social HLM en el conflicto, ellos se encuentran sistemáticamente con el mismo rechazo a sus pedidos, cuando les dicen: “Ustedes están mezclando todo”.
La movilización de los “trabajadores de la fábrica AZF” también ilustra la pluralidad de los soportes de identificación que pueden movilizarse en el contexto de la catástrofe, ya que no todos estuvieron basados en el vínculo ocasional establecido por compartir una misma experiencia dramática. Esta comunidad profesional concentró ciertamente gran parte de los daños, ya que 21 de las 31 personas muertas trabajaban en el lugar, y ya que la explosión condujo a la desaparición definitiva de este antiguo bastión industrial que tenía casi un siglo de antigüedad en la zona. Sin embargo, las afiliaciones profesionales –la pertenencia a un grupo obrero y el ejercicio de un oficio industrial– se resistieron fuertemente a las nuevas identificaciones circunstanciales, a tal punto que los clivajes posteriores al 21 de septiembre se expresaron públicamente en términos de una oposición entre “empleados” y “víctimas”. Mientras que los militantes de las asociaciones coreaban en las manifestaciones “Empleados, víctimas, solidaridad!”, una gran pancarta bloqueaba la entrada de la fábrica de AZF: “Empleados, en solidaridad con los siniestrados”. En las manifestaciones los obreros llevaban una bandera que los presentaba como “Trabajadores de AZF”, mientras que los titulares de prensa confirmaban la impermeabilidad de los dos grupos: “Empleados y víctimas, siempre divididos”.[49] De hecho, para la mayoría de las familias de los empleados de AZF fallecidos, el apego histórico a la empresa, la transmisión intergeneracional del vínculo con la fábrica, las redes de amistad nacidas en el trabajo, el reconocimiento de la preocupación del empleador, y la lealtad a una actividad de la cual las familias continuaban viviendo obstaculizaron cualquier tentativa de conversión a la causa de las víctimas. Al rechazar las ofertas de afiliación planteadas por las asociaciones creadas tras la explosión, las familias mantuvieron su fidelidad a las estructuras de encuadramiento del grupo profesional al que pertenecía la mayoría de los difuntos (a la organización intersindical de la fábrica, y luego a la asociación creada para conmemorar la memoria de los extrabajadores de AZF).
Se podrían invocar múltiples factores para explicar la permanencia de este clivaje entre “víctimas” y “empleados” y la imposibilidad de llegar a constituir una comunidad unificada entre unos y otros a partir del siniestro. Por supuesto, convendría recordar la contradicción entre los intereses materiales inmediatos ya que, mientras que los colectivos asociativos exigían el cierre definitivo del polo químico, los empleados de AZF pedían por su reapertura y el desarrollo de una industria local intramuros. También habría que evocar la progresiva marginación de este grupo profesional en el territorio siniestrado. Si hasta los años ochenta la villa obrera construida por la empresa química inervaba la sociabilidad del vecindario, progresivamente los empleados fueron abandonando poco a poco esas viviendas adyacentes a la fábrica para acceder a propiedades fuera de la ciudad. Quienes habitaban esa zona adyacente a la fábrica y sus empleados ya no compartían la misma experiencia residencial ni las mismas estructuras de encuadramiento. Y, sobre todo, podríamos recordar los obstáculos que imposibilitan la asunción del papel de “víctima” cuando el evento es designado como un accidente laboral[50] (la incorporación de la confrontación al peligro como una experiencia “normal”, las estrategias profesionales para prevenir situaciones de accidente,[51] los obstáculos económicos y jurídicos para la denuncia pública del riesgo industrial por parte de quienes lo sufren, etc.).
Sin embargo, para explicar la continuidad de los soportes de identificación previos a la explosión, no bastaría con suponer que el grupo profesional es siempre idéntico a sí mismo o que la cultura obrera es inmutable en cuanto a sus virtudes y cohesión. La perpetuación de las identidades convencionales no es mecánica, del mismo modo que la constitución de comunidades basadas en el accidente tampoco lo es. En realidad, es el resultado de un trabajo a posteriori de reactivación y de reencantamiento de las solidaridades a priori. Aquí, la dirección de la fábrica de AZF con la colaboración del sindicato comenzó a aplicar una política interna destinada a prevenir los riesgos de adhesión a identificaciones concurrentes (“siniestrados”, “víctimas”, etc.). En ese camino, en los primeros días, comenzó a reconstituirse la vida de fábrica sobre las ruinas de un sitio desprovisto de toda actividad productiva.
A pesar de la reducción progresiva del trabajo, la dirección se dedicó a mantener los tiempos sociales y los apoyos materiales que eran la base de la sociabilidad de la fábrica. Un pequeño “pueblo” se organizó alrededor de una tienda de campaña que albergaba el comedor, y otras construcciones provisorias alojaban las oficinas del sindicato, los servicios sociales y los equipos de psicólogos contratados para la ocasión. Durante casi seis meses, la solidaridad en la fábrica continuó alrededor de las viejas líneas de producción desafectadas, y casi la mitad de los empleados se hizo presente cotidianamente en sus puestos de trabajo. Las reuniones organizadas cada semana por el director de la fábrica, las asambleas generales de los empleados y las rondas sindicales alimentaron un denso tejido de relaciones sociales. Entonces se desarrolló y solidificó un relato alternativo del drama a puertas cerradas. En el marco de este, los empleados fueron reconociéndose como víctimas, pero como víctimas, en primer lugar, de la reprobación social que apuntó a la industria química, y no de la explosión.
Esta oposición de identidades (re)movilizadas tras la explosión puede entenderse mejor si consideramos el ajuste desigual de los grupos movilizados a los marcos de enunciación de la injusticia impuesta por el contexto de la catástrofe. La promoción del registro de la victimización y el desplazamiento de la lucha hacia la arena mediática obligaron a los delegados de la fábrica a jugar “afuera”, en un terreno que les resultaba extraño. La habilidad de los representantes de los siniestrados en el manejo de los testimonios individuales contrastó con la resistencia y la incomodidad que encontraban, de cara a este ejercicio, los sindicalistas de la fábrica AZF. Invitados a expresarse en el registro de la emoción y de la pena, estos últimos se negaron durante casi tres meses a dar a la prensa cualquier tipo de retrato individual. Ellos prefirieron atenerse a las formas conocidas del lenguaje sindical –el comunicado de prensa o las marchas– que los periodistas consideraban inadecuadas en relación con las exigencias del momento para tratar el desastre. Según un periodista:
Me hubiera gustado hacer el retrato de un empleado que lo perdió todo, o cuyo mejor amigo murió o que pasó todo el día salvando a sus compañeros, porque hubo actos heroicos, empleados que literalmente salvaron a sus colegas… eso habría sido hiper fuerte para el ámbito periodístico. Pero nadie se ofrecía para dar ese tipo de testimonio. Entonces ese era el problema para los periodistas: tenías un montón de gente que quería dar su testimonio de un lado y ninguna del otro.[52]
A pesar de que se les insistía con la cuestión (ese periodista les señalaba “Ustedes también son siniestrados, deben mostrar eso al pueblo de Toulouse”,[53]) dar testimonio en nombre propio era percibido por estos representantes sindicales como una traición al mandato recibido de sus colegas. Había una reticencia a la narración de sí mismo originada, si seguimos a Claude Poliak, en la “obsesiva pretensión asociada a la conciencia de pertenecer a un Nosotros”, así como también a las formas de expresión asociadas a lo femenino.[54] Este delegado de la CGT se burlaba de las formas “lloronas” que ponían en escena la mayoría de los portavoces de las víctimas: “Nosotros no tenemos almas de llorones… al menos yo, personalmente, no soy así… En cambio, del otro lado, hay muchos que saben cómo llorar”.[55]
Finalmente, a pesar de la oposición de los sindicalistas de AZF, la nueva configuración obligó a un alineamiento mínimo de los empleados con el registro victimario para expresar sus reclamos, aunque fuera de manera encubierta. Un año después de la explosión, formaron una “asociación de defensa de las víctimas del accidente colectivo” –AZF-Mémoire et Solidarité–, que contó con la aprobación del Ministerio de Justicia para presentarse como parte civil en el proceso penal. Por supuesto, la agrupación se apartaba de los cánones establecidos respecto de las formas de acción que venimos refiriendo: por ejemplo, si bien compartían el tema de la memoria con muchas asociaciones de víctimas, para sus integrantes no se trataba de mantener la memoria del accidente, sino más bien la memoria de la historia obrera previa a él. Pero el reconocimiento del estatus jurídico de la asociación de víctimas[56] tuvo peso sobre las formas de identificarse y de presentarse públicamente. Los profesionales del derecho asociados a la causa de los empleados de AZF animaron a los empleados de la fábrica a adoptar una calificación circunstancial que terminó siendo reapropiada. Según su presidente:
Para las asociaciones, los siniestrados eran sólo ellos. Los siniestrados eran los de afuera. Por eso nos vimos obligados a decir: “Los empleados son los primeros siniestrados”. Hay un 10 % que murió y el 100 % perdió su trabajo. Bueno, mierda, si eso no es ser siniestrados… Así que, sí, nosotros somos los siniestrados. De hecho, el abogado nos dijo: “Pueden solicitar la aprobación de la asociación a la justicia como siniestrados, todos ustedes son siniestrados”. Incluso nos dijo que los jubilados eran siniestrados y es cierto que entre esos viejos, hubo algunos tipos que estaban traumados por lo ocurrido.[57]
Atrapar al evento o ser atrapado por él
La lectura centrada en la “reacción” como génesis de la movilización de las víctimas se nutre de fuentes –entrevistas, material de prensa o presentaciones públicas de los colectivos– bajo el prisma de las cuales el observador corre el riesgo de ver solo lo que se le permite ver: “víctimas” atrapadas por el acontecimiento, más que actores concretos que se apoderan de él; vocaciones militantes “reveladas” por el accidente, más que carreras militantes de largo plazo que el contexto de la catástrofe modela y reorienta; comunidades accidentales ligadas por compartir una experiencia fuera de lo común, más que grupos con lazos locales que se recomponen y renuevan sus alianzas a la luz de una nueva configuración. Desde este punto de vista, este artículo constituye una invitación a explorar “lo que ya estaba ahí” (deja-la), incluso en aquellas situaciones en las que parece reinar el “nunca visto” (jamais vu). En cuanto se acerca el foco, las leyes sociológicas del reclutamiento asociativo siguen siendo eficaces, los soportes organizacionales y las redes relacionales siguen presentes, las disposiciones militantes permanecen como el tamiz a través del cual se filtran las experiencias desafortunadas para convertirse en compromisos victimarios, etc. El ejemplo de AZF es, sin dudas, algo más que idiosincrático. Podemos pensar en la importancia de los grupos organizados por víctimas de violencia sexual o de personas que viven con sida,[58] en las afinidades confesionales en el caso de los grupos de víctimas de sectas,[59] en el rol de las redes militantes por el derecho a la vivienda, en la creación de asociaciones de víctimas de incendios o de envenenamiento con plomo (saturnismo),[60] en la confluencia del partido independentista polinesio, de la Iglesia protestante y de las organizaciones por la paz, en el movimiento antinuclear impulsado por las víctimas de ensayos atómicos,[61] en la fuerte contribución de las redes de excombatientes a las asociaciones de víctimas del “síndrome de la guerra del Golfo”,[62] en la transformación de ciertas secciones sindicales en asociaciones de víctimas del amianto,[63] en la inscripción de la movilización de los siniestrados por las mareas negras en el marco del tejido local del activismo comunitario,[64] o en los numerosos círculos de sociabilidad que a menudo alimentan los movimientos ocasionales creados en torno a la muerte violenta de un niño (como, por ejemplo, el movimiento scout, los padres de alumnos, asociaciones dedicados al tiempo libre y al ocio).
¿Se trata entonces de repetir por enésima vez un alegato a favor del continuismo en las ciencias sociales? Uno se expondría entonces a la crítica del fijismo desarrollada por Alban Bensa y Eric Fassin:
Habitualmente nuestras disciplinas prefieren mostrar que el evento no es un evento: la novedad no es tan nueva, aquello que surge se inscribe en una perspectiva histórica, una tradición cultural, una lógica social. Una vez más, se hace un esfuerzo por reducir la sorpresa del evento: lo que está sucediendo ya estaba inscrito en el pasado inmediato o lejano, todo estaba jugado.[65]
Proponer la hipótesis de que el evento no conduce a una renovación radical de las razones para manifestarse (o que no interviene sobre la naturaleza de esas razones, que serían “emocionales”) no significa relegarlo a la condición de un epifenómeno. En efecto, hemos demostrado que la ocurrencia de la catástrofe altera la estructura de las configuraciones en las que se despliega la acción colectiva y redefine las normas a las que deben ajustarse los actores sociales. La catástrofe modifica la jerarquía relativa de los recursos valiosos (hay una devaluación específica del capital político, se valoriza el estatus profano de los siniestrados), pesa sobre la elección de las arenas sobre las cuales intervenir (hay una preminencia coyuntural de las arenas judiciales y mediáticas), corrige los códigos de discurso (hay una singularización restrictiva de la experiencia que contrasta con los requisitos habituales del discurso representativo), etc. Es a la luz de estas transformaciones como conviene considerar la recomposición de los colectivos representados (la conversión, por ejemplo, de las organizaciones de la izquierda movimientista en asociaciones de siniestrados), la aparición y reivindicación de nuevas identidades (tales como “víctimas”, “familias en duelo”, “siniestrados”) y la entrada en la lucha de nuevos actores (ya que surge una oferta de compromiso coyunturalmente favorable para la actualización de carreras militantes). Por lo tanto, suscribimos a la propuesta de Jacques Lagroye, quien, siguiendo los trabajos de Michel Dobry, afirmaba que la crisis “no es una ruptura: es la continuación de un sistema de relaciones bajo condiciones diferentes”.[66]
- Puede encontrarse la versión original en francés de este texto bajo la siguiente referencia: Latté, Stéphane (2012). “La ‘force de l’événement’ est-elle un artefact: les mobilisations de victimes au prisme des théories événementielles de l’action collective”, Revue Française de Science Politique, 62(3), pp. 409-432. A fin de mejorar su comprensión en idioma español, el título del texto ha sido modificado a propuesta del autor.↵
- En la tesis de la que surge este artículo, hemos rastreado el proceso de institucionalización de la categoría de “víctima” en Francia: Stéphane Latté, Les “victimes”. La formation d’une catégorie sociale improbable et ses usages dans l’action collective, tesis de doctorado en Estudios Políticos, París, EHESS, 2008. ↵
- Stéphane Latté y Richard Rechtman, “Enquête sur les usages du traumatisme psychique”, Politix, 73, pp. 159-184, 2006. ↵
- Stéphane Latté, “‘Vous ne respectez pas les morts d’AZF’. Ordonner les émotions en situation commémorative”, en Sandrine Lefranc y Lilian Mathieu (eds.), Mobilisations de victimes (pp. 205-220), Rennes, Presses Universitaires de Rennes, 2009. ↵
- Este texto se apoya sobre un corpus de unas cincuenta entrevistas realizadas a dirigentes de asociaciones notorias a nivel nacional (Fédération Nationale des Victimes d’Accidents Collectifs, Association des Parents d’Enfants Victimes, Fédération Internationale des Victimes de Catastrophes Aériennes, Union Nationale des Victimes de Catastrophes) y a actores comprometidos en el movimiento de los “sinestrados” que siguió a la explosión de la fábrica química AZF. Exploramos este último campo principalmente a través de una investigación etnográfica llevada a cabo durante cinco estancias realizadas entre 2001 y 2005. Los entrevistados y los lugares que podían ser identificados fueron anonimizados. ↵
- James M. Jasper, The Art of Moral Protest, Chicago, The University of Chicago Press, 1997.↵
- Edward Walsh, “Resource Mobilization and Citizen Protest in Communities Around Three Mile Island”, Social Problems, 29(1), pp. 1-21, 1981.↵
- David A. Snow, Daniel M. Cress, Liam Downey, Andrew W. Jones, “Disrupting the ‘Quotidian’: Reconceptualizing the Relationship Between Breakdown and the Emergence of Collective Action”, Mobilization, 3(1), pp. 1-22, 1998. ↵
- Jean-Paul Vilain y Cyril Lemieux, “La mobilisation des victimes d’accidents collectifs. Vers la notion de “groupe circonstanciel”, Politix, 44, pp. 135-160, 1998. ↵
- Stefaan Walgrave y Joris Verhulst, “Toward ‘New Emotional Movements’? A Comparative Exploration into a Specific Movement Type”, Social Movement Studies, 5(3), pp. 275-304, 2006. ↵
- Sin embargo, los dos autores son prudentes en relación con este punto y mencionan, de pasada, la posibilidad de una relativa homogeneidad social del reclutamiento asociativo (J.-P. Vilain y C. Lemieux, “La mobilisation des victimes d’accidents collectifs…”, art. citado, p. 148).↵
- J.-P. Vilain y C. Lemieux, ibid., p. 136.↵
- E. Walsh, “Resource Mobilization…”, art. citado.↵
- J. M. Jasper, The Art of Moral Protest, op. cit., p. 106.↵
- Daniel Cefaï, “Les cadres de l’action collective: définitions et problèmes”, en Daniel Cefaï y Danny Trom (eds.), Les formes de l’action collective. Mobilisations dans des arènes publiques (pp. 57-91), París, Éditions de l’EHESS, 2001, especialmente la p. 73.↵
- Para James Jasper, la fuerza movilizadora del evento queda modulada, en un sentido, por las disposiciones biográficas de los individuos (que determinan la “resonancia simbólica” y el valor dado al objeto amenazado) y, en el otro, por los esfuerzos realizados por los emprendedores de la movilización para canalizar, orientar y convertir la indignación inmediata en un sentimiento de indignación dirigida. ↵
- James M. Jasper, “The Emotions of Protest: Affective and Reactive Emotions in and around Social Movements”, Sociological Forum, 13(3), pp. 397-424, 1998, especialmente la p. 409. ↵
- D. A. Snow et al., “Disrupting the Quotidian…”, art. citado.↵
- D. A. Snow et al., ibid., p. 8.↵
- D. A. Snow et al., ibid., p. 17.↵
- Por ejemplo, Francesca Polletta y Edwin Amenta realizan una advertencia sobre el uso excesivo de la noción de “shock moral”: “Virtualmente cualquier acontecimiento o nueva información puede ser calificado retrospectivamente como un shock moral. Por lo tanto, nos debemos preguntar qué es lo que ocurre con ciertos eventos que crean tanta cólera, ira e indignación que quienes se ven expuestos a ellos se ven impulsados a protestar ¿Existe una clase de cuestiones particulares que sean más propensas que otras a crear shocks morales? Especificar cuándo pueden aparecer shocks morales es una cuestión crucial. De otro modo nos arriesgamos a caer en la misma circularidad que algunos argumentos de la teoría del proceso político: desde esa perspectiva todo lo que precede a una protesta puede ser tomado como una oportunidad política, tal como en el caso del shock moral” (Francesca Polletta y Edwin Amenta, “Second that Emotion? Lessons from Once-Novel Concepts in Social Movement Research”, en Jeff Goodwin, James M. Jasper y Francesca Polletta (eds.), Passionate Politics. Emotions and Social Movements (pp. 303-316), Chicago, The University of Chicago Press, 2001, especialmente pp. 307-308). ↵
- Ruud Koopmans y Jan Duyvendak discuten los dificultades que implica el concepto de “agravios súbitamente impuestos”, que, según ellos, “presupone aquello que en realidad debería ser objeto de la explicación”: “Etiquetar los accidentes nucleares como ‘agravios súbitamente impuestos’ supone […] centrarse sólo en aquellos accidentes que efectivamente condujeron a la movilización de los activistas (como en los casos en los que el agravio objetivo y el agravio subjetivamente sentido coinciden), dejando de lado el hecho de que la mayoría de los incidentes nucleares provocaron pocas o ninguna protesta (inclusive en algunos casos ni siquiera llegamos a enterarnos de los mismos). Como demuestra el caso de Chérnobyl, un accidente se convierte en un acontecimiento político central en un país, mientras que en otros no genera más controversia que la que puede generar un informe meteorológico” (Ruud Koopmans y Jan W. Duyvendak, “The Political Construction of the Nuclear Energy Issue and its Impact on the Mobilization of Anti-Nuclear Movements in Western Europe”, Social Problems, 42(2), pp. 235-251, 1995, especialmente la p. 248). ↵
- D. A. Snow et al., “Disrupting the Quotidian…”, art. citado, p. 19. ↵
- Olivier Schwartz, Le monde privé des ouvriers, París, PUF, 1990, p. 48.↵
- Luc Boltanski, Yann Darré y Marie-Ange Schiltz, “La dénonciation”, Actes de la Recherche en Sciences Sociales, 51, pp. 3-40, 1984. ↵
- Entrevista, biólogo, presidente de una federación de víctimas de accidentes aéreos, marzo de 2005. ↵
- Ibid. ↵
- Sobre la participación de los movimientos sociales en la reforma de ese diagnóstico, véase: Wilbur J. Scott, “Post-Traumatic Stress Disorder in DSM-iii. A Case in the Politics of Diagnosis and Disease”, Social Problems, 37(3), pp. 294-310, 1990; Allan Young, The Harmony of Illusions Inventing Post-Traumatic Stress Disorder, Princeton, Princeton University Press, 1995; S. Latté y R. Rechtmann, “Enquête sur les usages du traumatisme psychique”, art. citado. ↵
- Por ejemplo, un militante de extrema izquierda gravemente herido durante la explosión interpeló en un coloquio a los profesionales de la salud presentes en la sala: “Las células de ayuda psicológica fueron nuestro primer contacto con las autoridades de salud. Yo mismo fui recibido por una señora que me aconsejó hacer un trabajo sobre mí mismo, porque ‘la cólera es mala consejera’; yo creo, al revés, que en esas circunstancias lo que hubiera sido anormal era no estar encolerizado, y también pienso que la reconstrucción pasa por esta cólera que tiene que convertirse en una lucha que espero sea colectiva” (intervención en el coloquio organizado por el Institut de Veille Sanitaire: “Surveillance sanitaire après une catastrophe. Que nous a appris l’explosion de l’usine AZF?”, Toulouse, 20 de octubre de 2006). ↵
- Entrevista, enfermera, militante sindical en el SUD, septiembre de 2004. ↵
- Entrevista, empleada, recepcionista en una asociación de siniestrados, septiembre de 2004.↵
- Sobre estas cuestiones, véase Pierre Bourdieu, “L’illusion biographique”, Actes de la Recherche en Sciences Sociales, 62(1), 1986, pp. 69-72. Para un intento de resituar la entrevista sociológica en el espectro de los dispositivos que participan en la “institucionalización del yo”, véase Bernard Pudal, “Du biographique entre ‘science’ et ‘fiction’. Quelques remarques programmatiques”, Politix, 27, 1994, pp. 5-24. Para una reflexión del mismo tipo en el caso específico de contextos de catástrofe, véase Violaine Girard y Julien Langumier, “Risque et catastrophe. De l’enquête de terrain à la construction d’objet”, Genèses, 63, 2006, pp. 128-142.↵
- Yves Clot, “L’autre illusion biographique”, Enquête, 5, 1989, disponible en t.ly/A0Cm. ↵
- V. Girard y J. Langumier, “Risque et catastrophe…”, art. citado, p. 130.↵
- Frank Weed, “The Victim-Activist Role in the Anti-Drunk Driving Movement”, Sociological Quarterly, 31(3), 1990, pp. 459-473, especialmente la p. 469. ↵
- Entrevista, ingeniero en una empresa pública, militante sindical en el SUD y miembro fundador de una organización de siniestrados, abril de 2002. ↵
- Entrevista, trabajadora social, fundadora de una asociación de siniestrados, septiembre de 2005.↵
- Entrevista, profesor, militante de Lutte Ouvrière y dirigente de un colectivo de siniestrados, septiembre de 2002. ↵
- L’Express, 15 de noviembre de 2001. ↵
- Entrevista, periodista de un semanario local, septiembre de 2002.↵
- “À Toulouse, les sans-fenêtres se mobilisent”, Le Monde, 13 de noviembre de 2001. ↵
- “Les fenêtres et la porte”, Libération, 13 de noviembre de 2001.↵
- Aquí seguimos la invitación a la “trivialización” del análisis de las movilizaciones de las víctimas formulado por Sandrine Lefranc y Lilian Mathieu (Mobilisations de victimes, op. cit.). ↵
- Stéphane Beaud y Michel Pialoux, Retour sur la condition ouvrière, París, Fayard, p. 432, 1999.↵
- Olivier Schwartz, “L’empirisme irréductible”, posfacio de Nels Anderson, Le Hobo. Sociologie du sans-abri, París, Nathan, pp. 265-308, 1993, especialmente p. 294. ↵
- O. Schwartz, ibid., p. 268.↵
- Sobre la influencia que ejerce el dispositivo conmemorativo en la manifestación pública de las emociones, véase S. Latté, “Vous ne respectez pas les morts d’AZF…”, citado.↵
- S. Beaud y M. Pialoux, Retour sur la condition ouvrière, op. cit., p. 432. ↵
- La Dépêche du Midi, 12 de mayo de 2006.↵
- Emmanuel Henry, Amiante: un scandale improbable. Sociologie d’un problème public, Rennes, Presses Universitaires de Rennes, 2007; Jean-Noël Jouzel, “Encombrantes victimes. Pourquoi les maladies professionnelles restent-elles socialement invisibles en France?”, Sociologie du Travail, 51(3), pp. 402-418, 2009.↵
- Denis Duclos, “La construction sociale du risque. Le cas des ouvriers de la chimie face aux dangers industriels”, Revue Française de Sociologie, 28(1), pp. 17-42, 1987. ↵
- Entrevista, periodista de la prensa diaria regional, septiembre de 2002.↵
- Ibid.↵
- Claude Poliak, “Manières profanes de ‘parler de soi’”, Genèses, 47, pp. 4-20, 2002. ↵
- Entrevista, guardia de seguridad de la fábrica AZF, delegado de la CGT, abril de 2003. ↵
- Este está definido por el artículo 2-15 del Código de Procedimiento Penal.↵
- Entrevista, supervisor, presidente de la asociación AZF-Mémoire et Solidarité, abril de 2003.↵
- Christophe Broqua, Agir pour ne pas mourir. Act Up, les homosexuels et le sida, París, Presses de Sciences Po, 2005.↵
- Étienne Ollion, “S’investir dans la lutte contre les sectes”, disertación para la maestría en Sociología, París, Université Paris I-Panthéon Sorbonne, 2004.↵
- Cécile Péchu, “Quand les exclus passent à l’action. La mobilisation des mal-logés”, Politix, 34, pp. 115-134, 1996, especialmente la p. 125 y subsiguientes. ↵
- Yannick Barthe, “Cause politique et ‘politique des causes’. La mobilisation des vétérans des essais nucléaires français”, Politix, 91, pp. 77-102, 2010. ↵
- Christine Abdelkrim-Delanne, Guerre du Golfe: la sale guerre propre, París, Cherche-Midi, 2001.↵
- E. Henry, Amiante…, op. cit.↵
- Julien Weisbein Xabier Itçaina (ed.), Marées noires et politique. Gestion et contestation de la pollution du Prestige en France et en Espagne, París, L’Harmattan, 2011.↵
- Alban Bensa y Éric Fassin, “Les sciences sociales face à l’événement”, Terrain, 38, pp. 5-20, 2002.↵
- Jacques Lagroye, “Synthèse”, en Claude Gilbert (ed.), La catastrophe, l’élu et le préfet (p. 209), Grenoble, Presses Universitaires de Grenoble, 1990. ↵