Génesis y transformaciones de una condición moral
Didier Fassin
El 5 de noviembre de 2009, un psiquiatra de la base militar de Fort Hood, Texas, salió al patio del cuartel y abrió fuego contra los soldados presentes. Mató a trece personas e hirió a muchas otras. Teniendo en cuenta el número de víctimas, este drama fue el más grave jamás ocurrido en una base militar de los Estados Unidos. El hecho fue descrito por diferentes observadores como un “trauma” del que la nación tardaría largo tiempo en recuperarse. Nacido en Virginia de padres palestinos, Nidal Malik Hasan hizo sus estudios en Virginia Tech, institución que había sido escenario de otra masacre, cuando un estudiante disparó y mató a 32 personas en el campus. Deseoso de servir a su país, este joven se alistó en la Armada, obtuvo un diploma de médico y se especializó en salud mental. Cuando fue destinado a Fort Hood, donde estaban establecidos decenas de miles de soldados que estaban a punto de partir al frente o que habían regresado recientemente de él, tuvo que asistir a muchos de los que volvían de Irak o Afganistán por “estado de estrés postraumático” relacionado con los horrores que dijeron haber presenciado. Sin embargo, más tarde se supo que en algunos casos ellos habían sido los autores de esas atrocidades. Además, en el clima de hostilidad hacia el islam que siguió a los atentados del 11 de septiembre de 2001, él también tuvo que enfrentarse reiteradamente a los comentarios despectivos y a las prácticas discriminatorias de sus colegas, tal como pudo saberse luego de los hechos. Resulta relevante que, poco antes de su acto asesino, el mayor Hasan supo que próximamente sería enviado a uno de los dos frentes en Medio Oriente. Esta situación, a la que él temía porque implicaba que debía participar en operaciones militares contra musulmanes, fue considerada como la cuestión desencadenante de los hechos.
En los días que siguieron a la matanza de Fort Hood, dos interpretaciones principales prevalecieron entre los expertos y observadores: ¿el mayor Hasan era un terrorista islámico o un hombre traumatizado? En el primer caso, quedaría bajo la jurisdicción de un tribunal militar, en el segundo, bajo la jurisdicción de un servicio psiquiátrico. Los conservadores veían en él a un musulmán fanático, permeable a las tesis extremistas, comprometido en una yihad. En apoyo de esta postura, se alegó que había intercambiado correos electrónicos con un imán radical yemení. Los liberales lo consideraban como un oficial sobrecargado de trabajo, herido por experiencias de estigmatización y que estaba atravesando una situación de estrés postraumático. Sin embargo, este diagnóstico podía parecer sorprendente en la medida que, como su nombre lo indica, supone la exposición a un evento violento que provoca un trauma, pero este no parecía ser el caso ya que Hasan no había ido al frente de combate. En realidad, los defensores de esta hipótesis estimaban que tres factores habían contribuido a constituir potencialmente ese cuadro clínico. En primer lugar, algunas conductas maliciosas o declaraciones islamofóbicas podían haber sido traumatizantes, por lo cual la violencia era de naturaleza psicológica. En segundo lugar, los síntomas y los relatos de sus pacientes habían afectado al psiquiatra que los escuchaba; en este caso el trauma era una cuestión derivada, dicho de otro modo, un efecto indirecto del contagio a través de los soldados afectados. En tercer lugar, la idea de ser enviado al combate y de ser confrontado a escuchar lo que sucedía allí, particularmente en términos de crímenes contra las poblaciones locales, pudo haber sido intolerable, pero entonces había que imaginar una forma inédita de estrés pretraumático. Los debates entre los defensores de las diferentes interpretaciones en los medios de comunicación fueron intensos y continuaron durante la instrucción y el juicio en el tribunal militar. Más allá de una discusión clínica (¿enfermo o no?) o política (¿enemigo o no?), se trataba de una alternativa fundamentalmente moral: ¿el mayor Hassan era un monstruo que había actuado en nombre de una ideología odiosa o bien la víctima de una situación a la cual él se había encontrado trágicamente expuesto? Entre ambas alternativas, la noción de “trauma” introducía un elemento de posible distinción.
Por más singulares que sean la historia del mayor Hasan y su interpretación contradictoria en los Estados Unidos, ambas se inscriben en una historia que atraviesa todo el siglo xx: la historia de la inversión de la imagen del trauma y de la emergencia concomitante de la figura de la víctima, fenómenos que se apoyan uno en el otro.[2] Que un perpetrador de violencia pueda ser considerado él mismo como una víctima de violencia y que la autenticación de este desplazamiento pase por el reconocimiento de la existencia de un trauma puede parecer evidente para el observador contemporáneo. Sin embargo, se trata de la culminación de un largo proceso a través del cual el trauma fue identificado primero como un hecho de naturaleza psicológica, luego adquirió un estatus positivo al ser asociado con la idea de víctima y finalmente abrió la posibilidad de reconocer derechos para los afectados. Al final de esta evolución, el caso del mayor Hasan se confunde de forma inquietante con el de algunos de los soldados a los que él asistía, precisamente por los síntomas relacionados no con las exacciones que habían sufrido, sino con las que habían cometido; de allí que varias veces fue sugerido de forma explícita el paralelismo con Robert Bales, el soldado que, en marzo de 2012, irrumpió en una aldea afgana y abatió a diecisiete civiles, entre ellos nueve niños.
Este proceso implica mucho más que una reformulación de la nosografía psiquiátrica, cuestión a la que los historiadores generalmente lo han reducido. El trauma no es solamente una categoría clínica, sino también un término metafórico que permite nombrar la respuesta a la desgracia: como se ve en la manera en que son relatados los eventos de Fort Hood, sirve para describir la condición médica de los pacientes, así como la experiencia dolorosa de la nación. Dicho de otro modo, el estudio de sus metamorfosis implica tanto a la historia de la ciencia como a la historia de las sensibilidades y, especialmente, al lugar creciente dado al sufrimiento en la interpretación del mundo contemporáneo.[3] Pero tampoco es solamente una cuestión de sensibilidades, sino también de valores. Es por eso por lo que sería preferible pensar en términos de economías morales, en el sentido de la producción, circulación y apropiación de valores y afectos alrededor de las cuestiones sociales.[4] Entonces se puede hablar de una economía moral de la violencia.
Partiendo del ejemplo de la masacre perpetrada en la base militar texana, aquí me gustaría operar un doble desplazamiento relacionado con la forma habitual en que se abordan estos fenómenos. Por una parte, generalmente la genealogía del trauma es integrada en una historia de la psiquiatría, de la psicología y del psicoanálisis: aquí propongo reconsiderar esta historia a la luz de un cuestionamiento moral examinando los valores y los sentimientos vinculados al trauma. Por otra parte, la legitimación del estatus de víctima a menudo es objeto de juicios normativos que podemos caracterizar, a riesgo de una cierta simplificación, como una descalificación por el lado francés, y una exaltación por el lado norteamericano: aquí se trata de escapar de este doble escollo a través de una lectura política poniendo en evidencia aquello que podríamos llamar “inteligencia social de las víctimas”. Para ello, propongo rastrear las grandes líneas de la conversión moral del trauma y luego mostrar cómo se ha transformado en un recurso político para la legitimación de la condición de víctima.
Una conversión moral
Es con Pierre Janet y especialmente con Sigmund Freud con quienes el trauma entra en el campo de la psicología.[5] El trauma apareció inicialmente en las descripciones clínicas de las víctimas de accidentes ferroviarios a finales del siglo xix: hasta entonces, era considerado como una lesión anatómica de la médula espinal y en consecuencia era pensado como parte de un paradigma neurológico. Al asociarlo a la histeria, siguiendo los trabajos de Jean-Martin Charcot, los dos grandes teóricos del psiquismo rechazaron el origen físico del trauma: Janet lo relacionó con un evento ocurrido en la infancia y Freud lo especificó limitándolo a la esfera sexual. Esta asimilación a una neurosis hizo posible, de alguna manera, la desmaterialización del trauma y condujo simultáneamente a verlo como un mecanismo inconsciente que permitía al sujeto obtener beneficios primarios en términos de satisfacción, desde el punto de vista de su economía psíquica, y beneficios secundarios en su vida social, bajo la forma de diversas gratificaciones. Si los primeros interesaban casi exclusivamente a los psicólogos, los segundos concernían a la sociedad en un sentido amplio. La invocación de síntomas traumáticos permitía suponer que el individuo sufriente buscaba obtener ventaja de su sufrimiento, por lo que, a partir de entonces, comenzó a surgir la desconfianza en relación con la realidad de estos. Dos escenarios históricos sellarían esta sospecha: el ámbito del trabajo y el de la guerra.
La cuestión de los beneficios del trauma fue planteada por primera vez en el mundo laboral, vía la expertise de la psiquiatría legal. El evento involucrado en el inicio de los síntomas era la lesión en el lugar de trabajo, y los beneficios sociales a los que se suponía que debía acceder el trabajador eran dobles: el reposo prolongado y el pago de reparaciones financieras. En un contexto en el que las condiciones de trabajo de los obreros eran particularmente difíciles y peligrosas, pero en el que se empezaba a considerar la responsabilidad de los empleadores (con la ley de 1898) y, por lo tanto, la indemnización a las víctimas de accidentes, la dimensión jurídica y administrativa de la gestión de las secuelas tomó relevancia. Los médicos, y especialmente los psiquiatras, fueron convocados para servir como expertos en los tribunales. En ese ámbito, el Dr. Édouard Brissaud propuso por primera vez en 1907 el término “siniestrosis”, que se utilizó con éxito durante más de medio siglo para desacreditar a los obreros que sufrían síntomas, a menudo invalidantes, causados por accidentes de trabajo. Según él, se trataba de un auténtico cuadro clínico y no de una simulación; era una neurosis que encontraba resolución a partir de la satisfacción de beneficios secundarios y en particular de la obtención de reparaciones. La idea de la eficacia de la compensación financiera fue retomada por otros autores y respaldó la imagen cada vez más difundida en la sociedad y entre los empleadores de que estos trabajadores eran interesados y aprovechadores, conscientes o no, que buscaban obtener beneficios incluso en los difíciles inicios del siglo xx, mostrándose insensibles a la situación de entonces y a los valores de la nación. La categoría de siniestrosis perduró hasta los años 70, sobre todo en relación con los trabajadores inmigrantes, a menudo norafricanos, contribuyendo a descalificar su incapacidad para retomar el trabajo y sus reclamos de indemnización financiera, tanto en el sector de la construcción como en el de los trabajos públicos. Con el cierre de las fronteras que se produjo al final de ese período, ese diagnóstico perdió pertinencia ya que el inmigrante era cada vez menos valorizado como trabajador, por lo que la cuestión de su eventual incapacidad pasó a un segundo plano.
Sin embargo, la sospecha sobre los traumatizados tuvo su punto más álgido en el terreno de la guerra.[6] A lo largo del primer conflicto mundial, la terrible experiencia de las trincheras con la violencia de los bombardeos y la omnipresencia de la muerte inducía graves síntomas en muchos soldados de ambos bandos, que obligaban a retirarlos hacia la retaguardia, donde psicólogos y psiquiatras dictaminaban sobre su cuadro clínico. La neurosis traumática, a veces designada bajo el nombre de “shell shock”, permitía conjeturar una situación de histeria en el mejor de los casos, y una simulación en el peor; en todos los casos, se suponía el deseo, inconsciente o no, de huir de los combates. El estigma sobre este diagnóstico provenía, más que del interés ligado a una futura reparación, de su asimilación a una forma de cobardía que marginaba socialmente a los soldados, que pasaban a ser desacreditados tanto por su falta de patriotismo como de solidaridad con sus compañeros que permanecían en el frente. En esas condiciones, lo que estaba en el centro no era tanto la brutalidad de la guerra, sino la fragilidad de quienes no podían hacer frente a ella. Más que el evento traumático, lo que estaba en el centro de la atención era el terreno de la persona traumatizada, lo que contribuyó aún más a la culpabilización de los soldados que presentaban este cuadro. Lejos de generar compasión, su vulnerabilidad suscitaba desconfianza. A partir de ese momento, la jerarquía militar se sintió autorizada a castigar duramente a los sospechosos, que, al mismo tiempo, estaban siendo tratados por la institución psiquiátrica con una determinación cercana a la crueldad. La electroterapia, cuya expresión más temida era el “torpedo” del célebre Dr. Clovis Vincent, se convirtió en el tratamiento elegido; su eficacia se debía tanto al método en sí como al terror que inspiraba, por lo que algunos preferían volver a la guerra antes que atravesar esta dolorosa prueba. Aun cuando tuvieron lugar debates y procesos judiciales en los que se cuestionaba esta forma de sadismo médico, y aunque algunos profesionales tenían una visión mucho más humanista –como el psiquiatra y antropólogo británico W. H. R. Rivers–, la neurosis de guerra, como se llamaba entonces, hacía pesar sobre el sufriente una carga de sospecha.
Este doble modo de entender el traumatismo a principios del siglo xx, a través de la siniestrosis y la neurosis de guerra, contribuyó a sembrar el camino que condujo a que en 1980 la American Psychiatric Association publicara la nueva versión de su clasificación de enfermedades mentales. El Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders (DSM-iii) incluía el post-traumatic stress disorder (PTSD), traducido habitualmente como “estado de estrés postraumático”.[7] La introducción de esta entidad clínica alteró, además de la historia del trauma, también la de la psiquiatría. En efecto, por primera vez un diagnóstico ya no implicaba un estado patológico, sino un estado normal: el estrés postraumático es una reacción normal a un evento anormal. Por lo tanto, la persona traumatizada no es un enfermo; al contrario, es un sujeto sano acreditado por la violencia de un drama que lo sobrepasa. La psiquiatría se abre así al universo de la salud mental. Sin embargo, esta evolución radical no fue solo el resultado de una reflexión interna dentro de la disciplina. Ella fue, ante todo, el fruto de una doble movilización de excombatientes y de feministas en Estados Unidos, que conjugaron sus esfuerzos con los de los psiquiatras que impulsaban reformas en su poderosa organización profesional.
Por un lado, los excombatientes de Vietnam jugaron un rol esencial en este proceso al buscar hacer valer sus derechos en cuanto a la reparación por el daño psicológico que habían sufrido.[8] Debe destacarse que ellos lograron que su traumatismo fuera reconocido no solamente cuando habían sido víctimas de violencias, como en el caso de los prisioneros de guerra, sino también cuando habían sido testigos o incluso perpetradores de ella. El hecho de que las tres posibles posiciones ocupadas por los soldados en la escena de la violencia (el que la sufre, el que la presencia y el que la comete) estuvieran asociadas en el mismo diagnóstico –lo que como mínimo les daba derechos a cuidado y comprensión, y como máximo a una indemnización y reducción de las penas– subrayaba el cambio de valores que se había producido: no solo se reconocía a la persona traumatizada por la prueba que había atravesado, sino que la clínica también permitía integrar a los militares responsables de crímenes en la misma comunidad de desdichados que sus víctimas. Esta conversión moral por la que el trauma legitima un sufrimiento que hasta entonces estaba desacreditado implica una suspensión moral que autoriza a tomar en cuenta todos los sufrimientos independientemente de la evaluación del acto que los provoca. Habida cuenta del trauma colectivo (en el sentido metafórico) que representó el descubrimiento de las atrocidades cometidas por los soldados estadounidenses y la derrota sufrida en el terreno, es difícil no ver en el reconocimiento del trauma individual (en el plano psíquico) una forma de redención nacional.
Por otro lado, las feministas han sido determinantes en relación con una dimensión esencial, a saber, la objetivación de la fuente del trauma.[9] Para ello, tuvieron que desafiar la interpretación psicoanalítica dominante. La llamada “teoría de la seducción”, que Freud había propuesto por primera vez para dar cuenta de la histeria, afirmaba que la fuente de ella era un abuso sexual inicialmente reprimido, pero posteriormente revelado por un evento a menudo trivial. Sin embargo, esta explicación fue abandonada rápidamente en favor de la llamada “teoría del fantasma”, en la que Freud consideraba que era la sexualidad en cuanto tal la que era traumática, lo que dejaba totalmente abierta la cuestión de la realidad del evento que se suponía que había causado el trauma. En estas condiciones, las mujeres víctimas de abusos sexuales podían encontrarse confrontadas a un rechazo de parte del abusador, así como de los jueces que debían dictaminar sobre las acusaciones que ellas realizaban. Esto es lo que cuestionaron las feministas estadounidenses asociadas con los defensores de los derechos de la infancia, en un período en que el abuso infantil estaba siendo redefinido más como una cuestión relativa a la sexualidad que a lo físico. El reconocimiento del estado de estrés postraumático por parte de los psiquiatras volvía a vincular los síntomas a un evento que realmente había tenido lugar y a afirmar que estos trastornos traducían la violencia sufrida más que un estado de fragilidad psíquica. Aquí la conversión moral se manifestaba por un restablecimiento de la veridicción; las mujeres que afirmaban ser víctimas de abusos sexuales dejaron de ser sospechosas de mentir o fabular y ahora aprobaban exitosamente la prueba de la verdad. Sin embargo, a diferencia de los excombatientes, esta estrategia no estuvo acompañada de una suspensión, sino de una asignación moral, en la medida en que el trauma establecía de manera clara y definitiva la distribución de roles entre los autores y las víctimas de la violencia.
Contrariamente a lo que generalmente se considera, el nacimiento del PTSD en la nomenclatura estadounidense es el resultado tanto de determinadas cruzadas morales, como de descubrimientos científicos.[10] La sintomatología unificada y reconocida del estado de estrés postraumático reúne las causas de los excombatientes y las feministas, y más ampliamente de todas las víctimas de eventos violentos, sean colectivos o individuales. El trauma, liberado de la sospecha que desacreditaba a los individuos que presentaban los síntomas (soldados, obreros, mujeres violadas o niños abusados), toma entonces una valencia moral positiva. A partir de ahora, certifica la palabra de las víctimas, la realidad de la violencia a la que han sido expuestas y la verdad del sufrimiento que denuncian. El trauma confirma la nueva condición de víctima. En los tribunales, ante las compañías de seguros, ante las comisiones de reparación y más ampliamente en el espacio público, hablar de trauma es reconocer a la víctima.
¿Pero esto significa que, a la inversa, la víctima se reconoce ella misma a través del trauma? Aunque algunos observadores han desarrollado la idea, quizás de forma un poco apresurada (o quizás muy cínicamente), de una victimización de la sociedad, como si los individuos reconocidos como víctimas de violencia adhiriesen necesaria y enteramente a esa figura que les es impuesta,[11] aquella pregunta es difícil de responder. Esa idea, presente en los trabajos de autores que han desarrollado escasa investigación empírica, no da cuenta acabadamente de las competencias sociales de los agentes.
Un recurso político
El hecho de que el trauma sea al mismo tiempo un hecho clínico y una designación metafórica (en ambos casos relacionada con un evento violento), de que el trauma sea un concepto psicoanalítico y el estado de estrés postraumático una entidad psiquiátrica, y de que algunos especialistas en imágenes cerebrales utilicen hoy en día la resonancia magnética nuclear para tratar de localizar el sitio neuroanatómico de las lesiones traumáticas, no debe conducir a reificarlo. Ciertamente, es una realidad para los especialistas que lo estudian o lo tratan, tanto como lo es la experiencia de las personas que dicen estar afectadas. Sin embargo, las víctimas así reconocidas a causa de su sufrimiento están lejos de quedarse encerradas en esta condición que les es asignada. Esto es lo que muestran una serie de investigaciones realizadas en tres zonas muy distantes: en Toulouse, tras el accidente industrial de la fábrica AZF; en Palestina, durante la Segunda Intifada; y en el seno de las asociaciones de ayuda a los solicitantes de asilo. En cada caso, las “víctimas”, cuyo estatus es autentificado por el trauma gracias a la mediación de expertos, utilizan a este último como un recurso político para hacer valer sus derechos.
Cuando el 21 de septiembre de 2001, solo diez días después de los atentados de Nueva York y Washington, una fábrica química explotó en la periferia de un barrio popular de Toulouse, la primera iniciativa del alcalde de la ciudad fue apelar a la buena voluntad de los especialistas en salud mental para ayudar al conjunto de la población a hacer frente al trauma colectivo: en algunas horas, más de 380 psicólogos y 40 psiquiatras se desplazaron por toda la zona.[12] Si bien las víctimas primarias eran los trabajadores muertos o heridos en el accidente, así como los habitantes de los alrededores siniestrados, las autoridades consideraron rápidamente que todos los habitantes de Toulouse podían ser considerados traumatizados por la amplitud de la tragedia y, como tales, indemnizados. Esta inclusión generosa implicaba también a los habitantes de la ciudad que no se encontraban en el lugar, ya que se suponía que ellos podían sufrir las consecuencias psicológicas del evento. Además, para evitar discusiones y controversias interminables, las compañías de seguros establecieron negociaciones colectivas y decidieron conceder reparaciones financieras a todos aquellos que las solicitasen, sin la intervención de expertos psiquiátricos y sin prejuzgar acerca del estado psicológico de los demandantes. Allí la distinción entre la dimensión metafórica y clínica del trauma se diluyó ya que no era necesario sostenerla para percibir las sumas previstas. En los barrios populares más afectados, los vecinos se agruparon para defender la causa de los “sin ventanas”, nombre que adoptaron en referencia a las ventanas rotas de todos los departamentos.
Si las personas recurren a invocar el trauma que han sufrido para hacer valer sus derechos, ello no se debe a que se vean a sí mismas como víctimas absolutas, sino a que se dan cuenta de que este término y lo que implica son una llave que les brinda acceso al espacio público. En el caso analizado, más que exhibir su sufrimiento psicológico, prefirieron destacar la segregación espacial, la precariedad económica y la discriminación racial de las que se consideraban víctimas mucho más que el hecho de la explosión. Algunos afirmaron explícitamente que la indemnización recibida por el daño psicológico era una compensación por los perjuicios sociales que ellos sufrían. Mientras que muchos analistas pensaban que la presencia de psicólogos y psiquiatras conducía a una forma de despolitización del accidente industrial, la política se reintrodujo a través de la utilización del trauma como vehículo de las reivindicaciones.
También el trauma fue movilizado por las organizaciones humanitarias en los territorios palestinos ocupados durante la Segunda Intifada, desencadenada por la visita de Ariel Sharon a la Explanada de las Mezquitas el 28 de septiembre de 2000.[13] Mientras que el ejército israelí tomaba posición en Cisjordania, destruyendo casas cercanas a los asentamientos judíos y disparando sobre las poblaciones palestinas, las asociaciones Médicos sin Fronteras y Médicos del Mundo, presentes allí desde hace varios años, decidieron orientar su acción hacia la salud mental, terreno en el cual contaban con la experiencia adquirida durante situaciones de catástrofes naturales como las de Armenia y en zonas de conflicto, especialmente en la ex-Yugoslavia. Confrontados con las dificultades de cumplir su tarea por fuera de las condiciones habituales de atención a pacientes que sufren trastornos mentales, los psiquiatras y psicólogos utilizaron sus observaciones clínicas para traducir las realidades vividas por los palestinos a un público internacional. Médicos Sin Fronteras produjo crónicas compuestas por viñetas que combinaban la narración y el diagnóstico, las constataciones objetivas y las impresiones subjetivas, en las que el trauma venía a probar el impacto de la ocupación en las poblaciones. Médicos del Mundo redactaba informes sobre las violaciones a los derechos humanos y al derecho humanitario por parte del ejército israelí, pero también por parte de los autores de los ataques palestinos, y el trauma servía para establecer un paralelismo más o menos explícito entre el sufrimiento de las dos poblaciones.
Este tipo de uso del trauma en el testimonio humanitario es reciente, ya que recién apareció a finales de la década de 1980. Hasta entonces, era el cuerpo el que hablaba del sufrimiento soportado por las poblaciones ya sea que se tratara de la guerra, una catástrofe o una hambruna. De ahí en más, fue la psiquis la que autentificó la gravedad de las penurias atravesadas. Sin embargo, dicha autenticación no está exenta de problemas. Por un lado, incluso en las condiciones opresivas en las que vive el pueblo palestino, el trauma tiene muchas causas que pueden estar muy alejadas del conflicto entre los dos países (incluyendo las de naturaleza privada, como los abusos sexuales en el entorno inmediato). Por otro lado, cuando se utiliza para equiparar las experiencias de ambos lados, el trauma borra las diferencias históricas que se encuentran en el corazón del conflicto. En los dos casos, el trauma tiende a dejar en segundo plano la dimensión política de la situación, cuestión que los actores locales no ignoran. Si bien ellos se pliegan a esta descripción psicológica que no está exenta de un patetismo que ellos comprenden que contribuye a que su causa sea escuchada, no dudan en redefinirla políticamente reintroduciendo la historia, como en el caso del trauma causado por la Nakba.
La identificación de las secuelas psicológicas de la violencia es a menudo un elemento esencial en el reconocimiento de un cierto estatus, especialmente cuando se trata de solicitar asilo apelando a la Convención de Ginebra de 1951.[14] Si se considera la evaluación inicial de los expedientes realizada por la Office Français de Protection des Réfugiés et Apatrides (OFPRA), se observa que, en los tres últimos decenios, en un contexto de aumento de la demanda del estatus de refugiado, la tasa de aceptación se ha desplomado, pasando de más de nueve de cada diez a menos de uno de cada diez. Esta tasa continuó bajando mientras que el número de solicitudes estaba estabilizado o incluso había disminuido, lo que sugiere que, más que una afluencia de falsos refugiados, tal como da a entender el discurso oficial, aquella evolución traduce una severidad creciente de la administración alimentada por una banalización de las sospechas en contra de los solicitantes. En lo esencial los datos de la Commission des Recours des Réfugiés, actualmente Cour Nationale du Droit d’Asile, han seguido una evolución paralela, con una baja constante de las tasas de anulación de las decisiones de la Office. Solo a partir de mediados de la década de 2000, la curva de la Cour se ha modificado un poco, corrigiendo parcialmente las prácticas restrictivas de OFPRA. En ese contexto, con índices muy bajos de acuerdo en primera instancia y de anulación en la segunda, la palabra del demandante de asilo y su relato han perdido considerablemente su valor, lo que conduce a que los solicitantes se apoyen cada vez más en la expertise médica o psicológica para atestiguar las persecuciones sufridas, así como las huellas físicas o psíquicas. Debido a que los torturadores intentan evitar dejar marcas potencialmente comprometedoras en los cuerpos, la psiquis sirve cada vez más como prueba, siempre y cuando haya un trauma acreditado por un clínico. Los solicitantes, los abogados que los defienden y las asociaciones que los asisten solicitan la certificación de las secuelas traumáticas que prueban las violencias padecidas. Pero, por un lado, no todos los perseguidos presentan necesariamente ese cuadro clínico y, por otro lado, la existencia de este último está lejos de garantizar una decisión favorable. En el seno de las organizaciones dedicadas a esas tareas expertas, la reflexión política se centra en el riesgo de legitimar la política gubernamental mediante la producción de certificados que avalan la distinción entre solicitantes que muestran signos de trauma y otros que pueden haber pasado por las mismas aflicciones.
Por muy diferentes que sean, estos tres escenarios muestran que el trauma es un recurso político y que las víctimas, directamente o a través de quienes las ayudan, pueden servirse de él no tanto para suscitar compasión, sino para obtener el reconocimiento de derechos: derecho a la ciudadanía, derecho a la tierra, derecho de asilo. En el primer caso, se puede hablar de una política de la reparación, en el segundo, de una política del testimonio, en el tercero, de una política de la prueba. Los observadores que se limitan a analizar la superficie del discurso victimario descuidan esta forma de subjetivación política a través de la cual el sujeto adopta el lenguaje del otro para fundamentar su propia exigencia. Ciertamente, esta se inscribe en una relación de dominación simbólica ya que se trata de entrar en un juego cuyas reglas no se dominan. Sin embargo, incluso en estas condiciones, es posible resignificar ciertos sentidos para ponerlos en juego de otra forma. Cuando no se cuenta con el recurso de la estrategia, todavía se dispone del de la práctica.[15] Así, dentro de la economía moral contemporánea en la que el sufrimiento puede ser la base del reconocimiento social, las víctimas a menudo saben cómo movilizar el trauma más para expresar sus reivindicaciones que para legitimar su condición.
Variaciones y final
En el punto álgido de la controversia sobre el asunto de Fort Hood, un hombre encarcelado por disparar a personal militar y matar a un soldado unos meses antes en Little Rock, Arkansas, escribió una carta al juez en la que se declaraba culpable. El hecho ocurrió el 1 de junio de 2009, cuando Carlos León Bledsoe, un afroamericano de 24 años que se convirtió al islam bajo el nombre de Abdulhakim Mujahid Muhammad, abrió fuego contra los soldados que se encontraban a la entrada de un centro de reclutamiento del Ejército. Una vez arrestado, había dicho que había cometido su acto en respuesta a la guerra llevada adelante contra los musulmanes, pero se había negado a reconocerse culpable. Sin embargo, mientras esperaba una evaluación psiquiátrica que informara sobre su salud mental, redactó una carta al magistrado que llevaba la instrucción de su caso: “No estoy loco ni postraumático”, dijo, afirmando que su acción debía ser entendida como un “ataque yihadista”. Sorprendentemente, por lo tanto, rechazó de antemano el diagnóstico que podría haber servido como circunstancia atenuante, para reivindicar la naturaleza política de su crimen. Por muy extremo y paradójico que sea, este caso manifiesta a la vez tanto la generalización del trauma como forma de interpretación de la violencia, así como la capacidad de los agentes para movilizarlo o rechazarlo con el fin de presentarse o no como víctimas. Si bien el público estadounidense estaba conmocionado por la violencia de esta agresión ciega, nadie se sorprendió al escuchar al autor invocar el estado de estrés postraumático, aunque lo hiciera para declararse culpable.
Durante el siglo xx, el trauma ha pasado de ser un signo de infamia a ser una fuente de reconocimiento. Esta notable conversión moral no es tanto el producto de un descubrimiento médico, sino más bien el resultado de una movilización política. Fue incluso rechazando algunas de las teorías del psicoanálisis como el estado de estrés postraumático se ha convertido oficialmente en una categoría diagnóstica. En resumen, hizo falta que la sociedad estuviera lista para aceptar el estatus de víctima para que luego una entidad clínica se hiciera presente para confirmar la autenticidad de ese estatus, y no al revés, como sostiene la narración habitual. En consecuencia, una vez que se produce esa doble legitimación del trauma y de la víctima, la moral y la política se reconfiguran. Por un lado, la división moral del mundo se ordena según las causas; el autor de las violencias se encuentra al lado de su víctima en el caso de la violencia bélica, mientras que, en el caso de los abusos sexuales, está en el lugar de enfrente. Por otro lado, la subjetividad política de los agentes se afirma a través de su capacidad para apropiarse de la categoría de trauma con el fin de reivindicar el estatus de víctima o, al contrario, de su capacidad de rechazarla y de adoptar una postura alternativa. Cuando la psiquiatría entra en escena, la moral no desaparece, del mismo modo que la política no desaparece cuando se despliega la moral.
Resulta necesario resistirse a la tentación de realizar una lectura lineal, teleológica, de esta historia tal como tienden a hacer tanto los promotores del trauma como los críticos de las víctimas y como nuestro propio relato podría hacer creer. La identificación del primero y la legitimación de las segundas es un proceso inacabado. Volviendo al ejemplo del Ejército estadounidense, que desempeñó un papel importante en esta historia, al regreso de los soldados que volvían de Irak y Afganistán el diagnóstico de estrés postraumático todavía estaba rodeado de vergüenza y la imagen de las víctimas no era compatible con la representación heroica dominante. En cuanto a los soldados y a los civiles iraquíes y afganos, ellos no accederán nunca ni a la expertise psiquiátrica que podría afirmar su trauma, ni al reconocimiento social que les permitiría ser tratados como víctimas.
- Puede encontrarse la versión original en francés de este texto bajo la siguiente referencia: Fassin, Didier (2014). “De l’invention du traumatisme à la reconnaissance des victimes: Genèse et transformations d’une condition morale”, Vingtième Siècle. Revue d’Histoire, 123(3), pp. 161-171.↵
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