Richard Rechtman
En su número del 13 de enero de 2001, el British Medical Journal (BMJ) publicaba un artículo de Derek Summerfield (Summerfield, 2001) sobre la invención del trastorno por estrés postraumático (TEPT).[2] Esto provocaría una tormenta de protestas en la comunidad internacional de especialistas en estrés traumático e inclusive entre algunas víctimas. Al publicar ese mismo día en su edición electrónica las posiciones de Summerfield, la BBC News también daría una amplia publicidad a la controversia naciente. Más de 58 respuestas fueron publicadas en el sitio de internet del BMJ[3] en los dos meses siguientes a esa publicación, mientras que la controversia se extendía por toda la red a través de foros y correos electrónicos dirigidos al conjunto de especialistas en trauma a los que se invitó a pronunciarse sobre las propuestas sulfurosas del psiquiatra británico.
Sin embargo, este no había sido el primer intento del autor. Senior lecturer del Hospital Universitario St. George de Londres y especialista en intervenciones psiquiátricas humanitarias, Summerfield ya había recorrido el mundo de la mano de diversas organizaciones no gubernamentales y se había distinguido como clínico en varias zonas de guerra y en los campos de refugiados que cubren el planeta. Su experiencia clínica se extendía también a la acogida de refugiados y solicitantes de asilo en Inglaterra, en la Medical Foundation for the Care of Victims of Torture de Londres, donde continúa ejerciendo. La controversia desatada por su artículo de 2001 había comenzado mucho antes, pero había quedado limitada a algunos autores anglófonos (De Vries, 1998). En 1997, en un artículo publicado en la revista científica The Lancet, Summerfield (1997) ya había desarrollado su tesis: según él, el TEPT era ante todo una construcción occidental destinada a imponer un modelo “médico” al sufrimiento de los pueblos en guerra, favoreciendo así la emergencia de una verdadera industria del trauma, exportable a todas las culturas.
Su crítica apuntaba a tres frentes distintos. En primer lugar, apuntaba a lo cultural ya que se trataba de demostrar, basándose esencialmente en los trabajos antropológicos de Allan Young (1995), que el descubrimiento del TEPT dependía estrechamente del contexto norteamericano vinculado a la guerra de Vietnam. En ese sentido, esta categoría no era necesariamente aplicable a otros universos culturales donde la noción de “trauma psíquico” estaba ausente y donde, más todavía, las víctimas de violencia no expresaban necesariamente el mismo tipo de sufrimiento. En segundo lugar, la crítica era política ya que el autor insistía fuertemente en la importancia de las repercusiones económicas del extraordinario avance de esta categoría, la única capaz en psiquiatría de abrir un derecho de reparación financiera inmediata y de justificar el desarrollo y la renovación de la expertise en ese terreno. Es este aspecto el que Summerfield atacó con mayor virulencia, subrayando que la expansión del TEPT estuvo acompañada de una oleada de abogados, expertos, clínicos, terapeutas y consejeros en TEPT que, en todos los países del mundo, añadieron el lenguaje del trauma psicológico a los contextos de guerra. Por último, la crítica refería a la ética ya que se trataba de denunciar este formateo psiquiátrico de la experiencia de la guerra y del exilio que reducía a los combatientes y a los civiles a una categoría clínica con la que se los etiquetaba con demasiada facilidad. Summerfield sostenía que no todas las víctimas eran personas sin herramientas, impotentes ante las desgracias que las abrumaban. Para él, había sufrimientos que no debían ser psiquiatrizados.
Su tesis fue ampliamente difundida, tanto en conferencias que brindaba con frecuencia,[4] como en revistas internacionales especializadas (por ejemplo, Summerfield, 1999). Con la publicación en 1998 del libro editado por Patrick J. Bracken y Ceila Petty (1998) sobre los traumas de guerra, en el que Summerfield retomó y desarrolló sus posiciones, surgió toda una corriente de deconstrucción del TEPT y de los usos de este que habían emergido en la escena de la acción humanitaria psiquiátrica. Es decir que Summerfield no era un novato en la clínica del trauma, en la publicación y difusión de estas tesis, así como tampoco era el único representante de esta tendencia.[5] Sin embargo, es recién con el breve artículo de 2001 con el que la controversia se inició y salió del cenáculo de unos pocos especialistas autorizados. Pero ninguno de los argumentos expuestos era nuevo, estrictamente hablando.[6] La crítica relativista ha acompañado el desarrollo del TEPT desde principios de los años 80. Antes de su oficialización en el DSM-iii, el TEPT había sido objeto de numerosos debates en el seno de la comunidad psiquiátrica, en los que se discutió su posible extensión a otras culturas.[7] El cuestionamiento político a esta categoría diagnóstica, así como su utilización política, han sido abundantemente descritos por sociólogos (Scott, 1993) y antropólogos (Young, 1995). En cuanto a la dimensión ética, el hecho de que el TEPT sea probablemente el único diagnóstico psiquiátrico que despierte tanta atracción por parte de los pacientes es sorprendente, tal como nos recuerda juiciosamente Nancy Andreasen (1995). Lejos de ser comparable al etiquetado peyorativo que implican otros problemas mentales, el TEPT a veces es utilizado por los propios pacientes como un paradójico certificado de normalidad.
Evidentemente, la amplia difusión del BMJ en el mundo anglosajón, así como la repetición en la CBS News de los argumentos más polémicos,[8] dan cuenta del eco mediático que tuvo esta cuestión. Indudablemente el autor, esencialmente un clínico, tomó prestadas con bastante ligereza ciertas cuestiones antropológicas sin considerar que las mismas no se contradicen necesariamente con la realidad clínica observada por los profesionales. En efecto, si bien es posible demostrar desde un punto de vista antropológico que el TEPT es una construcción social, como cualquier otro diagnóstico,[9] esto no conduce a invalidar su alcance en el campo clínico.
El deslizamiento de las categorías
Más allá de esta incomprensión de los usos del constructivismo en las ciencias sociales,[10] que con justa razón suelen molestar a los clínicos, la controversia suscitada por las propuestas de Summerfield podría sorprender puesto que las críticas que hace al TEPT son bastante convencionales. Sin embargo, esta controversia expresa un notable giro en la condición de víctima esencialmente ligada al éxito de ese trastorno. En efecto, la historia del redescubrimiento de los problemas postraumáticos muestra que, con la nueva clasificación del DSM-iii, no es tanto la semiología lo que ha cambiado, sino más bien la forma de aprehender el trauma y sobre todo a la víctima de este trauma. Ahora bien, si el TEPT ha contribuido ampliamente al reconocimiento de las víctimas, de su estatus, de su perjuicio, esto ha sido al precio de una reconfiguración de la condición de víctima, en la que una condición humana –ser víctima– ha venido a integrarse a una condición clínica –sufrir TEPT–. Esto es justamente lo que muestran los comentarios publicados en respuesta a los ataques de Summerfield contra el TEPT. Los autores, se trate de clínicos o de víctimas, denuncian la impugnación del diagnóstico como una negación de su condición o de la de sus pacientes.[11] Paradójicamente, la asimilación entre la víctima y la condición patológica que se supone que la define se vuelve objeto del debate justamente en el momento en que la psiquiatría reconoce el carácter exclusivamente exógeno de la etiología traumática; se trata del momento histórico en el que la sospecha sobre las víctimas desaparece puesto que la verdad del trauma ya no se asocia al descubrimiento de una mentira o del interés económico oculto, y en el que la expertise clínica se basa en criterios considerados objetivos para evitar a las víctimas el doloroso cuestionamiento de su responsabilidad.
Este cambio marca una ruptura radical en el pensamiento psiquiátrico sobre los sufrimientos postraumáticos que la historiografía psiquiátrica no aborda. En efecto, en los escritos de los psiquiatras, la historia del descubrimiento de los problemas postraumáticos se presenta como la larga y difícil conquista de un instrumento al servicio de las víctimas. Hasta la llegada del TEPT, las diferentes concepciones de los problemas postraumáticos, ya sea la neurosis del combatiente, el shellshock, la neurosis traumática o incluso el síndrome del sobreviviente, no permitían la aparición de una condición de víctima centrada en las consecuencias psicopatológicas. Como máximo, se trataba de una cuestión suplementaria, de orden psicológico, que acompañaba a la definición social (y a veces a la estigmatización) de la víctima. En este sentido, la historia de la violación es ejemplar, como ha demostrado el historiador Georges Vigarello (1998), ya que la interpretación del daño sufrido por las mujeres en términos de perjuicio psicológico es muy reciente, y es muy posterior al reconocimiento del daño en el terreno jurídico. Esto no quiere decir que las mujeres violadas no sufrieran consecuencias psicológicas, y menos aún que estos problemas fueran necesariamente negados por la sociedad, sino que significa que hasta hace muy poco, hasta los años 80, la dimensión traumática no intervenía en la construcción de la condición social de víctima.
La inflexión que el TEPT ha dado a la experiencia de la víctima ha creado las condiciones para un nuevo reconocimiento del impacto psicológico de los traumas de guerra o de la violencia extrema, al tiempo que ha vinculado el destino de la categoría social de víctima al de la categoría diagnóstica, al precio de un profundo cambio en el régimen de verdad asociado al relato traumático.
La invención del psicotrauma
El descubrimiento de la existencia de secuelas psicológicas en víctimas de accidentes ferroviarios que no tenían daños neurológicos observables, realizado por el psiquiatra alemán Oppenheim a finales del siglo xix, le condujo a formular la hipótesis de que el traumatismo producido por el accidente podía generar patologías mentales.[12] Aunque la idea no era del todo nueva, pues ya había sido propuesta por psiquiatras franceses y estadounidenses, la contribución de Oppenheim fue importante ya que por primera vez se distinguía, por un lado, el efecto directo del traumatismo y, por el otro, las consecuencias psicológicas generadas por los daños somáticos asociados. Esto permitía sustraer estas manifestaciones del registro de la simulación. Al igual que muchos precursores,[13] Oppenheim acuñó el término “neurosis traumática” sin darle el marco conceptual que adoptaría más adelante. En efecto, el autor se mantuvo aferrado a la idea de que existían microlesiones cerebrales que no eran detectables por los medios disponibles de la época. Fiel a una concepción neurológica del trauma, para este autor aún no se estaba frente a una cuestión psicotraumática. Si se considera a Oppenheim como el precursor de la neurosis traumática, no es solamente porque acuñó el nombre, sino más bien porque su “descubrimiento” fue reinterpretado por la historiografía de los problemas postraumáticos como el acta de nacimiento de aquella categoría.
Durante la guerra de 1914-1918, el interés de la psiquiatría se orientaría particularmente al reconocimiento de los sufrimientos psiquiátricos de los combatientes. Sutter (1986) cuenta que, si bien, efectivamente, este período fue el del apogeo de la descripción clínica de estos problemas, también es cierto que las concepciones que daban cuenta de ellos diferían sensiblemente. En Francia era predominante el modelo de la confusión mental. En Alemania, el paradigma de la histeria de guerra estaba en la base de la terapia, a menudo más enérgica, marcada por la idea de que entre los soldados existía un deseo más o menos consciente de escapar del combate. En ese contexto, la histeria coqueteaba con la simulación al punto de que la faradización se convirtió el método que permitía a la vez “tratar” la histeria y desenmascarar a los simuladores. A pesar de la reprobación generalizada al uso de este método durante la guerra, Freud se implicó personalmente en la defensa de sus colegas cuestionados por aplicar tratamientos “inhumanos” a los combatientes. Lo que estaba en juego en esta célebre controversia era doble, debido a que se trataba de defender simultáneamente la realidad de la neurosis traumática y su autonomía sindrómica, pero conservando, al mismo tiempo, la cercanía con la histeria para reforzar la tesis psicoanalítica del trauma. En ese sentido, aunque Freud estaba a favor de la hipnoterapia o del enfoque psicoanalítico de los traumas de guerra y, por lo tanto, se oponía ferozmente a la técnica eléctrica de su colega, él intentó de todos modos defender la base teórica en la que se sustentaba este método juzgado como contrario a la ética médica.
La inflexión freudiana
Los aportes de los alumnos de Freud prefigurarían el estado de las concepciones actuales sobre estas cuestiones. En efecto, Ferenczi intentaría elaborar una concepción psicodinámica de la neurosis de guerra apoyándose en la distinción freudiana entre neurosis actuales y psiconeurosis de defensa. Ferenczi trató de aprehender la naturaleza del impacto del acontecimiento bélico en la psiquis introduciendo la noción de “terror” y diferenciándolo claramente del miedo y la ansiedad por sus propias características y por sus efectos sobre el psiquismo. Considerado como el corolario psíquico del acontecimiento traumático, el terror es el sustrato psicológico del trauma y los síntomas son su expresión simbólica (Ferenczi, 1978). El terror es el afecto responsable de los mismos efectos que el trauma inaugural de las neurosis de transferencia y tendría la misma función económica. Solo cambiarían las circunstancias de su aparición.
Fénichel (1963), uno de los pocos psicoanalistas de la época que incluyó las neurosis de guerra en su teoría de las neurosis, continuaría por esta vía y asimilaría el trauma a una “sobrecarga” de tensión exterior que desborda las capacidades de control del aparato psíquico. El desafío consiste entonces en reapropiar la noción de “trauma de guerra” para hacerla coincidir con la noción psicoanalítica de “trauma”. Por lo tanto, no se trata tanto de examinar las circunstancias concretas del evento traumático como de teorizar sobre la naturaleza del afecto que reproduce el trauma externo en el nivel del aparato psíquico.
Sin embargo, en lo que respecta a la noción de “traumatismo de guerra”, como todo lo relacionado con una lectura de la vida psíquica basada en el acontecimiento, el modelo freudiano no está exento de ambigüedad.
En Freud, el concepto de “trauma” organiza el conjunto de la dinámica inconsciente. Es una de las pocas nociones que no abandonaría a lo largo de su obra, aunque le daría diferentes significados. Allí, las nociones de “trauma” y “represión” están vinculadas, ya que el trauma engendra represión. No se trata de reconstruir la historia aquí, ni siquiera de intentar hacer un resumen de ella. Nuestro propósito se limitará a subrayar el modo en que Freud buscó finalmente desprenderse del carácter empírico del concepto de “trauma” para atribuirle una significación totalmente distinta. En un primer momento, Freud construyó un modelo de trauma psíquico similar al del trauma físico. La primera teoría de la histeria lo atestigua ya que la seducción infantil traumática se suponía real (Freud y Breuer, 1956). Con la introducción de la noción de “realidad psíquica”, la de “trauma psíquico” tomó vuelo. Al imaginar que una realidad distinta a la empírica podía afectar al psiquismo y que, todavía más, podía tener un efecto traumático directo, Freud transformó radicalmente el concepto de “trauma”. La idea inconsciente podía, incluso más que cuando aparecía en forma consciente, generar síntomas que expresaban un trauma. Es el caso, por ejemplo, de las fantasías incestuosas o de la fantasía del asesinato del padre, cuya realización fantasmática a través de medios significantes variables de un sujeto a otro podía desencadenar una angustia profusa y totalmente desproporcionada con respecto a la realidad objetiva, pero que, sin embargo, estaba fundada. Fundada no en la ilusión del espíritu digna de alucinación u onirismo, sino en la potencia y la eficacia de la fantasía sobre el inconsciente (es decir, en la realidad psíquica).
Trauma real y trauma psíquico
Esta construcción desvincula el trauma psíquico de la realidad cotidiana, así como la transgresión fantasmática de la transgresión real, siendo que en este caso el término real implicaría la transgresión de una norma social. En este sentido, Freud inaugura una lectura que diferencia entre la norma psíquica y la norma social. La empresa sigue siendo difícil, ya que la ilustración de la norma psíquica requiere una puesta en contexto –una contextualización– que por definición –desde un punto de vista estrictamente lógico– necesita tomar prestados materiales de la realidad cotidiana. La ilustración empobrece considerablemente la distinción anterior y da la impresión equivocada de que las dos normas –la psíquica y la social– se entremezclan. Paradójicamente, la neurosis traumática de los combatientes confirma las tesis de Freud al mostrar que, aun en ausencia de cualquier daño físico, y a partir de la mera percepción de un peligro sin que este se concrete, puede haber síntomas severos organizados en el marco de un síndrome característico y específico. Freud entonces discutiría el carácter particular del traumatismo externo para mostrar que, si es que hay alguna especificidad, ella se centra en el trauma psíquico y no en la naturaleza del evento; es decir, en la forma en que el aparato psíquico reacciona frente a un estímulo al que percibe como peligroso. Que este estímulo provenga del exterior –un accidente, una pelea, etc.– o del interior –una fantasía– no cambia en nada la cuestión. La neurosis traumática no se convierte en una entidad autónoma, sino en una simple ilustración del modelo freudiano del trauma. La ambigüedad justamente reside allí. Para validar la hipótesis freudiana del trauma, es necesario que la neurosis traumática exista verdaderamente, es decir, que sea específica y radicalmente diferenciable de la simulación, pero también que no sea una cuestión específica solo relacionada con los traumatismos externos. Esto es esencial. No obstante, esta concepción es poco compatible con la autonomización de la neurosis de guerra. Incluso abre las puertas a la noción de trauma “encubierto” construida sobre el modelo de los “recuerdos encubridores”, y deja entender que el efecto de un traumatismo accidental como una neurosis de guerra o cualquier otra neurosis postraumática es dañino porque despierta o revela un traumatismo intrapsíquico más antiguo.
La víctima y la sospecha
La inflexión psicoanalítica, tal como la reinterpretan los psiquiatras militares,[14] no llega al punto de rechazar la pureza etiológica del evento traumático, pero orienta el enfoque del trauma hacia los movimientos intrapsíquicos en detrimento del acontecimiento y de la semiología psiquiátrica. La objetivación del efecto del evento pasa por la demostración de los reacomodamientos intrapsíquicos que él ha provocado. En este sentido, se trata de asimilar el evento traumático al afecto que le corresponde en el psiquismo. Al insistir sobre el afecto más que sobre el evento, y aunque el primero es en cierto modo una consecuencia del segundo, esta concepción orienta el proceso diagnóstico y terapéutico sobre la narración propia de cada traumatizado. Sobre todo, lo que se busca es la prueba del afecto traumático. Y es en la palabra hablada donde esta prueba va a poder revelarse. En efecto, la palabra del traumatizado contiene la clave de la realidad de la experiencia traumática. Esta palabra puede transformarse en liberadora durante el abordaje terapéutico porque ella es, incluso antes de la terapia, el lugar mismo del diagnóstico. Para ello, el relato debe dar cuenta de la emoción personal, el afecto, que ha sentido el traumatizado. El clínico podrá basar su certeza diagnóstica en la fe que tiene en relación con esta experiencia íntima.
El contexto militar sobredetermina esta focalización en el afecto ya que establecer la naturaleza del evento potencialmente traumático en el campo de batalla no es un tema central. No se trata de definir aquí si tal o cual acontecimiento es más o menos susceptible de desencadenar una neurosis traumática puesto que, según la evidencia, el hecho de escapar de un bombardeo, ver cómo los compañeros son asesinados o esperar en el interior de una trinchera constituyen situaciones en las cuales el estrés puede ser extremo. En cambio, distinguir entre un auténtico traumatizado y un simulador planteaba un verdadero problema a los psiquiatras militares. En efecto, en este contexto, la exigencia militar impone evacuar rápidamente a los traumatizados a la retaguardia para que reciban tratamiento y que los simuladores sean enviados inmediatamente al frente. Por lo tanto, no se trata tanto de determinar si el sujeto se ha enfrentado o no a un evento traumático, sino más bien de tener la certeza de que el evento que relata lo ha traumatizado efectivamente. El abordaje psicoanalítico es particularmente útil en este estadio ya que permite investigar en las profundidades del psiquismo para revelar el impacto traumático. Sin embargo, esta construcción del trauma psíquico basada en la huella que deja sugiere que los elementos que aportan los hechos por sí solos no son suficientes para definir la categoría de víctima. Por una parte, los signos clínicos de la neurosis traumática todavía no eran suficientes para autentificar a la víctima. Aunque la semiología ya estaba bien establecida en la nosografía y no cambiaría considerablemente con el paso del tiempo, las pesadillas y las reminiscencias diurnas podían ser fingidas, y la queja y el sufrimiento de la víctima podían ser simulados. El evento, por otra parte, no constituía una prueba de la realidad traumática en la medida en que el número de “bajas psiquiátricas”, aunque era ciertamente importante en el campo de batalla, no alcanzaba las proporciones de una epidemia generalizada. En un contexto en el que las pruebas concretas parecían insuficientes, la condición de víctima que surgía quedaba contaminada por la sospecha. La simulación era ejemplo de esto. Así, del modo más fundamental, el valor de verdad asociado a la narración constituía el fundamento de la demostración.
Para librarse de las sospechas, la víctima debía elaborar un discurso personalizado que integrara el evento en su historia personal pasada e inmediata. El desafío consistía en convencer al interlocutor, en este caso el clínico o el superior jerárquico, de la realidad de la afección producida por el evento. La enunciación no era suficiente –“Soy una víctima”–, el relato no convencía –“Yo viví esta situación”–, solo la puesta en forma narrativa de la experiencia singular podía generar una convicción, que se vería reforzada secundariamente por el evento y la semiología.
En ese régimen de verdad, heredado de la paradójica conjunción de los postulados psicoanalíticos sobre la realidad psíquica y de los supuestos de los militares sobre la realidad de los hechos, la palabra de la víctima quedaba sometida a la prueba de su propio relato.
La experiencia concentracionaria[15]
Los espeluznantes relatos de los sobrevivientes de los campos de concentración y exterminio nazis condujeron a que se tomara conciencia colectiva de las devastadoras consecuencias generadas por los traumas psicológicos. Las neurosis traumáticas y el abordaje psicoanalítico continuaron siendo el cuadro de referencia al que se agregó el estudio minucioso de la experiencia y sus consecuencias en los reacomodamientos psicológicos y relacionales. Al salir del cenáculo de los psiquiatras y especialistas en neurosis traumática, la investigación sobre las consecuencias de la experiencia concentracionaria llegó a un público más amplio. Horowitz (1974) identificó el síndrome del sobreviviente caracterizado por los signos clínicos de la neurosis traumática, así como por la culpa de quien no toleraba haber sobrevivido a tantas muertes a su alrededor. Sobrevivir es el título del famoso libro de Bruno Bettelheim (1979), que abre una larga introspección sobre el destino de los supervivientes. No solo el evento traumático se transforma en la fuente indiscutible del trauma, sino que la condición de víctima se convierte en un traumatismo suplementario. No obstante, si bien el interés por descubrir una posible simulación disminuye a medida que los relatos se ven enriquecidos por un horror indubitable, la sospecha reaparece en boca de la propia víctima por la angustia de haber cometido una falta con respecto a los que murieron. Este paradigma, que prolonga al anterior, aún continúa dominado por la introspección psicoanalítica. El evento se ha convertido en fundacional y no puede ser cuestionado, pero la prueba del trauma que atestigua la condición de víctima permanece vinculada al relato traumático, a los movimientos afectivos que surgen de ella, a la autoculpabilización del traumatizado. La condición de víctima sigue dependiendo estrechamente de la forma narrativa del relato y sigue siendo la historia singular de un encuentro entre un evento fuera de lo común y un destino individual. Todavía no se trata de un atributo de normalidad y tampoco está en relación con una exterioridad total.
La entrada en escena del DSM-iii y la invención del TEPT
El éxito de una refundación
El giro de los años 80 marcó una profunda ruptura en el pensamiento psiquiátrico contemporáneo. Iniciado en Estados Unidos con la elaboración del DSM-iii (tercera revisión del Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales de la Asociación Americana de Psiquiatría [APA] [1980]), este cambio de paradigma se impuso en todo el mundo en menos de diez años, otorgando a la poderosa Asociación de Psiquiatría Norteamericana (APA) el papel de un leadership internacional. Frente a esta hegemonía, se constituyeron diferentes frentes de resistencia en Europa y en Estados Unidos para intentar defender la influencia doctrinal de las corrientes teóricas y clínicas anteriores, las de la psiquiatría clásica, germano-francesa y psicoanalítica. Primero en los Estados Unidos, los oponentes al DSM-iii no pararon de atacar sus afirmaciones antipsicoanalíticas y su sumisión a las presiones económicas. Lo denunciaron como una empresa ideológica que, en realidad, estaba alejada de las preocupaciones de la clínica de las enfermedades mentales (Jensen y Hoagwood, 1997). Al mismo tiempo, numerosos psicoanalistas de la APA no dudaron en utilizar esas nuevas categorías (Grossman, 1982) o intentaron incluir conceptos psicoanalíticos en un hipotético eje vi (Karasu y Skodol, 1980). Otros insistieron en los conflictos políticos internos dentro de la APA, denunciando un manto pseudocientífico que simplemente enmascaraba las cuestiones de poder relativas a la reorganización interna de la asociación (Kirk y Kutchins, 1998). Según ellos, la “revolución” del DSM-iii se resumía como una vasta empresa comercial sabiamente orquestada por algunos hábiles manipuladores de la opinión que supieron aprovechar las oportunidades que les ofrecían los cambios de la sociedad estadounidense en los años 70 y 80. Desde esa mirada, los ingredientes del éxito planetario del DSM-iii fueron pseudociencia, oportunismo político, alianza con la industria farmacéutica y las compañías de seguros, “antipsicoanalismo primario”, negación de la subjetividad, reificación del hombre neuronal, normalización social de todas las formas de desviación, etc.
En Francia, donde las críticas al DSM siguen siendo muy virulentas, los ataques se centraron en las divergencias teóricas entre el modelo psicopatológico heredado de la tradición psicoanalítica, fenomenológica y organodinámica, y el modelo vagamente conductista de las clasificaciones del DSM (Gasser y Stigler, 1994; Pichot, 1984). Pero allí el debate se saldó rápidamente. Reforzando la línea de fractura entre los universitarios y los psiquiatras hospitalarios en un momento en que los universitarios se apropiaban de la formación de los psiquiatras a través del nuevo internado de especialización, el DSM se convirtió en el tema y el punto de cristalización de un conflicto franco-francés entre esos profesionales. El propio uso del término “DSM” se convirtió en el emblema de esta disputa y fue acusado de todos los males que amenazaban a la psiquiatría. Todavía hoy la mayor parte de los autores franceses agitan el término “DSM” para señalar, tomando un sorprendente atajo, todos los posibles abusos capaces de arruinar la psiquiatría que serían promovidos, en parte, por la psiquiatría universitaria (Castel 2000; Zarifian 1999). Por su parte, la clasificación internacional de la Organización Mundial de la Salud –la CIE 10–, que no está muy alejada de las distintas versiones del DSM, no ha tenido que defenderse de los mismos ataques y ha podido imponerse fácilmente entre los clínicos franceses (Compton y Guze, 1995).
Pero el éxito internacional del DSM-iii se debe probablemente menos a la originalidad de las clasificaciones que propone y a los debates que suscita, que a su capacidad para articular nuevas expectativas sociales tanto entre los clínicos como entre los usuarios. En este sentido, el hecho de haber retirado la homosexualidad del manual representó el primer acto de refundación de una psiquiatría que, de ahora en más, quería quedar ubicada resueltamente del lado de los más desfavorecidos y que ya no actuaría como agente de ningún poder represivo (Rechtman, 2000; Rechtman, 1999). La invención del TEPT es probablemente el segundo acto que, al revés que el anterior, no excluye a un colectivo para concederle un estatus social distinto, sino que, precisamente, lo incluye en la nosografía a fin de permitirle obtener el estatus social y jurídico que le corresponde. Este doble movimiento fundacional marca el fortalecimiento del saber psiquiátrico de la mano de los movimientos reivindicativos impulsados por diferentes grupos sociales.
El acta de nacimiento del TEPT
En este contexto la reformulación de la antigua neurosis traumática bajo el nombre de “TEPT” permitiría el nacimiento de una nueva condición de víctima, aun cuando desde un punto de vista estrictamente semiológico, las similitudes entre esas dos categorías son mucho más numerosas que las diferencias.
En efecto, a diferencia del abordaje psicoanalítico de la neurosis traumática, el DSM-iii colocará el acento en el acontecimiento y su huella, esta vez exclusivamente semiológica, eliminando en el mismo movimiento cualquier sospecha posible. Si el “denunciante” ha vivido el evento y si presenta los signos clínicos del TEPT, entonces debe considerarse traumatizado y sabemos que estamos en presencia de una autentica víctima. No es necesario investigar sus emociones, su historia pasada, sus antecedentes y su relato para aportar alguna prueba suplementaria. Evidentemente, la víctima gana reconocimiento, sin embargo, el precio de este reconocimiento rara vez se menciona. Por lo tanto, es importante detenerse en ello algunos instantes.
Las características del evento traumático
Al igual que en sus versiones posteriores, el DSM-iii presenta una lista impresionante, aunque no exhaustiva, de situaciones en las que el estrés puede producir TEPT, y por dos razones se cuida de no dar una definición limitante. La primera es la más evidente, ya que toda definición limitante entraña la exclusión de los traumas inducidos por eventos que no figuran en el DSM-iii, y, dado que este manual también es utilizado por las compañías de seguros y los tribunales, se correría el riesgo de generar un perjuicio importante a las víctimas. La segunda razón concierne a la epistemología del manual. Como instrumento en manos de clínicos y expertos, el DSM-iii es ante todo una herramienta en constante evolución que debe ser capaz de incluir en sus sucesivas revisiones todos los nuevos datos que aparezcan en el campo de la psiquiatría (Rechtman, 2000). Los arquitectos de esta clasificación no han querido contribuir a la paradoja que hubiera implicado ofrecer una lista definitiva, pero que se encuentra en evolución continua. Pero, aunque la lista de eventos sea amplia, hay otros aspectos que limitan claramente la generalización. En este sentido, el primer criterio permite reconocer el carácter traumático: “Existencia de un evento estresante manifiesto que provocaría síntomas evidentes de angustia en la mayoría de los individuos” (American Psychiatric Association, 1983: 259).
El elemento esencial aquí es que los trastornos pueden ocurrir en cualquier sujeto independientemente de sus antecedentes, de su historia o de su sensibilidad personal. En efecto, el DSM resalta la diferencia entre el TEPT y el trastorno de adaptación basando la distinción en la naturaleza del estrés. En el primer caso, el estrés es externo y el paciente presenta una reacción normal en su patología dada la naturaleza fuera de lo común de este. En el segundo caso, sin embargo, la reacción del sujeto al estrés es desproporcionada con respecto a su naturaleza. En este caso, el carácter patológico se ubica en la reacción, mientras que en el primer caso se ubica en el estrés. Pero, para que este criterio sea aplicable, primero debe existir un consenso social que valide la idea de que el estrés produce los mismos síntomas en cualquier persona. Mientras que este consenso no esté establecido, la víctima no es una víctima y sufre, a lo sumo, una reacción. Para convencerse de esto, es suficiente señalar que hace unos años una mujer víctima de acosos sexuales habría desarrollado un trastorno etiquetado como “trastorno de adaptación” en el DSM-iii. En efecto, ya que en su momento el acoso sexual no suponía un carácter directamente traumático porque no estaba socialmente reprobado, la génesis del trastorno estaba relacionada con la personalidad de la víctima. En cambio, en nuestros días, en los que se condena el acoso, las víctimas desarrollan trastornos que están clasificados como “TEPT”, precisamente para distinguirlos de los trastornos de adaptación.
Predisposición y factores agravantes
En el registro de la sospecha que presentamos más arriba, la noción de “predisposición” entrañaba el riesgo de confundir la búsqueda de factores que favorecerían la aparición del trastorno con una relativización de la importancia asignada al evento. La definición del DSM elimina esa postura favorable a la relevancia de los factores agravantes. Así, podemos leer: “La característica esencial es el desarrollo de síntomas típicos que siguen a un evento psicológicamente traumático, generalmente fuera de lo común” (American Psychiatric Association, 1983: 256). Si el evento es fuera de lo común, entonces la reacción patológica se convierte en la regla. En este sentido, el DSM no niega que algunas personas puedan presentar una fragilidad preexistente al trauma, pero el manual presenta esta fragilidad como un factor capaz de agravar la sintomatología y el pronóstico, pero no como el factor responsable del TEPT. El razonamiento expresa, por tanto, una simetría exacta en relación con lo que ocurre con el trastorno de adaptación, donde es el terreno personal o la fragilidad preexistente el principal causante de los síntomas.
Sin predisposición particular, sin personalidad privilegiada, sin motivos propios, la víctima aparece en toda su inocencia psiquiátrica.[16]
Los aspectos contextuales del TEPT
La publicación del DSM-iii data de 1980, pero su redacción ya había comenzado a principios de los años 70. Esta estuvo bajo la dirección de un grupo de psiquiatras investigadores, en su mayoría de la Universidad de Columbia, que aplicó la misma metodología de trabajo a todas las categorías diagnósticas. Se creó un grupo de trabajo con los mejores especialistas, se analizó toda la bibliografía disponible, se validaron los distintos estudios de investigación, se realizaron pruebas en el terreno clínico y, finalmente, los criterios establecidos por el grupo fueron aprobados por el comité ad hoc de la APA. Este proceso, que se extendió durante varios años, tuvo un eco muy particular en la sociedad estadounidense de los años 70. Mientras se trataba de desempolvar la antigua neurosis traumática para darle mayor validez y fiabilidad como a otras categorías, la cuestión del TEPT se cruzó con el destino de miles de veteranos de la guerra de Vietnam que, derrotados, tardaron en encontrar su lugar en la sociedad estadounidense. Muchos sufrían diversos problemas psiquiátricos. El alcoholismo, la toxicomanía, los trastornos de conducta y la alta prevalencia de suicidios habían llevado a los psiquiatras de la Administración de Veteranos (AV) a inventar un nuevo diagnóstico: el “síndrome post-Vietnam” (SPV). Bajo la presión de los grupos activistas conformados por excombatientes y de psiquiatras que también habían servido en el sudeste asiático, se inició una lucha contra las instituciones federales, en particular contra la Administración de Veteranos, para que se reconociera el síndrome post-Vietnam como una dolencia relacionada con la guerra y, por lo tanto, con derecho a indemnización. Allan Young (1995) ha mostrado magistralmente cómo esta lucha entró en el mundo de la psiquiatría para que se reconociera el carácter justo de la causa y cómo al final fue absorbida allí, incorporando en el mismo movimiento el comienzo de la introspección de la sociedad estadounidense acerca de su responsabilidad en las atrocidades cometidas en Vietnam. La historia de esta reapropiación política es esencial en la génesis del TEPT en los Estados Unidos, ya que tuvo como resultado la fusión del síndrome post-Vietnam en el TEPT, y ello al precio de una feroz lucha entre las diferentes tendencias. Si bien las condiciones históricas y políticas de esta controversia son esenciales en el surgimiento y en la extraordinaria visibilidad de la categoría de TEPT en la escena norteamericana (1995b) y a escala internacional, aquí limitaremos nuestro análisis a las consecuencias teóricas de esta vinculación entre los trastornos psiquiátricos de los veteranos y el TEPT.
Víctimas y agresores
En ese escenario, el evento se convierte en fundacional aun cuando el manual no llega a considerar todas las situaciones cotidianas de estrés o agresión. Su definición en términos amplios permite incluir la mayor parte de las situaciones en las que la violencia le disputa terreno al horror. En su intento por jerarquizar los eventos traumáticos, los redactores del DSM-iii insistieron en las consecuencias estigmatizantes de los eventos estresantes, tanto en términos de sintomatología como de pronóstico. Así, situaron en primer lugar la tortura, la violación, los campos de concentración y todas las formas de violencia bélica.
En este contexto, el lugar de los veteranos de la guerra de Vietnam aparece como legítimo. No obstante ello, la precisión con la que el DSM-iii intenta definir el evento desencadenante contrasta con la ausencia total de referencias a la dirección en que se ejerce la violencia. El DSM indica que el sujeto debe haber estado expuesto a un evento fuera de lo común, pero no dice en qué consiste esta exposición. Sin embargo, una vez que la categoría se integró en la práctica de los psiquiatras de la Administración de Veteranos, y tras la creación de unidades específicas para el tratamiento del TEPT en los veteranos de Vietnam, las cosas se volvieron más claras. Así, los investigadores de la Administración de Veteranos distinguieron siete tipos de acontecimientos traumatogénicos directamente ligados a la guerra de Vietnam, de los cuales solo uno está representado por el hecho de haber padecido la violencia. Las otras seis clases están constituidas por situaciones en las que la persona traumatizada es el autor de la atrocidad y se distinguen en función del grado de conciencia del horror y el grado de placer del agresor.[17]
Por primera vez en la historia de los sufrimientos postraumáticos, los autores de la agresión aparecen junto a “sus” víctimas como víctimas ellos mismos. El TEPT ofrece justamente esa posibilidad de diagnosticar a quien presente un problema psicológico como consecuencia de un evento fuera de lo común sea la víctima o el agresor. El agresor autotraumatizado, para usar el término de Young,[18] es finalmente una víctima casi como cualquier otra. El paralelismo con la traumatología médica también funciona en este caso, hasta el punto de que un psiquiatra norteamericano pudo afirmar públicamente que la cuestión de la dirección de la violencia –es decir, si fue sufrida o infligida– no era más pertinente para un psiquiatra que para un cirujano, ya que “el tratamiento de una fractura de pierna es el mismo tanto si el herido ha recibido un golpe como si es él quien lo ha dado”.
Según se la considere desde el punto de vista de la psiquiatría del trauma o, en cambio, desde el punto de vista social, la cuestión de la inocencia es radicalmente diferente. Sin embargo, estas dos acepciones se superponen en algunos puntos y trazan líneas de separación entre los inocentes y quienes no lo son, entre las verdaderas víctimas y las otras, entre aquellos para quienes se impone esta categoría y aquellos para quienes ni siquiera se toma en cuenta. La fijación de la condición de víctima reproduce esta frontera y a veces se impone de un modo tan evidente que puede parecer normal y legítimo considerar a los autores de la agresión como víctimas en función de la patología que presentan a posteriori. Del mismo modo, puede parecer normal y legítimo que esta categoría no se aplique a los enfermos mentales en función de su condición previa de ser enfermos, a pesar de que hayan experimentado un evento similar fuera de lo común.[19]
La internacionalización de la categoría
Antes de poder extenderse más allá del contexto de los veteranos de Vietnam, esta acepción de la víctima forjada en el contexto norteamericano todavía necesitaba una amplia validación transcultural.
Esta operación iba a ser posible gracias a la combinación de la evolución de la asistencia humanitaria y el desarrollo de estructuras de cuidados destinadas a los refugiados de la península indochina reasentados en Estados Unidos (Kinzie et al., 1980; Mollica, 1987). Por un lado, el aumento del número de intervenciones de asistencia humanitaria a poblaciones civiles víctimas indirectas de diferentes combates hizo que la urgencia médica y quirúrgica pasara a un segundo plano frente al tratamiento de las consecuencias psicológicas de la deportación, la tortura, la violación, el hambre o el exilio. La definición de TEPT era muy apropiada para estas situaciones humanitarias ya que establecía claramente que los trastornos podían darse en civiles sin ninguna patología previa, pero que atravesaban situaciones excepcionales. Este criterio correspondía con bastante exactitud a las condiciones experimentadas por estas poblaciones civiles a lo largo de todo el mundo. Por otro lado, la atención sanitaria brindada a los refugiados del sudeste asiático reasentados en Estados Unidos fue calcada del modelo de atención destinado a los veteranos de la guerra de Vietnam,[20] y fue utilizada para demostrar que el TEPT era independiente tanto del contexto cultural como del contexto militar. Debemos a David Kinzie haber estado, ya en 1984, entre los primeros en afirmar, a partir de su experiencia con refugiados camboyanos, que el TEPT no solo existía en esta población y que presentaba más o menos las mismas características clínicas, sino también, y fundamentalmente, que este trastorno estaba esencialmente ligado al tipo de traumatismo y no a la cultura de la víctima. Los resultados de su estudio mostraban que, cuanto más intenso había sido el traumatismo, más severos eran los síntomas, y que, cuanto más había sido sometida la población a condiciones excepcionalmente graves, mayor era la prevalencia del trastorno (Kinzie et al., 1984). En este sentido, el ejemplo camboyano fue especialmente demostrativo ya que, a partir de la clínica del TEPT, permitió ampliar la definición de “víctima” a otras poblaciones –y por tanto a diferentes culturas– o a otros contextos traumáticos que estaban más allá de las situaciones bélicas que involucraban asistencia humanitaria.
Condición clínica y verdad narrativa
Pero quizás la mayor novedad es la que se dio en el plano estrictamente conceptual, y ello debido a la convergencia de tres factores esenciales. El primero es de orden etiológico y corresponde a la definición de los eventos susceptibles de generar trastornos mentales en cualquier individuo. En este sentido, el cambio de los años 80 marcó una ruptura radical con las concepciones anteriores del trauma psicológico: no solo insistía en delimitar los eventos que pueden generar un trastorno mental, sino que, sobre todo, hacía depender el carácter cuasipatognomónico del trastorno de la normalidad de la respuesta patológica. Es precisamente el hecho de que el trastorno pueda darse en cualquier individuo lo que demuestra la etiología traumática.
El segundo factor es de orden semiológico y epidemiológico y plantea la existencia de una semiología específica causada directamente por el evento traumático, que sería distinta de la que corresponde a otros trastornos mentales, en especial a los trastornos depresivos o de ansiedad. Aun así, aunque esta semiología sea específica, el diagnóstico continúa dependiendo del descubrimiento del traumatismo o, más exactamente, de su identificación como auténtico factor etiológico. Es decir que uno de los elementos esenciales del diagnóstico, que, sin embargo, no pertenece a la semiología del trastorno, se basa en la certeza de que existió una exposición a un evento traumático desencadenante.
Por último, el tercer factor surge de la reconstrucción historiográfica del descubrimiento del trauma psíquico, que solo destaca los elementos de las controversias que favorecen una explicación que supone una progresión acumulativa del saber. Ya sea que se trate de trabajos contemporáneos sobre la neurosis traumática o sobre el trastorno por estrés postraumático, al realizar una presentación histórica de los orígenes de la noción, todos los autores insisten en las batallas que sus precursores debieron dar para imponer esta categoría y en la conquista final, que representa no solo un avance científico, sino también, y quizás sobre todo, una victoria para las víctimas.
En este sentido, desde el punto de vista de la psiquiatría, el reconocimiento de la víctima y la victoria que corresponde a este nuevo estatus están intrínsecamente ligados a la nueva visibilidad científica de los trastornos postraumáticos. La construcción historiográfica de su descubrimiento es una parte esencial de este proceso, no solo para dar cuenta del resultado de este, sino, sobre todo, para establecer su legitimidad política. Esta construcción permite entrever que las víctimas y los clínicos compartieron una condición casi idéntica a lo largo de estos años de conquista. Las víctimas se enfrentaron a la falta de reconocimiento de su sufrimiento y de los perjuicios por los que demandaban reparación, mientras que los clínicos solían quedar relegados a los márgenes de su disciplina. La condición compartida entre unos y otros no se basa en que compartan el trauma, obviamente, sino en el camino común recorrido a lo largo de un difícil proceso de reconocimiento, cuyo resultado selló la nueva relación entre las víctimas y sus profesionales. En este sentido, la historiografía del descubrimiento de los trastornos postraumáticos muestra que la legitimidad moral de su reconocimiento se superpone con la legitimidad moral de las víctimas, o, más exactamente, deriva de ella.
Pero esta singular relación de legitimidad moral entre una categoría diagnóstica –los trastornos postraumáticos– y la categoría social a la que se aplica –las víctimas– entraña un profundo cambio en la relación que la psiquiatría mantiene habitualmente con la verdad.
Si bien la sospecha ha desaparecido de la condición de víctima, la búsqueda de la verdad persiste y se ha desplazado.
Progresivamente, la veracidad de esta condición se ha liberado del registro del relato y ha abandonado la puesta a prueba a través de la palabra tan preconizada por el psicoanálisis. Una vez más, la ganancia para las víctimas de accidentes, de la violencia, de la guerra o de la tortura es sin duda importante (y se podría extender esa lista infinitamente para evitar la esencialización de la categoría). Pero, en lo que concierne a la categoría de víctima o a la condición de víctima, el beneficio está menos asegurado. En efecto, para que estas dos categorías existan, para que se impongan en la realidad social, no solo deben ganar legitimidad, sino, más aún, conservarla. Para ello la garantía psiquiátrica también se ha convertido en algo esencial. El singular proceso de legitimación de la victimología contemporánea[21] se basa en gran medida en el deslizamiento que va desde la autoridad moral de la víctima hacia la autoridad de la clínica que se espera que la certifique. De la certeza sobre una condición humana, se pasa a una certeza diagnóstica. En nuestros días continúa vigente entre nosotros la distinción entre lo falso y lo verdadero, entre la autenticidad y la simulación, pero esta se articula alrededor de tres nuevas formas de certeza. Una certeza etiológica que busca el evento traumático y su marca sintomatológica. Una certeza en relación con la inocencia psiquiátrica que opone, por un lado, la normalidad a la patología y, por el otro, la predisposición a los factores agravantes. Y, por último, la certeza del enunciado que opone la autenticidad a la simulación, pero en una relación renovada en la que ya no es la palabra de la persona traumatizada la que tiene las claves de la verdad, sino la del clínico que, al apoyarse en la fe en las dos certezas anteriores, puede certificar que su “paciente” es una víctima.
Una vez que el TEPT estableció las características específicas y el régimen de verdad asociados a la condición de víctima, la victimología francesa naciente pudo apartarse del yugo norteamericano, cuestionar la categoría, tratar de mejorarla e incluso relacionar otros síntomas con un posible origen traumático cuando este se hacía presente. A partir de ahora, el acontecimiento y el registro del relato de la víctima tal como es abordado por la clínica psiquiátrica serán los elementos que fundamentarán la condición de víctima.
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- Puede encontrarse la versión original en francés de este texto bajo la siguiente referencia: Rechtman, Richard (2002). “Être victime: généalogie d’une condition clinique”. L´Évolution Psychiatrique, 67, pp. 775-795.↵
- Mejor conocido por su acrónimo en inglés, PTSD (Post-traumatic Stress Disorder), utilizado por la Asociación Americana de Psiquiatría (DSM-iii) (APA, 1980).↵
- http://bmj.com. ↵
- Estas fueron ofrecidas tanto en coloquios sobre refugiados como en sesiones más formales como las del Royal College of Psychiatrists.↵
- Véase, por ejemplo, Vanassa Pupavac (2001), que, en su artículo sobre Kosovo, afirma que “las respuestas psicosociales internacionales a la crisis de Kosovo construyeron a los refugiados como traumatizados […] la intervención psicosocial representa una nueva forma de gobernanza externa”.↵
- En un editorial de 1991 en el British Journal of Psychiatry, Jackson (1991) ya se preguntaba si este aumento del TEPT se debía a un aumento de los desastres, a una mayor conciencia sobre los trastornos y las situaciones traumáticas, o si se trataba de una sobreutilización de esa categoría para describir situaciones o problemas más generales. ↵
- Pueden encontrarse ejemplos de estos debates en la controversia que opuso a clínicos y especialistas en Camboya (Eisenbruch, 1992; Boehnlein y Kinzie, 1992) o en los sources books (Widiger et al., 1996) y, sobre todo, en los comentarios sobre el DSM-iv publicados por los psiquiatras transculturales norteamericanos (cf. Mezzich, 1996; Mezzich, 1999; Kirmayer, 1998). ↵
- El artículo comenzaba con una fuerte denuncia a la “industria de abogados, expertos y reclamantes [que] impulsan las demandas de indemnización mucho más allá de lo que deberían”.↵
- En relación con esto, véase el trabajo del sociólogo Alain Ehrenberg que muestra cómo la depresión es producto de un proceso de construcción social, pero esto no lo conduce a considerar que no tenga una realidad clínica (Ehrenberg, 1998).↵
- Sobre los debates contemporáneos en torno al construccionismo en las ciencias sociales, vale la pena referirse a Hacking (2001).↵
- Entre el conjunto de comentarios, los dos siguientes ilustran de forma paradigmática el desplazamiento de la cuestión diagnóstica a la de la condición humana: “Como veterano de la Guerra del Golfo que sufre TEPT, no pedí sufrir pensamientos intrusivos, flashbacks, pesadillas recurrentes y toda una miríada de síntomas de TEPT […] debería mostrar más compasión con respecto al sufrimiento de los otros” (Philip Garner, veterano jubilado por razones de salud, BMJ.com); “Se me diagnosticó TEPT en 1997 […] no sé si sufría TEPT u otra cosa. Sé simplemente que viví tres años de infierno, me retiré del mundo, tuve una culpa terrible. Hoy estoy mejor, no sé si existe el TEPT, pero estoy seguro de que esa experiencia sí existe” (Will Johnstone, artesano, BMJ.com). ↵
- Oppenheim H Die traumatischen neurosen. Berlín: A. Hirschwald; 1889. ↵
- V. Micheli ha demostrado cómo G. Canghuilhem puso en evidencia el desfase que suele existir entre la invención del concepto y la primera mención del término que lo designa. Por lo tanto, la ausencia del término no significa la ausencia del concepto y, a la inversa, la historia de un concepto no comienza necesariamente con la primera mención del término (Micheli-Rechtman 2002).↵
- Véanse, por ejemplo, los trabajos de Claude Barrois (1988). ↵
- Este tema ha dado lugar a una impresionante literatura que sería imposible resumir aquí. ↵
- La cuestión de los factores que predisponen al TEPT se ha retomado recientemente bajo el ángulo exclusivo, ya no de la psicología, sino de la neurobiología, cf. Young 2001.↵
- Allan Young presenta esta lista de la siguiente manera: “1. El paciente fue víctima directa o indirecta de violencia inusual; 2. Fue autor de violencia inusual de una manera no intencional; 3. Fue autor intencional de una violencia inusual pero en un contexto aceptable (para sobrevivir); 4. Fue autor de una violencia inusual en el marco de sus obligaciones militares, pero sus acciones fueron personal o colectivamente reprochables (torturar prisioneros para obtener información); 5. Fue autor de una violencia inusual porque ello le procuró placer (violaciones, ejecuciones de prisioneros, mutilaciones); 6. Observó activamente tales escenas (porque las encontraba interesantes o placenteras); 7. Observó pasivamente tales escenas (se encontraba allí por casualidad)” (Young, 1995a: 125).↵
- Véase la contribución de Allan Young en este mismo número. ↵
- Tras el accidente de la fábrica AZF de Toulouse en septiembre de 2001, cuando el hospital psiquiátrico adyacente a la fábrica quedó parcialmente destruido por la onda expansiva de la explosión, los enfermos mentales no fueron considerados como víctimas y no se vieron beneficiados por ese apelativo, cf. Fassin y Rechtman (2002).↵
- La mayor parte de los médicos responsables que estuvieron en el origen de la creación de dispositivos médico-psicológicos destinados a los refugiados del sudeste asiático sirvieron como psiquiatras durante la guerra de Vietnam. Solo por nombrar a los más célebres: David Kinzie (Portland), Joseph Westermeyer (Mineápolis) y Richard Mollica (Boston). ↵
- Para un análisis de los factores sociales que contribuyeron a la aparición de la victimología en Francia, véase Latté (2001) y Fassin y Rechtman (2002).↵