Sobre las (probables) movilizaciones de víctimas[1]

Sandrine Lefranc y Lilian Mathieu

Las víctimas lo han invadido todo: los imaginarios, los medios de comunicación y la política […]. La proliferación de víctimas marca una profunda transformación de nuestra sociedad. Concretando una profecía bíblica, los últimos se convirtieron en los primeros. La víctima justifica todo: en su nombre se hace la guerra contra Irak o bien la guerra contra los pedófilos. Antes olvidada por la historia, hoy la víctima se ha convertido en una categoría social venerada por unos, instrumentalizada por otros.[2]

En las últimas tres décadas, la figura de la víctima se nos volvió muy familiar: algunos ensayos reconstruyen el inventario de sus apariciones en los países industrializados que se han convertido en “sociedades de víctimas”,[3] las investigaciones sociológicas concluyen que se ha dado una “reconfiguración de la economía moral contemporánea”,[4] mientras que el derecho y el mapa de las instituciones se han reformado para darle un lugar (por ejemplo, en Francia a través de un “juez delegado de las víctimas” y de una “secretaría de Estado para las víctimas”). A partir de ahora, el sustantivo “víctima” puede tener la fuerza de un estatus: por ejemplo, puede servir como título para la obtención de prestaciones administrativas o funcionar como un rol a ser desempeñado en una escena judicial que, hasta ahora, le había dado a la víctima del delito un lugar menor.[5]

Preocupadas por manejar de cierto modo su relación con el pasado –y más precisamente con los pasados violentos–, las sociedades occidentales (y otras) parecen haber otorgado a las víctimas un “derecho” a que hagan oír su propia narrativa y a participar en la escritura de la historia. Este derecho se encarna tanto en los dispositivos judiciales (por ejemplo, las instituciones penales internacionales que ahora conceden un lugar importante a las víctimas)[6] así como en las instancias ad hoc como las comisiones de la verdad y la reconciliación o las comisiones de investigación histórica.[7] En algunas situaciones de cambio político, este derecho puede imponerse como un deber a la víctima, cuya narrativa debe encajar en las categorías de la narrativa histórica promovida por un gobierno. El testimonio de la víctima, dotado de una virtud terapéutica (para la sociedad y para sí misma), se ha convertido también en el dispositivo clave de numerosos protocolos profesionales en el ámbito de la gestión de atentados y catástrofes naturales, de la tramitación de solicitudes de asilo en Francia y de la intervención humanitaria de urgencia en países extranjeros. Fassin y Rechtman sacan una conclusión de carácter general a través de la comparación de esos protocolos: “Durante el último cuarto de siglo, el trauma se ha impuesto como una forma original de apropiarse de las marcas de la historia y como un modo de representación dominante de la relación con el pasado”.[8]

No obstante ello, las movilizaciones de “víctimas” y especialmente las de víctimas de violencia política (violencia de Estado, “guerras civiles”, crímenes masivos)[9] no son estudiadas bajo el marco de la sociología de los movimientos sociales. Estas “víctimas” y sus causas permanecen como objeto privilegiado de los ensayistas o de especialistas de diferentes disciplinas (historia, sociología, ciencias políticas, incluso filosofía y psicología social) y constituyen un campo de estudio autónomo, generalmente entendido en términos de “memoria colectiva”. Los problemas y las herramientas de análisis que estos especialistas utilizan son considerados como específicos y a la altura de la singularidad de un objeto “doloroso”. La naturaleza y la forma de las reivindicaciones evocadas son poco problematizadas, como si la experiencia de la victimización hiciera que la constitución de la causa pública fuera evidente y espontánea.[10] El abordaje de las movilizaciones de víctimas no escapa del todo a la cuestión moral. ¿Cómo dar cuenta científicamente de procesos que se constituyen socialmente a través del filtro de las cualificaciones morales? En efecto, hablar de “víctimas” puede ser equivalente a pronunciarse sobre la legitimidad de sus reivindicaciones. Si nos atenemos a una definición subjetiva de “víctima” y esta pasa a ser una cualificación moral que cualquier tipo de sufrimiento “merece” (y que “prende” en la medida en que su uso se popularice), ¿qué posición tomar frente a la hipótesis que sostiene la especificidad de ese tipo de movilizaciones?

Es necesario tratar de rodear (ya que no puede resolverse) la cuestión del peso de los sentimientos morales y de abordar las razones de un cierto encierro científico. Este encierro ¿es producto de las circunstancias que rodean la formación de un análisis científico sobre el tema o se debe a la cuestión social que constituye al objeto? ¿O las “movilizaciones de víctimas” tienen características tan singulares que no pueden ser objeto de una lectura apoyada sobre herramientas analíticas “ordinarias”? Se considera que las víctimas movilizadas apelan a recursos y formas de acción particulares, en las cuales las emociones constituyen a priori un registro de expresión “natural”. Su relación con el Estado (a fortiori cuando se trata de un “Estado criminal”), así como con el derecho (siendo el proceso judicial la forma más corriente en que se concede el estatuto de víctima, el registro jurídico representa al mismo tiempo un recurso fundamental y una limitación), es singular. El reparto de tareas entre la víctima/beneficiario y el “emprendedor” (intelectual, abogado, etc.) que participa de la construcción de su causa también es particular. Todas estas presuntas singularidades cristalizan ciertas problemáticas que hoy resultan centrales a la sociología de los movimientos sociales:[11] esta es una razón más para intentar realizar una apertura.

El enfoque de este libro es, por lo tanto, optar por una trivialización del objeto que permita un retorno crítico sobre las hipótesis (y a veces las metáforas toman el lugar de hipótesis) que dominan a un gran número de análisis que tratan la cuestión de la “violencia patológica”: o bien se destaca con certeza el carácter excepcional de la “memoria colectiva” o bien se subraya la patologización. Sin embargo, la intención de trivializar el objeto no implica aplanar las especificidades, a fortiori cuando estas parecen ser centrales a las cuestiones que aborda la sociología actual de los movimientos sociales.

La producción de la víctima

El estatus de víctima es tanto más buscado o invocado dado que abre a recompensas de diversa naturaleza, morales y simbólicas, pero a veces también materiales. Por ello es entendible que no se conceda a la ligera y que su invocación deba basarse en formas de certificación sólidas para ser validada. En efecto, reivindicar la condición de víctima no es suficiente para acceder inmediatamente al reconocimiento y a los beneficios que este estatus puede aportar. Como ha demostrado Luc Boltanski, hay ciertas cosas que el aspirante a la condición de víctima no debe hacer por sí mismo, sino que resulta más apropiado que sean realizadas por un “denunciante” con suficientes garantías de neutralidad y desinterés.[12] En otras palabras, ser reconocido propiamente como víctima es el resultado de un proceso de producción de estatus en el que contribuyen y participan diversas categorías de actores y que puede interrumpirse cuando los elementos que apoyan la expectativa de reconocimiento no son suficientemente concluyentes. De esta manera, la víctima es puesta a prueba, retomando uno de los términos utilizados por la sociología pragmática.[13]

Se trata también de un proceso disputado. El reconocimiento de la víctima implica generalmente (aunque no siempre) el cuestionamiento a un perpetrador de violencia y su exposición a diversas formas de sanción; en ese proceso pueden suscitarse dudas sobre quien es juzgado: ¿no corremos el riesgo de dar crédito apresuradamente a la inocencia de la presunta víctima y de cometer una injusticia condenando a un posible responsable que quizás en los hechos sea inocente de lo que se le acusa? ¿No nos arriesgamos a perdonar a un posible culpable en el mismo movimiento? En efecto, hay situaciones, como los desastres naturales y las hambrunas, que requieren la intervención de las organizaciones humanitarias, en las que los culpables solo pueden ser identificados al final de largas y complejas cadenas de responsabilidad.[14] Las posiciones de víctima y perpetrador, como podemos ver, son eminentemente inestables y sobre todo reversibles cuando se introducen dudas sobre las motivaciones y los intereses de la persona que exige reconocimiento y reparación por los daños que afirma haber sufrido. La relación de antagonismo que se instaura entre la víctima y la persona que ella denuncia tiene todas las posibilidades, cuando adopta la forma de un movimiento social, de conducir al conocido fenómeno de la oposición entre movimiento y contramovimiento. Se trata de aquellos casos en los que el acusado se moviliza presentándose como víctima de las injustas acusaciones que se hacen contra él.[15] Luego de la dictadura argentina, cuando se había establecido un gobierno elegido democráticamente, en un momento en que casi todos los militares creían en la victoria de la dictadura contra los “subversivos”, se constituyó una asociación de familiares y amigos de “muertos por la subversión”. FAMUS (Familiares y Amigos de Muertos por la Subversión) fue creada para actuar como contrapeso de las Madres de la Plaza de Mayo, asociación que reúne a los familiares de los muertos y desaparecidos como resultado de la represión dictatorial (llamada “lucha contra la subversión” por los militares). Frédéric Vairel ofrece otro ejemplo en el libro cuando retoma los contraataques que realizaron los antiguos miembros del aparato represivo de Hassan ii contra las acusaciones de las que fueron objeto por parte de las asociaciones marroquíes de derechos humanos.

El pasaje del estatus de víctima dudosa –expuesta a la sospecha de sostener expectativas de reconocimiento y reparación indebidas– al de víctima certificada no es evidente, sino que debe basarse en pruebas, cuestión sobre la que el resto de este libro ofrece muchos ejemplos. Entre los diferentes tipos de “jueces” llamados a realizar estas pruebas y a decidir sobre la validez o invalidez de las reivindicaciones sobre el estatus de víctima, debe prestarse especial atención a la figura del experto, cuyas especificidades Nicolas Dodier identifica en su texto. El experto se define no solo por su neutralidad y desapego, sino también por un saber propio que le permite y lo autoriza a discriminar entre víctimas “verdaderas” y “falsas” o a evaluar lo que podrían llamarse “grados de victimización”. Las formas de expertise son diversas y varían según los tipos de injusticias sufridas. Philippe Ponet y Daniela Cuadros Garland presentan en el libro cómo la medicina (en el caso de la evaluación de indemnizaciones por accidentes) y la psicología (capaz de identificar el trauma causado por la violencia estatal)[16] han sido objeto de una especialización orientada específicamente a convertirlas en instrumentos capaces de atestiguar la validez de las dolencias de las víctimas. Otros saberes científicos son solicitados de manera creciente por organizaciones orientadas al reconocimiento de injusticias, como la arqueología y la antropología forense –decisivas para la identificación de personas “desaparecidas” enterradas en fosas comunes–, o la historia preocupada por establecer los hechos acaecidos, los abusos sufridos y las responsabilidades. Pero la expertise no tiene una fuerza inherente y se expone a posibles descalificaciones cuando es incapaz de proporcionar garantías de rigor y objetividad suficientes. Este es el caso que se da cuando las víctimas toman distancia de la historia oficial y se dedican a reescribir su propia historia, que reproduce de manera aproximada las formas científicas, al intentar asimilarse a ellas, y deja visibles las señales que muestran su parcialidad.[17]

Como subraya aquí Violaine Roussel, el derecho permanece en nuestras sociedades como el principal instrumento para acreditar el estatus de víctima ya que es considerado socialmente como la herramienta más eficaz para ese fin. Como el campo jurídico está estructurado en torno a la oposición entre la víctima y el culpable, los profesionales del derecho tienen más autoridad que otros para decidir sobre la validez de las denuncias y la sanción a los acusados. En ocasiones, las víctimas movilizadas recurren a estos magistrados, como por ejemplo cuando se busca una “salida” a un conflicto político. Como este es también un dominio de expertise supuestamente cerrado a los legos, la arena judicial no se caracteriza por otorgar un lugar relevante a las posibles víctimas. Contrariamente a lo que se cree a menudo hoy en día, las víctimas de delitos no siempre han sido tenidas en cuenta en la escena judicial. La historia de la construcción progresiva de la justicia estatal en Europa ha sido la historia de la expulsión de la víctima; el soberano sustituyó su lugar y el orden social se impuso como objetivo del derecho penal en detrimento de cualquier tipo de reparación. En ese contexto, la víctima no podía reivindicar un papel en un procedimiento del que estaba excluida –estando excluida inclusive de la propia sala de audiencias (en el siglo xix en Francia)–. Esta apropiación de la justicia por parte de los profesionales[18] también ha tenido lugar en países anglosajones de common law.

Fueron las movilizaciones políticas, sobre todo las impulsadas por los movimientos feministas a partir de los años 60, las que volvieron a abrir las puertas del proceso jurídico a algunas víctimas (con la constitución de la parte civil en el proceso penal, la sistematización de las indemnizaciones, la formación de dispositivos de información, apoyo y servicios para víctimas, etc.). Si bien la víctima no se ha convertido en el centro de la justicia (tal como demuestra la tasa de casos que se archivan en Francia, de alrededor de 8 de cada 10), la nueva consideración de la que es objeto ha permitido importantes reformas en los procedimientos judiciales. Para algunos autores, esta irrupción de la víctima en el proceso penal no está preocupada por sancionar la transgresión del orden social, y reduce el derecho a una simple expresión de su sufrimiento y corre el riesgo de generar expectativas de castigo en relación con un dolor  que es inconmensurable.[19] La víctima puede transformarse entonces en un pretexto para endurecer las penas. Asimismo, puede contribuir a morigerar el papel de los profesionales del derecho en el manejo de la justicia, tal como lo demuestra el desarrollo de los movimientos a favor de una justicia ni retributiva ni reparadora, sino “restaurativa”.[20]

A pesar de la cristalización de la figura de la víctima en el campo jurídico, el derecho es tanto un recurso[21] como una restricción para las movilizaciones estudiadas en este libro. La contribución de Guillaume Mouralis lo demuestra en el caso de los juicios de depuración ocurridos tras la caída de la RDA durante los cuales las víctimas, que estaban limitadas a un papel relativamente secundario en el derecho alemán, apenas pudieron movilizarse. Por su parte, el trabajo de Jérôme Valluy indica cómo los mecanismos legales –en este caso el derecho de asilo aplicado por la OFPRA, el único organismo facultado para conceder el estatuto de refugiado– pueden restringir la capacidad de los solicitantes para ser reconocidos como víctimas. La lógica de la sospecha que domina el derecho de asilo tiene efectos implacables porque está interiorizada en todos los niveles del procedimiento, incluso dentro de las asociaciones responsables de apoyar a los solicitantes de asilo. En términos más generales, las movilizaciones de las víctimas se construyen a través del complejo conjunto de cualificaciones y etiquetas tomadas, a veces arrancadas, de diferentes universos profesionales: cualificaciones médicas, jurídicas, políticas, administrativas, articuladas u opuestas entre sí, con el fin de probar la legitimidad de las demandas que impulsan (por ejemplo, cuando los familiares de los “desaparecidos” rechazan la declaración de la supuesta muerte a través de medios administrativos, con el fin de consolidar una incriminación jurídica).

Finalmente, agregamos que esta lógica de la prueba que atestigua la veracidad del discurso de la víctima requiere con frecuencia, y probablemente con más fuerza que en otros casos,[22] un uso y exposición particular de los cuerpos. Asesinado, torturado, marcado por cicatrices… el cuerpo de la víctima atestigua la verdad de la tortura y el sufrimiento padecido. Aunque esta exhibición de cuerpos sufrientes apoya las pretensiones de acceder al estatus de víctima, también hace posible que se le reproche cierto patetismo y búsqueda de compasión. Cabe destacar que ese cuerpo-prueba también es un tema central cuando está ausente, como en el caso de los desaparecidos chilenos. Paola Díaz y Carolina Gutiérrez muestran en el libro que, si bien la incertidumbre sobre el destino de los desaparecidos dificulta que se incrimine directamente a la dictadura, ello también hace difícil evaluar el alcance de la represión. De ahí la importancia de las acciones públicas que movilizan formas simbólicas que encarnan a los desaparecidos (fotos, objetos personales, siluetas dibujadas en las paredes, máscaras blancas…), así como de las excavaciones arqueológicas que tienen como fin identificar y contar cuerpos ocultos y dispersos. Las técnicas y las expresiones artísticas, así como el registro científico (y en particular las tecnologías de la investigación policial), están asociados al trabajo de significación en el que se compromete toda movilización para expresar públicamente su identidad y sus reivindicaciones.[23]

La conformación del colectivo

La cuestión de la agregación de las víctimas es decisiva en cualquier proceso de movilización que involucra la constitución y la consistencia colectiva del grupo que protesta. Lejos de ser transparente o evidente –y basarse, por ejemplo, en una experiencia común de violencia o de sufrimiento a partir de la cual el compromiso fluiría de manera espontánea– el proceso por el que se forma y consolida un “grupo” de víctimas merece ser examinado y cuestionado. Ciertamente, como en el caso de la formación de cualquier grupo social, la formación de un grupo de víctimas se basa en un doble trabajo de “agrupamiento, inclusión y exclusión” y “definición y delimitación”.[24] Es probable que, a lo largo de ese proceso, se presenten especificidades o dificultades particulares.[25]

Primeramente, la definición y delimitación de lo que podría considerarse como el grupo de víctimas pertinentes constituye un desafío ya que puede darse una competencia entre actores que disputan entre sí por ese rol y que tienen un poder desigual. Además, deben considerarse los cambios que pueden darse a lo largo del tiempo. Jérôme Valluy lo demuestra claramente en el caso de los solicitantes de asilo que aspiran a ser reconocidos como víctimas oficiales. La figura ejemplar del refugiado político que huye de una dictadura, encarnada en la década de 1970 por la oposición chilena o por el boat-people indochino, ha sido sustituida por la del migrante indocumentado sospechoso de invocar una falsa persecución para establecerse indebidamente en Francia. Poco a poco se ha ido imponiendo una nueva definición más restrictiva del “buen” solicitante de asilo susceptible de obtener el estatuto de refugiado, que es aún más potente en cuanto es compartida por los actores –sean estos institucionales o bien provenientes de asociaciones– que intervienen a lo largo de todo el procedimiento. Allí se produce un efecto de selección a priori que tiene como resultado la exclusión de aquellos que no se corresponden suficientemente con lo que podría llamarse la “buena forma” del refugiado, al decir de Boltanski. Otro ejemplo de estas luchas por la definición puede encontrarse en el caso del movimiento contra la doble condena (la práctica administrativa o judicial de deportar a los delincuentes extranjeros). Los activistas se enfrentan a la dificultad de mostrarse como víctimas de una legislación discriminatoria, como personas marcadas por el doble estigma de la nacionalidad extranjera y de su historia delictiva. En consecuencia, ellos basan sus argumentos públicos en el ejemplo de las “dobles penas” impuestas por delitos relativamente menores y con larga historia en Francia, en relación con los cuales la distancia aparece como algo particularmente injusto; al hacerlo, dejan de lado los casos de extranjeros que han cometido delitos graves, que han sido condenados a esa pena igualmente discriminatoria, pero que tienen menos probabilidades de atraer la simpatía de la “opinión pública”.[26]

Este último ejemplo muestra que los límites producidos externamente con la fuerza de una imposición que en ocasiones es muy importante por ser de tipo oficial están en conflicto con las definiciones que el grupo en cuestión da de sí mismo. El peso y la dinámica de estas oposiciones son particularmente evidentes cuando implican la puesta en juego de formas de reparación. Philippe Ponet muestra, a partir de finas observaciones etnográficas, cómo las historias y las reivindicaciones de las víctimas de accidentes deben ser confrontadas con las nomenclaturas y los procedimientos oficiales para obtener la categorización que hace posible la reparación de daños a la salud. Del mismo modo, Gwenola Le Naour y Sandrine Musso muestran cómo la expectativa de reparación y la concesión del estatus de víctima garantizado por la institución judicial condujeron a la asociación Femmes Positives a adoptar una definición de su causa (la de las mujeres infectadas por una pareja que conocía su estado seropositivo) que está en contradicción con la definición que prevalece en esa asociación de lucha contra el sida, que se construyó precisamente sobre la base del rechazo a la oposición entre víctimas y culpables.

También debe considerarse que el grupo victimizado puede adoptar una definición de sí mismo como parte de una verdadera estrategia de autopresentación que tenga como objetivo lograr la adhesión del público a su causa. Si bien el estatus de víctima tiene más probabilidades que otros de generar compasión y apoyo del público, también está sujeto a exigencias de credibilidad que parecen constituir un registro exclusivo, o, al menos, resultar difíciles de ser conciliadas con otros requisitos. Así lo demuestra el capítulo de Gaëlle Dequirez y Laurent Gayer a partir de los casos de los combatientes independentistas tamiles y khalistaníes cuyas reivindicaciones de la condición de víctima quedan en entredicho cuando son expresadas a través de discursos y prácticas principalmente violentos que desentonan con las expectativas y exigencias del público al que pretenden sensibilizar. La víctima, volveremos sobre esto luego, supone la pasividad como garantía de una forma de inocencia; el menor indicio de que haya podido contribuir al estallido de la violencia que tuvo que soportar contamina su situación con la posibilidad de su propia responsabilidad; se abre entonces la posibilidad de que se relativicen los daños sufridos y posiblemente se le retire el apoyo.[27]

Una movilización supone la unificación de un grupo a través de la homogeneización de sus componentes y la negación o atenuación de sus diferencias. La construcción de un grupo de víctimas no escapa a esa regla, y varios de los capítulos proporcionan ricas ilustraciones de las complejidades y ambigüedades de ese proceso. Los dos capítulos dedicados al caso chileno, escritos respectivamente por Daniela Cuadros Garland y Paola Díaz y Carolina Gutiérrez, muestran cómo la categoría de desaparecidos, y la movilización en su nombre, contribuyeron a ensamblar un “grupo” político e ideológico. El estandarte elegido, la lucha como víctima/pariente de víctimas, no es un producto autoevidente. En otros países que han atravesado el uso masivo de la técnica de la desaparición (el asesinato oculto como técnica dirigida a aterrorizar al entorno de la persona ausente) y una política de represión sistemática, el rechazo del estatus de víctima forma parte constitutiva de la movilización. Las Madres de Plaza de Mayo en Argentina, así como parte de la élite militante sudafricana antiapartheid (menos predispuesta al compromiso y menos exitosa en relación con ello), no colocaron al frente a sus víctimas, sino a sus héroes, a sus combatientes. Encontramos una expresión de esto en los discursos de las Madres de Plaza de Mayo:

Las Madres de Plaza de Mayo sabemos que nuestros hijos no están muertos: ellos viven en la lucha revolucionaria, en los sueños y en el compromiso revolucionario de otros jóvenes… Nosotras […] rechazamos las exhumaciones porque nuestros hijos no son cadáveres. Nuestros hijos están físicamente desaparecidos, pero viven en la lucha, en los ideales y en el compromiso de quienes luchan por la justicia y la liberación de sus pueblos. Los restos de nuestros hijos deben permanecer donde cayeron. No puede haber tumba que encierre a un revolucionario. […]. Rechazamos las reparaciones económicas y afirmamos que solo la vida vale la vida. Que la vida tiene valor solo cuando se pone al servicio de los demás […]. Quienes reciben [indemnizaciones] se prostituyen. Rechazamos placas y monumentos porque implican enterrar a los muertos. El único homenaje posible es levantar la bandera de la lucha y continuar ese camino.[28]

Cuando se elige la identidad de víctima, la contrapartida es frecuentemente una relativa despolitización de la causa. El término “despolitización” puede referirse aquí a la evitación de una postura política percibida como crítica, a la priorización de un registro entendido como consensual (moral, humanitario) y opuesto a la política, a la evitación de instancias de representación y alianzas partidarias, a la individualización de la relación con la política, etc. Como ya se ha dicho, y como lo subrayan las dos contribuciones mencionadas, así como las de Gaëlle Dequirez y Frédéric Vairel, el registro de la victimización no encaja fácilmente con otros registros militantes que suponen un compromiso activo en una dinámica agonística de la cual este exige apartarse. La categoría de víctima permite una generalización que excede, pero también borra, otras categorías como la de combatiente de una causa o militante de un cierto campo o tema.

Esta unificación a través de la universalización se apoya en recursos específicos. Los casos de Marruecos y Chile, una vez más, son particularmente esclarecedores (nótese que F. Vairel subraya lo importantes que fueron las movilizaciones latinoamericanas como fuente de inspiración para las asociaciones de víctimas marroquíes de la represión). La referencia a los derechos humanos, especialmente, es uno de esos instrumentos de probada eficacia que ayudan a generalizar la causa al alejarla de la especificidad de las cuestiones iniciales que plantean las víctimas. Del mismo modo, D. Cuadros Garland insiste en ello, la psicología y su nosología traumática permiten reunir en un único colectivo unificado los casos de sufrimientos individuales dispersos. Todavía más, este instrumento ofrece los medios para ampliar el grupo de víctimas pertinentes: estas ya no se limitan a las víctimas directas, a los opositores ejecutados por la dictadura, sino que también incluyen a sus familiares que sufren la pérdida de un ser querido y el dolor de la incertidumbre sobre las condiciones de su muerte.

De esta manera, la universalización es inseparable de la difusión de técnicas y dispositivos para establecer la prueba de la victimización, así como de una relativa homogeneización operada por los saberes profesionales. Hoy en día, por ejemplo, existe una gama de herramientas para gestionar el conflicto político que es ampliamente utilizada por las asociaciones que reclaman el estatus de víctima para sus miembros: las técnicas de identificación de los restos de familiares muertos o desaparecidos, así como las que permiten cuantificar los actos de violencia, se han normalizado y homogeneizado a escala internacional. La movilización de las víctimas y su compleja interrelación con el funcionamiento de diversos sectores profesionales –desde el derecho hasta la medicina forense y la “victimología”– pueden ser mejor comprendidas si se tiene en cuenta la circulación de un país a otro. Este nuevo “aire de tiempos favorables” para la víctima, tanto en los países industrializados como en muchos países que están saliendo de conflictos violentos, no es (solo) el resultado de una convergencia de imaginarios. También es el resultado de movilizaciones políticas y profesionales, muchas de las cuales se han prolongado por fuera del espacio nacional original.[29]

Los recursos especializados, altamente tecnificados y que requieren de los saberes profesionales, se difunden ampliamente y contribuyen a la diversificación a través de la especialización de los universos de militancia, al mismo tiempo que estimulan mecanismos para la conversión y la reconversión de las carreras militantes. Aquí, al igual que en otro tipo de casos, convertirse en un profesional de la causa que se defiende permite continuar la lucha original y redefinir sus modalidades. Esto es lo que ocurrió con los militantes de izquierda marroquíes o chilenos que se transformaron en profesionales de la defensa de los derechos humanos o en abogados especializados.

Como venimos sugiriendo, la consolidación de un “grupo” de víctimas no es un dato, sino que es un asunto problemático para quienes se movilizan. La unificación no es evidente por sí misma y puede resultar vulnerable a tensiones o clivajes internos o incluso puede ser imposible si la heterogeneidad inicial es insalvable. La teoría de la movilización de recursos, especialmente según Oberschall,[30] había subrayado en qué medida la cohesión interna y la organización de un grupo constituían un factor favorable para su movilización. Si bien eso se confirma en el libro por los numerosos casos presentados donde la movilización de las víctimas se basa en una organización, identidad o redes anteriores, también se confirma, pero a contrario, en los casos en los que los clivajes, los antagonismos o las diferencias sociales preexistentes son reavivados por los nuevos desafíos que llegan de la mano de la movilización. La competencia entre las víctimas (por utilizar la expresión de Jean-Michel Chaumont, pero privándola aquí del alcance moralizador que generalmente se le ha conferido[31]) se expresa mediante la evaluación mutua de los méritos y las desventajas, bajo la forma de una disputa por reconocimientos o reparaciones, y se enmarca en lógicas sociales específicas. Guillaume Mouralis y Stéphane Latté aportan ejemplos basados en casos muy distintos: la negativa de la RFA a indemnizar a los descendientes de junkers expropiados por el régimen alemán oriental despertó entre ellos una aguda crítica a los judíos que habían sido beneficiados por las reparaciones, mientras que, en el caso de la fábrica AZF, se observa cómo se exacerbó la oposición entre sus empleados y quienes vivían en las cercanías de la planta, todos afectados por la explosión, pero con visiones antagónicas de lo que estaba en juego en la movilización.

¿Qué es lo que la política habilita?

Con el paso del tiempo, aumenta la dificultad para afirmarse como grupo que reclama la identidad de víctima. Cuando el daño fue infligido hace mucho o cuando ella fue heredada a través de un pariente o de un antepasado, tal identidad –así como la del victimario–[32] puede ser legada y reapropiada por los individuos. Pero esa transmisión generacional no es automática. La cuestión de la homogeneización de los grupos movilizados en estos casos se ve reforzada por la perpetuación de aquella condición. Así, la cuestión de la construcción del colectivo no puede ser abordada sin mencionar la importancia de la asignación de una identidad de víctima por parte de otros grupos sociales. El trabajo de la sociología de la memoria se centró en este factor crucial destacado por M. Halbwachs: los recuerdos solo pueden reconstruirse a partir de los “marcos sociales” de referencia que estructuran los individuos.[33]

Pero la asignación de la condición de víctima por parte del entorno no solo toma la forma de una autorización para expresarse a través de ese estatus. A menudo también implica la exigencia de asumirse a sí mismos y a otros como víctimas con el fin de avalar las categorías de las políticas públicas, en detrimento de calificaciones consideradas más significativas políticamente (héroes, combatientes, militantes…). Es el caso de las políticas de duelo que, por ejemplo en Chile en los años 90, intentaron satisfacer (y quizás silenciar) una demanda de justicia buscando la verdad sobre la suerte de los desaparecidos sin imponer sanciones penales. Puede verse que el estatus de víctima, apoyado en beneficios simbólicos y materiales, siempre es concedido por otros y, en algunos casos, esto ocurre en contra de la voluntad de los propios beneficiarios.

El juego entre la reivindicación y la asignación pone en evidencia la dimensión paradójica de las movilizaciones de las víctimas ya que ese estatus presupone una cierta pasividad por parte de quien es reconocido de esa manera. Para ser reconocida como víctima, la persona que ha sufrido un daño debe demostrar que no ha contribuido de ninguna manera a provocarlo. La víctima, a menos que se niegue a sí misma como tal, no puede ser un actor del proceso que la produjo. Así, antes de ser un sujeto político, es un sujeto de imputación: una figura a la que se le atribuyen discursos y comportamientos y en cuyo nombre se toman posiciones. Uno de los mejores ejemplos de esta ambigüedad son las movilizaciones de prostitutas que rechazan la etiqueta de víctima que otros movimientos –especialmente los que tienen como objetivo la desaparición de la prostitución– tienden a atribuirles. La determinación de recuperar el control de su destino colectivo pasa por el rechazo de un estatus de víctima que legitima a otros, fuera de su grupo, para que hablen en su nombre y usurpen su voluntad.[34]

Con frecuencia la magnitud de los daños y de los sufrimientos padecidos abre dudas sobre la capacidad de la víctima para hablar y actuar por sí misma, para elaborar una narración verídica sobre lo que ha vivido y para tener un mínimo de lucidez acerca de su situación y de sus intereses. La calificación de un individuo o de un grupo como víctimas abre un gran espacio para la patología. Como muestra nuevamente el ejemplo de las prostitutas –quienes las definen como víctimas consideran que su actividad les genera vulnerabilidades y trastornos psicológicos– y el de las familias de los desaparecidos en América Latina, el sufrimiento, el pathos define la condición de la víctima.[35] Se presume que el sufrimiento perdura después del evento violento y que la emoción pasa a ser una cuestión dominante. Desde ese lugar se asume que cuando la víctima se moviliza está siendo “impulsada” por las razones de terceros o bien por su propia irracionalidad. A menudo las representaciones políticas y científicas sobre esta cuestión se inspiran en el psicoanálisis.[36]

Además de ser representada como pasiva, y a veces como complemento de esa primera imagen, la víctima movilizada es objeto de una sospecha (una sospecha moral). Si hace uso de ciertos recursos y echa mano de algún tipo de cálculo, su propia condición de víctima se debilita; una víctima estratega solo puede ser cínica, instrumentalizar su sufrimiento para servir a su interés particular y convertirse entonces en una víctima dudosa. Aquí encontramos uno de los rasgos tradicionales de la relación de las ciencias sociales con el sufrimiento y las emociones, criticado por Luc Boltanski[37] y detallado por Christophe Traïni en su capítulo sobre el tema: el carácter espontáneo y libre de las emociones suele ser puesto en cuestión para sacar a la luz las estrategias racionales que encubren.[38] Los análisis de las ciencias sociales han construido así una imagen de la “buena” víctima, que se ubica en un punto intermedio entre la inocencia intocable y el cinismo que instrumentaliza: la buena víctima es la que construye su sufrimiento en una causa, dándole un alcance general y haciendo posible la comparación con otros casos.

Las ciencias sociales se han acostumbrado a realizar ejercicios que agrupan todas las apariciones sociales contemporáneas de la “víctima” en una única figura asociada a una tendencia clara, unívoca y masiva en los países ricos, como cuando Antoine Garapon y Denis Salas subrayan, a partir de sus manifestaciones en el ámbito jurídico, las consecuencias en términos de desinstitucionalización,[39] o cuando Guillaume Erner habla del “victimismo”.[40] Desde esas miradas la multiplicación de las apariciones públicas de las víctimas (la recurrencia de esa figura) aparece como la señal de un “rechazo generalizado al sufrimiento”, de una desconfianza creciente hacia las instituciones,[41] de la deriva de una democracia sometida compulsivamente a la compasión. Y, debido a que la relación de caridad con la víctima tendería a reemplazar a la solidaridad, y ya que a la piedad le sigue la persecución, entonces, en consecuencia, es “la sociedad la que debería ser protegida de sus víctimas”.[42]

Sin negar las posibles articulaciones comunes entre diferentes expresiones de la figura de la víctima, en este libro preferimos, como Didier Fassin y Richard Rechtman, centrarnos en la diversidad y reconocer la complejidad y la ambivalencia de las “movilizaciones de víctimas”. Al constatar la inclinación de las víctimas movilizadas a competir entre sí, algunos análisis concluyen con rapidez que esas movilizaciones se inscriben en una lógica identitaria que lesionaría la cohesión de las sociedades democráticas y que, al mismo tiempo, sería la confirmación de una antropología utilitarista. En cambio, quisiéramos mostrar que esas movilizaciones, lejos de ser un signo de la “infrapolítica”,[43] son a menudo movilizaciones políticas, triviales, similares a otras, que los analistas se niegan a ver de ese modo; el observador pesimista de las sociedades contemporáneas a veces participa más que las propias víctimas de la supuesta unidad y coherencia del fenómeno victimario. Véase el caso de las Madres de Plaza de Mayo argentinas (las madres agrupadas tras Hebe de Bonafini): si bien ellas suelen aparecer como las pioneras de la era de las víctimas, siempre han recordado que su causa era plenamente política.

Las ciencias sociales, indudablemente atrapadas por su relación moral con la víctima como objeto de investigación, pero también preocupadas por dotar de eficacia política a sus reflexiones (con su distinción entre víctimas buenas y malas, o entre buenos y malos promotores de movilizaciones), han construido una grilla de lectura que va desde la denuncia de los “excesos” particularistas de quienes reclaman solo por el reconocimiento de su propia causa,[44] hasta la pintura de una compulsión compasiva y victimista de las democracias occidentales. De este modo, en parte, las ciencias sociales han inventado el fenómeno que pretendían describir. Además, en cierta medida lo han hecho para reforzar sus propias fronteras. El consenso que existe en el ámbito de las ciencias humanas y sociales para apuntar con el dedo al peligro que representan las reivindicaciones y las competencias entre las víctimas (independientemente de lo que digan las partes interesadas)[45] debe ser relacionado con un movimiento de defensa de las competencias profesionales. Cuando Christophe Prochasson denuncia la invasión del análisis histórico por los imperativos compasionales, tiene razón en poner el acento en la competencia entre historiadores profesionales “fríos” y los profesionales conformistas, sensibles en exceso, que avalan la historia producida por los “eruditos locales, autodidactas, devotos de la memoria familiar”.[46]

Priorizar la denuncia de las movilizaciones de víctimas en el campo de las ciencias sociales antes que su análisis, expresa lo mismo que expresa en el campo de la justicia la reticencia mostrada por los jueces con respecto a los procedimientos que dan mayor importancia a las víctimas: es la expresión de una defensa de los monopolios profesionales,[47] al mismo tiempo que una concepción de la labor de los especialistas. No es que no exista nada de aquello que describen los ensayos de este libro: la figura de la víctima se está cristalizando en la arena del derecho, se despliegan estrategias para conquistar poder que hacen un uso amplio y posiblemente interesado de ella, etc. Sin embargo, no todo se reduce a esa descripción. Si bien este libro no pretende que sea posible dejar completamente de lado la ambivalencia que implica una relación inevitablemente moral con las “víctimas”, al menos intenta afinarla…

Dando continuidad a un movimiento iniciado hace años, estas pistas invitan a la sociología de las movilizaciones a abordar bajo un nuevo ángulo la cuestión de las emociones,[48] evitando los obstáculos del psicologismo patologizante (que aprehende a los actores de la movilización como sujetos pasivos de las emociones que afloran) y del utilitarismo cínico (que concibe las emociones solo desde la perspectiva de su instrumentalización).[49] Este enfoque plantea lo que se ha descrito anteriormente como una trivialización del objeto “movilizaciones de víctimas”; esto hace posible privar a movimientos como los discutidos en este libro del atractivo de la supuesta excepcionalidad, a favor de un enfoque más sereno y, por lo tanto, más riguroso y realista desde el punto de vista sociológico.


  1. Puede encontrarse la versión original en francés de este texto bajo la siguiente referencia: Lefranc, Sandrine y Mathieu, Lilian (2009). “Introduction. De si probables mobilisations de victimes”. En S. Lefranc y L. Mathieu (eds.), Mobilisations de victimes (pp. 11-26). Rennes: Presses Universitaires de Rennes.
  2. G. Erner, La Société des victimes, París, La Découverte (Cahiers libres), 2006, pp. 9 y 13.
  3. Ibid. Véase también C. Eliacheff (psicoanalista) y D. Soulez Larivière (abogado), Le Temps des victimes, París, Albin Michel, 2007, o M. Richard, La République compassionnelle, París, Grasset, 2006.
  4. “El descubrimiento de esta memoria dolorosa es un hecho antropológico central en las sociedades contemporáneas”, D. Fassin y R. Rechtman, L’Empire du traumatisme. Enquête sur la condition de victime, París, Flammarion, 2007, p. 29.
  5. Sobre la importancia creciente de la figura de la víctima en el derecho, véase infra.
  6. Según modalidades que, sin embargo, no siempre conducen a una consagración. Véanse los textos de E. Claverie e I. Delpla en S. Lefranc (ed.), Après le conflit, la réconciliation?, París, M. Houdiard, 2006.
  7. Véase ibid. y S. Lefranc, “La consécration internationale de un pis-aller: une genèse des politiques de ‘réconciliation’”, en G. Mink y L. Neumayer, L’Europe et ses passés douloureux, París, La Découverte, 2007, pp. 233-247.
  8. D. Fassin y R. Rechtman, L’Empire du traumatisme, op. cit.
  9. La definición de esta violencia política no es evidente, sino que forma parte del mismo proceso de movilización. A modo de definición inicial, se puede considerar que designa cualquier forma de represión estatal que vaya más allá de los límites generalmente aceptados del mantenimiento del orden y, más ampliamente, a toda violencia política que recurra a medios “ilegítimos” o ilegales susceptibles de fundamentar el inicio de un proceso penal, y que a menudo se califica de “extrema”.
  10. A menudo es la ausencia de movilización colectiva y la falta de una constitución en causa lo que es considerado como una cuestión evidente, sobre todo en el contexto de las explicaciones psicológicas sobre las víctimas que son incapaces de hablar de su sufrimiento. Pero esta ausencia está tan poco problematizada como lo está la misma existencia de movilización.
  11. Inclusive, si optamos por una definición amplia y subjetiva del término “víctima”, la cuestión de sus movilizaciones forma parte de lo que suele abordar la sociología de los movimientos sociales, en todo caso, en el contexto de una configuración histórica particular y en el marco de una relación constitutiva con un Estado que ofrece dos caras: la de ser proveedor y árbitro, así como la de ser quien ejerce la coerción y es blanco de las movilizaciones.
  12. L. Boltanski, “La dénonciation publique”, en L’Amour et la justice comme compétences: trois essais de sociologie de l’action, París, Métailié, 1990.
  13. Las pruebas son dispositivos que permiten reconocer la relevancia relativa de los sujetos y especialmente evaluar la pertinencia de algunas de sus pretensiones o expectativas; véase L. Boltanski y L. Thévenot, De la justificación, París, Gallimard, 1991.
  14. L. Boltanski, La Souffrance à distance. Morale humanitaire, médias et politique. Paris, Métailié, 1993
  15. Sobre las interdependencias entre movimientos y contramovimientos, véase M. N. Zald, B. Useem, “Movement and Countermovement Interaction: Mobilization, Tactics, and State Involvement”, en J. D. McCarthy, M. N. Zald, Social Movement in an Organizational Society, New Brunswick, Transaction Books, 1987, y D. S. Meyer, S. Staggenborg, “Movements, Countermovements, and the Structure of Political Opportunity”, American Journal of Sociology, 101(6), 1996.
  16. Sobre la génesis y los usos de la noción de “trauma”, véase D. Fassin y R. Rechtman, L’Empire du traumatisme, op. cit.
  17. Sobre este punto, véase S. Lefranc, L. Mathieu y J. Siméant, “Les victimes écrivent leur Histoire”, introducción al dossier sobre este tema publicado en Raisons Politiques, n.º 30, 2008. Sin embargo, hay que señalar que las narraciones históricas de las “víctimas” y de sus eruditos no son necesariamente de baja calidad, algo que reconocerían incluso los especialistas en humanidades y ciencias sociales preocupados por separar a los profesionales de los aficionados que participan en los debates sobre el tema, por ejemplo C. Prochasson, L’Empire des émotions. Les historiens dans la mêlée, París, Démopolis, 2008.
  18. N. Christie habla de professional thieves (‘ladrones profesionales’), que roban sus conflictos a las víctimas, “Conflicts as Property”, British Journal of Criminology, pp. 1-15, 1977.
  19. Véase A. Garapon, F. Gros y T. Pech, Et ce sera justice: punir en démocratie, París, O. Jacob, 2001.
  20. Véase S. Lefranc, “Le mouvement pour la justice restauratrice. ‘An idea whose time has come’”, Droit et Société, 63/64, pp. 393-409, 2006.
  21. Notemos que el derecho puede ofrecer recursos a determinados grupos solamente cuando estos forman parte de un movimiento más amplio (a menudo, erróneamente considerado como unificado), tal como muestra el ejemplo de Femmes Positives desarrollado por G. Le Naour y S. Musso.
  22. Cf. el dossier dirigido por D. Memmi, “Le corps protestataire”, Sociétés Contemporaines, n.º 31, 1998.
  23. Cf. D. Snow, “Analyse de cadre et mouvements sociaux”, en D. Cefaï y D. Trom (ed.), Les Formes de l’action collective, París, EHESS, coll. “Raisons pratiques”, 2001, p. 27; sobre los usos militantes de las formas artísticas, cf. J. Balasinski y L. Mathieu (eds.), Art et contestation, Rennes, PUR, 2006.
  24. L. Boltanski, Les Cadres. La formation d’un groupe social, París, Éditions de Minuit, pp. 51-52, 1982.
  25. Esta cuestión de la producción y consistencia colectiva de las víctimas a través de su movilización también es abordada en S. Lefranc, L. Mathieu y J. Siméant, art. citado.
  26. Véase L. Mathieu, La Double peine. Histoire d’une lutte inachevée, París, La Dispute, 2006.
  27. Véase Y. Ternon, L’Innocence des victimes: au siècle des génocides, París, Desclée de Brouwer, 2001.
  28. “Nuestras consignas”, documento de las Madres de la Plaza de Mayo, sin fecha (segunda mitad de la década de 1980).
  29. Para una visión general de esta difusión internacional de las técnicas de pacificación luego de un conflicto político violento, véase S. Lefranc (ed.), Après le conflit…, op. cit.
  30. A. Oberschall, Social Conflict and Social Movements, Englewood Cliffs, Prentice-Hall, 1973.
  31. J.-M. Chaumont, La Concurrence des victimes: génocide, identité, reconnaissance, París, La Découverte, 1997
  32. P. Sichrovsky, Naître coupable, naître victime, París, Le Seuil, 1991.
  33. Véase M.-C. Lavabre, “M. Halbwachs et la sociologie de la mémoire”, Raison Présente, 128, 4.º trimestre de 1998, pp. 47-56; y M. Halbwachs, Les Cadres sociaux de la mémoire, París, Albin Michel, 1994 (1925), y La Mémoire collective, París, Albin Michel, 1997 (1950). Para una ilustración, véase J.-M. Dreyfus y S. Gensburger, Des camps dans Paris, Austerlitz, Lévitan, Bassano, juillet 1943-août 1944, París, Fayard, 2003.
  34. L. Mathieu, Mobilisations de prostituées, París, Belin, 2001.
  35. Véase la definición subjetiva utilizada por P. Braud, Violences politiques, París, Le Seuil (Points), 2004, p. 17: “La violencia existe porque hay sufrimiento. Es el rasgo característico de la víctima: sufre, pero ¿por qué? La violencia física es sin duda la causa de los daños corporales, la destrucción o la depredación material; pero lo que da sentido a estos hechos es el sufrimiento psicológico que ella implica”.
  36. Según los psicoanalistas, las familias de los desaparecidos experimentan una situación traumática caracterizada por la privatización del sufrimiento nacido de una pérdida indisociable del contexto social y por una deficiencia de la función del pensamiento y del lenguaje. Enfrentados a un “duelo especial” (bloqueado por la ausencia de premisas necesarias como el conocimiento de los hechos, la presencia del cuerpo y la existencia de rituales), sufrirían las consecuencias de una representación fantasmática del “muerto vivo” y se verían empujados a un “funcionamiento delirante” que puede implicar la negación o la elaboración melancólica del duelo. Cf. D. Kordon et al., La Impunidad. Una perspectiva psicosocial y clínica, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1995. Recordemos que las Madres de Plaza de Mayo habían sido nombradas como “locas” por el régimen militar.
  37. L. Boltanski, La Souffrance à distance, op. cit., pp. 127-128.
  38. Voir C. Traïni (dir.), Émotions… mobilisation!, París, Presses de Sciences-Po, 2009.
  39. Para A. Garapon, la omnipresencia actual de la lógica victimista amenaza el propio marco democrático al exasperar los conflictos y, en consecuencia, al dejar a la vista la insuficiencia de los referentes: “Esta forma sentimental y efusiva de hacer política se adecúa bien a una opinión pública huérfana de un conflicto central, que ya no logra representarse el lazo social de otra manera que no se base en el código binario agresor/víctima”, Le Gardien des promesses. Justice et démocratie, París, Odile Jacob, p. 95, 1996. Estas conclusiones recuerdan las palabras de P. Legendre, que lamenta la tendencia actual a la “psicologización” del derecho y a su desinstitucionalización, es decir, a la negación de “la función estructurante de la ley y del juez” (“Qui dit légiste, dit loi et pouvoir. Entretien avec Pierre Legendre”, Politix, 32, p. 31, 1995). Véase también D. Salas, La Volonté de punir: essai sur le populisme pénal, París, Hachette Littératures, 2005.
  40. G. Erner, La Société des victimes, op. cit., p. 13.
  41. Ibid., p. 127.
  42. Ibid., p. 191.
  43. Ibid., p. 177.
  44. Véase T. Todorov, L’Homme dépaysé, París, Le Seuil, 1996, y “La mémoire et ses abus”, Esprit, 193, 1993, pp. 34-44; P. Ricoeur, La Mémoire, l’histoire, l’oubli, París, Le Seuil, 2000.
  45. “Son pocos los que escapan al mandato” de la memoria, según C. Prochasson, L’Empire des émotions, op. cit, p. 139.
  46. Ibid., p. 126.
  47. Las jurisdicciones, para usar el término utilizado por A. Abbott, The System of Professions: An Essay on Division of Expert Labor, Chicago, University of Chicago Press, 1988.
  48. Véase por ejemplo, J. Goodwin, J. M. Jasper y F. Polletta, “The Return of the Repressed: the Fall and Rise of Emotions in Social Movement theory”, Mobilization, 5(1), 2000; J. Goodwin, J. M. Jasper y F. Poletta (eds.), Passionate Politics, Chicago, University of Chicago Press, 2001; “Special Issue: Emotions and Contentious Politics”, Mobilization, 7(2), 2002.
  49. Aunque la psicología de las multitudes de Le Bon y sus herederos se consideran ahora obsoletas, la idea de un compromiso provocado por una oleada emocional repentina también está presente en la teoría del “shock moral” defendida en particular por J. M. Jasper, The Art of Moral Protest, Chicago, Chicago University Press, 1997. Veáse C. Traïni, op. cit. y en particular la conclusión de S. Lefranc e I. Sommier sobre la dificultad de encontrar un denominador común en la teoría del shock moral. Véase también R. Aminzade y D. McAdam, “Emotions and Contentious Politics”, en R. Aminzade et al., Silence and Voice in the Study of Contentious Politics, Cambridge, Cambridge University Press, 2001.


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