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Capítulo V. Matrimonio de compromiso[1]

Ejército y Partido Conservador (1942-1960)

No nos une el amor sino el espanto.
Será por eso que la quiero tanto.

 

Jorge Luis Borges, “Buenos Aires”

La actitud política del grueso de los oficiales del ejército en la coyuntura decisiva de mediados de los cuarenta fue un factor decisivo en el origen del Estado transformista ecuatoriano. Los factores reseñados hasta aquí, la autonomía del ejército, la fragmentación de las oligarquías, el peso político del partido conservador y la moderación de las clases populares serían parte activa de la coyuntura al determinar las decisiones de los actores. Pero la incertidumbre y la multiplicidad de opciones eran reales; entre 1944 y 1946, el resultado pudo ser otro. El objetivo de este capítulo es mostrar por qué y cómo se impuso la solución ganadora. En situaciones parecidas de desgajamiento de los Estados oligárquicos en América Latina, la posición del núcleo dirigente de la oficialidad fue una variable independiente en el balance de fuerzas sociales que presidió el nacimiento de los Estados modernos. Todos los ejércitos se fraccionaron. Pero una fracción resultó vencedora y hay que explicar por qué.

En Guatemala, los militares encabezaron la década modernizadora que empezaría con la revolución de octubre de 1944. Pero, con el tiempo, la presión norteamericana posterior a la expropiación de la United Fruit Company, el creciente temor de los sectores medios ante la presencia comunista y el decidido activismo de la Iglesia católica hicieron cambiar de bando al grueso de la oficialidad:

En el caso de Guatemala se formó una coalición popular radical (que Arbenz representaba) con el control parcial del Estado pues el ejército nacional-policía no fueron nunca aliados ciertos de la revolución. En el momento decisivo de la crisis el ejército actuó como siempre lo hizo, se “movió” a la derecha y forzó la renuncia de Arbenz (Torres Rivas, 2011: 97).

El golpe de 1954 y la cruzada represiva que le siguió no fueron el fin de las alternativas históricas en Guatemala. El intento reformista del general Ydígoras Fuentes (1958-1963), esta vez sin el incómodo apoyo del Partido Guatemalteco de Trabajo –llamado a veces “democracia de la derecha”–, fue desplazado cuando amenazó permitir la candidatura presidencial de Juan José Arévalo. “El golpe militar de marzo de 1963 constituyó una prueba más de la incapacidad democrática de las fracciones duras de la burguesía y el ejército” (Torres Rivas, 2011: 89). La tragedia de un Estado autoritario y terrorista en Guatemala es impensable sin la subordinación de las fuerzas armadas a las oligarquías; jamás fue un simple brazo ejecutor de los dictados oligárquicos, pero, en perspectiva comparada, era un ejército claramente más dependiente.[2]

Si el capítulo anterior presentó las razones por las que el ejército ecuatoriano puede ser considerado relativamente “autónomo” de las oligarquías dominantes, especialmente las conservadoras, en este capítulo se presentan las razones por las que pactó con ellas. Describe también la naturaleza y los términos del pacto. En Ecuador hubiera podido producirse una alianza política similar a la que lideraron Jacobo Árbenz en Guatemala, Juan Domingo Perón en Argentina o Víctor Paz Estenssoro en Bolivia. Pero el grueso de la oficialidad optó por un acuerdo de conciliación con la oligarquía conservadora. A pesar de ello, las oligarquías no pudieron contar incondicionalmente con el ejército para desencadenar matanzas en regla cada vez que les pareciera necesario, como en la Guatemala de Carlos Castillo Armas o de Enrique Peralta Azurdia.

El capítulo se organiza en cinco secciones. En la primera se presentan las opciones políticas abiertas en la encrucijada de la Gloriosa en 1944; la opción nacionalista popular y la opción oligárquico-conservadora. Esta sección explica las razones por las que los militares eligieron la última. En la segunda sección se detallan los términos de la transacción entre militares y conservadores respecto al Estado laico, la autonomía de las fuerzas armadas, la libertad de sufragio y el papel político de la Iglesia; puntos sobre los que había girado una parte del conflicto entre ambos actores. En la tercera sección se argumenta que el matrimonio tuvo momentos de inestabilidad y grupos descontentos, pero al final fue respetado; resalta el carácter informal del compromiso y la naturaleza heterogénea de los actores que intervinieron en él. En la cuarta sección se abordan las consecuencias del acuerdo en la organización militar de los años cincuenta, esto es, la autonomía frente a los civiles, el proyecto de industrialización y la obsesión por la Guerra Fría. Finalmente, la quinta sección retoma el problema del compromiso entre militares y conservadores para explicar por qué reforzó el control de las oligarquías sobre el Estado en la década del cincuenta.

Cortejos y decisiones (1944-1945)

El compromiso con los conservadores no era la única opción luego de la humillante derrota en la guerra con el Perú. Un ejemplo histórico contemporáneo y similar siguió un camino diferente. El desastre militar en la guerra del Chaco (1932-1935) desacreditó la oligarquía gobernante de Bolivia ante los militares jóvenes tanto como el desastre militar ecuatoriano desacreditó a la oligarquía liberal gobernante en Ecuador. Pero en Bolivia, los jóvenes oficiales terminaron en brazos de varios experimentos nacionalistas antes de que recalaran en el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR). Los frentes antioligárquicos de los Gobiernos de Germán Busch (1936-1940) y Gualberto Villarroel (1943-1946) prefiguraron la alianza que haría la revolución del 9 de abril de 1952. La reacción oligárquica, el linchamiento de Villarroel y el desconocimiento del triunfo del MNR en 1951 agitarían los ánimos y radicalizarían la movilización.[3]

En Ecuador, el descrédito que entre los militares produjo el último experimento de la oligarquía liberal con Arroyo del Río hubiera podido empujar a los militares radicalizados hacia un nacionalismo corporativo, equidistante de liberales desacreditados y de comunistas disolventes. Tal alianza entre un ejército nacionalista dominado por oficiales desligados del control directo de las oligarquías conservadoras, con sectores populares movilizados, tuvo sus partidarios en Ecuador. Lo que el MNR significó en Bolivia o el APRA en el Perú, países también con mayorías indígenas alejadas cultural y socialmente de los sectores medios, en Ecuador lo expresaron de forma frágil, intermitente y con grandes diferencias entre sí Luis Larrea Alba, líder del movimiento Vanguardia Revolucionaria Socialista Ecuatoriana (VRSE)[4], el general Alberto Enríquez Gallo, liberal cercano al socialismo, y, sobre todo, por el éxito que llegó a tener en Guayaquil, Carlos Guevara Moreno y su partido, Concentración de Fuerzas Populares (CFP).

El argumento del libro de Silvia Vega (2014 [1987]) sobre La Gloriosa es que en 1944 había condiciones objetivas de una “situación revolucionaria” que hubiera podido conducir a una revolución socialista. Pero fallaron las “condiciones subjetivas”, es decir, la conducción revolucionaria de los partidos de izquierda. Mi argumento es que las condiciones en el Ecuador no autorizaban una revolución socialista; sin embargo, no era inviable una alianza “nacionalista” y reformista radical, cuyo centro hubiera podido ser el ejército. Pero no cuajó.

¿Por qué, entonces, los militares ecuatorianos optaron por los conservadores? Las razones se confunden con el desenlace de La Gloriosa, que derrocó en medio de un alzamiento militar y un alzamiento popular a Carlos Alberto Arroyo del Río el 28 de mayo de 1944. En dicho episodio confluyeron militares jóvenes, conservadores y comunistas. Velasco Ibarra diría en una de sus célebres frases que la revolución de mayo de 1944 unió al fraile y al comunista bajo una misma bandera.[5] Pero la verdad es que los comunistas fueron rápidamente descartados, y los convidados al banquete final fueron solo los frailes. Los hitos básicos del desplazamiento fueron dos: el autogolpe de Estado de marzo de 1946, que le permitió a Velasco Ibarra desembarazarse de sus incómodos aliados a la izquierda, y la convocatoria a elecciones de una nueva Asamblea Constituyente en 1946, que le permitió escoger a sus invitados exclusivamente a su derecha. El último día de diciembre de 1946 se promulgó la nueva Constitución aprobada por primera vez en el siglo XX, con mayoría conservadora. Para la vieja historia de conflictivas relaciones de más odio que amor entre conservadores y militares, el golpe de marzo representó el compromiso de matrimonio, mientras que la aprobación de la Constitución fue el matrimonio de compromiso.

El giro a la derecha de 1946 no solo contó con la explícita complicidad militar (era imposible el autogolpe de marzo de 1946 sin los militares), sino que fue validado en las urnas. En las elecciones para la Constituyente de 1944-1945, la izquierda convenció a Velasco Ibarra de añadir a los 58 representantes provinciales, 34 representantes funcionales. La izquierda obtuvo su mejor resultado electoral de la historia del siglo XX (18 socialistas y 4 comunistas entre los representantes elegidos), y los conservadores, uno de sus peores (entre conservadores y velasquistas obtuvieron 20 representantes provinciales). Los representantes funcionales, por su parte, eran mayoritariamente socialistas (13), comunistas (4) y liberales (13); es decir, 30 sobre 34. Las izquierdas dominaron la Asamblea (Becker, 2007). En junio de 1946, el vuelco electoral sería completo: los conservadores ganaron ampliamente 33 representantes provinciales sobre 62 (Vega, 2014 [1987]: 15; Norris, 2004 [1993]: II, 15-16 y 36-37). De acuerdo a cifras oficiales, hubo más de 200 mil votantes inscritos en esas elecciones, la cifra más alta hasta el momento (en las elecciones de 1944 hubo 130 mil votantes), y el Partido Conservador obtuvo 128 mil votos.[6]

Hay una relación directa entre los dos fenómenos, la complicidad militar y la victoria electoral conservadora. En pocas palabras, el ejército ecuatoriano se decantó a favor de un acuerdo con los conservadores porque el peligro potencial que suponía la radicalización popular pudo ser conjurado por la combinación virtuosa de la colaboración entre Velasco Ibarra y el Partido del Orden. Ambos actores políticos, Velasco y el Partido Conservador, hacían un aporte propio y diferenciado a la contención de las bajas pasiones populares.

En primer lugar, es claro que el peso electoral y político de las izquierdas en 1944 era un fenómeno ocasional y frágil, mientras que el peso de las derechas conservadoras era estructural, es decir, un dato constante de la sociología electoral de la primera mitad del siglo XX. En la franja ciudadana políticamente activa, no solo los conservadores tenían en los años treinta la plena convicción de ser mayoría, o, al menos, una “respetable minoría”[7], sino que lo mismo opinaba una gran cantidad de observadores contemporáneos, liberales, socialistas, velasquistas o extranjeros.[8] A inicios de la década de 1940, el periódico católico todavía proclamaba, con una seguridad que no duraría, que “El Partido Conservador Ecuatoriano ha sido, es y será el partido de las mayorías”.[9] El Partido del Orden no ganaba siempre, pero lo hacía la mayor parte del tiempo. Solo el fraude, que asolaba al país, mantenía a los liberales en control del Estado.

Por lo general, los contemporáneos atribuían el peso político de los conservadores al influjo de la Iglesia católica y de su aparato. No es casual que la influencia católica fuera mayor en la Sierra, donde estaba la mayor cantidad de escuelas, mientras en la Costa el predominio de las escuelas fiscales era virtualmente completa, salvo en Guayaquil (anexo I.23). Como reconocía sin complejo alguno Wilfrido Loor en 1932 en las páginas del diario conservador:

El catolicismo influye por medio de los curas, no directamente en la política sino indirectamente en cuanto mejora las costumbres; los masones y comunistas influyen por sus periódicos, los gamonales por su prestigio y todos influyen contra todos en alguna forma: la opinión pública es el resultado de esa presión de curas, masones, liberales, socialistas, ateos, etc. Querer que no haya la presión moral de los curas, es decir la influencia de los voceros más autorizados del catolicismo en la moral pública es querer suprimir todo un partido político, es borrar de una plumada a los conservadores, es acabar con los gobiernos libres y formar gobiernos brutal, sincera y francamente brutales como el de Rusia, [y] Méjico.[10]

Sin embargo, los viejos métodos de dejar el trabajo de la campaña electoral a los curas iban perdiendo eficacia. Velasco Ibarra reconocía la importancia política y social del sentimiento religioso, pero percibía que las preocupaciones económicas ocupaban cada vez más el ánimo de los electores. La creciente inseguridad psicológica que creaba el nuevo orden económico, que libraba a cada uno a un océano de fuerzas impersonales y desconocidas, ponía lo económico en el centro de las preocupaciones. La pérdida de la fidelidad religiosa en la política era un gran problema. Los liberales habían contribuido con su política anticlerical a dejar el caballo desbocado. Para el gran caudillo, el peligro era quedarse sin nada con que controlar a las masas.[11]

Los conservadores insistían en la vieja fórmula. Recordaban en cada elección, aunque cada vez con menos éxito, los deberes de los católicos. Un manual del “buen elector católico”, destinado a instruir a los fieles en sus deberes políticos, se quejaba de que las derrotas electorales de las derechas mostraban que no todos los católicos tenían una idea clara de su deber (Ayala, 1944: 9-10). De hecho, en un apartado llamado “Exhortación de los Prelados de la Provincia Eclesiástica Ecuatoriana a los católicos”, los obispos de algunas provincias piden a los ciudadanos que se involucraran en las elecciones para diputados a la Asamblea Constituyente de 1944. Hay que contrarrestar las fuerzas del mal y elegir candidatos con convicciones católicas. El autor expresa la incomodidad conservadora ante el cambio de expectativas en los electores. Su reacción es condenar los intereses mundanos y llamar a una “sublimación” de la política:

[…] la política debe ser aquella que busque un bienestar colectivo y no solamente se inscriba a un partido o una figura, cuanto más general es la ventaja que se busca, más moral aparece la política y más auténtica; cuanto más se restringe ese bien a un individuo, a un partido, a una clase, la política se hace más inmoral (Ayala, 1944b: 15; énfasis en el texto).

Cuanto más pura y virginal, la política es más auténtica. Mientras más contaminada se encuentre por los intereses y egoísmos mundanos, más fuertemente hay que combatirla. Esa lucha desigual contra el profano materialismo de los electores se revelará inútil o, peor, contraproducente. Abrirá cada vez más la brecha entre los exhortos morales cada vez más vacíos a una política edulcorada y las plebeyas necesidades prácticas de los votantes.

Una parte de las filas conservadoras percibía que este viejo método electoral perdía eficacia. Puertas adentro ganaba terreno la idea de que por eso era por lo que muchos se iban al bando velasquista. Con completa lucidez, Luis Macías García le escribió a Jacinto Jijón y Caamaño en 1941:

Es una candidez el creer que con que salga en nuestro diario, por ejemplo: “no vayan niños al cine porque es pecado”, o algo por el estilo, ya hemos hecho una labor de propaganda para nuestro partido, formidable. Creo que deben existir periódicos políticos mas no religiosos. La religión a quien se le guardará los debidos respetos no debe aunarse con la política, por cuanto ya vemos los resultados: un descrédito para la una y una risa burlesca para la otra.[12]

El aporte de Velasco Ibarra consistió precisamente en ofrecer una fórmula remozada de control del radicalismo popular para sustituir el factor religioso que dejaba de surtir efecto. No es raro entonces que, en la coyuntura crítica de 1944, fuera Velasco Ibarra quien maniobrara el vuelco político con plena consciencia. En una entrevista concedida en 1975, al final de su vida, lo explicaría sin anestesia:

me encontré [al llegar al Ecuador en mayo de 1944] con que había una verdadera […] agitación caótica de orden comunista […]. Caos en las universidades, el ejército estaba un poco contagiado, oficiales estaban en el asunto, estudiantes que dirigían el tránsito en las calles, había una verdadera agitación comunista […]. Yo nombro para calmar un poco los ánimos […] a un Ministro de Izquierda de Educación Pública, para Previsión Social también otro socialista, pero procurando que no sean muy extremistas porque yo […] desde un principio comprendí el peligro (entrevista en Cuvi, 1977: 101-102).

En la coyuntura decisiva, José María Velasco Ibarra enajenó las masas a la opción nacionalista de los militares radicalizados. El nacionalismo popular se quedó sin el pueblo.

¿Cómo lo logró? En primer lugar, Velasco Ibarra era perfectamente consciente de que la tarea política del momento era ganar el favor popular en la calle. En la respuesta que el caudillo escribe a media centena de distinguidos cuencanos que lo habían apoyado en su convocatoria a la nueva Constituyente luego del golpe de Estado del 30 de marzo de 1946, dice:[13]

He admirado la hondura de la penetración en problemas nacionales, la serenidad del juicio, la visión total del incidente, el vigor con que contemplan los destinos de la República […]. A nuevos males, nuevos remedios. Necesitamos vencer en la calle la insidia sediciosa, el rumor canallesco, la huelga provocada artificiosamente. La historia impone este sacrificio. Vencer en la calle las nuevas formas de maldad y hacer que triunfen los valores de libertad, de familia, de honor y de orden público (en Los sucesos, 1946: II, 149; énfasis agregado).

En esos mismos días, en una carta al Partido Liberal, el caudillo le recriminaba que los liberales no entendían la política moderna, acostumbrados al fraude y al cabildeo, cuando había que gobernar de otro modo, “mezclándose con las masas y hablándoles el lenguaje que las oriente” (en Los sucesos, 1946: II, 252).

Las razones del éxito en la operación de control de la agitación obrera y popular serán explicadas con más detenimiento en la tercera parte de este libro. Desde la perspectiva adoptada en este capítulo, lo que interesa resaltar es que el éxito de Velasco Ibarra en aquietar las aguas agitadas de las demandas populares restó influencia y oportunidades a los militares nacionalistas radicalizados. Como en el peronismo, no es tanto la simpatía con socialistas y comunistas lo que llevó a sectores del ejército a liderar alianzas radicalizadas. Al contrario. Fue el temor a una situación incontrolable lo que obligó a tomar la iniciativa:

Perón partía de dos comprobaciones: la primera era que las masas obreras se encontraban, o bien desorganizadas o bien controladas por sindicatos generalmente dirigidos por la extrema izquierda; la segunda, que la legislación social era prácticamente inexistente y que las legítimas reivindicaciones de los trabajadores quedaban sin respuesta. La insensibilidad y la ceguera de las clases dirigentes junto a “la agitación comunista” podían llevar al país al borde de una guerra civil como la española. Había que reaccionar antes de que fuera demasiado tarde. El plan de acción de Perón incluía tres objetivos: realizar una política social generosa, “organizar a las masas” en los sindicatos, de los que serían excluidos los “extremistas”, e instaurar un Estado fuerte capaz de terminar con la lucha de clases y de hacer respetar sus decisiones (Rouquié, 1982 [1978]: II, 50).

Una parte de los oficiales del ejército ecuatoriano sabía también, al igual que los argentinos, como lo habían aprendido en las aulas dirigidas por los oficiales fascistas de la Misión Militar Italiana (1922-1940), que había que enfrentar la amenaza de las masas con una política social activa.[14] Pero la verdad es que la amenaza de los grupos subalternos era menor y, por lo tanto, el incentivo para privilegiar la alianza con ellos también era menor. En Ecuador, el acuerdo con los conservadores resultó una opción más atractiva.

No extraña, entonces, que, desde el golpe del 30 de marzo de 1946, el Partido Conservador cambiara bruscamente de discurso y empezara a elogiar al ejército:

Hubo un tiempo –por fortuna ido para siempre– en que el ejército fue el instrumento ciego de maquinaciones politiqueras y de criminales conciliábulos para frustrar las aspiraciones del pueblo […]. Pasaron ya esos tiempos y el ejército ecuatoriano actualmente constituye un honor para la Patria y es verdadera garantía para la tranquilidad social y para el sostenimiento de las instituciones republicanas. Los jefes y oficiales del ejército ecuatoriano son en los actuales momentos ejemplo de disciplina, de patriotismo y de honorabilidad.[15]

Los elogios perdurarían. En 1951 un comunicado oficial del Partido Conservador levantaría acta, lleno de satisfacción, del cambio político en el ejército:

El corazón de todo ecuatoriano de veras patriota, se llena de satisfacción y de orgullo al comprobar que cuando un militar ecuatoriano desenvaina su espada, no es para mancharla ni prostituirla auspiciando dictaduras, sino para abrillantarla y ennoblecerla amparando el orden constitucional y la libertad y pureza del sufragio.[16]

Faltó, entonces, el apremio radical desde abajo que sobró en la Argentina. Allí el sufragio universal masculino aprobado en 1912 abrió una auténtica caja de Pandora: el 64 % de la población nativa votó en las elecciones de 1916, contra el 20 % en 1910 (Rouquié, 1981 [1978]: I, 124).[17] En la conjura del peligro plebeyo, contaba también otra diferencia esencial: en Argentina nunca cuajó un “partido conservador de masas”, capaz de disputar en las calles el atractivo de la Unión Cívica Radical primero y del peronismo después. El intento de Lisandro de la Torre con el Partido Demócrata Progresista entre 1914 y 1916 murió sin gloria:

El fracaso de los conservadores modernos fue definitivo. La oligarquía, el grupo dirigente tradicional, jamás consiguió dar vida a una verdadera fuerza dirigente nacional capaz de medirse con los partidos populares. Las distintas transformaciones del conservadurismo no fueron más que coaliciones o ligas electorales sin futuro, sobre la base de agrupaciones locales embrionarias o celosas de su autonomía (Rouquié, 1981 [1978]: I, 70).

Los más lúcidos y osados de los dirigentes tradicionales argentinos no tuvieron más remedio que inmiscuirse dentro de los partidos populares, más impredecibles, a imagen y semejanza de los caudillos volubles que los conducían. La razón de fondo del contraste estribaba en un distinto papel de la Iglesia católica en Argentina, que careció siempre no solo del poderoso entronque popular y organizativo de la Iglesia católica ecuatoriana, sino sobre todo de la confianza mutua con una oligarquía predominantemente liberal y laica desde al menos 1880. Solo a partir de los años treinta, con la crisis del mundo liberal, la Iglesia argentina recuperaría el terreno perdido en los años de la república oligárquica (Di Stefano y Zanatta, 2009 [2000]: 364-486; especialmente p. 405; Zanatta, 1999; y Ben Plotkin, 2013 [1993]: 41-45). Como resultado, la Iglesia católica ecuatoriana desempeñó un papel esencial en la fidelidad de los sectores populares al Partido Conservador en la primera mitad del siglo XX, un papel que la Iglesia argentina no pudo igualar. En su lugar, la Iglesia argentina se encontró inesperadamente asociada al primer peronismo, que siempre reivindicó el mito de la “nación católica”, aunque se desmarcara violentamente de ella en la segunda administración de Perón (1952-1955). El papel político de la Iglesia ecuatoriana facilitó así la emergencia del velasquismo y la estabilidad conservadora en la Sierra. Su influjo benéfico para el control de las bajas pasiones populares sería reivindicado innumerables veces por el gran caudillo ecuatoriano.

La síntesis del argumento no es difícil de hacer: había menos presión desde abajo, la presión era menos radical y el peligro que emergía pudo ser conjurado por el velasquismo en su momento más apremiante. Pero, además, otra consideración pesaba entre los militares. Una solución “peronista” o “emenerrista” a la crisis implicaba una activa y permanente presencia militar en las contiendas políticas cotidianas. Esa participación era considerada, precisamente, la causa principal de la humillante derrota de 1941. Había que evitarla. Para los militares liberales, el compromiso con los conservadores ofrecía una mejor oportunidad de replegarse a los cuarteles, garantizar el orden y fortalecer las fronteras.

Compromiso (1946)

El “compromiso” y la metáfora del matrimonio no significan, obviamente, un documento firmado y aprobado en una mesa de negociaciones. Se trató de un tanteo progresivo en cada tema que servía para constatar hasta dónde aguantaba la tolerancia del otro. Ni los militares ni los conservadores eran cuerpos cerrados y homogéneos: no hubo unanimidad y siempre existieron voces discordantes. Lo esencial resta, no obstante, que los márgenes de tolerancia mutua se ensancharon bajo la presión de las nuevas prioridades fronterizas del ejército.

El compromiso consistió esencialmente en que los conservadores aceptaron el Estado laico y la intangibilidad del ejército, mientras que el ejército garantizaría el sufragio libre ateniéndose a cualquier resultado y aceptaría la libertad de la Iglesia para participar protagónicamente en la educación y en las elecciones. Para concertar estos acuerdos, se requirió toda la concentración del mago del compromiso y la transacción, el presidente José María Velasco Ibarra. Cuando las elecciones para la Asamblea Constituyente de junio de 1946 favorecieron abrumadoramente a los conservadores, las alarmas se encendieron. En una larga entrevista a Velasco publicada por El Comercio el 19 de julio de 1946, el periodista alude al temor que cundió entre los círculos liberales por el peligro de una Constitución conservadora. Velasco trata de calmar los ánimos: hay un “ambiente liberal” que moderaría al partido y evitaría exageraciones conservadoras. No estaban en 1869 ni en 1895, sino en “la hora de los pueblos” (en Los sucesos 1946: II, 437-442).

La corriente principal del Partido Conservador también se dio cuenta de que la enorme victoria electoral de junio de 1946 no podía ser utilizada como patente de corso para imponerse a todo trance. Carlos Arizaga Toral, diputado constituyente electo por Cuenca, afirma en una carta a Jacinto Jijón que tenían que ser cuidadosos. “Deben dejar que la Asamblea afronte con mucho tino los puntos difíciles que los liberales llaman conquistas del liberalismo”.

Esta misma situación de preeminencia dentro del campo electoral le coloca al Partido Conservador en un plano de superioridad y lo de desear sería que el Partido logre sacar de esta situación de preeminencia, todo el provecho que pueda, presentando en la Asamblea un frente de serenidad, sin intransigencias absurdas y haciendo elocuente demostración de cordura, patriotismo, trabajo y sacrificio, en tal forma que los mismos contrarios tengan que reconocer que los conservadores no son los cavernarios que se imaginan, sino gente tratable, comprensiva y con quienes no solamente se puede, sino que se debe hacer administración de verdadera reconstrucción nacional [énfasis en el texto]. [18]

Obviamente, no todos los conservadores pensaban igual. Velasco se dio cuenta del peligro. Personalmente se encargó de las negociaciones para tener una Constitución hecha a su medida, la misma medida que se ajustaba a la transición histórica que estaba presidiendo.[19] Velasco fue, mediante su intervención directa en las negociaciones para la aprobación de la Constitución de 1946, el operador del pacto entre conservadores y militares liberales.

Al Partido Conservador le costó 20 años de esfuerzos demostrar que se había modernizado lo suficiente para aceptar el Estado laico desde que lo proclamó oficialmente en el congreso de renovación partidaria de 1925.[20] Puede ser que los liberales se hubieran modernizado menos que los conservadores, como creen Hurtado (1997 [1977]: 143-147) y Bialek (1963: 85-86), o que los conservadores se acantonaran en un garcianismo intransigente, como creen Bustamante y Varas (1978: 51-59) o Julio Moreno (1928: 47); lo cierto es que había razones de fondo que impedían dejar el problema confesional atrás. Era un problema organizativo y de influencia política. La estructura de la Iglesia estaba en la raíz de la influencia electoral de los conservadores, que se veían forzados, por ello, a insistir en la defensa de los fueros de su principal herramienta electoral. Exactamente por la misma razón, los liberales debían oponerse a dejar a la Iglesia en libertad de acción. Es por ello por lo que el compromiso versó esencialmente sobre el Estado laico y, más específicamente, sobre la protección del papel de la Iglesia en la educación y la política electoral.

Mariano Suárez Veintimilla, hacia 1950, resumió a su modo los ejes del compromiso: por un lado, la abstención política de los militares y, por otro, la libertad de acción política de la Iglesia. Antes de 1946 la situación era exactamente inversa: más restricciones a la acción electoral de la Iglesia y un pleno involucramiento de los militares en la política cotidiana. Para Suárez Veintimilla, igual que no se impedía votar a los profesores alegando que ejercen influencia, no se podía impedir el ejercicio de su derecho cívico a los sacerdotes. Con los militares la situación era diferente:

Cuando se consignó en la Constitución la disposición en virtud de la cual las Fuerzas Armadas no tienen derecho a votar, se pensó en la necesidad de respetar la disciplina en el ejército y de evitar las odiosas y por desgracia frecuentes coacciones que el Gobierno ejercía sobre la clase militar, induciéndole a cometer muchos atropellos a la libertad de sufragio. Pero en cambio, se le concedió la representación funcional para que el ejército, mejor dicho, la Fuerza Pública, esté debidamente representada en el Congreso […]. No se puede comparar al Clero con la clase militar […] si se priva a los sacerdotes del derecho a votar se les privaría para toda la vida y sin que haya una razón justificativa para ello. [21]

Apenas aprobada la Constitución, el Directorio General del Partido Conservador hizo el inventario de sus concesiones al espíritu liberal, pero también de las que esperaba ver aceptadas por sus rivales de antaño. El conservatismo “habría podido proclamar la indisolubilidad del matrimonio y dar al traste con la enseñanza laica”. Sobre las razones por las que no lo hizo, se dijo:

El cáncer del divorcio ha penetrado demasiado hondamente en la sociedad para que sea dable el extirparlo […]. Merced a la mayoría conservadora, el divorcio ha desaparecido de la Constitución y desaparecerá de las Leyes cuando desaparezca de las costumbres.[22]

Del lado de las concesiones exigidas al liberalismo, los conservadores incluyeron, en primer lugar, el tema educativo. En las constituciones anteriores (de 1928, 1938, y 1945), la enseñanza se consideraba una función del Estado, cuando en realidad es un derecho paterno:

¡Función del Estado la docencia! Y por qué no el trabajo, el comercio, la industria. Entonces el dios Estado lo absorve [sic] todo […]. La nueva Constitución reconoce que el educar a los hijos es deber y derecho primarios de los padres, con lo cual ha asegurado la verdadera libertad de docencia.[23]

A partir de ahora, el Estado y las municipalidades podrían subvencionar las escuelas particulares, incluso religiosas. Y así lo hizo.[24] Osvaldo Albornoz (1963: 265-268) constata que a partir de 1944 la educación particular, y en especial la religiosa, empezó a vivir un auge debido al apoyo gubernamental. Si en 1939 las escuelas particulares eran el 7,7 % del total de escuelas del país, en 1962 llegaron a ser el 14,6 %. Los colegios particulares pasaron de ser el 32 % de los centros de educación secundaria en 1939, a constituir el 59,5 % en 1962. De esta manera, uno de los mecanismos más radicales que la revolución liberal había previsto para reducir la influencia política de los conservadores fue debilitado en aras de la moderación y la concordia. Por último, los conservadores se negaron a incluir la prohibición del voto y la intervención política de los sacerdotes, lo que dejaba la puerta abierta a su intervención electoral como “simples ciudadanos”.[25]

Una vez aceptados estos principios de participación electoral, se podía asegurar el fin del veto que el ejército liberal había puesto sobre las victorias electorales conservadoras. La figura institucional que concretó ese punto fue la creación de un Tribunal Electoral independiente del Ministerio del Interior. Así recordaba Mariano Suárez Veintimilla, años después, la importancia de este acuerdo:

[…] para obtener la libertad electoral nos pareció que el medio más adecuado era apoyar al Dr. Velasco […], alcanzada la libertad de sufragio desapareció el motivo que tuvo el Partido Conservador para apoyar al Dr. Velasco.[26]

En ninguno de los contrayentes primó el amor, sino el espanto. A lo largo de los meses que mediaron entre agosto y diciembre de 1946, el diario conservador El Debate destinó gran cantidad de artículos a demostrar que en todos los temas, el del divorcio, el de la escuela católica, el del laicismo en la educación, etc., seguía oponiéndose a la doctrina del liberalismo radical, pero que, en honor a la concordia, aceptaba hacer transacciones.[27]

El problema del laicismo fue el conflicto político del momento.[28] Pero no fue el único. La sucesión presidencial se convirtió en una prueba muy delicada. Con mayoría conservadora en la Constituyente, algunos querían nombrar un presidente conservador. Otros planteaban que había que ratificar a Velasco a pesar de sus exabruptos y su displicencia con el Partido. En los documentos preparatorios de la Asamblea General conservadora, previo a la Constituyente, se trató abundantemente “el problema presidencial”, es decir, elegir o no a Velasco Ibarra para seguir al mando por dos años. Una carta dirigida a la Asamblea y firmada por el jesuita Luis Mancero[29] plantea el dilema en su dimensión política y militar. Primero la política:

Me permito recordarles que, si es verdad innegable que [Velasco Ibarra] ha perdido mucho de su popularidad por sus errores, por sus violencias de temperamento, por sus colaboradores repudiados por el pueblo, etc.; es también mucha verdad que la campaña inmisericorde que le han hecho por todos los medios el izquierdismo y el radicalismo, ha contribuido inmensamente a enajenarle la voluntad del pueblo. Muy bien saben los Honorables Conservadores que esta campaña se la ha hecho por su conversión a las derechas, por la libertad religiosa que ha concedido, por la libertad de enseñanza que ha garantizado ampliamente, por la libertad de sufragio que ha dado, y que ha permitido vuestro triunfo, Honorables Legisladores Conservadores.

Lo más importante es que el ejército y otras fuerzas activas de la política nacional no lo aceptarían. Habría que imponerse a la fuerza:

[…] lo mejor es enemigo de lo bueno. Vuestro patriotismo indiscutible tal vez os aconseje formar de una vez un gobierno a satisfacción. ¿Contáis con seguridad con el apoyo del Ejército? ¿Tenéis vuestra prensa en condiciones de luchar con ventaja con esa jauría rabiosa de casi toda la prensa de la Nación? ¿Tenéis vuestras fuerzas suficientes y bien organizadas para enfrentarlas con todas las fuerzas contrarias? Es evidente que vais a desatar una lucha encarnizada y sin tregua. Pregunto: ¿Un pueblo empobrecido y desorganizado en todas sus instituciones, podrá soportar un estado de lucha y agitación, sin hundirse más en el caos? ¿Podrá acreditarse en semejantes circunstancias el partido conservador; ¿o más bien, no se expondrá al descrédito nacional?

Los argumentos racionales no alcanzaron. La Asamblea conservadora se dividió. Según una nota de primera plana del diario conservador basada en la conversación con un legislador del partido,[30] el Directorio General estudió la actitud que debía tomarse respecto a la “cuestión presidencial” en no menos de ocho sesiones distintas. La mayoría del Directorio estaba en contra de elegir a Velasco por dos años, aunque los consejeros y una parte del Directorio lo apoyaban. Convocada la Asamblea conservadora, que duró seis días, se vio que dos tercios de los diputados conservadores querían la continuidad de Velasco por dos años. Pero se vio el aspecto jurídico y se planteó que había que elegirlo como presidente provisional y convocar a elecciones de presidente definitivo. Si Velasco no aceptaba, había que designar a alguien del partido. Se enunciaron varios nombres, entre ellos el de Manuel Elicio Flor. La decisión de no elegir a Velasco se tomó en la Asamblea Conservadora con una mayoría muy pequeña. Se otorgó entonces al Directorio General, ampliado con los diputados, facultades para tomar resoluciones si nuevos elementos de juicio o factores intervenían. El sábado 10 se tomó la resolución de que los diputados conservadores debían votar según su opinión. Por eso no todos los diputados conservadores votaron por Velasco, entre ellos el presidente de la Constituyente, Mariano Suárez.[31]

Este último explicó elípticamente las razones de la resolución definitiva en una entrevista para el Diario Manabita transcrita en sus papeles personales:

Tal como se presentaron las circunstancias políticas de la tarde y de la noche del 10 de Agosto, la no reelección del Dr. Velasco podía producir un trastorno social y político de funestas consecuencias para el país. Así lo creyeron muchos Diputados conservadores y entre la disciplina partidista y la tranquilidad del país, se atuvieron a lo segundo. La actitud de esos Diputados simboliza el sacrificio que el Partido Conservador ha hecho en aras del bien público.[32]

¿Cuáles fueron esas “circunstancias políticas”? Un telegrama interno del Ministerio de Gobierno aclara lo que ocurrió aquel ajetreado 10 de agosto de 1946.[33] El Partido Conservador propuso la presidencia provisional a Velasco y le pedía cuatro ministros. Era inaceptable; era perder su honor. Cuando Velasco dejó la banda presidencial, las barras gritaban en protesta y una grandiosa manifestación calculada en 10 mil personas lo esperaba fuera del Congreso:

El Ejército se solidarizó con esta espontánea y magnífica expresión de la voluntad popular y oficiales militares ofreciéronle uno de los carros blindados para cuidar el orden público. […] Pueblo y Ejército tienen la resolución terminante y clara de presionar moralmente a la Asamblea Nacional para que ésta elija Presidente Constitucional definitivo al señor doctor Velasco Ibarra [énfasis agregado].

La crónica alegaba que el ejército no aceptaría un presidente conservador:

Un sector de la Asamblea ha candidatizado a un Conservador ingrato para los ideales populares del Ecuador y por esto el país entero no tolerará en ningún momento que se trate en esta forma de traicionar la expresa y clara voluntad del Pueblo Ecuatoriano respaldado por el Ejército y las fuerzas vivas de la policía.

Más claro que el agua. El 10 de agosto de 1946, tanques del ejército rodearon el local donde sesionaba la Asamblea Constituyente, sugiriendo con ello, delicadamente, en una maniobra orquestada por Carlos Guevara Moreno, que los militares no aceptarían la elección de Manuel Elicio Flor ni de ningún otro conservador como presidente de la República. Norris (2004 [1993]: II, 83) lo sintetiza diciendo que, si las Fuerzas Armadas intervinieron para la reelección de Velasco, “era en gran parte porque veían con aún menos agrado la perspectiva de un Presidente conservador”.[34]

Cualquier aprehensión desapareció mágicamente de la superficie pública de la política: la Asamblea se allanó, prefirió compartir el poder y ratificó a Velasco Ibarra como primer mandatario hasta el 1 de septiembre de 1948 (Norris, 2004 [1993]: II, 38-40; el episodio también es mencionado por Blanksten, 1950: 101). El acuerdo no duraría, y en agosto de 1947 Velasco Ibarra sería desalojado del poder por el ministro de Defensa Carlos Mancheno, que formaba parte de los mismos militares que maniobraron para encumbrarlo.

Rebrotes (1947-1954)

No todos los militares liberales aceptaron el acuerdo con los conservadores. Aunque la década de 1950 culminó establemente con tres presidentes entregando su banda presidencial al sucesor elegido en las urnas, no todo fue armonía y paz en un matrimonio mal avenido.

Los rumores de conspiraciones de militares descontentos jalonaron toda la década. Casi siempre el rumor estuvo asociado al conflicto entre militares y conservadores. Apenas aprobada la Constitución de 1946 y, sobre todo, apenas designado el director del Partido Conservador y presidente de la Asamblea Constituyente, Mariano Suárez Veintimilla, como vicepresidente de la República, se produjo el primer incidente. Al día siguiente de la elección de Suárez, un militar, el comandante Aurelio Alarte, fue detenido, y luego liberado, por propalar rumores de un golpe para nombrar jefe de Estado al exministro de Defensa, coronel Carlos Mancheno. Menos de un mes después, el ministro de Gobierno, el conservador Benjamín Terán Varea, denunció ante el Congreso una conspiración de militares en servicio pasivo, y se detuvo a 12 oficiales de baja graduación.[35] El 13 de marzo de 1947, una revuelta militar más seria fue descubierta en Riobamba. Según informaciones del ministro de Gobierno (entonces liberal y originario de Riobamba), estaban implicados tanto el general Enríquez Gallo como el presidente de la junta liberal de la provincia.[36]

Quizás el confuso episodio de la segunda defenestración de Velasco Ibarra en agosto de 1947, que culminó el ciclo de rumores y conspiraciones posteriores a la aprobación de la Constitución de 1946, sea uno de los mejores testimonios del compromiso entre los militares liberales y el Partido Conservador. Atestigua también las dudas de varios oficiales. El protagonista del golpe contra Velasco Ibarra fue el coronel Carlos Mancheno, hasta entonces el más velasquista de los militares. Ministro de Defensa durante casi todo el segundo velasquismo, había sido el principal operador del golpe de Estado contra las izquierdas en marzo de 1946. Era también el militar que rodeó de tanques la Asamblea Constituyente en agosto de 1946 para forzar la elección de Velasco Ibarra contra la aspiración conservadora de nombrar presidente interino a Manuel Elicio Flor. Sus actuaciones expresaban bien, por tanto, el balance político “progresista” de los militares: ni un izquierdismo peligroso ni un conservadurismo ultramontano.

Todas las apariencias iniciales del golpe de agosto de 1947 eran las de una reacción liberal contra los conservadores.[37] Luego de exigir la renuncia de Velasco el 23 de agosto, Mancheno declaró la dictadura, llamó a todos los partidos a formar parte de su gabinete, con excepción del Partido Conservador, y, lo que es más significativo, derogó la Constitución de 1946 y puso en vigencia la de 1906. Parecía una reedición de la década de 1930. Pero las condiciones eran otras, especial, pero no únicamente, en el ejército. Mariano Suárez Veintimilla, vicepresidente en funciones, se negó a renunciar y reclamó el título de sucesor legítimo del presidente depuesto. Suárez fue primero apresado y luego liberado, lo que mostró un Gobierno vacilante. Lo que ocurría era que grupos políticos importantes del país se opusieron a un golpe que interrumpía los preparativos para las elecciones de 1948. Se opuso incluso una fracción del partido liberal que apoyaba a Galo Plaza Lasso y tenía expectativas de triunfo, que en efecto se concretaron (ver anexo I.10; sobre este episodio, ver las recientemente publicadas memorias de Mariano Suárez Veintimilla, 2018: 109-115).

Lo que terminó con la dictadura de Mancheno en menos de una semana fue la reacción del ejército en Ambato, Guaranda y Riobamba. A ellos se sumaron movimientos de tropas en Carchi e Imbabura. Luego de enfrentamientos armados en el centro de la Sierra entre tropas leales a Mancheno y tropas civilistas dirigidas por el coronel Ángel Baquero Dávila, el factor inmediatamente decisivo fue el pronunciamiento de la guarnición de Guayaquil comandada por el mayor Girón. La división en el seno del ejército, a diferencia de lo que había sucedido en el medio siglo de vida política anterior, terminó por sostener el derecho de un vicepresidente conservador a asumir el mando interinamente.[38]

El grueso del Partido Conservador apoyó, una vez más, la transacción. Luego del desenlace, se multiplicaron las expresiones de entusiasmo conservador por el ejército y el fin de los cuartelazos. Mariano Suárez, en un discurso de la campaña de 1948, diría:

Y sea esta la oportunidad para recomendar a la admiración y gratitud de los ecuatorianos la actitud de las Fuerzas Armadas de mi Patria y de las Guardias Civiles, cuya pulcritud y sincero patriotismo están salvando las instituciones y afirmando el prestigio y el decoro de la República, fincado hoy el mantenimiento del régimen constitucional. Gloria y honor al soldado ecuatoriano cuya espada y cuyo fusil son ya la garantía de honor y de seguridad para la Patria.[39]

Samuel Fitch (1977: 19) resume el significado del acontecimiento desde la perspectiva de los militares:

Entre esta generación de oficiales había una profunda convicción de que la causa fundamental de la derrota de 1941 era la larga historia ecuatoriana de interferencia militar en política y de interferencia política en los asuntos estrictamente militares.

Para los militares ecuatorianos de esa generación, el enorme esfuerzo de profesionalización y tecnificación del ejército iniciado con la Revolución Juliana y con el apoyo de la Misión Militar Italiana se vio neutralizado por la intromisión de la política. Una prueba de esta lectura de las razones de la derrota de 1941 es el tardío testimonio de un oficial (la entrevista fue realizada en los años setenta) reproducido por Samuel Fitch (1977: 102):

La inestabilidad política de los años treinta fue la razón fundamental de que el país sufriera semejante desmembramiento territorial. Desafortunadamente el país era más conocido por sus golpes de Estado que como un país respetuoso de la Constitución y las leyes. Si hubiéramos estado mejor organizados y se hubiera respetado la Constitución, la situación hubiera sido diferente.[40]

Consecuente con este diagnóstico, las prioridades del ejército cambiaron. Por ello, a pesar de las reticencias, la mayoría de los militares liberales se avino con los conservadores. La oposición del ejército al “manchenazo” de 1947 fue la plena ratificación del compromiso. La transacción de la Constituyente de 1946 había convencido a la mayoría de militares que los conservadores mantendrían su política de moderación y el ejército podría dedicarse a sus asuntos, prepararse y organizarse en la frontera. La vía fue allanada para que asumiera la presidencia de la República el primer conservador desde la revolución liberal de 1895. Pero el apoyo militar no incluía la instalación de un gobierno conservador duradero: Suárez Veintimilla debía renunciar y cumplió su palabra. El 16 de septiembre, el Congreso Extraordinario convocado expresamente para el efecto designó al liberal guayaquileño Carlos Julio Arosemena para terminar el período de Velasco hasta agosto de 1948.

No sería el último sobresalto, pero, desde 1947 en adelante, el “peligro conservador” dejó de obsesionar a una oficialidad a la que cada vez le ajustaba menos la identidad “liberal” y laica. Quizás el sacramento final del compromiso entre militares y conservadores sea que por primera vez en 1955 un informe del Ministerio de Defensa mencionó el servicio religioso dentro de las filas. Luego de décadas de intensa desconfianza, Velasco Ibarra consiguió el funcionamiento de capellanías en los repartos militares fronterizos (Menéndez Gilbert, 1955: 31).[41]

El tercer velasquismo (1952-1956) debió enfrentar tres insubordinaciones, todas relacionadas con las desconfianzas entre los altos oficiales del ejército y los ministros conservadores. El más grave de ellos ocurrió en diciembre de 1954 cuando el Estado Mayor del ejército y el coronel Reinaldo Varea Donoso, ministro de Defensa, recomendaron la renuncia de Jaime Nebot Velasco, ministro de Economía, por sus actitudes antimilitares. Al final, Varea renunció y Velasco se trasladó a Guayaquil donde tenía mayor apoyo popular, mientras la insubordinación tenía su centro en Quito (Fitch, 1977: 42-44; Norris, 2004 [1993]: II, 164). Los militares demandaban recursos económicos para el equipamiento y la defensa. La oposición al gasto del ministro conservador (en realidad socialcristiano) se hizo en nombre de la estabilidad y de la prudencia fiscal. Junto a Nebot se alinearía el principal ministro conservador del Gobierno, Camilo Ponce, quien a su vez tenía con Varea una conocida rivalidad. Conservadores contra militares; en el centro de la controversia, el costo del rearme del ejército.[42]

Existe otro episodio revelador de la misma fría desconfianza entre conservadores y militares. Apenas conocido el ajustado triunfo electoral de Camilo Ponce en 1956 (ver anexo I.12), los rumores de golpe se instalaron. A inicios de agosto se produjo una asonada militar en Portoviejo, pronto sofocada.[43] El entonces teniente Marcos Gándara Enríquez cuenta una anécdota significativa:

[…] el oficial más antiguo de Estado Mayor nos reunió para informarnos que un conservador no podía ocupar la presidencia de la República. Yo era solamente un Teniente, pero fui el único que protestó, expresando que el ejército era nacional y no liberal y que había que respetar el dictamen de las urnas. Alguien debió correr con el chisme donde Ponce Enríquez, que de inmediato llamó al presidente Velasco Ibarra a darle las quejas, pidiendo que se investigara el asunto. Poco después el Subsecretario de Defensa Jorge Gortaire trató de averiguar los detalles del incidente, Gándara se negó rotundamente a delatar a su superior y todo terminó en nada.[44]

Sus protestas constitucionalistas deben ser relativizadas. En 1963, según su propio testimonio, reproducido por Pérez Pimentel, fue él, Gándara, quien abogó en las reuniones de oficiales por que los militares tomaran el poder dado que el presidente Arosemena estaba caído y el vicepresidente no era legítimo (ver al respecto también Fitch, 1977: 62). Gándara pasó a formar parte de la Junta Militar que tomó el poder en julio de ese año. Para mayores credenciales sobre la relatividad de su compromiso constitucionalista, hay que recordar que Gándara también apoyó la rebelión de la Artillería de Guayaquil que en mayo de 1944 asaltó el Cuartel de Carabineros y dio paso al derrocamiento del presidente constitucional Carlos Alberto Arroyo del Río. Acantonado en Riobamba, como teniente, se sublevó contra sus jefes y, junto con sus compañeros del batallón de artillería, rodeó el cuartel de carabineros de la ciudad.[45]

Lecciones duraderas

Al margen de las ocasionales indisciplinas, el acuerdo se mantuvo por más de una década. Si los conservadores hicieron concesiones para ser aceptados, ¿qué consiguieron los militares? Esta sección hace algunos apuntes sobre el cambio en la política militar de los años cincuenta, el momento de consolidación del transformismo ecuatoriano. Esta política se orientó por el diagnóstico oficial de las causas de la derrota de 1941. No existen (o yo no los he encontrado) documentos oficiales de acceso público que muestren los debates internos y las valoraciones que llevaron a diseñar la nueva estrategia militar que se implantaría en el país entre 1942 y 1960. Es seguro que existieron, pero no están disponibles al público, no al menos, hasta ahora, para este investigador.[46]

Nos queda inferir las lecciones de la derrota a partir de los cambios que se hicieron en la dirección, las prioridades y la estructura de la organización armada. Tres lecciones sacaron los militares. Ellas constituyen el trasfondo de su disposición a acordar una transacción con los conservadores. La primera lección fue que la derrota se debió a que los militares subordinaron sus tareas de preparación bélica y profesional a la conducción política del país. En los dos sentidos. Muchos de los mejores cuadros militares se distrajeron de la preparación militar y la defensa territorial para dedicarse a las labores de gobierno. Muchos políticos metían demasiadas manos dentro del ejército. Era urgente separar aguas. Uno de los cambios más importantes del ejército fue la “introspección” radical de la institución que la volvió impermeable, no a la política, como lo probarían las intervenciones de 1963, 1972, 1976 y varias veces más después de ellas, sino al escrutinio civil.

Fitch (1977: 19) piensa que, luego de la derrota de 1941, la más importante reforma militar consistió en reducir todas las formas de reclutamiento alternativas al sistema educativo y las academias militares. Con el incremento de los años de estudio y de la vida en común, habría crecido la importancia del espíritu corporativo, al tiempo que se redujo el peso del origen social y de las identificaciones con las estructuras sociales del mundo civil.

A lo largo del tiempo, la extensión y el fortalecimiento del proceso de socialización de los militares lleva al desarrollo de un nuevo sentimiento de identidad corporativa militar que supera las identificaciones derivadas de la estructura social civil.[47]

Fitch (1977: 32 y 34) reconoce que la profesionalización fue limitada. Los militares no podían resistir la “intromisión de los gobiernos con criterios puramente políticos” en sus asuntos internos. Sin embargo, el reclutamiento, las asignaciones, los ascensos, la mejora de la capacitación y la intensificación de la socialización en común fueron suficientes para fortalecer el espíritu de cuerpo. Estas prioridades fueron plenamente apoyadas por Manuel Elicio Flor, candidato presidencial conservador.

Yo quiero para mi amada Patria la máxima potencialidad militar que su población y riqueza lo permitan. Yo anhelo la preparación constante de las fuerzas armadas para no incurrir en el viejo y suicida error de fiarlo todo a la improvisación en medio del peligro.[48]

Las unánimes quejas de los oficiales frente a la “intromisión política” en sus “asuntos internos” no solo deben interpretarse como prueba de que perduraban las prácticas del pasado. Son también señal del aumento de la incomodidad ante la subordinación a un poder civil considerado incompetente y dañino. Se había achicado la vara para medir una “intromisión” en los asuntos militares.

La autonomización de la esfera militar fue el mensaje principal de la Ley de Defensa Nacional aprobada el 7 de julio de 1942, menos de un año después de la derrota. Mientras que en las leyes orgánicas anteriores el Ministerio de Defensa, es decir, el representante del presidente de la República, era la principal autoridad efectiva de las Fuerzas Armadas, a partir de la nueva ley sus atribuciones se reducen hasta convertirse en una especie de “enlace” con las autoridades civiles. Según la nueva ley, el Ministerio de Defensa es el encargado de dirigir y armonizar las labores “de acuerdo con las sugerencias del Consejo de Defensa Nacional y con la colaboración del Comandante Superior del ejército y aviación y del Jefe del Estado Mayor General” (art. 6). Más importante aún es que ejerce el mando a través del Comando Superior del ejército y aviación, del Estado Mayor General y de las Zonas Militares (Macías Núñez, 2008: 183).

Con el paso de los años, los órganos y mandos internos del ejército fueron asumiendo prácticamente todas las atribuciones operativas y estratégicas. En 1947 el Ministerio de Defensa dejó de ser el encargado de “Deportes, Oriente y Galápagos”[49] para ocuparse exclusivamente de materias militares. A partir de estos años, los informes del ministerio dejaron de presentar información detallada sobre casi cualquier tema relacionado con la institución, desde las pensiones de los oficiales hasta la lista de reparticiones militares existentes. Se produjo un verdadero “enclaustramiento” sobre sí mismos, por el cual la distancia con los políticos, pero más generalmente con los civiles, se hizo más grande. Para 1948, el otrora poderoso jefe máximo del ejército, el ministro de Defensa era un civil con poco conocimiento del tema que aceptó solo por la insistencia del presidente:

La resolución de los problemas técnicos ha sido confiada a las autoridades responsables de los mismos. Tales autoridades han actuado, en toda la amplitud de sus atribuciones jerárquicas, con la máxima independencia que exige su responsabilidad (Navarro, 1948: 9).

Este ministro no duraría, pero el traslado de funciones desde el ministerio hacia el mando operativo del ejército sí perduraría. Para el año siguiente, 1949, la mayoría de oficinas que anteriormente dependían del Ministerio de Defensa pasaron a ser dependientes del Estado Mayor General del ejército: personal y estadística, movilización, reclutamiento, servicio de inteligencia, instrucción, sanidad, veterinaria, comisariato, transmisiones, transportes, Escuela de Comando y Estado Mayor, el IGM (Díaz Granados, 1949: 25). Todas estas tareas recaían ahora plenamente en manos de la estructura militar interna. El proceso de introversión continuó durante la década de 1950:

De acuerdo al Reglamento Orgánico de 1955, actualmente en vigencia, la Comandancia General del Ejército ha asumido el control de todo el personal del Ejército, función que hasta hace poco no la tenía. Esta innovación que constituye la materialización de un anhelo de carácter técnico y profesional, pone a la Comandancia General del Ejército en el plano de Organismo Superior del Ejército, con funciones y atribuciones de Mando, Administración y Gobierno (Menéndez Gilbert, 1955: 35).[50]

El Estado Mayor General de cada fuerza y, luego, de las Fuerzas Armadas asumió desde entonces la autoridad efectiva, el control de la información y la responsabilidad operativa de las tareas de defensa. Se trató de una versión particularmente radicalizada de la “profesionalización” y alejamiento de la política preconizada en los años treinta. Solo que el “alejamiento de la política” se tradujo en realidad por “marcar distancias con todos los civiles”. Fue necesaria una guerra y una derrota para convencer al ejército y para hacer que los políticos –fueran liberales como Plaza, conservadores como Ponce, o liberales-conservadores como Velasco– aceptaran estas condiciones.

La segunda lección de la derrota fue que una defensa efectiva requiere una economía próspera. No hay ejército fuerte en un país débil. El ministro de Guerra explicó la falta de preparación para la guerra de 1941 por la falta de medios:

[…] esta falta de nexos no dependía sino de la poca disponibilidad de medios, pues nunca será demasiado repetir e insistir en que, desde mucho tiempo atrás, se hicieron las más absurdas omisiones en la provisión de insignificantes pedidos para el Ejército y la defensa nacional, llegándose al caso inverosímil no sólo de negarse lo indispensable (Romero, 1942: 141).

Continuaba la amarga queja del ministro:

Así nos sorprendió la invasión, así se produjo el hecho fatal, en momentos en que ya no era posible remediar la incuria pasada, ni construir con varilla de magos la defensa en la que no se quiso pensar, y a la que se le había negado el concurso económico y aún moral (Romero, 1942: 142).

La solución era una política industrial y un sostenido crecimiento económico:

Y, para esto, para llegar a la movilización de todas las energías nacionales, es indispensable dotar de lo menester no sólo a las Fuerzas Armadas, sino a la Nación misma, armonizando con leyes sabias y progresistas el fomento y desarrollo de su industria, de su comercio, de su red vial, creando nueva riqueza pública, forjando las bases de una robusta nacionalidad (Romero, 1942: 144).

La queja por fondos insuficientes es una constante en los informes de los ministros de Defensa en todo el período, casi sin excepción. Las quejas llegaban a pesar del notable esfuerzo presupuestario del país en temas de defensa después de la derrota. En 1950, la CEPAL mostraba que el peso relativo del presupuesto de defensa se duplicó entre 1941 y 1950 (cuadro 7).[51]

Cuadro 7. Distribución de los egresos del Estado (porcentaje del total), Ecuador, 1941 y 1950
1941 1950

Defensa

10,9 23,4

Economía

22,5 22,8

Educación

17,5 19,9

Previsión Social

7 9,3

Administración

16,6 13,7

Otros

25,5 10,9

Total

100 100

Fuente: datos de la asesoría fiscal del Ministerio del Tesoro, en CEPAL (2013 [1954]: 370).

Sin embargo, lo verdaderamente nuevo, según puede inferirse de las acciones posteriores del ejército, es que las fuerzas armadas llegaron a la conclusión de que no podían sencillamente esperar que todo el país se desarrollara y creciera económicamente para tener una defensa decente. Si el país no podía hacerlo inmediatamente, el ejército tenía el deber de sustituir a los agentes económicos en las áreas estratégicas. Esta tendencia venía de antes, pero el ambiente de posguerra alentó el crecimiento de las responsabilidades económicas y sociales del Estado. No fue algo privativo del Ecuador, sino una marca propia del orden económico acaudillado por la hegemonía norteamericana en el mundo. Los militares acompañaron y empujaron las políticas desarrollistas de todos los Gobiernos del período como una tarea propia de la defensa nacional.

Las empresas militares surgieron desde 1930 en servicios y abastecimientos, como la producción de ropa y calzado. Pero se requería más impulso:

Bien puede expresarse, con toda claridad, Honorables Legisladores, que el más grande fracaso de nuestra historia se debe en gran parte al nugatorio resultado que dieron los servicios[52] en los nefastos meses de julio y agosto de 1941. Las continuas restricciones al Presupuesto de Defensa Nacional tuvieron que provocar aquel derrumbamiento que se dejó sentir en la hora más crítica para la vida nacional (Romero, 1943: 44).

El argumento del ministro es que estos productos y servicios, en caso de guerra, se habrían visto cortados si dependían del exterior. Por eso se realizaron esfuerzos industriales para obtener dentro de las fronteras todo lo que fuera posible:

En este Taller [de maestranza] se ha reparado con éxito armamento y piezas para la Sección de Motores. Está por instalarse una pequeña planta de fundición, cuya utilidad es más evidente cada día. En este Taller se construyó una pistola tipo “C. Z.” que se presentó en la exposición realizada en el Colegio Mejía en el verano de 1948; y se han confeccionado tijeras, martillos, sierras y otras herramientas para el mismo Taller (Díaz Granados, 1949: 20).

Adicionalmente, se desarrolló una rama de actividades empresariales gracias al crecimiento desde fines de los años treinta del llamado Servicio Químico Nacional. Este servicio sería no solo el germen de las notables ramificaciones empresariales de las fuerzas armadas ecuatorianas, sino que las empujaría a demandar reiteradamente la creación de protecciones tributarias y arancelarias del Estado, como si fuera una especie de burguesía industrial en ascenso:

Los productos elaborados por el Servicio Químico Militar (cloro, clorato de potasio, sosa, pólvoras de cacería, jabones, cosméticos) han sufrido estancamiento en su expendio; lo cual proviene de la presencia en el mercado de similares más baratos. Para que la producción de este Servicio sea útil al País y, a la vez, permita mejorar las instalaciones de dicho Servicio, es menester que se promulgue leyes de protección industrial en beneficio de los productos del Servicio Químico […]. En los Talleres Mecánicos del Ministerio se han hecho importantes reparaciones en los transportes militares, en plantas eléctricas y motores. Los expertos de estos talleres han realizado también instalaciones mecánicas diversas. Se instalarán pronto una Fábrica de Calzado y una pequeña planta de fundición (Díaz Granados, 1949: 6).[53]

La tercera lección de la derrota se relaciona con la influencia de la Misión Militar Norteamericana en el contexto de la Guerra Fría. Se fijó con más claridad la prioridad contra los enemigos comunistas y sus aliados. Aquí tampoco hemos conseguido testimonios directos. Sabemos que un mes después de que el 14 de noviembre de 1940 se rescindiera el contrato con la Misión Militar Italiana, cuando todavía no se había secado la tinta de la rescisión, el 13 de diciembre, se había firmado en Washington un contrato para el apoyo de la Misión Militar de los Estados Unidos (Macías Núñez, 2008: 188). Demasiado rápido para ser casual.

El apoyo norteamericano fortaleció decisivamente la fuerza naval y la aviación, que siempre habían sido las parientes pobres del ejército y cuya falta había sido fatal en las jornadas de la guerra (Romero, 1942: 26). Como había ocurrido con los italianos, los norteamericanos se centraron en la educación, pero con una riqueza de medios y de oportunidades de formación que el fascismo italiano ni siquiera podía soñar con igualar. Los norteamericanos dirigieron y enseñaron todas las materias militares en la Escuela de Comando y Estado Mayor (Navarro, 1948: 36), asesoraron en la composición del Estado Mayor General de todos los ramos de las fuerzas armadas (Díaz Granados, 1949: 23) e intervinieron graciosa y generosamente en las compras de armas del Estado:

[Los miembros de la Misión] hacen frecuentes visitas a las Unidades de tropa, a las que imparten instrucción específica de acuerdo con el arma de la Unidad visitada, mediante academias de Oficiales, conferencias a toda la Unidad o exhibición de películas didácticas. El fruto de cada visita se resume en una serie de recomendaciones elevadas al conocimiento de las Autoridades Superiores, las cuales, utilizando dichas recomendaciones, imparten directivas a los Comandos y repartos que corresponda […]. [La Misión Naval] ha facilitado la adquisición de valiosos aparatos técnicos de que dispusieron las Fuerzas Norteamericanas en Salinas y en Seymour. Mediante su acertada y oportuna gestión, se ha conseguido la reparación de nuestros barcos en Panamá a precios inferiores a los normales (Díaz Granados, 1950: 14).

La única referencia a tareas de contrainsurgencia, pero también la primera en los informes que he revisado, apareció a mediados de los años cincuenta, por la creación de una unidad de inteligencia: “Se han realizado actividades de información y contra-información, de propaganda y contra-propaganda, de control estadístico, de seguridad del Estado” (Menéndez Gilbert, 1955: 26).

Aplicar las tres lecciones y resolver los problemas que ellas señalaban requería una paz civil que solo fue posible porque ahora los militares reconocieron el predominio conservador en las elecciones. A diferencia de los años treinta, esta vez permitieron la (relativamente) tranquila sucesión de Velasco Ibarra en 1952, en la más conservadora de sus presidencias, con el más conservador de sus gabinetes, y de Camilo Ponce, en 1956, el primer conservador en ganar las elecciones y posesionarse del cargo desde 1895. La tormenta del fin de la República liberal había terminado pacíficamente.


Resultado funcional: el rearme oligárquico

Una vez detallada la naturaleza del matrimonio, por qué fue de compromiso, quiénes fueron los contrayentes y cómo llegaron a la ceremonia, corresponde vincularlo con aquello que la historiografía marxista ecuatoriana llamó el “pacto oligárquico”. ¿Cómo se conectan lógica y teóricamente el compromiso realizado por unos actores (los militares y el Partido Conservador) con el control directo sobre el Estado de otros actores (las oligarquías regionales)?

En la historiografía ecuatoriana, los protagonistas de la controversia más conocida, Agustín Cueva (1998 [1972]) y Rafael Quintero (1997 [1980]: L), hablan de un “pacto” entre las oligarquías regionales en estos años.[54] Mientras que Cueva (1998 [1972]: 37) cree que la guerra de los Cuatro Días (1932) fue el momento decisivo que forzó a la transacción entre liberales y conservadores, y Quintero afirma que fue la elección de Velasco Ibarra en 1934, mi propuesta es que el factor realmente decisivo fue la guerra de 1941.

Quintero y Cueva tienen buenas razones para decir que algún tipo de transacción ocurrió en los años treinta. No solo los conservadores desistieron de acciones armadas, sino que varios dirigentes de ambos partidos llamaron repetidas veces a un acuerdo. En los treinta, los conservadores mostraron disposición a apoyar a candidatos moderadamente liberales como Neptalí Bonifaz, Velasco Ibarra o incluso al primer Arroyo del Río. Para varios de ellos, la razón principal era que había un peligro mayor. Como dice Remigio Crespo Toral en 1932, cuando se polarizaba la situación política luego de la elección de Neptalí Bonifaz:

Entiendo que la situación política va complicándose por la incomprensión de los liberales, sobre todo de los que gobiernan el país, los que no se preocupan sino del peligro conservador, siendo así que el único hoy sobre la escena es el peligro comunista. El liberalismo ciego no advierte que nosotros estamos en el mismo frente de ellos ante la gran amenaza de la convulsión social. Al proceder así ¿les guía siquiera el instinto de conservación? Las masas católicas representan el núcleo de la resistencia, y que los dueños de la política prescindan de ellas, les lleva al desastre y en él a todo el país.[55]

El tiempo estaba maduro para una transacción. Y, sin duda, Velasco Ibarra fue uno de los políticos que con mayor vigor llamaría, por razones parecidas, a un compromiso entre ambas doctrinas. Había que rescatar de ellas aquello que permitía afrontar mejor el ascenso de las masas, el principal problema del momento. Para Velasco, la religión era un poderoso factor de orden y estabilidad. Había que ganarse a las masas de un modo tal que no significara el debilitamiento de ese núcleo tan necesario. Por eso Velasco, en la mejor definición ideológica que jamás diera de sí mismo, se llamó “liberal de orden”.[56]

El partido liberal de Colombia reivindica la autonomía política del Estado para todo lo civil y político, administrativo y técnico; pero respeta las fuerzas religiosas como elemento de moralidad social. Los individuos liberales del Ecuador son rabiosamente antirreligiosos.[57]
Las conquistas laicas del partido liberal, de Alfaro, Plaza y Córdova, deben ser mantenidas y es una honra para el Ecuador haberlas obtenido con tanta anticipación en América y sin inundar en sangre el territorio patrio […]. Las instituciones laicas ecuatorianas no atacan la religión, defienden tan solo la conciencia.[58]

Sin embargo, hay razones poderosas para sostener que el pacto oligárquico no ocurrió en los años treinta a pesar de la multiplicación de las voces que clamaban por un acuerdo. Si la transacción hubiese ocurrido entonces, la década de 1930 no sería recordada por su crónica inestabilidad política. Es más probable que la transacción ocurriera después de esa década agitada. Esto se entiende así cuando se pone en el centro de la transacción no propiamente al Partido Liberal y al Conservador, sino a los militares liberales y a los católicos conservadores. El ejército era el factor real de poder que equilibraba el fiel de la balanza, no el Partido Liberal y mucho menos el Partido Socialista o el Comunista. El “pacto” se contrajo entre los factores de poder cuya distancia explica la inestabilidad de la década anterior. Los militares liberales solo aceptaron la “sinceridad” de la modernización de los conservadores luego de la derrota de 1941, del descrédito del último gran Gobierno liberal de Arroyo del Río y del desplazamiento de cualquier fórmula izquierdizante en la revolución de mayo de 1944. El momento culminante del compromiso fue la aprobación de la Constitución de 1946. Solo entonces se convencieron de que la modernización conservadora iba en serio.

Ahora bien, si los actores que llegaron al acuerdo fueron estos, ¿por qué se favorecieron las oligarquías? El resultado del compromiso fue la reconversión pacífica y lenta de las oligarquías regionales, que quedaron directamente al comando del Estado, casi sin intermediarios. Los estudios disponibles sobre los grupos empresariales y su influencia en las políticas públicas lo confirman.

En su trabajo sobre los empresarios ecuatorianos en los años setenta, Catherine Conaghan (1988: 60) compara desfavorablemente la autonomía alcanzada por los políticos civiles ecuatorianos frente a sus clases empresariales desde los años cincuenta, con la que habían conseguido los políticos chilenos, argentinos o uruguayos desde los años treinta. A diferencia del Cono Sur, en Ecuador el Estado estaba férreamente controlado por sus elites empresariales. Para esta autora, la razón estriba en que la presión rebelde era menos fuerte en Ecuador:

El carácter del Estado, así como del mercado forjaron posiciones estructurales diferentes de la burguesía en Ecuador y en el Cono Sur. En Chile, Uruguay, y Argentina, las demandas de la clase media por participación política y la emergencia de sindicatos militantes proveyeron argumentos para la ruptura de la política oligárquica […]. [En estos países] el Estado ya no podía ser visto como un instrumento confiable y siempre maleable en manos de los intereses de las clases dominantes. En Ecuador, la desintegración del Estado oligárquico no estaba tan avanzada cuando se inició el proceso de sustitución de importaciones (Conaghan, 1988: 60).[59]

Si el compromiso lo hicieron unos actores políticos, los militares y los conservadores, ¿cómo se entiende que su resultado favoreciera a otros actores económicos, las oligarquías regionales reconvertidas? Lo que ocurrió es que el pacto político tuvo como “resultado funcional”[60] la transacción entre oligarquías regionales. Aclaro inmediatamente el uso de la explicación funcionalista en este caso. El “resultado funcional” significa que el “efecto” del acuerdo entre militares y conservadores fue reforzar el control oligárquico sobre el Estado en los años cincuenta. Sin embargo, la “causa” inmediata fue que había unos militares interesados en abandonar la política para dedicarse a reforzar la defensa de la frontera frente a un enemigo externo cuyo peligro se veía ahora magnificado. Para lograrlo, debían dejar en manos civiles el control del Estado. Esas “manos civiles” fueron, naturalmente, las de los dirigentes de las clases económicamente dominantes. El “efecto” fue reforzar el control oligárquico sobre el Estado, pero la “causa” fue la derrota de 1941.


  1. Una versión previa de este capítulo se publicó en Ospina (2016).
  2. “En El Salvador y Guatemala el ejército era el Estado, pero no era ni propiedad ni instrumento de la oligarquía, sino su cómplice, socio o aliado porque sus diversas vertientes y sus intereses convergieron durante un largo período de tiempo para satisfacer funciones clasistas; pero sobre todo en los períodos de crisis, frente a las amenazas revolucionarias” (Torres Rivas, 2011: 314). La misma idea en Griffith y González (2007: 64) sobre El Salvador.
  3. Zavaleta (1988 [1977]; 1987 [1974]: 94-141); García Argañarás (1992a); Stefanoni (2014).
  4. Para un detalle de la historia y el programa de VRSE, Paz (1938), sobre la asociación entre Larrea Alba, Haya de la Torre y Carlos Luis Prestes, p. 121.
  5. “Ustedes no me pueden dar una revolución en el mundo que haya sido original como ésta en la que se dan la mano el fraile y el comunista”. Esta frase, a menudo citada, proviene de una entrevista publicada en El Comercio, 1 de julio de 1944, a propósito de la formación de la Confederación de Trabajadores del Ecuador, comunista, a la que pide ser tan original como el movimiento existente en el Ecuador (en Balance, 1946: 131).
  6. El Debate, 30 de julio de 1946. El giro político ya se había observado en las elecciones seccionales de fines de 1945, donde los conservadores ganaron abrumadoramente los gobiernos locales en proporción de 4 a 1 (Vega, 2014 [1987]: 176).
  7. Jacinto Jijón, Director y otros, “Manifiesto del Partido Conservador ecuatoriano”, en El Debate. Diario de la mañana, 24 de junio de 1934. Este manifiesto se publicó un día antes de ganar una “respetable minoría” en las elecciones legislativas para el Congreso que acompañaría al primer Gobierno de Velasco. En las elecciones a la Constituyente de 1938, los electores debían inscribirse en una de las tres tendencias políticas: conservadora, liberal y socialista. Aunque solo se inscribieron 102 mil electores (en 1933 lo estaban 243 mil), los conservadores fueron 40 mil, los liberales, 45 mil, y los socialistas, 15 mil (ver Gómez, 2014: 151-152). Solo el 38 % de los conservadores votó, mientras que el 90 % de los socialistas lo hizo.
  8. Entre los conservadores, cfr. Cfr. Bayardo, “El apoyo conservador a Velasco”, en El Debate. Diario de la mañana, 6 de noviembre de 1933. Jacinto Jijón y Caamaño (1929: I, 387) no tenía duda alguna: “Minoría fue el liberalismo en 1895 y lo sigue siendo; pues la política anticatólica […] repugna a la inmensa mayoría de los ciudadanos”. Jijón lo repitió en la campaña de 1940, en cfr. “Manifiesto del Sr. Jacinto Jijón y Caamaño”, El Telégrafo, 22 de diciembre de 1939. Entre los liberales, Concha Enríquez (1940: 98), Aurelio Bayas (1936: 7) y Alfredo Pareja Diezcanseco (1956: 38, 48 y 65). Entre los arnistas Jorge Salvador Lara (en Cuvi, 2012: 33) y entre los velasquistas, Jorge Juan (1936: 12-6). Un observador extranjero, que en su visita al país conversó con muchos liberales y con pocos conservadores, observa la misma preeminencia en 1948: Blanksten (1951: 19-21). Clotario Paz (1938: 64), dirigente de Vanguardia Socialista Revolucionaria, lo explica así refiriéndose a Bonifaz: “Ni como negar la creciente popularidad del dueño de todos los empleos del país en días de miseria, de aguda crisis”. El propio Velasco Ibarra reconoció el poder organizativo y el aporte de votos del Partido conservador, aunque con matices, varias veces en los años de su primera presidencia (República del Ecuador [1935]: 175, 176 y 207-8). En un registro diferente, el reciente libro de Guillermo Bustos (2017: especialmente pp. 366-71) confirma la hegemonía cultural conservadora y católica en el discurso histórico y la opinión pública sobre el pasado en Quito durante la primera mitad del siglo XX, que fijó los contornos de un culto a la nación anclado en el hispanismo y sostenido tanto en celebraciones estatales como en el discurso historiográfico dominante.
  9. El Debate, 14 de enero de 1940.
  10. “Las elecciones presidenciales”, en El Debate. Diario de la mañana, 11 de noviembre de 1932. Lo mismo constata el escritor liberal Concha Enríquez (1940: 61 y 76).
  11. “Tenemos en el Ecuador el obstáculo humano. Sin sustituirlas con sólida cultura moral, hemos destruido imprudentemente las tradiciones históricas y religiosas que fueron base de nuestra nacionalidad. Y hoy nos encontramos con el individuo ecuatoriano sin lógica y sin ética. No procedió así el docto liberalismo chileno” (en Balance, 1946: 453).
  12. Carta de Luis Macías a Jijón y Caamaño, Quito, 20 de febrero de 1941, en Archivo Histórico del Ministerio de Cultura, Sección Manuscritos, Colección Jijón y Caamaño, Carpeta JJC01928.
  13. La carta de los cuencanos decía: “[…] los propósitos de esta conspiración han sido los de destruir el culto religioso profesado por la mayoría de los ecuatorianos, eliminando a los representantes de dicha Religión, hacer desaparecer la familia, la sociedad conyugal; el derecho de propiedad pasaba a la historia, pues, se proclamaba el Socialismo de Estado y los mismos representantes del Poder Público hubieran caído víctimas del asesinato y del crimen” (en Los sucesos, 1946: II, 144).
  14. Evidencias de la influencia política en el ejército de este enfoque del “problema social”, propio de los oficiales fascistas que lideraron la Misión Militar Italiana entre 1922 y 1940, en “La misión militar italiana”, en Ejército Nacional, Número extraordinario, Año II, n.º 10, 1923, p. ix; Capitán Giovani Giurato, “El programa económico social de un partido político”, en Ejército Nacional, Número extraordinario, Año II, n.º 10, 1923, p. lvii-lviii; Comandante Jáuregui, “Los problemas sociales en la Academia de Guerra”, reseña de las enseñanzas del Capitán Giovani Giurato, en Ejército Nacional, Año II, n.º 14, 1923, p. 1229-31.
  15. “El Ejército Nacional”, El Debate, 2 de junio de 1946; ver también “Por el ejército ecuatoriano”, El Debate, 29 de julio de 1946.
  16. “El Directorio General del Partido Conservador a la Nación”, 3 de marzo de 1951, firman Ruperto Alarcón Falconí, director, y Mariano Suárez, subdirector, Archivo Histórico Ministerio de Cultura, Sección Manuscritos, Colección Mariano Suárez Veintimilla, SG.67.30, f. 29, p. 1.
  17. Las proporciones de la participación en las elecciones de la población total (incluidos extranjeros) en Argentina pasó de 9 % de la población total en 1910, antes de la Ley Sáenz Peña, al 30 % en 1916, cfr. Rouquié (1981 [1978]: I, 124). La enorme diferencia con Ecuador debe relacionarse con el colonialismo interno y con la proporción de analfabetos que en la Argentina de 1930 era de 20 % de la población adulta, mientras que en Ecuador, veinte años más tarde, en 1950, llegaba al 46 % de la Sierra, el 40 % de la Costa y el 58 % de la población de más de 10 años en el Oriente (CEPAL, 2013 [1954]: 562). Ver los datos de 1950 en el anexo I.2.
  18. Carta de Carlos Arízaga Toral, Cuenca, 6 de julio de 1946, a Jacinto Jijón y Caamaño, Archivo Histórico del Ministerio de Cultura, Sección Manuscritos, Colección Jacinto Jijón y Caamaño, Carpeta JJC01925, f. 61-61v.
  19. Una reseña detallada de las intervenciones del presidente ante la Asamblea Constituyente para lograr una Constitución a su medida y la receptividad mostrada por los conservadores ante sus observaciones, puede verse en Norris (2004 [1993]: II, 40-3).
  20. Sobre la aceptación del Estado laico, cfr. Programa (1926: 28, punto 4to); Respecto al ejército, Programa (1926: 31, punto 22do). Se aceptó, asimismo, la libertad de expresión, de imprenta, de asociación, la autonomía universitaria y el sufragio obligatorio.
  21. Es un documento borrador sin nombre de autor y sin fecha, escrito cuando Suárez era miembro del Tribunal Supremo Electoral, en Archivo Histórico del Ministerio de Cultura, Sección Manuscritos, Colección Mariano Suárez Veintimilla, SG.67.26 (ADQ.46, caja 3, carpeta 26), f. 23, pp. 1-2. El documento es presumiblemente de 1950.
  22. Archivo Histórico del Ministerio de Cultura, Sección Manuscritos, Fondo Mariano Suárez Veintimilla, SG.67.18, f. 51, pp. 2 y 4. El documento es presumiblemente de inicios de 1947.
  23. Archivo Histórico del Ministerio de Cultura, Sección Manuscritos, Fondo Mariano Suárez Veintimilla, SG.67.18, f. 51, p. 5.
  24. El compromiso de Velasco Ibarra con la libertad de enseñanza, esto es, con la libertad de la Iglesia para intervenir en la educación moderando el contenido del “laicismo”, ha sido analizado por Ayala (1995-1996) y Terán y Soasti (2006). Tal compromiso provenía de profundas convicciones íntimas del caudillo sobre la importancia de una orientación moral en la educación y de razones políticas coyunturales que buscaban limitar el poder del militante sindicato de educadores durante el segundo velasquismo (cfr. Terán y Soasti, 2006: 46-52).
  25. Las quejas liberales por esta concesión a los conservadores en la Constitución de 1946 durarían largo tiempo, cfr. “Los católicos y la política”, El Debate. Diario al servicio de la patria, 20 de marzo de 1948; y “La doctrina de la Iglesia sobre el voto”, El Debate. Diario al servicio de la patria, 3 de abril de 1948.
  26. Carta a Luis Enrique Villarreal, Quito, 17 de junio de 1960, Archivo Histórico Ministerio de Cultura, Sección Manuscritos, Colección Mariano Suárez Veintimilla, Carpeta SG.67.228. Sea o no una apreciación justa (por muy utilitaria) del vínculo que los unió por tantos años, lo cierto es que en las elecciones siguientes (1952 y 1960), el Partido Conservador no lo apoyó, corrió con candidatos propios y perdió siempre. Recientemente, Raúl Zhingre (2015: 51-70) ha resaltado la importancia de la demanda de libertad electoral y respecto al sufragio en la participación conservadora durante La Gloriosa.
  27. Por ejemplo, “Laicismo antirreligioso y laicismo seglar”, El Debate, 13 de octubre de 1946. Sobre las transacciones que hicieron los conservadores respecto a la mención del laicismo en la Constitución, la intervención del Arzobispo Carlos María de la Torre y la presión de los militares, cfr. Suárez Veintimilla (2018: 104).
  28. En un comunicado fechado el 22 de enero de 1947, el Directorio del Partido Conservador reconocía que las “dos disposiciones que más acaloradas controversias han suscitado [son] las concernientes a la familia y a la educación”, cfr. “El Directorio del Partido Conservador a la Nación”, El Debate. Diario al servicio de la patria, 24 de enero de 1947. De hecho, Velasco llegó a afirmar, seguramente con el cálculo de atenuar cualquier posible conflicto religioso, que la Constitución aprobada era “liberal”, algo que no agradó a los editores del periódico conservador: “Las reformas a la Constitución”, El Debate, 27 de diciembre de 1946.
  29. “Exposición reservada a los Honorables Legisladores Conservadores”, julio de 1946, en Archivo Histórico del Ministerio de Cultura, Sección Manuscritos, Fondo Mariano Suárez Veintimilla, SG.67.20, f. 35, pp. 1 y 2.
  30. “La Reelección del Dr. Velasco y la Actitud de Diputados Conservadores. No huvo [sic] indisciplina, ni defección”, El Debate, 13 de agosto de 1946.
  31. El recuerdo de un participante de Cotopaxi favorable a Velasco es ligeramente distinto. Luego de las elecciones de junio de 1946, los conservadores se dividieron sobre la reelección de Velasco. En contra, Ruperto Alarcón, Gabriel Luque Rhode, Luis Ortiz Bilbao. A favor, delegados del Azuay y Cotopaxi. “Al principio, Jacinto Jijón creía que sería inconveniente cambiar de Presidente, pero en la mañana del 10 de agosto, anunció a los demás que había hablado con El Señor, y que El Señor le había dicho que el candidato conservador debería ser Manuel Elicio Flor” (citado en Norris, 2004 [1993]: II, 36). Así, para este participante, en el fondo, la cosa se presentó como una cuestión de lealtad con su máximo dirigente.
  32. Archivo Histórico del Ministerio de Cultura, Sección Manuscritos, Fondo Mariano Suárez Veintimilla, SG.67.20, f. 49.
  33. “Explicación de una sorpresa. Telegrama oficial de la Presidencia de la República”, El Debate, 14 de agosto de 1946.
  34. El papel decisivo de los militares en estos episodios es señalado varias veces por Mariano Suárez Veintimilla en sus memorias, publicadas hace muy poco tiempo (2018: 101 y 103).
  35. El capitán Luis Cerón era el uniformado de más alta graduación. Entre los 12 detenidos, había 6 exsoldados; “Detenidos políticos confiesan su culpabilidad en los últimos hechos subversivos”, El Debate, Diario al servicio de la patria, 11 de febrero de 1947. Sobre la detención de Alarte, cfr. El Debate, Diario al servicio de la patria, 18 de enero de 1947.
  36. “Fue completamente debelado otro intento revolucionario”, El Debate, Diario al servicio de la patria, 15 de marzo de 1947; “General Enríquez es el responsable de los últimos acontecimientos políticos, asegura el Ministro de Gobierno”, El Debate, Diario al servicio de la patria, 19 de marzo de 1947; “No es revolución tramada en el Gabinete”, El Debate, Diario al servicio de la patria, 22 de marzo de 1947.
  37. Así lo interpretaban los conservadores: “Los líderes de la traición” y “El Ejército y la política”, El Debate, Diario al servicio de la patria, 7 de septiembre de 1947; “Cinismo”, El Debate, Diario al servicio de la patria, 22 de septiembre de 1947.
  38. El decreto que ponía en vigencia la Constitución de 1906 en “El texto del decreto de establecimiento de la Dictadura Militar”, El Debate, Diario al servicio de la patria, 28 de agosto de 1947; las declaraciones anticonservadoras de Mancheno en “Declaraciones para la prensa hechas por el coronel Mancheno” y “Trascendental comunicación del vicepresidente de la República al señor coronel Carlos Mancheno”, El Debate, Diario al servicio de la patria, 25 de agosto de 1947. Sobre la reacción militar contra el golpe en Carchi e Imbabura, “El movimiento constitucionalista en la provincia del Carchi”, El Debate, Diario al servicio de la patria, 7 de septiembre de 1947. La explicación de las batallas en la Sierra, en “Lo que me consta del momento político actual en la Capital”, El Debate, Diario al servicio de la patria, 19 de septiembre de 1947. Ver también el resumen en “Los acontecimientos de agosto y septiembre de 1947”, en El Debate, Diario al servicio de la patria, 5 de septiembre de 1948.
  39. “Al darle la bienvenida al Sr. Sotomayor y Luna, el Dr. Suárez V. En su transcendental discurso del domingo tuvo estas frases”, Patria, 11 de mayo de 1948. Otro ejemplo de panegírico conservador en “Alocución moral-militar”, Patria, 21 de mayo de 1948; un último ejemplo en las elecciones de 1948: “El Ejército y las Elecciones”, Patria, 16 de junio de 1948.
  40. No solo los militares ecuatorianos consideraban que la participación política había debilitado al ejército. Un informe militar peruano sobre la situación del ejército ecuatoriano previo a la guerra afirmaba: “su preparación militar es mediocre como así mismo el valor de sus cuadros superiores, los que en su mayor parte están contaminados por la política” (citado por Macías Núñez, 2008: V, 45; cfr. también Macías Núñez, 2007: IV, 153).
  41. Durante la presidencia de Camilo Ponce, la presencia de capellanes en los puestos militares volvería a ser cuestionada por militares retirados, como Carlos Mancheno, José María Plaza Lasso y Alberto Enríquez Gallo, cfr. “Capellanías militares”, La Noticia, 1 de mayo de 1958, reproducido como hoja volante y disponible en Archivo Histórico del Ministerio de Cultura, Sección Manuscritos, Colección Mariano Suárez Veintimilla, SG.67.187.
  42. Siguiendo su norma de conducta política, Velasco Ibarra contemporizaría por debajo de la cuerda, aunque en el momento y en la superficie pública se mostrara inflexible: “Nebot y Ponce pronto salieron del gabinete. Constitucionalistas leales fueron promovidos y se ofrecieron garantías de que los planes para reorganizar y equipar las fuerzas armadas seguirían contando con total apoyo del gobierno” (Fitch, 1977: 44).
  43. “Las FF. AA repudian golpe sedicioso de Portoviejo”, El Combate, 7 de agosto de 1956; “Movimiento sedicioso se halla controlado”, El Combate, 8 de agosto de 1956.
  44. Citado en “Marcos Gándara Enríquez”, en Rodolfo Pérez Pimentel 1987. Diccionario Biográfico del Ecuador. 23 vols. Guayaquil: disponible en https://bit.ly/2THzeOV (consultado el 16 de septiembre de 2013).
  45. Sobre el episodio de mayo de 1944 en Riobamba, ver el relato de uno de los amotinados que menciona a Gándara en Girón (1945: 305-314).
  46. Por Decreto n.º 108, Reservado, del 12 de septiembre de 1941 se creó una Comisión Especial Investigadora sobre la guerra con el Perú cuyo informe no he podido encontrar hasta ahora (Romero, 1942: 41, Ochoa, 1976: 256-264). El ministro confirma lo evidente, que se hicieron estudios, análisis e interpretaciones para procesar los resultados de la derrota. El Estado Mayor General debía presentar un plan “para orientar la preparación de las Fuerzas Armadas, sentar las bases para su mejoramiento y fijar, de una vez por todas, las normas firmes que se traducirán en criterios definidos sobre su doctrina de guerra” (Romero, 1942: 30). Otro informe todavía secreto. La “politización” castrense de los años treinta figura como causa prominente de la derrota según militares influyentes como el coronel Ochoa (1976), comandante durante la guerra, y el general Gándara Enríquez (2000), de la generación que lideró el ejército luego de 1941.
  47. La ideología de cuerpo, propia de las fuerzas armadas, se enfatizó mucho más desde entonces: “La lealtad de los oficiales militares a la patria más que a cualquier gobierno en particular; el rol indispensable de las fuerzas armadas en la supervivencia del país; y la identidad especial de los oficiales, mantenidos aparte y en algunos aspectos, encima del resto de la sociedad” (Fitch, 1977: 20).
  48. El Debate. Diario al servicio de la patria, 7 de mayo de 1948. El mismo discurso en “Al hablar sobre el ejército, el día jueves el Dr. Manuel Elicio Flor hace vibrar los más delicados sentimientos patrios”, Patria, 8 de mayo de 1948.
  49. La atención a Galápagos se convirtió en un departamento dentro de la sección de Marina (Navarro, 1948: 60).
  50. Samuel Fitch (1977: 193, nota 39) presenta esta reforma de la siguiente manera: “La transferencia de las oficinas de presupuesto y personal desde el ministerio de defensa al estado mayor en 1956 fue otro importante paso en el proceso de reducción de la influencia política del gobierno”. En su análisis sobre el proceso técnico-político de toma de decisiones en el período 1959-1963, Hanson (1971: 199 y nota 49) considera a las siguientes como evidencias de la autonomía de los militares: ningún presidente tenía autoridad sobre el presupuesto de las Fuerzas Armadas, la información pública sobre organización y finanzas del Ministerio de Defensa era casi inexistente y la comisión encargada de aprobar las compras de equipos estaba formada por mayoría de militares.
  51. El aumento del gasto en equipamiento e infraestructura continuaría durante el tercer velasquismo (1952-1956) (Macías Núñez, 2008a: VI, 6-7). “El apoyo que brindó a las FFAA, particularmente al Ejército, fue realmente encomiable; pues creía en la vigencia de esta institución y la quería vigorosa, profesional y apolítica” (2008a: VI, 7).
  52. Los servicios a los que se refiere son comisariato, contabilidad, vestuario, presupuesto, sanitario, transportes, construcciones.
  53. El pedido de protección arancelaria se repetiría (Navarro 1948: 12-3 y Díaz Granados 1950: 35).
  54. Aunque Quintero subraya que su posición sobre este punto es muy diferente a la de Cueva, el trabajo de Maiguashca y North (1991) insiste en que se trata solo de un énfasis menor. En lo esencial, para ambos el “pacto” es el mismo. A diferencia de esos autores clásicos, Valeria Coronel (2011: 712, 714 y 743) propone una interpretación heterodoxa: el período de inestabilidad política expresa menos el conflicto en las alturas que la insurgencia desde abajo, es decir, el crecimiento de las izquierdas y de los sectores populares movilizados. El “pacto” no se produjo, entonces, entre las clases dominantes de la Costa y la Sierra, sino entre el ejército y estas izquierdas para dar lugar a un Estado con fuerte influencia popular (posición similar mantiene Gómez, 2014: especialmente cap. II).
  55. Carta de Remigio Crespo Toral a Jijón y Caamaño, 11 de marzo de 1932 en Archivo Histórico del Ministerio de Cultura, Sección Manuscritos, Colección Jacinto Jijón y Caamaño, Carpeta JJC01916, f. 29.
  56. “[Velasco] se apresuró en manifestar su credo político: liberal de orden”. Cfr. E.L.A. “Una incógnita. Con motivo del régimen que se avecina”, El Debate. Diario de la mañana, 20 de agosto de 1934.
  57. El Tiempo, Bogotá, 15 de mayo de 1936, reproducido en El Telégrafo, 3 de junio de 1936.
  58. “Manifiesto que dirige a sus conciudadanos el señor Dr. José María Velasco Ibarra, candidato popular a la presidencia de la república”, El Telégrafo, 14 de diciembre de 1939.
  59. Otros estudios también confirman el control empresarial sobre el Estado entre 1950 y 1970; cfr. North (1985: 431-433, 438-439 y 444-445) y Hanson (1971: 214-221, 321-323 y 337).
  60. Cfr. Cohen (1986 [1978]: cap. 9, pp. 275-306).


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