Solo una cosa no hay. Es el olvido.
Dios, que salva el metal, salva la escoria
y cifra en Su profética memoria
las lunas que serán y las que han sido.
Jorge Luis Borges
Everness
En su esencia más íntima, despojado de todo accesorio secundario, el conjunto de instituciones formalmente encargadas de dirigir un país, lo que llamamos “Estado”, es la cristalización organizativa del balance del poder social en cualquier momento dado del tiempo. En ciertas coyunturas críticas, el balance se modifica sustancialmente y la cristalización se ajusta duraderamente. A diferencia de los ajustes cotidianos y los pequeños cambios más o menos amplios que el paso del tiempo exige a todas las cosas, de esas coyunturas críticas emergen estructuras más estables. Esta investigación empezó por identificar la coyuntura crítica del siglo XX, siguió por fijar los componentes del nuevo balance del poder social, y terminó por dibujar los principales trazos del perfil institucional resultante.
Conforme transcurría el siglo XX en Ecuador y en América Latina, la epidemia capitalista se difundía, el orden oligárquico se desestabilizaba y la lealtad subalterna a las clases dominantes se perdía. Paralelamente, el continente vivía los estragos de una transición en el sistema mundial, desde el orden conducido por el librecambio inglés, hasta el orden dirigido por el proteccionismo norteamericano. Pero, a diferencia de la mayor parte de Latinoamérica, el Ecuador se distinguió porque, en medio del naufragio oligárquico, prevalecieron transacciones camaleónicas y flexibles en el procesamiento de sus conflictos políticos y sociales. Tres características de sus actores sociales más relevantes se combinaron para asegurar el predominio de negociaciones intermitentes y cambiantes en lugar de la violencia y la represión.
La primera característica es que las oligarquías dominantes del país eran poco modernas, habían sido lenta y desigualmente transfiguradas por el capital y se encontraban profundamente atravesadas por la fragmentación regional. Debido a la fractura regional, el desarrollo capitalista las debilitó y reconfiguró sucesivamente. La oligarquía costeña se desintegró entre 1920 y 1945, mientras que la serrana se fortaleció. Por el contrario, entre 1945 y 1960 se recompuso la oligarquía costeña mientras la serrana se debilitaba. El desfase cronológico facilitó la negociación y permitió que se turnaran en asegurar el orden social sin perder nunca por completo el control del país. Hacia 1960, al final de la transición, la nueva burguesía costeña era mucho más poderosa, más integrada verticalmente y más unificada que la serrana. La burguesía andina, por su parte, estaba menos articulada, pero sin llegar a dividirse en fracciones con intereses divergentes. La cronología desacoplada de su crisis y recomposición las predisponía para la transacción.
La segunda característica es que, entre las clases subalternas rurales –que constituían la abrumadora mayoría de la población del país–, al margen de importantes matices regionales y temporales, prevaleció la moderación y la dependencia ante las oligarquías dominantes. Las mayorías indígenas serranas, en tránsito a convertirse en minorías, se habían disuelto dentro de las haciendas tradicionales y, aunque se rebelaban localmente y se agitaban en la lucha cotidiana contra la dominación, no llegaron a desafiar seriamente su orden político, su poder social ni su economía moral. El cuestionamiento a la propiedad terrateniente llegó muy tarde, solamente a fines de los años cincuenta. Los campesinos costeños, mucho más ariscos y rebeldes, eran más amenazantes y, por tanto, fueron una preocupación más apremiante. Pero se contentaron con afirmar su autonomía en tierras todavía abiertas a la colonización pionera; solo cuestionaron seriamente la propiedad terrateniente cuando empezaron a ser desalojados de las tierras que arrendaban, a lo largo de la década de 1950.
La historia regionalmente fragmentada y temporalmente desacoplada de las clases dominantes se correspondió con una secuencia desfasada en la pérdida de la lealtad de las clases subalternas. En la Costa, desafiaron abiertamente la autoridad de sus superiores entre 1920 y 1945. Su lealtad se recompuso parcialmente entre 1945 y 1960, sobre todo entre los jornaleros asalariados, apaciguados por el paternalismo de las grandes plantaciones. Entre los colonos, arrendatarios, aparceros y pequeños agricultores independientes costeños que ocupaban las tierras abandonadas tras la debacle cacaotera, en cambio, creció la rebeldía conforme el aumento de los arriendos fue mutando en violentos intentos de desalojo. Entre los jornaleros también creció el descontento cuando, a fines de los años cincuenta, el costoso paternalismo de las plantaciones dejó de ser financieramente viable. En la Sierra, exactamente a la inversa, las clases subalternas evitaron desafiar abiertamente la autoridad terrateniente entre 1920 y 1945, para empezar a cuestionarla lentamente entre 1945 y 1960. Aunque la resistencia y el conflicto jalonaron la vida rural de la región en los años veinte y treinta, las luchas se dirigieron mucho más contra el Estado que contra las haciendas y los hacendados. El desafío al sistema señorial de autoridad de las haciendas serranas sería lento y molecular y asumiría formas conservadoras: reclamaba la preservación de las obligaciones de las haciendas tradicionales, el cumplimiento de sus deberes paternales y el regreso del “buen patrón”. A pesar de sus modales conservadores, los efectos destructivos del nuevo desafío indígena serían definitivos. El complejo político de las haciendas serranas terminó por ceder con la reforma agraria de 1964.
La tercera característica consiste en que, durante los años de transición, el ejército gozó de una relativa autonomía frente a las oligarquías dominantes. La oligarquía liberal costeña que lo había formado y monopolizado desde inicios del siglo XX se desintegró con la crisis cacaotera, abandonándolo huérfano y sin proyecto. La oligarquía conservadora serrana, rígidamente excluida de la oficialidad, pronto abandonó cualquier intento serio de forjar un ejército alternativo. Obviamente, la oficialidad no actuó de forma políticamente homogénea, sino que se fracturó en varias tendencias y vivió agudos conflictos internos. Pero los militares que finalmente controlaron el grueso de la institución optaron por pactar con las oligarquías conservadoras en transformación. El pacto no fue un cheque en blanco. Ese ejército políticamente autónomo demostró no estar dispuesto a obedecer cualquier orden ni aceptar cualquier Gobierno. Entre 1925 y 1945, quedó claro que la oligarquía conservadora católica, a pesar de su evidente importancia económica y de su descollante liderazgo sobre los subalternos de la región más poblada del país, tenía prohibido sentarse en el sillón presidencial. El ejército liberal lo impidió durante la agitada década de 1930, cuando sucesivos golpes de Estado evitaron la consumación de las victorias electorales conservadoras. Pero, al mismo tiempo, y a pesar de la evidente animadversión militar hacia la oligarquía católica serrana, ninguno pensó seriamente en expropiar las haciendas ni en desmontar de un solo tajo el régimen de servidumbre sobre el que descansaba, en última instancia, su poder social.
En eso llegó una de las contingencias más importantes de la formación del Estado transformista ecuatoriano. La lapidaria derrota en la guerra fronteriza con el Perú en julio de 1941 tomó al país desprevenido, confrontándolo con la improvisación y la vergüenza. El desastre militar desacreditó a lo que quedaba de la oligarquía liberal costeña en transformación, que dirigía el Gobierno en el momento de la debacle. En último análisis, el fracaso militar de 1941 convenció a la mayoría de oficiales liberales de la necesidad de algún tipo de acuerdo con el Partido Conservador.
El compromiso entre militares y conservadores en la segunda mitad de la década de 1940 se vio favorecido por la falta de apremios radicales. Velasco Ibarra logró neutralizarlos en su momento de mayor crecimiento, en mayo de 1944, remozando las banderas de la defensa del orden social con más arrastre popular que cualquiera de sus rivales. El pacto entre el ejército y las oligarquías conservadoras aseguró la estabilidad política a partir de 1946 y restó base social a movimientos nacionalistas radicalizados. El matrimonio de compromiso que se formalizó con la aprobación de la Constitución de 1946 garantizó la autonomía militar y el sufragio libre. Aunque preservó el núcleo del Estado laico, lo desfiguró al otorgar apoyo financiero público a la educación religiosa y al aceptar amplias libertades para la participación electoral de la Iglesia. Con todo, la autonomía política militar evitó que la fuerza represiva del Estado pudiera ser usada a voluntad por las oligarquías, sea para las matanzas de los rebeldes, sea para el ablandamiento de las oligarquías rivales de la región vecina. La moderación en las demandas subalternas y la dependencia que mostraron frente a sus superiores sociales hicieron también su contribución para limitar las violencias desenfrenadas del Estado.
Tal fue el balance de poder y conflicto que dio origen a un Estado poco proclive a la represión y particularmente apto para transacciones moderadas, repetidas y parciales. En situaciones análogas de transición al capitalismo, de crisis de la sociedad oligárquica y de sus mecanismos de reproducción del orden, combinaciones diferentes de características de estos tres grupos de actores sociales condujeron a la construcción de Estados capitalistas muy diferentes, con distintos mecanismos de transacción y en capacidad de ejercer mayores cuotas de violencia abierta. El valor explicativo de este modelo de interpretación, aplicado al Ecuador, se aprecia mejor en perspectiva latinoamericana comparada.
Tres “Estados liberales fuertes” emergieron del tránsito al capitalismo en América Latina; Estados que durante la transición hicieron gala de sistemas legales eficientes y negociaciones formales que eludieron, como en el Ecuador, la violencia política abierta. Estos tres países son ampliamente conocidos en la literatura especializada por su excepcionalidad: Chile, Uruguay y Costa Rica. Allí, a diferencia del Ecuador, las oligarquías estaban mucho más unificadas y conocieron una modernización económica capitalista más temprana. Esas oligarquías tampoco debieron enfrentar movilizaciones radicales de clases subalternas autónomas y amenazantes y pudieron aceptar el acuerdo con sectores medios emergentes favorables a la negociación. Por último, las oligarquías modernizadas controlaron con pocas fisuras las riendas del ejército, que no se fracturó duraderamente, aunque surgieran pequeños grupos de oficiales radicalizados y corporativistas. Fue una combinación que facilitó la formación de coaliciones partidarias que mediante la negociación formal evitaron los desbordes radicales y la polarización política. Dominó la autoridad civil y la transacción parlamentaria, de forma que dieron lugar a instituciones formales bastante fuertes para los estándares latinoamericanos.
Una combinación muy distinta ocurrió cuando las oligarquías, al igual que en Ecuador, estaban fragmentadas regionalmente, pero también verticalmente, de manera más clara, entre fracciones modernizadas y fracciones que oponían una resistencia activa a la modernización capitalista. Sobre todo, estos países, a diferencia de las combinaciones anteriores, debieron enfrentar la movilización tempestuosa y autónoma de obreros urbanos radicalizados o de campesinos armados. En estos países, una parte importante de la oficialidad de los ejércitos escapó al férreo control de las clases dominantes, y el aparato represivo del Estado se dividió, sea por la guerra revolucionaria, sea por los efectos acumulados de la inmigración en sus filas. En tales condiciones, hubo más violencia política, pero también más posibilidades de alianzas entre sectores radicalizados de los ejércitos fracturados y grupos de las clases subalternas movilizadas para romper la resistencia de los sectores más retardatarios de las oligarquías. Cuando la alianza tuvo éxito, se produjeron condiciones favorables para la emergencia de Estados corporativos, especialmente cuando las resistencias oligárquicas se consolidaron al calor de la crisis de 1930, que radicalizó las posiciones políticas y debilitó las oligarquías dominantes. Fue la situación en los grandes Estados federales, Argentina, México y Brasil.
Una cuarta combinación ocurrió cuando, tal como en el Ecuador, el impulso modernizador de las oligarquías fue débil, pero, a diferencia del Ecuador, la unificación nacional de las clases dominantes fue mayor. No solo existían distancias culturales y sociales abismales entre las oligarquías y las grandes masas rurales, sino que los indígenas y colonos ladinos exhibieron una autonomía y resistencia más que amenazantes. La resistencia se volvió violenta porque la expansión exportadora oligárquica conllevó el despojo de tierras de campesinos e indígenas. Oligarquías débiles y retardatarias se encontraron, entonces, con clases subalternas rebeldes y radicalizadas justo en el momento en que se desmontaban los controles sociales de las comunidades tradicionales. Grupos medios radicalizados que exigían participación política se vincularon a campesinos pobres que resistían el despojo agrario y se movilizaban con creciente autonomía. Pero, a diferencia de lo que ocurrió en los Estados corporativos, se mantuvo el control oligárquico sobre el ejército. Aquí y allá aparecieron fracciones de oficiales reformistas, pero fueron marginadas por el temor a un desborde radical. El trágico resultado fue el espectáculo de sociedades en guerra permanente donde las cadenas oligárquicas solo se quebraron cuando un sector apreciable de la Iglesia católica abandonó su complicidad con el orden aristocrático y apoyó las rebeliones armadas de una parte importante de los sectores medios y subalternos coaligados. Allí emergieron Estados militares terroristas que expresaron la tardía pervivencia del orden oligárquico. Es la historia de Guatemala, El Salvador y Nicaragua.
Esta breve y esquemática comparación de las transiciones sugiere la importancia del papel de cada una de las características de los tres actores sociales y su combinación. Oligarquías fragmentadas, en ausencia de desafíos autónomos y radicales de clases subalternas movilizadas, favorecen un tipo de Estado negociador, pero al mismo tiempo subordinado al control oligárquico. La débil y lenta modernización capitalista facilita la amplia difusión y la eficacia de los mecanismos transformistas. Pero, solo cuando las oligarquías carecen del control del ejército, se reduce sustancialmente la probabilidad de enfrentamientos armados interoligárquicos o la represión de los episodios de abierta rebeldía subalterna. Esta particular combinación creó en Ecuador condiciones favorables para que el Estado resultante expresara tanto la hegemonía oligárquica como su incapacidad para el ejercicio de la represión abierta. Prevaleció la función dirigente sobre la coercitiva. No obstante, a pesar del desarrollo de relaciones salariales y de la transformación de las oligarquías en burguesías, la política no era moderna y capitalista, sino conservadora y oligárquica, y por ello mismo, transformista.
No es suficiente un modelo explicativo que resalte la compleja ambivalencia de los Estados resultantes. Sabemos que todo Estado tiene fracturas internas. Que todo Estado hace concesiones a los dominados. Que todo Estado vive procesos sofisticados de negociación y tensión entre intereses contradictorios, entre poderes económicos, funcionarios y grupos subordinados. Todo ello desdibuja a veces el perfil de la dominación. Sabemos que ninguna dominación se basa exclusivamente en la violencia pura y la represión desenfrenada. El Estado chileno negocia, igual que el guatemalteco, pero no se parecen entre sí en las formas, el carácter, los mecanismos y los resultados de la negociación. El objetivo de este trabajo no era repetir lo que sabíamos, sino hacer la disección de las formas específicas de la negociación estatal y sus resultados en el Ecuador en un tiempo preciso.
El supuesto teórico subyacente es que las formas institucionales y las estructuras organizacionales de los Estados dependen de las características del balance de poder entre los principales actores sociales fuera del Estado. En el Ecuador tal balance incapacitó a cualquier grupo para ejercer una dominación exclusiva. La debilidad y la fragmentación oligárquicas restaban coherencia a sus proyectos económicos y organizativos. Pero, al mismo tiempo, los demás actores carecían del poder suficiente para sustituirlas. Las oligarquías quedaron al mando, pero debieron aceptar intermediarios políticos incómodos, como el velasquismo, y sustitutos temporales impredecibles, como los militares. La cristalización de semejante dominación en las instituciones estatales debía ser débil e intermitente. Las concesiones a los subalternos eran fragmentadas, localistas e incompletas. Además, se hacían de tal modo que reproducían la fragmentación local, individual y familiar de los grupos involucrados. Las concesiones así realizadas podían ser, y de hecho eran, menores que en los Estados liberales o corporativos, pero también eran menos frecuentes las matanzas y la represión. Los dominantes cedían algo y los pobres se conformaban con poco; en su cálculo de las cosas, era lo que podían conseguir.
Los rastros de este balance del poder social son perfectamente perceptibles en los aparatos organizativos del Estado ecuatoriano. Los servicios sociales más amplios llegaron a no más del 15 % de la población, mientras que en territorios alejados actuaban en su nombre intermediarios semiprivados. Aunque la presencia estatal era episódica, la forma en que los funcionarios intervenían en los conflictos y en la vida comunal reafirmaba la costumbre de la protección familiar y paternal de los hacendados. La impersonalidad burocrática desfallecía mientras que las reglas formales fallaban. Los funcionarios respondían a lealtades políticas fragmentadas y cambiantes, por lo que intervenían contradictoriamente en las negociaciones. Era como si el Estado tomara la forma despareja de las presiones que recibía; informe y flexible, cambiaba de opinión y de influencias ayudado por burócratas y amigos de todos los colores.
La forma en que se logró la desactivación del conflicto rural abierto que se había esparcido por la Sierra en los años veinte y treinta sirvió de rendija de observación de las negociaciones transformistas del Ministerio de Previsión Social y Trabajo (MPST). Esta oficina alentó la organización local, pero desalentó cualquier asociación supralocal. Aseguró la supervisión paternal y la intervención vertical sobre las organizaciones comunitarias, al tiempo que las apoyaba parcialmente en sus conflictos locales contra funcionarios y gamonales, evitando cuidadosamente todo desbordamiento peligroso y cualquier ansia radical. Se entrometió en conflictos internos de las comunas y en disputas entre comunidades. Tenía autoridad para definir quién era comunero y quién merecía ser dirigente, reemplazando en tales funciones a los hacendados cuyos modos de actuar se esforzaba por imitar. Promovió obras locales y orientó con criterios localistas la inversión pública. El resultado final de sus intervenciones fue promover oblicuamente la lenta disolución del orden gamonal sin afectar directamente su base de poder: ni el monopolio de la tierra ni el control de la renta en trabajo. No era, pues, tan solo un modo de conservación del orden viejo, sino una forma conservadora, pantanosa y microscópica de construcción de un orden nuevo.
El Estado resultante era débil pero eficaz. Los programas eran intermitentes y episódicos, pero las negociaciones se acomodaban a las expectativas subalternas. Las concesiones eran limitadas y la forma de otorgarlas reproducía la fragmentación social, lo que facilitaba la dominación oligárquica. Las organizaciones del Estado eran incapaces de liderar una poderosa carrera hacia el “progreso”, pero eran hábiles para eludir los desafíos abiertos y evitar la violencia política en medio de hegemonías perdidas o debilitadas. El Estado transformista tuvo sus méritos como herramienta para la dominación: nació de manos de las oligarquías declinantes y se transmutó poco a poco en forma de dominación burguesa.
La fórmula tiene éxitos para exhibir. La relativa ausencia de violencia política abierta es quizás la más notoria en un continente continuamente desgarrado por guerras atroces. Pero también apartó las soluciones radicales, la redistribución de los activos productivos, base de la creación de la riqueza material, y debilitó la capacidad ejecutiva de las instituciones formales. Aunque hubo modernización capitalista, fue extraordinariamente fragmentada, desigual e injusta. Al fin y al cabo, el transformismo es una forma de extensión de la hegemonía estatal al servicio de las clases dominantes. Nunca fue exactamente lo que esas clases hubieran querido, pero fue suficiente para mantener el control del país. No lo perdieron, aunque les fue disputado. El balance final las favorece.
¿Cómo se sitúa este trabajo dentro del panorama teórico de la historiografía y la sociología ecuatorianas? Su temática es clásica. No obstante, su propuesta de modelo explicativo es única: no he encontrado nada similar en mis recorridos por la literatura histórica y sociológica latinoamericana. Allí reside su interés, pero quizás también su debilidad. A pesar de esa pretendida originalidad, no estoy abordando un tema olvidado por mis predecesores ni llenando un vacío monográfico sobre una región, un producto, un grupo social o un período. Aunque afirmo que la historia de las instituciones y los organismos estatales ha sido poco abordada en el Ecuador, llenar ese vacío historiográfico solo constituye una parte pequeña y de poca significación en el argumento, salvo quizás por el tratamiento dispensado a la historia del ejército. El interés era otro: reinterpretar un proceso histórico de grandes proporciones en un momento de tránsito entre dos tipos distintos de sociedad y de economía. Por lo tanto, no puedo dar por sentadas las grandes controversias historiográficas del pasado ni ignorarlas para concentrarme en un aspecto preciso cuyo estudio puede convivir con cualquier juicio sobre ellas. Sea cual sea la calidad del resultado al que he llegado (y el lector puede juzgarlo por su propia cuenta), está claro que semejante propósito no puede realizarse sin ponerse en diálogo, en tensión y en contradicción con los ilustres predecesores y predecesoras a quienes debemos nuestro conocimiento sobre el Ecuador.
Frente a las corrientes de interpretación institucionalista del Estado, este trabajo está firmemente al lado de quienes otorgan prioridad a lo social, a la manera de Karl Marx o de Barrington Moore. El Estado se explica fundamentalmente fuera del Estado, por las fuerzas económicas, sociales y políticas que luchan por controlarlo y configurarlo. No niego que importen las burocracias y sus intereses, los modos de reclutamiento de funcionarios, los diseños organizacionales previstos en las leyes y las variables modalidades de recaudación de impuestos. Pero son más importantes en plazos más cortos y en procesos más locales. Al concentrarse en el estudio de las tendencias mayores en la conformación del Estado como aparato de dominación y hegemonía, los técnicos y funcionarios se veían obligados a amoldarse a las grandes decisiones de los políticos, aunque pudieran ocasionalmente eludirlas, desfigurarlas o moderarlas.
Frente a las corrientes simbólicas, centradas en las explicaciones culturales, este trabajo afirma la prioridad de los factores socioeconómicos, los intereses materiales de los actores y las relaciones de poder. Recoge el famoso aforismo de Marx según el cual el ser social determina la consciencia y no al revés. Sin embargo, dado que la historia es un proceso de retroalimentación permanente situado en el tiempo, una consciencia determinada afecta también al ser social determinante. El aforismo no debe ser entendido como una ley de la física aplicable a los cuerpos celestes y a los átomos por igual, sino como un principio metodológico aplicable a grandes procesos históricos en períodos largos. Multitud de acontecimientos específicos, individuales o locales tienen determinaciones culturales. Por ello, la falta de una consideración sistemática de las formas simbólicas de legitimación estatal y sus efectos puede considerarse una ausencia mayor plagada de consecuencias negativas.
Algunos ejemplos concretos ilustran el punto. ¿Cómo se justificó (y a la larga aceptó) la exclusión ciudadana de los indígenas y las mujeres, esos datos mayores de la transición? ¿Hasta dónde penetró el ethos del laicismo y cómo influyó en el hecho de que los conservadores no pudieran simplemente “volver atrás” en esos temas en 1946? El papel que jugaron los grandes medios de comunicación escritos, y luego la radio, por lo general en manos liberales, no debe desestimarse. Pero el problema de la ambivalencia de la secularización es más amplio y fundamental: ¿cómo se vivieron los preceptos morales, las identidades religiosas y las obligaciones católicas para que fueran tan importantes en la legitimación de los conservadores y cómo explicar que se perdieran lentamente, primero en la Costa, luego en la Sierra norte y finalmente en la Sierra sur? Todo el problema religioso, la religiosidad y su papel político, de enorme trascendencia para los argumentos de este trabajo, especialmente para entender la política popular y las luchas indígenas, cayeron fuera de su campo de estudio. La ausencia de esta “cuarta dimensión” del Estado, en compleja interacción con el resto de dimensiones, en cada momento del tiempo, requiere una seria consideración en trabajos posteriores.
Resta, no obstante, que su ausencia no es casual. Este estudio se organizó en diálogo y debate con el marxismo clásico que propuso una interpretación de raíz socioeconómica a la configuración del Estado ecuatoriano del siglo XX. La mayoría de los autores marxistas considera la revolución liberal como algo muy parecido o equivalente a una revolución burguesa, mientras que yo sostengo que el país no vivió ninguna revolución burguesa. En su lugar, sugiero que el tránsito al orden burgués se produjo lenta y pantanosamente en una transición extendida a lo largo de cincuenta años.
Otro elemento nuevo. Este trabajo supone que la intervención de un actor corporativo, el ejército, tiene una importancia independiente descollante en la transición que ningún autor marxista le otorgó en el pasado. Este realce del peso social e histórico de un tipo particular de burocracia puede considerarse como una influencia weberiana en el análisis. Es una forma concreta de entender la autonomía relativa de los aparatos organizacionales del Estado legados por el pasado. El control de las armas hace de esta particular burocracia un factor de poder decisivo, potencialmente autónomo. Las oligarquías latinoamericanas lo comprendieron perfectamente. Multiplicaron mecanismos para controlar el ejército y mantenerlo bajo su autoridad. Pero por distintos motivos, históricamente contingentes, pero ligados estructuralmente al proceso de erosión y muerte de las oligarquías, ese control pudo relajarse, resquebrajarse o perderse. La autonomía política de los ejércitos aumentó en esa coyuntura de transición. Incluir al ejército en el paralelogramo de fuerzas sociales y políticas que explican el resultado final me parece un aporte de este trabajo. Eso permitió dar una respuesta diferente, que no he encontrado en ningún otro autor, a las razones de la estabilidad política del período que va de 1948 a 1960.
La perspectiva weberiana en el análisis del Estado también sirvió para fijar la mirada en las rutinas y reglas que gobernaron el funcionamiento de los organismos estatales. Siguiendo ese sendero, este estudio propuso lo que parece ser también una lectura nueva de las razones de la persistente popularidad de Velasco Ibarra a lo largo de cuarenta años. Permitió situar al caudillo no solamente como el continuador y afianzador de una cultura política personalista o caudillista, sino ante todo como uno de los constructores del Estado moderno en el Ecuador. Llegué así a proponer que, en sus prácticas de gobierno y en la herencia institucionalizada que legó, se deben encontrar algunas de las claves olvidadas de su sorprendente duración y de su desconcertante éxito político. Espero que sea un aporte al viejo debate sobre el velasquismo.
Puede parecer que en este trabajo convive una tensión entre la explicación basada en las estructuras sociales o los actores colectivos y la explicación centrada en el papel descollante de un individuo. Los malabares políticos y la alucinante flexibilidad ideológica de Velasco Ibarra se presentan a veces como una inteligencia excepcional sin la cual habría fracasado la forja del nuevo Estado. Pero en realidad, en el velasquismo no hay desajuste alguno entre la acción del individuo providencial y las estructuras que condicionaban su acción. Velasco expresó la identidad casi perfecta entre el personaje y su tiempo, entre el hombre y sus condiciones, entre la voluntad individual y el inestable balance de poder de los actores colectivos. Lo llamativo es que lo hizo sin saberlo y sin aceptarlo porque para el viejo caudillo de la oligarquía el devenir de la historia no se explicaba por clases en lucha, sino por fuerzas morales en busca de abrirse camino; no nacía de balances de poder entre agentes sociales, sino de los egoísmos infinitos de personajes concretos, no provenía de mágicas estructuras económicas, sino de las opciones éticas y de las capacidades intelectuales de los individuos. Al fin y al cabo, parafraseando a Hegel, el devenir de la historia no necesita la autoconsciencia, sino tan solo la astucia del espíritu.
Creo que mi argumento apoya la interpretación del fenómeno velasquista elaborada por Agustín Cueva, a la que he pretendido darle un contenido nuevo:
En una visión histórica de conjunto, el velasquismo no puede aparecer sino como lo que objetivamente es: un elemento de conservación del orden burgués, altamente “funcional” por haber permitido al sistema absorber sus contradicciones más visibles y superar al menor costo sus peores crisis políticas, manteniendo una fachada “democrática”, o por lo menos “civil”, con aparente consenso. Desde este punto de vista, que es el único válido, puede afirmarse que el velasquismo ha sido la solución más rentable para las clases dominantes (Cueva, 1998 [1972]: 130-131).
En lugar de considerarlo como “una forma bastarda de conservación del orden burgués”, el velasquismo fue entendido en este trabajo como una forma pantanosa de crear un orden burgués preservando la hegemonía oligárquica. Fuera de ese detalle de cierta importancia, este trabajo se considera heredero y continuador de la obra de Agustín Cueva.
Siguiendo los pasos de Juan Maiguashca y Liisa North, este trabajo ha buscado hacer amplio uso de la excelente bibliografía sobre estructuras socioeconómicas e historias regionales con que cuenta el país desde los años ochenta. Hay grandes lagunas, por supuesto, no solo en lo que se ha escrito, sino en lo que utilicé. Prácticamente no hay menciones significativas a la historia de Manabí o del oriente ecuatoriano. Sin embargo, me sorprendería que la incorporación de los detalles historiográficos y políticos de esas regiones cambiara significativamente el panorama descrito en estas páginas. El oriente, por ejemplo, revelaría matices en la delegación de la construcción estatal a la Iglesia católica, pero no cambiaría lo esencial. No obstante, la ausencia de un tratamiento sistemático de la región de la Sierra sur, con su centro en Cuenca, me parece que sí podría desafiar algunas de las hipótesis propuestas por el trabajo. Cuenca fue relativamente impermeable al embrujo velasquista, a pesar de contar en su estructura social con una enorme cantidad de pequeños propietarios y artesanos independientes. Se mantuvo leal al Partido Conservador a pesar de las crisis económicas y de la existencia de una estructura social donde la hacienda no tuvo el mismo peso que en la Sierra norte. Además, prosiguió una vía de desarrollo económico que combinó el dominio de las empresas en manos de las oligarquías reconvertidas con la presencia notable de pequeñas y medianas empresas de origen plebeyo. Por último, sus instituciones estatales han destacado por su eficiencia y por una capacidad y autoridad mucho mayores que la media del país. Hay muchas paradojas por despejar en su historia y su destino para que sea compatible con las interpretaciones realizadas en este trabajo.
La interpretación sobre el cambio en los modos de dominación en el país entre 1920 y 1960 me parece complementaria a la de Andrés Guerrero. En sus trabajos nos ha sugerido que a partir de 1857 se produjo una verdadera “privatización” de la función de la “administración étnica” de la mayoría indígena. Los aparatos privados de las haciendas, como sistemas políticos en sí mismos, se transformaron en los auténticos garantes del orden oligárquico. El Estado delegó a una institución y un territorio privados la administración de poblaciones mayoritarias. Mi trabajo se pregunta con qué se sustituyó la garantía del orden cuando la mayoría indígena se transformaba en minoría y los sistemas políticos hacendatarios se desmoronaban más lenta o más rápidamente según las zonas. Mi propuesta es que hubo una transferencia de esos mecanismos de dominación que Andrés Guerrero desmenuzó tan bien, aprendidos dentro de los límites de las haciendas, hacia el Estado por medio de prácticas que los actores llevaban prendidas en sus habitus más profundos. Se me ocurren muchos estudios nuevos, quizá más convincentes que este, centrados en la escala local, para tratar de probar si mi sugerencia es cierta o no.
Toda investigación es una inscripción en el tiempo. Hijo y heredero de los problemas de su época, este libro aprovecha las inscripciones de otros tiempos que buscaron responder a otros problemas. Pero algunos tiempos y problemas, como el capitalismo, la dominación consentida y resistida, la impronta colonial o la persistente herencia de las haciendas y el patronazgo, todavía acechan, pletóricos de vida, el cerebro y las manos de los vivos. Para mí, el recurso al pasado nunca ha sido una evasión. El Ecuador se presenta como un país cuya historia contemporánea es particularmente intrigante, y lo es mucho más en perspectiva comparada latinoamericana. En una época de transición a nivel global y continental, la solución ecuatoriana fue única. Tenemos mucho que escarbar en su pasado, y mucho que cambiar en su presente, antes de poder darle cristiana sepultura.