Hoy, el Ejército, se halla concretado a sus labores profesionales, preocupado de su perfeccionamiento cultural y técnico, a los que debe notables adelantos en su Carrera.
Juan de Dios Martínez Mera, presidente de la República,
al Congreso de 1933 (Martínez Mera, 1933: 56).
La repetida retórica sobre la profesionalización del ejército y su abstención política sonaba perfectamente vacía en los años treinta. Es tradicional entre los historiadores resaltar el contraste entre la agitada e inestable década de los treinta y la llamativa estabilidad de los cincuenta. Entre 1948 y 1960, tres gobiernos terminaron su período y el mandatario saliente entregó la banda presidencial a un sucesor que no era de su agrado. La estabilidad que siguió a la guerra civil de 1911 y que duró hasta 1924 se basó en la hegemonía unipartidaria y el fraude. La de los años cincuenta carece de precedentes.
Para muchos, esa rareza se explica por el auge de las exportaciones bananeras, que proporcionó las bases económicas necesarias para curar la crisis de hegemonía abierta por el colapso cacaotero (Fitch, 1977: 150-151). Una variante de esta explicación económica es la hipótesis de Felipe Burbano (2010: 264-266): con la Ley de Régimen Monetario de marzo de 1948, las elites de la Sierra y la Costa llegaron a un consenso sobre la política monetaria y crediticia que las había dividido desde 1927. Al aceptar una amplia autonomía del Banco Central y de la Junta Monetaria, y al consentir una intervención keynesiana del Estado sobre variables clave de la economía, las elites forjaron la estabilidad. Agustín Cueva (1996 [1990]: 112-121) incluye factores políticos en la ecuación: la reducción del peso electoral del Partido Conservador, el aburguesamiento de la clase media y la marginación electoral de la izquierda. “En tales condiciones, la burguesía liberal no tuvo inconveniente en aceptar las reglas de su propio juego, por la razón llana y simple de que el régimen político implantado por ella ya no corría el riesgo de ser trastocado por la derecha” (Cueva, 1996 [1990]: 117). Como factor adicional para la estabilidad, se menciona la Constitución de 1946, acentuadamente presidencialista, que ofreció mejores herramientas institucionales que las constituciones semiparlamentarias de 1929 y 1938.[1] No parece convincente. Tales constituciones nunca entraron realmente en vigencia. Además, la provisión de calificar la elección presidencial, es decir, la de declarar electo al presidente, invocada en la crisis de 1932, también existía en las constituciones de 1906 (art. 56) y en la de 1946 (art. 55, numeral 2).
Sin descartar enteramente estas explicaciones, este trabajo sugiere que lo decisivo fue el cambio de actitud en el ejército liberal. Aunque para Agustín Cueva quizás el ejército era un simple instrumento de la burguesía liberal, la verdad es que las consideraciones estrictamente militares fueron centrales en la decisión de franquear el paso a los conservadores y aceptar el veredicto de las urnas. Los frecuentes golpes de Estado de los años treinta se asentaron en el divorcio de los dos principales factores del poder político ecuatoriano: el mayoritario Partido Conservador y el huérfano ejército liberal. Lo que volvió posible la alternancia y la estabilidad de los cincuenta fue la reconciliación entre ambos. El compromiso se fraguó en el período que medió entre los aciagos días posteriores a la guerra con el Perú de julio de 1941 y la aprobación de la nueva Constitución el último día de 1946. En el medio ocurrió La Gloriosa, rebelión militar y popular que en mayo de 1944 depuso a Carlos Alberto Arroyo del Río, donde el ejército liberal transitó desde el coqueteo intrascendente con socialistas y comunistas hasta la consumación de una nueva intimidad con los conservadores.
Para los propósitos de este trabajo, el acuerdo entre militares liberales y políticos conservadores facilitó la consolidación de la solución transformista. Ese acuerdo tiene una explicación coyuntural y una estructural. La razón coyuntural es la derrota militar de 1941. Ante la urgencia de rearmarse, Velasco Ibarra, Camilo Ponce y los conservadores se transformaron en un mal menor aceptado a regañadientes. La humillación nacional orilló a los oficiales liberales a relativizar sus viejas querellas con los políticos católicos. La explicación estructural es que las clases dominantes, a pesar de su crisis, y por efecto de su misma fragmentación regional, retenían suficiente poder, podían garantizar el orden y contaban con un nada despreciable apoyo popular. Podían beneficiarse de la pasividad expectante, aunque siempre perturbadora, de las clases subalternas. Forzados a optar, los militares prefirieron el camino menos azaroso, que soslayaba su presencia en los puestos de gobierno. La opción corporativa y nacionalista no prosperó. Algunas fracciones la buscaron, pero sin éxito.
Los estudios disponibles coinciden en caracterizar el Estado surgido en los años cincuenta y consolidado en los años sesenta y setenta como altamente subordinado y directamente manejado por clases dominantes bastante integradas dentro de cada región del país. Más integradas en la Costa, menos en la Sierra. El Estado transformista es, a fin de cuentas, un pacto de dominación cuyos titulares son las oligarquías reconvertidas en burguesías. El retiro (momentáneo) de los militares de la conducción del Estado facilitó el control directo de las instituciones públicas por parte de los nuevos y modernos grupos empresariales. Simultáneamente, se consolidó en el ejército el apoyo al modelo industrialista de una época de crecimiento del papel del Estado en la economía. Los militares ecuatorianos pudieron aparecer entonces, de un solo toque, como progresistas, equidistantes de conservadores y comunistas.
Oligarquías fraccionadas y poco modernizadas hubieran podido construir, como en El Salvador o en Guatemala, un Estado terrorista sostenido por férreas y violentas dictaduras. Pero en Ecuador no controlaban plenamente al ejército; además, las clases populares no se comportaban de forma militante, radical e incontrolable. El Partido Conservador, arraigado en una Iglesia católica con fuerte ascendiente popular en la región más poblada, la Sierra, mantuvo en funcionamiento sus tradicionales mecanismos de control social y político. Como un ancla intermitente, alcanzó para navegar en las aguas turbulentas de los casi treinta años de crisis hegemónica abierta a partir de 1920. Pero esos tradicionales mecanismos perdían eficacia. De hecho, la Sierra rural drenaba sus habitantes a favor de la Costa y las haciendas tradicionales se desgajaban mientras la Iglesia católica perdía capacidad de controlar a electores cada vez más numerosos, menos piadosos y más ariscos.
La fragmentación y la cronología de la modernización de las oligarquías fueron tratadas en el capítulo I. La explicación de las características de la dependencia de las clases subalternas rurales ecuatorianas fue discutida en los capítulos II y III. Los capítulos IV y V exploraron en qué consistió la autonomía relativa del ejército, cuáles fueron sus límites, la naturaleza de las opciones políticas entre las que debió escoger y las razones por las que decidió pactar con las oligarquías conservadoras. Las estructuras organizativas del Estado nacido de semejante balance no eran autoritarias porque las oligarquías no estaban unificadas ni controlaban el ejército; no fueron corporativistas, porque las masas populares no eran independientes, radicales ni amenazantes, y porque ni el ejército entero ni una fracción significativa de él quiso involucrarse en una alianza política riesgosa que lo hubiera obligado a tomar directamente sobre sus hombros la responsabilidad del gobierno civil. Emergió otro tipo de Estado.
La tercera parte de esta obra describirá ese Estado; esa cristalización organizacional del poder social, del balance de fuerzas en lucha y del forcejeo de los principales actores políticos. En esa dimensión de su existencia multifacética, el Estado se confunde con una serie de prácticas burocráticas institucionalizadas, un cuerpo de funcionarios y un sistema organizativo. El pacto de dominación se refracta a través de él. Pero el balance del poder social descrito en los capítulos precedentes es, como el rol que jugaba el oro en la estabilidad del papel moneda en tiempos de Bretton Woods (Anderson, 1977 [1976]: 32), la fuerza silenciosa y ausente que le confiere su valor real y su permanencia.
- La intervención militar de 1935 que nombró dictador a Federico Páez fue justificada por la inestabilidad institucional provocada por el parlamentarismo de la Constitución de 1929, cuya vigencia fue suspendida (Bayas, 1937: 6-9).↵