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2 El Estado como actor internacional: elementos, características y desafíos en la era de la globalización

Ángeles Rodríguez[1] y Sofía del Carril[2]

1. Introducción

En el estudio de las relaciones internacionales, la referencia a los Estados es ineludible. Más allá de los distintos abordajes teóricos, tanto en el ámbito académico como en el debate público, solemos resaltarlos como los grandes actores en el escenario mundial. Es que las relaciones internacionales, tales como las conocemos, dependen del fenómeno de la existencia de los Estados (Prelot, 1979).

Pensar en el Estado como actor internacional es embarcarse en un recorrido a través de distintas disciplinas, marcos temporales y ejemplos históricos. Si bien esta institución política ha evolucionado a lo largo de la historia, según Krasner (2001), los Estados soberanos son los actores fundamentales del sistema internacional contemporáneo (Krasner, 2001). Son ellos quienes moldean el sistema, y lo hacen en función a ciertas características vinculadas con un concepto polisémico y central: “soberanía”.

Esto no quiere decir que sean hoy los únicos actores del sistema, o que no existan otros fenómenos relevantes que los condicionen. Podemos identificar actores no estatales que interactúan con los Estados en diferentes ámbitos, como el económico, el social y el internacional. Además, esta interacción se desarrolla en el contexto de la globalización y de los desafíos que ella supone.

Por nuestra formación, el abordaje disciplinar de este capítulo es múltiple: desde la filosofía política, la historia, las relaciones internacionales y el derecho, buscamos “pensar” al Estado desde diferentes lentes que enriquezcan su concepción. Para ello, expondremos paso a paso distintas cuestiones de índole conceptual, histórica y práctica. Comenzaremos con un repaso del concepto de “Estado” a nivel jurídico y de sus elementos constitutivos: territorio, población permanente y gobierno soberano. Luego nos centraremos en el surgimiento del Estado moderno y sus características. Para cerrar este primer apartado, abordaremos de manera breve este concepto, sus características y su rol según las principales teorías de las relaciones internacionales.

En segundo lugar, indagaremos en el concepto de “soberanía”, su relación con el Estado y su vinculación con un hito histórico, central para los estudiosos de las relaciones internacionales: la Paz de Westfalia de 1648. En el tercer apartado, estudiaremos el fenómeno de la globalización, sus consecuencias sobre los Estados y los diversos actores que confrontan el accionar estatal: los organismos internacionales, el sector financiero, las multinacionales, las ong. Luego, nos adentraremos en dos casos que nos parecen interesantes para el lector, por cómo conjugan al Estado, la soberanía y las relaciones internacionales: la Unión Europea, como experiencia supranacional, y los Estados fallidos o con estatalidad limitada, como ejemplo para abordar los diferentes significados de “soberanía”. Por último, cerraremos el capítulo con un repaso y unas reflexiones finales breves.

2. El Estado: una aproximación

En este apartado, realizaremos una breve introducción al concepto de “Estado”. La conceptualización del Estado, de sus características y de su historia ha sido central en el estudio de la ciencia política, pero también del derecho, la sociología, la historia y las relaciones internacionales. Cada uno de estos abordajes, que se retroalimentan, aportan elementos para su comprensión.

2.1. Los elementos del Estado, bajo la lente del derecho

El concepto de “Estado” ha tenido acepciones diferentes, todas ellas tributarias de los distintos enfoques filosóficos y políticos sobre la persona y la sociedad. De manera sucinta, podemos definirlo como el conjunto de habitantes que conviven en un territorio determinado, ordenados por un gobierno soberano a través del derecho. Dicha definición proviene del ámbito jurídico y se encuentra plasmada en un instrumento internacional, la Convención sobre Derechos y Deberes de los Estados (Convención de Montevideo) de 1933. En este sentido, existen tres elementos constitutivos del Estado: la población permanente, el territorio determinado y el gobierno soberano.[3] Para algunos autores, especialmente del campo del derecho, sin alguno de estos elementos, no habría Estado.[4]

Estos tres elementos no deben ser considerados de manera aislada, sino que se integran entre sí: la interacción entre ellos es fundamental para la constitución de la unidad política estatal. Aún más, dicha interacción es dinámica (Santiago, 1998), razón por la cual estos elementos se presentan de maneras diferentes (Jellinek, 1954) en los distintos momentos históricos y en los diversos entornos geográficos. Este concepto de “Estado” permite abarcar las múltiples formas que ha tomado, y toma en la actualidad la organización política de la sociedad.

La población es el conjunto de habitantes en torno al cual el Estado se organiza. Este grupo de habitantes debe ser estable y puede o no pertenecer a la misma nación. En este sentido, el concepto de “Estado” se diferencia del de “Estado nación”. Una nación puede ser entendida como un grupo humano que posee una afinidad común como consecuencia de la interacción entre sus miembros, afinidad que se puede apoyar en ciertos elementos objetivos, como pueden ser el grupo étnico, la religión, el idioma, la cultura compartida, los usos y costumbres, entre otros, sin ser ninguno de estos factores excluyentes o imprescindibles. En cambio, el sentido de pertenencia y de identidad en los miembros de esa comunidad es decisivo a la hora de hablar de una nación.

La existencia de una nación como tal no es indispensable para la conformación de un Estado. De allí que podamos distinguir Estados nación y Estados multinacionales a lo largo de la historia. Dentro de la última categoría, uno de los ejemplos fue la República Federativa Socialista de Yugoslavia, que existió desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta 1992. Esta estaba compuesta por bosnios, croatas, eslovenos, serbios, macedonios y montenegrinos, y convivían, dentro del mismo territorio, personas con distintas lenguas, religiones, culturas y costumbres. Asimismo, podemos ver la situación inversa, en la que los miembros de una nación están distribuidos geográficamente en distintos Estados. A modo de ejemplo, podemos citar al pueblo kurdo, cuyos miembros habitan, en su mayoría, en regiones de tres países distintos: Irak, Turquía y Siria. Es importante remarcar que este tipo de realidades citadas han dado –y siguen dando– lugar a múltiples tensiones y conflictos entre distintos países o dentro de ellos.

Por último, señalaremos que, cuando hablamos del grupo humano, no estamos hablando solo de los individuos que lo conforman, sino también de las organizaciones y asociaciones intermedias, instituciones vitales para satisfacer las diversas necesidades que surgen de la convivencia de sus miembros (Santiago, 1998).

El territorio es el espacio físico que permite el contacto entre los miembros del Estado, indispensable para su conformación. Este espacio, con fronteras delimitadas, hace referencia no solo al “suelo”, sino también al subsuelo, al espacio aéreo, al mar territorial y a la plataforma submarina (en el caso de los Estados con salida al mar) (Bidart Campos, 1996). El territorio es el límite físico del ejercicio del poder de cada Estado y el ámbito de validez de las normas que los ordenan (Bidart Campos, 1996). 

Por último, el gobierno soberano es el elemento ordenador y conductor del Estado, del cual emanan las decisiones de su política doméstica y exterior. El gobierno está compuesto por órganos que ejercen las distintas funciones propias del Estado. Las tres potestades principales del Estado según la tradición republicana son la función legislativa (dictar normas), la función jurisdiccional (controlar la correcta aplicación de dichas normas en los miembros del Estado) y la función administrativa (la ejecución de las acciones necesarias para alcanzar los objetivos de las normas dispuestas y las metas de un gobierno concreto). El principio de la división de poderes, que buscaba frenar la concentración de todo el poder estatal en una sola persona, ha llevado a confundir las funciones estatales con sus órganos de ejercicio. El gobierno puede organizarse de diversas maneras y distribuir el ejercicio de las funciones citadas en órganos diversos. Como elemento constitutivo del Estado, lo relevante del gobierno no es su modo de organización, sino la necesidad de su existencia para que pueda hablarse de Estado. Sin una autoridad efectiva, materializada en un gobierno, el Estado perdería la capacidad de ordenar a la población en el contexto territorial que posee.

2.2. El surgimiento y los rasgos distintivos del Estado moderno

Los elementos constitutivos del Estado, descritos anteriormente, se manifiestan con diferentes características en los sucesivos períodos históricos de la organización política de la humanidad. En palabras del jurista alemán Georg Jellinek, “como todo fenómeno histórico, el Estado está sometido a un cambio permanente en sus formas” (Jellinek, 1954, p. 282). Es por ello que, teniendo en cuenta la evolución histórica del Estado, debemos detenernos en el proceso de surgimiento del Estado moderno, incluidos sus rasgos distintivos, para una mejor comprensión de sus desafíos actuales.

Es importante aclarar que el abordaje del Estado moderno, como forma de organización política determinada de un período histórico concreto que presentaremos, no es compartido por todos los estudiosos del tema. A modo de ejemplo, según Böckenförde (como se citó en Bobbio, Matteucci y Pasquino, 1976, p. 563),

[el] Estado no es un concepto universal, sino que sirve solamente para indicar y describir una forma de ordenamiento que se dio en Europa a partir del sxiii hasta fines del sxviii o hasta los inicios del xix, sobre la base de presupuestos y motivos específicos de la historia europea, y que desde aquel momento en adelante se ha extendido […] al mundo civilizado todo.

Desde la perspectiva opuesta, podemos citar a Jellinek (1948), quien analiza los distintos “tipos históricos de Estado” teniendo en cuenta que “los elementos del concepto del Estado […] se muestran de distinta manera en los diferentes círculos que forman la vida de la cultura, y depende de las propiedades generales de un pueblo y de una época” (Jellinek, 1948, p. 282).

Expuestas estas diferencias, es relevante para este capítulo introductorio repasar el proceso de surgimiento del Estado moderno en Europa, los factores que incidieron en este gran cambio y las características específicas que tomó el Estado a partir de este nuevo modo de organización política. Como todo proceso histórico, el surgimiento del Estado moderno fue paulatino y complejo y abarcó un extenso período de tiempo. En este sentido, no sorprende que diversos autores utilicen distintas periodizaciones.[5] A los fines de este manual, nos centraremos puntualmente en el Estado moderno que surgió en el seno de la cultura occidental de Europa a partir de la fractura y descomposición del orden político medieval, modo de organización política que se “exportó” al resto del mundo, una vez consolidado, como veremos más adelante.

En el Viejo Continente, los factores que confluyeron en la fractura del orden político medieval fueron de diversa índole. Nosotros vamos a poner el foco en el cambio institucional del modelo de organización política. Para comprender esta transformación, es preciso conocer las características particulares que tenía la estructura de distribución de poder en la Edad Media.[6] El sistema político medieval ha sido caracterizado como “poliárquico”,[7] ya que interactuaban varios detentadores del poder político, que ejercían su autoridad con cierta autonomía. En el plano interno, este poder estaba disperso entre distintos “actores políticos” que desempeñaban diferentes funciones relativas a la organización de la comunidad. Si bien esta estructura era jerárquica, donde el rey poseía la mayor cuota de poder, la ausencia de una autoridad que prevaleciese sobre todos los actores políticos daba lugar a una estructura policéntrica, de poder fragmentado y disperso, en el que las funciones estatales, como la administración de justicia, el dictado de normas[8], la recaudación de impuestos, entre otras, eran ejercidas de manera autónoma por cada uno de ellos, dentro de los límites de sus dominios. Los reyes, los príncipes, los señores feudales, las ciudades convivían en este sistema político, en una relación permanente de autonomía, apoyo mutuo y conflictos (Sánchez Agesta, 1976).

A su vez, esta organización se basaba en relaciones políticas personales e intransitivas. El pacto feudal era la base del vínculo entre los individuos, donde cada parte asumía un compromiso para con el otro (protección y seguridad, consejo, ayuda militar, ayuda económica, tierras, obediencia, trabajo, etc.) constituyendo, entre ambos, vínculos de lealtad y servicio. A la vez, estas relaciones eran intransitivas, es decir, “directas” entre las partes del pacto (por ejemplo, entre el caballero y el señor feudal, o entre un vasallo y el señor feudal), razón por la cual el rey no podía acudir directamente a la población de su reino para solicitar cualquier servicio, sino que él mismo debía ser pedido por medio de la autoridad correspondiente.

Finalmente, como señala García Gestoso (2003), el poder señorial tenía distintas categorías, y existía entre los señores feudales una mayor o menor subordinación. Esta “atomización del poder político” (García Gestoso, 2003) dio lugar a lo que García Pelayo (1983) llama la “impenetrabilidad del territorio” por parte del rey, quien no poseía los instrumentos necesarios para regir sobre su territorio: “[…] en el espacio territorial inmune el rey no podía recaudar impuestos, no podía hacer penetrar a sus funcionarios y no podía ejercer jurisdicción, sino que todas estas funciones o potestades eran ejercidas por el señor del territorio” (García Pelayo, 1983, párr. 17). En un plano superior, también había una fragmentación del poder, en donde las dos instituciones políticas más importantes, el Imperio y el Papado,[9] luchaban entre sí por mantener su primacía sobre el otro (Sánchez Agesta, 1976) y, a su vez, sobre los otros actores políticos (Gross, 1948).

En suma, la estructura política del medioevo albergaba en su seno “una pluralidad de entidades o de subsistemas autónomos aptos para satisfacer necesidades de cierto ámbito y jerárquicamente subordinados a las entidades superiores en los asuntos que rebasen su esfera” (García Pelayo, 1983, párr. 5). Por ello, Schiera (1976) señala:

La historia del nacimiento del estado moderno es la historia de esta tensión: del sistema poli céntrico y complejo de los señoríos de origen feudal se llega al estado territorial centralizado y unitario mediante la llamada racionalización de la gestión del poder –por tanto, de la organización política– dictada por la evolución de las condiciones históricas materiales (Schiera, 1976, p. 564).

Aquí vemos resumido con mucha precisión el “nudo” de lo que será la evolución del orden político medieval hacia el nuevo Estado moderno, compuesto por factores políticos, económicos, sociales, ideológicos, culturales y demográficos que dinamizaron y ayudan a explicar este proceso largo y complejo.[10]

Ahora bien, ¿cuáles son los rasgos distintivos del Estado moderno, esta nueva forma de organización política que emergió y que abonó a la configuración del Estado como lo conocemos en la actualidad? Podemos señalar tres grandes áreas. En primer lugar, encontramos la unificación y centralización del poder en un solo actor político, el monarca, quien absorbió todos los poderes dispersos (García Pelayo, 1983; Sánchez Agesta, 1976), con lo que obtuvo para sí el monopolio del poder legítimo. Desde este centro de poder, el rey podía distribuir el ejercicio de las funciones estatales en distintos órganos, pero todas esas funciones le correspondían a él per se (García Pelayo, 1983; Valles, 2004). De allí que el monarca detentara la autoridad suprema sobre la comunidad que regía (Sánchez Agesta, 1976). Las relaciones simétricas de lealtades recíprocas entre los distintos actores políticos desaparecían, lo que daba lugar a una estructura jerárquica de relaciones asimétricas entre el rey y sus súbditos (García Pelayo, 1983). La administración de la violencia física también se concentraba, sin admitir competencia.

El segundo rasgo distintivo del Estado moderno es la objetivación del poder, como lo llama Sánchez Agesta (1976). Esto implicaba la desaparición del ejercicio de funciones estatales sujeto al criterio de los distintos actores políticos: el poder era ejercido con una mirada más “técnica” (Schiera, 1976). En consecuencia, se desarrollaron una serie de instituciones “objetivas” que permitirían la despersonalización del poder (Valles, 2004). Los medios para alcanzar esto, que a su vez son los frutos de este cambio, se dieron en distintos planos: normativo, burocrático, seguridad y defensa, y económico. En el ámbito normativo, se unificó la legislación que se aplicaba para todos los habitantes del reino, con la posterior formación del derecho general.[11] Por otro lado, se creó una burocracia, esto es, un cuerpo de funcionarios profesionales que ejercían las funciones delegadas por el rey, a quien servían en la ejecución de las tareas administrativas.[12] En cuanto a la seguridad y defensa, se avanzó en la creación de un ejército jerárquico y profesional, que respondía directamente al monarca, asegurando a la población del reino una convivencia pacífica. Por último, en la esfera económica, el Estado moderno implicaba la concentración de las funciones necesarias para el control de ella dentro de sus fronteras en la figura del rey, como la recaudación de impuestos, la acuñación de moneda, el otorgamiento de patentes, entre otros, fundamentales para el futuro crecimiento y desarrollo económico de la sociedad.[13] De este modo, el Estado adquiría “racionalidad” y finalidad (Schiera, 1976).

El tercer y último rasgo distintivo es la determinación territorial del poder del monarca (Sánchez Agesta, 1976), quien poseía los instrumentos necesarios para regir sobre todo su reino. Esto permitiría que el poder fuera ejercido sobre todos los habitantes de un territorio determinado, dejando de lado los vínculos personales como base natural de la organización política. Esta determinación territorial del poder se traducía en fronteras espaciales y en un dominio efectivo dentro de ellas (Sánchez Agesta, 1976). De ese modo, todos los que habitaban en un territorio quedaban sujetos al poder del monarca (Valles, 2004).

Estas características dieron lugar a un Estado que detentaba el poder centralizado, institucionalizado y determinado territorialmente, y que se oponía a otras unidades políticas de similares características, de forma que se conformaba un pluriverso político de unidades gemelas (Sánchez Agesta, 1976). Cada unidad política –o sea, cada Estado– tenía la capacidad de decisión última dentro de sus límites y actuaba en contraposición –con independencia– con otras unidades del mismo tipo. Este pluriverso político de unidades gemelas fue la base sobre la que se organizó una nueva estructura de la sociedad internacional, “basado en […] Estados soberanos, con competencias exclusivas en su territorio y su población y con fronteras territoriales perfectamente delimitadas” (Del Arenal, 2009, p. 199).

Es por ello por lo que los teóricos centran el punto de partida del surgimiento del sistema internacional actual en el Estado moderno soberano, como veremos en el segundo apartado. Si bien, desde este punto de vista, el foco está puesto en la forma de organización de un ámbito geográfico determinado (Europa), el consenso que fundamenta lo antedicho se debe a que este paradigma se implantó progresivamente en las distintas regiones del planeta, y llegó a ser, finalmente, el actor político central del sistema internacional.[14] A modo de resumen, podemos citar a Del Arenal (2009):

El surgimiento del Estado supone […] que no sólo se delimitan con claridad los ámbitos de lo interno, propio y exclusivo del Estado, caracterizado por la centralización del poder y la exclusividad de las competencias del mismo, y lo externo o internacional, compartido con otros Estados y caracterizado por la descentralización del poder, sino que además se asumen esas dos realidades como perfectamente diferenciadas, con todo lo que ello implica desde el punto de vista normativo y desde el punto de vista del comportamiento de los actores internacionales (Del Arenal, 2009, p. 191).

Retomaremos estas ideas y su vinculación con el concepto de “soberanía” en el segundo apartado de este capítulo, “El Estado, la soberanía y el sistema internacional”.

2.3. El Estado y las principales teorías de las relaciones internacionales

Para culminar esta primera aproximación, es importante repasar de qué manera las principales teorías de las relaciones internacionales analizan las características, el rol y la centralidad del Estado como actor internacional. En esta sección, revisaremos brevemente y de manera estilizada las posturas de cuatro de ellas: el realismo, el liberalismo, el marxismo y el constructivismo.[15]

Para los teóricos realistas, el Estado es el actor preeminente del sistema internacional. Esto no quiere decir que no haya otros actores que detenten cierta importancia, sino que son las interacciones entre los Estados las que dan forma a la estructura del sistema político internacional (Waltz, 1979, p. 95). En un contexto hostil, de amenaza y conflicto constante, los Estados buscan aumentar su poder y su relevancia, esenciales para su supervivencia en la arena internacional.

El Estado es considerado racional: en un escenario de anarquía, en el cual cada uno se encuentra por sí mismo, estos persiguen la maximización de su poder (Barbé, 2007, p. 62). Asimismo, a diferencia de otras teorías, los realistas consideran al Estado como un actor unitario: “Independientemente de los diferendos internos o de los procesos de negociación políticos o burocráticos que puedan existir [en el plano interno], el Estado sólo tiene una posición en el concierto internacional” (Clulow, 2013).

Por su parte, el liberalismo también se enfoca en el Estado como actor clave a nivel internacional, pero este no ocupa un rol tan preponderante como en la teoría realista. En este sentido, existe una pluralidad de actores en la arena mundial: organizaciones internacionales, multinacionales y empresas, organizaciones no gubernamentales, actores subnacionales (Barbé, 2007, p. 66). El Estado pierde su centralidad y su carácter unitario; al convertirse en un actor fragmentado, deja de existir una racionalidad de Estado (Barbé, 2007, p. 66).

Por otra parte, el liberalismo no descarta el carácter anárquico del sistema, pero lo matiza por la interdependencia observable a nivel global: “[…] existe una lógica de red o de telaraña en la que existen múltiples conexiones y todas las piezas están vinculadas” (Barbé, 2007, p. 67). Así, los Estados persiguen sus intereses en el marco de relaciones y vínculos históricos, políticos y sociales. Por último, para el liberalismo, son importantes las características de los sistemas políticos dentro de cada Estado, por lo cual distinguen, por ejemplo, si se trata de una democracia o de un régimen autoritario.

Para el marxismo, el Estado no es el actor central de las relaciones internacionales. La unidad de análisis de esta corriente es el sistema capitalista mundial y sus partes, entre las que se encuentran las clases sociales, los Estados, las empresas multinacionales (Barbé, 2007, p. 65). Por ello, el foco no está puesto en los Estados, sino en las fuerzas sociales y económicas que los moldean.

Por último, en diálogo con las teorías clásicas antes mencionadas, se encuentra el constructivismo. Para los constructivistas, el Estado es una construcción social. En este sentido, quienes actúan e impactan el plano internacional son los pueblos, las élites y las diferentes culturas. En este sentido, las identidades son fundamentales: “Las identidades son necesarias, tanto en política internacional como en la sociedad nacional-doméstica, a los fines de asegurar al menos algún nivel mínimo de predictibilidad y orden” (Hopf, 1998, p. 174). Para los constructivistas las identidades de los Estados son una variable que depende de distintos contextos históricos, culturales, políticos, y sociales (Hopf, 1998, p. 176).

3. El Estado, la soberanía y el sistema internacional

El concepto de “soberanía” es central para el análisis de las relaciones internacionales. Aquí nos concentramos en un hito central en la literatura sobre la materia, la Paz de Westfalia de 1648, y su impacto en el sistema internacional, para luego detenernos en el concepto de “soberanía estatal”.

3.1. La Paz de Westfalia y el surgimiento del sistema internacional

Como señalamos anteriormente, el surgimiento del Estado moderno soberano está estrechamente ligado al surgimiento del sistema internacional contemporáneo. Ello nos lleva a adentrarnos en el concepto de “soberanía” en el campo de las relaciones internacionales y, por ende, en la Paz de Westfalia. Firmada en 1648, después de la guerra de los Treinta Años,[16] la Paz de Westfalia fue fundamental para sentar las bases de este nuevo orden internacional. Si bien esta afirmación tiene un consenso generalizado en los estudiosos de las relaciones internacionales, no dejan de haber voces contrarias a dicho enunciado.

El debate principal alrededor de este hecho histórico se centra en torno a si fue efectivamente la Paz de Westfalia el punto de partida de un sistema internacional conformado por Estados soberanos. Cabe aclarar que, cuando se hace referencia a la Paz de Westfalia, se está hablando de dos tratados firmados por representantes de los distintos protagonistas de la guerra de los Treinta Años, en las ciudades de Münster y Osnabrück (ubicadas actualmente en Alemania), en los que se bosquejó el nuevo mapa de Europa, se reconoció el principio de tolerancia religiosa, por medio del cual los ciudadanos podían elegir qué religión profesar y serían tolerados por las autoridades, y se estableció el principio de no intervención entre las unidades políticas, por el cual los Estados debían abstenerse de interferir en asuntos internos de otros Estados. Este último es el punto de partida que la mayoría de los académicos toman para definir la Paz de Westfalia como la base del desarrollo del sistema de Estados territoriales soberanos de Europa, apoyado en dos principios fundamentales: (i) el gobierno de cada país es soberano sobre su territorio y (ii) los países no pueden interferir en los asuntos domésticos de los otros Estados (Osiander, 2001). De aquí se deduce el concepto “tradicional”, “clásico” o “westfaliano” de “soberanía”, según el cual cada Estado tiene el derecho de gobernarse a sí mismo del modo que elija, independientemente de injerencias extranjeras (Glanville, 2013).

Precisamente, la cuestión del origen histórico del concepto de “soberanía estatal” es debatido por distintos académicos. Osiander (2001) y Glanville (2013) afirman que esta lectura de la Paz de Westfalia y de la soberanía estatal es incorrecta. Desde un análisis histórico y teórico, Osiander y Glanville coinciden en que el concepto de “soberanía estatal”, tal como lo conocemos hoy, fue desarrollado recién a partir de los siglos xix y xx, de modo que no podía hablarse de soberanía estatal en el siglo xvii, como ha sido afirmado por múltiples teóricos. Por su parte, Krasner afirma que, si bien la noción de “soberanía” es frecuentemente asociada a la Paz de Westfalia, ella no tuvo casi nada que ver con su noción convencional (Krasner, 1999, 2001).

Más allá de estos debates relevantes, nos parece importante remarcar dos cuestiones relativas a la Paz de Westfalia y sus implicancias en el sistema internacional, tal como es entendido por gran parte de los estudiosos de las relaciones internacionales. En primer lugar, la Paz de Westfalia fue el primer paso hacia lo que sería el sistema internacional de Estados soberanos iguales entre sí, estableciendo las bases primarias de la estructura del sistema de estados, primero en Europa Occidental y luego en otras regiones alrededor del mundo. Esto es, a partir de 1648, una realidad política quedó reflejada en un documento escrito (Kissinger, 2016). Este sistema tendría sucesivas instancias que irían consolidando gradualmente estas bases.[17] En segundo lugar, si bien la Paz de Westfalia es reconocida por sentar las bases para el posterior derecho internacional (Gross, 1948), el concepto de “soberanía” que surgió allí se desarrolló con vaivenes y de manera paulatina, con antecedentes teóricos incluso anteriores a 1648, y alcanzó su punto de desarrollo más sólido en los siglos xix y xx (Gross, 1948), a la par de las reconfiguraciones políticas y sociales alrededor del mundo. La carta de las Naciones Unidas, firmada en San Francisco en 1946, refleja ese recorrido.

Como ya fue mencionado, este sistema internacional de Estados soberanos europeos no quedó solo en el Viejo Continente, sino que fue exportado a América y, progresivamente, se implantó en todo el planeta (Valles, 2004), de la mano del imperialismo europeo: “Primero en América, después en Asia, Oceanía y África, el Estado será el referente político-territorial asumido por todos los pueblos que integran la nueva sociedad mundial que se estaba constituyendo” (Del Arenal, 2009, p. 202). Esta nueva forma de organización de la sociedad mundial, dividida en “unidades políticas soberanas e iguales”, dio lugar a lo que Del Arenal llama la “estatalización de la sociedad internacional” (Del Arenal, 2009, p. 202), en la que el Estado se erigió como un actor central de la dinámica política internacional.

3.2. La soberanía estatal

En línea con lo anterior, tanto desde el derecho como desde las relaciones internacionales, se ha problematizado la cuestión de la soberanía. Desde una perspectiva jurídica, la soberanía puede ser definida como la capacidad que tiene un Estado de actuar de manera autónoma, lo cual hace que sea “independiente hacia el exterior y supremo en el interior” (Sánchez Agesta, 1976, p. 135). Es un poder no dependiente y no subordinado (Bidart Campos, 1996). Desde esta lente, la soberanía no admite grados (Bidart Campos, 1996); es decir, se es o no se es soberano.

Ahora bien, desde las relaciones internacionales, se problematiza esta cuestión. Podemos advertir que el ejercicio de la soberanía difiere de un Estado a otro, dependiendo de la capacidad que tiene un país de influir en la escena internacional (Barbé, 1993) o de su capacidad de actuar de manera completamente independiente. Esta afirmación plantea dos cuestiones: si el “nivel” de soberanía que tienen los países es exactamente igual entre ellos, y cómo pueden interpretarse las presiones que eventualmente ejercen algunos Estados, organizaciones internacionales u otros actores internacionales sobre ciertas decisiones que toma un Estado soberano, o cuánto influyen los detentadores de poder no estatal en las decisiones tomadas, dentro de la organización política. Retomaremos esta cuestión en el apartado 4, “Perspectivas actuales”.

Por un lado, la soberanía de un Estado es independiente del poder real que este tiene. Su poder puede ser más o menos influyente en el escenario internacional. A su vez, las decisiones que toma (tanto en política doméstica como en política exterior) pueden estar influidas fuertemente por actores no estatales, pero en ningún caso el Estado deja de ser soberano. Podría decirse que la soberanía es una característica cualitativa del poder estatal, en contraposición con la medición cuantitativa del poder de un Estado, que pone el foco en el análisis de las capacidades puntuales de este para actuar y funcionar en distintas áreas: economía, defensa, seguridad, etc. La politóloga e internacionalista Esther Barbé (1993) aclara, con respecto a este tema, que la soberanía como estatus legal, que diferencia al Estado de cualquier otro actor internacional,

nos da un punto de partida que, desde las relaciones internacionales, hemos de relativizar en base a la capacidad y a la habilidad de cada entidad soberana para ejercer un efectivo control sobre su territorio y para llevar a cabo sus objetivos (a nivel nacional y a nivel internacional) (Barbé, 1993, p. 37). 

El estadounidense Stephen Krasner (2001) busca echar luz sobre el concepto de “soberanía”, distinguiendo cuatro significados usualmente utilizados. En primer lugar, encontramos la soberanía interdependiente, caracterizada como la habilidad de los Estados de controlar los movimientos a través de sus fronteras. Esto es, hacer valer los límites territoriales que los definen.

En segundo lugar, Krasner hace referencia a la soberanía interna, entendida como la autoridad y la capacidad para regular eficazmente el comportamiento dentro de ellos. Volviendo a los tres elementos de la definición jurídica de Estado, esta hace referencia principalmente al gobierno. La soberanía interna tiene dos aspectos: el reconocimiento que posee dicha autoridad y el nivel de control que los funcionarios pueden realmente ejercer.

En tercer lugar, el autor distingue la soberanía westfaliana o vatteliana, a la que hemos hecho referencia anteriormente. Este subtipo de soberanía se relaciona con la exclusión de factores externos de autoridad, tanto de jure como de facto. Dentro de sus propios límites, el Estado tiene el monopolio de la toma de decisiones. En el nivel internacional, esto significa que los Estados respetan la regla de no intervención en los asuntos internos de otros Estados.[18]

Por último, para Krasner, la soberanía legal internacional hace referencia al reconocimiento mutuo entre entidades territoriales jurídicamente independientes que son capaces de firmar de manera voluntaria acuerdos internacionales, siendo todos los Estados libres e iguales. El reconocimiento mutuo incluye varias reglas, entre ellas la de inmunidad diplomática.

Krasner (2001) explica que las reglas, instituciones y prácticas asociadas a estos cuatro significados de soberanía no están conectados en un todo orgánico. Es por ello que, en la práctica, un Estado puede tener más o menos soberanía en alguno de estos aspectos citados, y no por ello dejar de ser soberano. La soberanía tiene distintos elementos constitutivos (referidos en los cuatro significados citados) que se manifiestan en este conjunto de prácticas, instituciones y reglas, que no necesariamente están presentes simultáneamente en todos los Estados.

4. ¿La crisis del Estado? Soberanía estatal, actores y globalización en el mundo contemporáneo

En este apartado, nos detendremos en cuestiones actuales relativas al Estado, en particular frente a los desafíos planteados por la globalización. Para ello, explicaremos brevemente el concepto de globalización y sus debates, cómo y por qué afecta a la soberanía estatal, y los diferentes actores que han emergido en la escena internacional.

4.1. Sobre la globalización y sus características

En las últimas décadas, el término “globalización” se ha vuelto muy utilizado en nuestras discusiones públicas y privadas, en círculos académicos, pero también en espacios políticos, económicos y sociales. La globalización ocupa y preocupa a aquellos que estudian, analizan y comunican sobre nuestro presente y nuestro futuro. El uso de este término contiene muchas veces juicios de valor: se le otorgan connotaciones tanto positivas como negativas.

No existe una única definición de “globalización”: se trata de un concepto controvertido. Además, las teorías y miradas que intentan comprender este concepto lo hacen desde diferentes planos, correspondientes muchas veces a las diferentes disciplinas de estudio imperantes actualmente: algunos posan su atención en la economía, otros analizan su aspecto político y cultural. Como señalan los historiadores Jürgen Osterhammel y Niels Petersson, la mayoría de las definiciones propuestas de globalización concuerdan en que ciertos factores juegan un rol fundamental: se trata de la expansión, la concentración y la aceleración de las relaciones mundiales (Osterhammel y Petersson, 2003, p. 5). A su vez, estos factores intervienen en distintos planos, con efectos en el orden de lo económico y financiero, lo político, lo social y lo cultural. Todo ello contribuye a su complejidad, y explica en parte por qué, a veces, parece un fenómeno inabordable.

Existen también divergencias en cuanto al carácter reciente del fenómeno de la globalización. El nacimiento del mundo globalizado puede ubicarse en el siglo xv, con la emergencia del capitalismo moderno, o en el siglo xix, de la mano del imperialismo europeo, la Revolución industrial y las mejoras en los medios de transporte, entre otros. Para Osterhammel y Petersson (2003), la globalización es “un fenómeno de la historia reciente”, pero que está basado en “procesos de interacciones políticas, económicas, culturales y militares de larga data y vastas en términos espaciales” (Osterhammel y Petersson, 2003, p. 10).

Ahora bien, ¿qué caracteriza a la globalización actual? ¿Qué diferencias, en términos generales, podemos observar en relación con “globalizaciones pasadas”? Se resaltan principalmente factores como la revolución tecnológica en el plano de la comunicación y de la información (Osterhammel y Petersson, 2003, p. 144). Además, se mencionan otros fenómenos clave como los avances y la masificación del transporte y la aparición de medios de comunicación internacionales (Osterhammel y Petersson, 2003, p. 144). Por último, cabe preguntarse cuándo comenzó la globalización actual. En términos generales, el final de la Segunda Guerra Mundial en 1945 dio paso a esta nueva etapa, caracterizada por el crecimiento y la aceleración de las conexiones, que se incrementó notablemente a partir de la década de 1970 (Coleman, 2011, p. 674). Además, podemos señalar que el auge del neoliberalismo, por un lado, y la caída del Muro de Berlín, la desintegración de la ex-Unión Soviética y el fin del mundo bipolar, característico de la Guerra Fría, por el otro, también explican este fenómeno.

4.2. Globalización y soberanía

Ahora bien, ¿cómo impacta la globalización en la soberanía estatal? Esta pregunta admite diversas respuestas, desde el campo de las relaciones internacionales, pero también desde la ciencia política, la sociología y el derecho.

En primer lugar, se observa un fenómeno claro que afecta la soberanía interdependiente (en palabras de Krasner): la porosidad de las fronteras, atravesada por flujos migratorios, de bienes, de capital, de violencia, entre otros (Brown, 2010). En este sentido, la filósofa política estadounidense Wendy Brown (2010) explica que la proliferación de muros y el refuerzo de las medidas de seguridad de las fronteras en las últimas décadas puede comprenderse como una reacción del Estado, no ante la amenaza de otros Estados –como lo era en el pasado–, sino frente a la aparición de actores transnacionales. Para Brown (2010), “más que la expresión del resurgimiento de los Estados nación, estos muros son un icono de su erosión”.

Vinculado a ello, la globalización tiene un impacto claro en la soberanía a través de la alteración del balance de poder entre el Estado y el mercado, a favor de este último (Osterhammel y Petersson, 2003, p. 6). En este sentido, como veremos más adelante, los Estados, aun aquellos más poderosos, “pierden” herramientas para regular aspectos de la vida humana, en especial con relación al mundo empresarial y financiero. Ello afecta la soberanía interna, en la cual el Estado tenía una centralidad a la hora de regular los comportamientos humanos, así como también la soberanía interdependiente, si uno posa su mirada sobre los flujos de capital y su acceso irrestricto y desregulado.

Por otra parte, como veíamos antes, no son solo las fuerzas del mercado las que condicionan la soberanía estatal, sino que esta se ve afectada (para algunos erosionada, para otros complementada, como veremos más adelante) por diversos actores transnacionales, como, por ejemplo, la sociedad civil o los organismos internacionales.

Por supuesto, existen voces que matizan estas consideraciones, como la socióloga Saskia Sassen. Lejos de la postura de que el Estado es una víctima de la globalización, para Sassen, “el Estado no sólo no excluye a lo global, sino que es uno de los dominios institucionales estratégicos donde se realizan las labores esenciales para el crecimiento de la globalización” (Sassen, 2010, p. 62).

En suma, en el contexto de la globalización, el rol y la capacidad de los Estados están actualmente en discusión: “Uno de los temas centrales de análisis hoy es la erosión de la soberanía externa de los Estados, de su monopolio doméstico de la fuerza y, en última instancia, de su habilidad para gobernar” (Osterhammel y Petersson, 2003, p. 7). A continuación, analizaremos distintos actores que desafían e impactan el Estado, e interactúan, de distinta manera, con él, ilustrados por casos puntuales de la historia reciente.

4.3. Organizaciones internacionales

Las organizaciones internacionales son hoy en día actores importantes del sistema internacional. Cuando hablamos de organizaciones internacionales, nos referiremos a aquellas de base gubernamental (Barbé, 2007, pp. 151-152). En palabras de Barbé, “una organización internacional es una asociación de Estados establecida mediante acuerdo internacional por tres o más Estados, para la consecución de unos objetivos comunes y dotada de estructura institucional con órganos permanentes, propios e independientes de los Estados miembros” (Barbé, 2007, p. 192).

Las organizaciones internacionales no son un fenómeno reciente; recordemos, por ejemplo, la creación de la Liga de las Naciones, en 1919. Pero sí es importante notar que, después del fin de la Segunda Guerra Mundial, han proliferado organizaciones internacionales tanto en el ámbito universal como en el regional (Barbé, 2007, pp. 195-196). En cuanto a las primeras, podemos mencionar a la onu (Organización de las Naciones Unidas, 1945), la oms (Organización Mundial de la Salud, 1948) y la omc (Organización Mundial del Comercio, 1995). En cuanto a las organizaciones regionales, podemos referirnos a la oea (Organización de Estados Americanos, 1948), la Unión Europea (1993) y el Mercosur (1991).

El surgimiento de dichas entidades, especialmente en el ámbito internacional, respondió a una necesidad de gobernanza global, especialmente impulsada por los Estados Unidos luego de finalizada la Segunda Guerra Mundial (Mazower, 2012). Además, no podemos perder de vista que este tipo de organizaciones nació y se desarrolló gracias a acuerdos formales (e informales) que respondían a los intereses de un conjunto de Estados, que han variado a lo largo del tiempo. Además, existen críticas sobre el déficit democrático que presentan en su funcionamiento y sobre su relevancia y capacidad de hacer frente a los desafíos actuales y futuros (Mazower, 2012).

Las organizaciones internacionales refuerzan la interdependencia entre los Estados, lo cual genera efectos positivos y negativos.[19] Diremos, en términos generales, que, si bien los Estados se unen a dichas organizaciones de manera voluntaria (o las abandonan), es cierto que estas organizaciones tienen hoy potestades que antes eran exclusivas de ellos. Así, por ejemplo, la omc limita el rango de acción de los Estados para poner tarifas arancelarias: al formar parte, los Estados miembros deben circunscribirse a ciertas reglas, lo cual afecta su capacidad de maniobra. En este sentido, retomando las categorías esbozadas por Krasner, se ve afectada la soberanía interna, pero también la soberanía westfaliana.

4.4. Sociedad civil y organizaciones no gubernamentales

Con el fin de la Segunda Guerra Mundial, así como los Estados se aliaron para crear instituciones, también los individuos comenzaron a formar organizaciones que operaban internacionalmente, sostiene el historiador Akira Iriye (2014, p. 722). Cabe remarcar que hasta 1970 “la expresión sociedad civil había designado una existencia dentro de un país que era separada del Estado”; esta dicotomía entre Estado y sociedad no era una nueva idea, pero, durante la década del 60, ganó tracción (Iriye, 2014, p. 737). A la par, “la expresión sociedad civil global comenzó a ser utilizada en los años 70, en primer lugar, primariamente por cientistas políticos y especialistas en relaciones internacionales, pero luego con el tiempo por otros también” (Iriye, 2014, p. 737). Se utilizó para definir a un conjunto de distintos actores, desde multinacionales, hasta ong, migrantes y refugiados (Iriye, 2014, p. 738).

En ese entonces, el crecimiento de este tipo de organizaciones no gubernamentales fue explosivo: en 1972 había 2.795 ong internacionales y para 1984 existían 12.688 ong internacionales (79.786, si se cuentan los capítulos locales) (Iriye, 2014, p. 751). Actualmente existen numerosas ong que operan de manera transnacional. Las podemos definir como “asociaciones o grupos constituidos de modo permanente por particulares (individuales o colectivos) de diversos países (mínimo tres) que tienen objetos no lucrativos de alcance internacional” (Barbé, 2007, p. 177).

En particular, podemos pensar en dos campos de acción trasnacionales que son extremadamente relevantes: los derechos humanos y el medio ambiente (Iriye, 2014, p. 751). Los movimientos de defensa de los derechos humanos y de protección del ambiente tienen orígenes diferentes, pero es en los años 70 cuando confluyen en una agenda global de justicia (Iriye, 2014, p. 751). Así, surgen organizaciones como Amnistía Internacional (1961) y Greenpeace (1971) cuyo enfoque y accionar son transnacionales. Este tipo de organizaciones, presentes en muchos países, son fundamentales para defender e impulsar agendas en la esfera pública y para promover cambios en materia de justicia, derechos humanos y accountability (Sikkink, 2011). En numerosas ocasiones, estas ong batallan contra autoridades estatales que frecuentemente se escudan en la mentada soberanía nacional.

4.5. Finanzas y economía

La globalización ha generado el aumento de los flujos de interacción, algo que podemos divisar nítidamente en el mundo financiero. Entre aquellos factores explicativos de la aceleración de vínculos, se encuentra el dinamismo del capitalismo que resultó del rápido crecimiento de mercados financieros globales, vinculado con la emergencia de las tic[20] (Coleman, 2011, p. 674). Estas tecnologías están menos ligadas a la ubicación física o a los límites de los Estados naciones en los cuales la gente vive (Coleman, 2011, p. 674). Por ejemplo, existe un mercado financiero global de 24 horas, en el cual se puede interactuar, comprar, vender y ofertar en distintas bolsas alrededor del mundo.

¿Cómo han impactado los mercados financieros globales y sus turbulencias en el poderío de los Estados? En los años 90, por ejemplo, se sucedieron una serie de crisis financieras, como las de México (1994), Rusia (1998), los tigres asiáticos (1997) y Argentina (2001). En ellas, el movimiento de capitales a través de las fronteras fue crucial, mostrando la debilidad de la soberanía interdependiente de muchos Estados. Más recientemente, la crisis financiera global de 2007-2009, la peor desde la crisis de 1929, tuvo efectos graves y concatenados en la economía de numerosos países. En países como Estados Unidos, Brasil, Argentina, Alemania o Turquía, la tasa de crecimiento del pbi bajó fuertemente. En otros países, como India o Nigeria, aun cuando el pbi de dichos países continuó creciendo, también se registró una baja, una muestra de la interdependencia de las diferentes economías a nivel mundial.

4.6. Multinacionales y grandes corporaciones

La globalización supone una oportunidad para el sector empresario y es a la vez impulsada por esta. Así, prolifera la internacionalización de la actividad económica y comercial. Las multinacionales como Microsoft, Telecom, Chevron o Huawei son quizás un ejemplo a gran escala de ese fenómeno. Se trata de empresas que operan en distintos Estados, a veces en distintas regiones o continentes. Lo hacen directamente o a través de subsidiarias, siempre de manera integrada.

Las multinacionales no son especialmente novedosas. La Compañía Holandesa de las Indias Orientales, creada en 1602, es un ejemplo de ello. Dicha compañía fue clave en términos comerciales en el Sudeste Asiático y central para la expansión imperial de los Países Bajos en esa región durante los siglos xvii y xviii. Aun hoy, y más allá del comercio internacional, las multinacionales operan y trabajan sobre cuestiones esenciales, como la provisión de bienes y servicios, o en campos fundamentales para la vida humana en nuestro tiempo, como las redes sociales y los buscadores de internet, tal es el caso de Facebook o Alphabet (Google).

Muchas de estas compañías tienen ingresos anuales superiores al pbi de numerosos países. Sus decisiones de inversión, por ejemplo, de instalarse u operar en tal o cual país, son profundamente relevantes en términos económicos y sociales para los Estados. Esto lleva a una competencia entre países: en nuestra región se puede pensar, por ejemplo, en la competencia entre Brasil y México por la instalación de plantas automotrices de multinacionales como Ford. En este contexto, cabe preguntarse cuál es la capacidad de maniobra que tienen los Estados. En línea con lo que vimos antes, esta indefensión o incapacidad de los Estados en diseñar e imponer reglas y regulaciones muestra un cambio en el balance de poder entre los Estados y el mercado (internacional), afectando severamente la soberanía interna.

Pero no son solo los Estados menos poderosos quienes sufren de este desbalance de poder. Un caso interesante es el de las regulaciones de protección de datos personales. Se trata de una cuestión fundamental para las actividades y los modelos de negocios de las compañías más importantes surgidas con los avances de las tic. Solo luego de una ardua batalla, la Unión Europea, que nucleaba a 28 países, 450 millones de habitantes y varias economías importantes del mundo, logró en 2016 imponer dichas normas (gdpr, por sus siglas en inglés) a grandes corporaciones como Microsoft, Amazon, Facebook o Alphabet (Google).

4.7. Otros actores

Existen otros actores no estatales que actúan en este mundo globalizado y que cobran relevancia. A modo de ejemplo, podemos hablar del crimen organizado, cuyo poderío y desafío al Estado es observable de manera contundente en nuestra región, América Latina. En igual sentido, podemos referirnos a las redes de terrorismo transnacionales. Por otra parte, también podemos mencionar a los migrantes. En las últimas décadas, observamos un incremento de los flujos migratorios, compuestos por personas que migran por motivos económicos, políticos y, con cada vez mayor frecuencia, relacionados a los efectos del cambio climático.

5. Perspectivas actuales sobre Estado, soberanía y relaciones internacionales

Conforme lo repasado hasta acá, el Estado se encuentra en el centro de los debates actuales en materia de relaciones internacionales. Aunque con matices, los estudiosos de las relaciones internacionales coinciden en que estamos viviendo momentos de cambio en el sistema internacional, adentrándonos incluso en un orden poswestfaliano. En el cruce de estos cambios, hablaremos de dos casos particulares, ilustrativos de dos fenómenos: las entidades supranacionales y los “Estados fallidos”.

5.1. Entidades supranacionales e integración: la Unión Europea

La Unión Europea es un ejemplo interesante de los cambios en los roles del Estado a nivel internacional. Durante el siglo xx, el continente europeo fue protagonista de dos Guerras Mundiales devastadoras. Luego de 1945, en busca de una solución duradera, comenzó un proceso de integración regional a través de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (ceca, 1952), que incluía a Alemania, Francia, Bélgica, Italia, Luxemburgo y los Países Bajos.

La integración económica, así como la integración política, se fue profundizando en la segunda parte del siglo xx. Hoy la Unión Europea está compuesta de 27 miembros, posee una moneda propia (aunque no todos los Estados la adoptaron) y emite resoluciones y regulaciones que luego son aplicadas en cada uno de los países sobre temas esenciales como el medio ambiente. Su estructura de organización interna es única: “Está a medio camino entre la lógica institucional de la separación de poderes dominante del Estado y la lógica intergubernamental de las organizaciones internacionales”, como la otan o la oea (Barbé, 2007, p. 202). Así, la ue posee una asamblea (integrada por representantes elegidos por el voto popular), un Secretariado, un Tribunal de Justicia, un Consejo de Ministros y un Comité Económico y Social, un modelo de organización interna que lo distingue de otras organizaciones internacionales (Barbé, 2007, retomando a Merle, p. 204). Más aún, la Unión Europea ha inspirado la creación de otros bloques regionales, como el Mercosur o la asean[21].

¿Por qué es interesante prestar atención al caso de la Unión Europea cuando analizamos el devenir de los Estados en el sistema internacional? Se trata de un ejemplo de una integración supranacional, de un bloque de Estados nación que deciden integrarse de manera más profunda. Por supuesto, esta asociación es voluntaria y decidida de manera soberana por el conjunto de ciudadanos de cada uno de los países miembros.

Sin embargo, podemos observar que tensiona la soberanía de diversas maneras. En primer lugar, la soberanía westfaliana se ve comprometida, en el sentido de que erige factores externos de autoridad, tanto de iure como de facto, que se conjugan con los factores internos de autoridad de cada Estado. En segundo lugar, la soberanía interdependiente se ve afectada. A modo de ejemplo, no solo las fronteras se desdibujan dentro de la Unión Europea: también se puede observar en el plano del control territorial y migratorio externo. La Unión Europea cuenta con una agencia integrada de guardas costeros y fronterizos, llamada Frontex, que, desde Varsovia, Polonia, está encargada del monitoreo de las fronteras de la Unión Europea. Por ello, podemos advertir que esta entidad supranacional hace uso de herramientas que anteriormente eran exclusivas de los Estados.

Por último, existen tensiones entre los Estados, sus ciudadanos y esta entidad supranacional, que ha tenido distintas manifestaciones, especialmente luego de la crisis económica de 2007-2008. Así, desde la Unión Europea se han decidido cuestiones relativas a la política económica o financiera de países como Grecia a través de ciertas instituciones como el Banco Central Europeo. Dichas instituciones son objeto de críticas por su déficit democrático y por la falta de rendición de cuentas. En 2016, el Reino Unido celebró un referendo en el cual sus ciudadanos votaron por abandonar la Unión Europea, el denominado Brexit. Uno de los argumentos de la campaña del Leave fue justamente ese: para recuperar la plena soberanía, es necesario salir de uniones que la limitan, aún por sobre las consideraciones económicas o estratégicas. ¿Es la Unión Europea un modelo que perdurará o Brexit señala el camino que otros países seguirán en los próximos años? De momento, con la soberanía en el centro de la escena, el debate está abierto.

5.2. Estados fallidos o con estatalidad limitada

Un segundo caso interesante a la hora de analizar los Estados en el plano internacional es el de los llamados “Estados fallidos” o que presentan un grado de “estatalidad limitada”. Existe un debate importante sobre la caracterización de este tipo de países que, por cuestiones de extensión, no cubriremos en este apartado (Risse, 2012, p. 699).

En términos generales, como señalábamos anteriormente, solemos utilizar el concepto de “Estado” para hablar de realidades extremadamente diferentes, en términos de recursos, capacidades, posibilidades y autonomía (Barbé, 2007, p. 160). Esto es, por el principio de la soberanía internacional, el reconocimiento jurídico internacional de un Estado no está vinculado a su forma de gobierno ni a sus capacidades estatales.

Muchos países alrededor del mundo presentan características similares en cuanto a la inestabilidad o a la debilidad de sus Estados. En dichos países, observamos que el concepto weberiano de “Estado” no está presente, en cuanto este no detenta el monopolio del uso legítimo de la violencia dentro de su territorio determinado.

Esto no es un fenómeno particularmente nuevo. Como señala Mazower, la historia contemporánea de Europa es la historia de Estados que “fallan” – Prusia, Austria-Hungría– y son reemplazados por otros (Mazower, 2012, p. 382). Pero es en las últimas décadas en las que este término controversial comenzó a utilizarse con frecuencia, especialmente desde el final de la Guerra Fría. Se hacía referencia a países en los cuales se podía observar la persistencia de conflictos étnicos o de pobreza estructural, cuyas consecuencias resultaban en crisis tanto dentro como fuera de sus fronteras (Mazower, 2012). En este sentido, luego del fin de la Guerra Fría, entre 1989 y 2001, se puede listar una serie de crisis centradas en países como Haití, Camboya, Bosnia, Kosovo, Ruanda y Timor del Este (Fukuyama, 2004).

Con los atentados del 11 de Septiembre, esto adquirió un nuevo tenor. Se señalaba a Estados con capacidades estatales limitadas (como Afganistán) como focos en los cuales se podía implantar y desarrollar el terrorismo: si antes el problema alrededor de los Estados fallidos se analizaba por sus consecuencias humanitarias o de derechos humanos, ahora también cobraba relevancia la dimensión de la seguridad en sentido amplio (Fukuyama, 2004). Existen hoy índices internacionales que tratan este tema, como el Fragile States Index desarrollado por The Fund for Peace. Según este índice, países como Somalia, Sudán del Sur y Yemen estarían en esta categoría.[22] Dichos países presentan conflictos internos recurrentes.

Para autores como Lockhart y Ghani (expresidente de Afganistán), los “Estados fallidos” presentan una brecha de soberanía, entre la soberanía de iure que el sistema internacional le otorga a dichos Estados y las capacidades de facto de servir a sus poblaciones y actuar como “miembros responsables” de la comunidad internacional (Lockhart y Ghani, 2008, pp. 3-4). En diálogo con los cuatro conceptos de “soberanía” de Krasner, este tipo de Estados conservan su soberanía legal internacional, pero no su soberanía interdependiente, ni su soberanía interna. Además, su soberanía westfaliana se ve comprometida severamente, lo que aumenta las posibilidades de intervención por parte de autoridades externas, ya sean grandes potencias internacionales o regionales, u organizaciones internacionales (Fukuyama, 2004).

Más allá del foco y el abordaje que se le quiera dar, los “Estados fallidos” son importantes en el plano de las relaciones internacionales porque afectan la gobernanza global, la estabilidad regional y mundial y la vida de cientos de personas dentro y fuera de sus fronteras.

6. Reflexiones finales

A lo largo de este capítulo, analizamos las características y los elementos constitutivos del Estado desde la perspectiva jurídica: territorio, población y gobierno soberano. Desarrollamos también el surgimiento y las características del Estado moderno. Luego repasamos los abordajes que las principales teorías de las relaciones internacionales utilizan para pensar al Estado y vimos cómo la mayoría de ellas, especialmente el realismo, consideran que el Estado es el actor central en el sistema internacional.

Por otra parte, desarrollamos cómo se concibe al Estado en el sistema internacional, en particular a partir de la Paz de Westfalia. La soberanía estatal es una pieza fundamental del sistema. Sin embargo, cabe preguntarnos si este paradigma está en crisis y si dicha crisis es transitoria o definitiva. En esta línea, el interrogante se abre sobre cuáles serían las características de un sistema poswestfaliano y qué rol tendrían los Estados en él.

Esto nos remite directamente al fenómeno de la globalización, que tanto domina nuestro debate mediático. Vimos que existen diferentes concepciones sobre la globalización, sus características y su novedad. Podemos decir, en términos generales, que estamos atravesando una nueva era de globalización que ha sido impulsada por fuerzas económicas y por fenómenos como el desarrollo reciente de las tecnologías de la comunicación y de la información, que aumentaron, cambiaron y aceleraron el modo en la cual nos relacionamos.

¿Cómo impacta esta globalización en el Estado? A través de la porosidad de sus fronteras, de la alteración del balance entre Estados y mercado y de la emergencia de distintos actores, que pueden poner en jaque o (a pesar de la contradicción que esto pueda encerrar) complementar al Estado en diversas cuestiones. Por ello, nos referimos a actores como la sociedad civil transnacional, los organismos internacionales, los mercados financieros y las multinacionales.

Nos detuvimos luego en dos casos relevantes para los estudiosos de las relaciones internacionales. Primero, el caso de una entidad supranacional como la Unión Europea y su devenir en los últimos años. Se trata de un caso único, que implica un cambio del paradigma nacido en ese mismo continente: la soberanía westfaliana. Luego hicimos referencia al concepto de “Estados fallidos” y cómo pone en discusión la concepción de soberanía estatal en el plano internacional.

Ante la pandemia del COVID-19, en un momento histórico sin precedentes en el cual la interdependencia y la vulnerabilidad colectiva quedaron de manifiesto, los Estados resultaron actores fundamentales para afrontar la crisis. Si bien el rol de la cooperación y la diplomacia no fueron desdeñables, las organizaciones internacionales mostraron sus limitaciones para articular una respuesta concertada. A pesar de los embates, el Estado se volvió notoriamente imprescindible a la hora de actuar y solucionar problemas, replegándose sobre sí mismo. Ante problemas urgentes y de carácter sistémico y global como el cambio climático, de cara al futuro, cabe preguntarse si esta tendencia se mantendrá, o si el Estado será solo una pieza más dentro de un armado regional o internacional más amplio.

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  1. Licenciada en Ciencias Políticas (UCA, 1992). Directora ejecutiva de las Licenciaturas en Ciencia Política y en Relaciones Internacionales de la Universidad Austral. Docente en la Carrera de Abogacía y en las Licenciaturas en Ciencia Política y en Relaciones Internacionales de la Universidad Austral. Correo electrónico: arodriguez@austral.edu.ar.
  2. Abogada (UTDT, 2009) y magíster en Asuntos Globales (Yale University, 2016). Docente de Relaciones Internacionales y Políticas Públicas de grado y posgrado en la Universidad Austral. Correo electrónico: sofia.del.carril@gmail.com.
  3. La Convención sobre Derechos y Deberes de los Estados (Séptima Conferencia Internacional Americana, Montevideo, 1933) en su artículo 1 establece que “el Estado como persona de Derecho Internacional debe reunir los siguientes requisitos: Población permanente, Territorio determinado, Gobierno, y Capacidad de entrar en relaciones con los demás Estados”. Si bien no habla de gobierno soberano como tal, la “capacidad de entrar en relaciones con los demás Estados” hace referencia al concepto de “soberanía”, como veremos más adelante. Dicha convención fue firmada pero no ratificada por Argentina.
  4. José María Medrano (s.f.) cita a tratadistas de derecho internacional como Podestá Costa, Charles Rousseau y Antonio Truyol y Serra para reforzar este concepto (Medrano, p. 57).
  5. El corolario a este tema de Noemí García Gestoso (2003) es un buen punto de encuentro entre la diversidad de enfoques: “En efecto, cabe sostener la existencia de Estados soberanos, como casos particulares, en algunos reinos del siglo XIV. Pero esto no obsta al reconocimiento de que la generalización y globalización de un sistema de Estados se produce en Europa a partir del siglo xvi” (García Gestoso, 2003, p. 302).
  6. La Edad Media comprende tres etapas: la Temprana, la Alta, y la Baja Edad Media. No vamos a hacer referencia a ninguna de ellas en particular, sino al periodo en su conjunto. Cabe aclarar que el fin de la Edad Media está relacionado con tres sucesos que determinan su finalización y el comienzo de la Edad Moderna: la invención de la imprenta (1440), la toma de Constantinopla (1453) y la llegada de Cristóbal Colón a América (1492). Kissinger (2016) hace referencia al cisma de la Iglesia católica como un factor determinante del fin de la Edad Media.
  7. García Gestoso (2003) cita a Heller para explicar que el filósofo alemán G. W Hegel empleó este calificativo para definir esta característica básica de la estructura medieval.
  8. García Pelayo (1983) explica que las normas son un sistema de privilegios positivos o negativos, dándose una heterogeneidad y superposición de órdenes jurídicos dentro de cada reino.
  9. El Imperio hace referencia al Sacro Imperio Romano Germánico, creado en el 962 por Otón I, y el Papado hace referencia a la autoridad máxima de la Iglesia católica. En los hechos “el Imperio no pasaba de ser […] una gran potencia que no ejercía poder efectivo más que dentro del espacio centroeuropeo y, según las coyunturas políticas sobre una parte más o menos extensa de Italia” (García Pelayo, 1983, párr. 8). Por otra parte, al papa habían de someterse los príncipes cristianos y las iglesias de cada reino (García Pelayo, 1983).
  10. Este tema ha sido desarrollado por múltiples estudiosos. A modo de ejemplo, podemos nombrar a García Pelayo, García Gestoso, Del Arenal, Valles, entre otros.
  11. Esto “origina un gran proceso de nivelación, de una sociedad sumamente dividida a una sociedad en que todos los ciudadanos, en principio, tienen igual capacidad jurídica” (García Gestoso, 2003, p. 308).
  12. En consonancia con esto, “se desarrolla la diplomacia, procediendo los soberanos a enviar y recibir embajadores estables” (García Gestoso, 2003, p. 308).
  13. La alianza entre la monarquía y la burguesía se gestó durante la Alta Edad Media: “En medio de una constante lucha interna entre los señores que defendían sus prerrogativas y la realeza que pugnaba por contenerlos […] la corona comenzó a buscarse aliados, y los halló muy pronto en la burguesía, que por entonces empezaría a constituirse en las ciudades, protegida por los reyes” (Romero, 1945, p. 49). “Los cambios de la estructura económica habían comenzado antes con las nuevas condiciones de los intercambios comerciales, y la importancia del surgimiento de una clase comerciante, la burguesía. […]. No se puede olvidar que, a la configuración del Estado moderno […], coadyuvaron, como factores importantes, la necesidad de planificación y de una legislación general propias de ese desarrollo económico y comercial” (García Gestoso, 2003, p. 309).
  14. No queremos que la falta de consenso de los teóricos de las relaciones internacionales con respecto al concepto de “sistema internacional” quite el foco en el punto que nos interesa abordar. Los debates alrededor de dicho tema no concluyen aún. Por otro lado, no queremos dejar de marcar que este concepto –el Estado como actor central de la dinámica internacional– no es taxativo y que este modelo tendrá su propia evolución.
  15. Existen otras teorías, así como distintas corrientes dentro de las teorías mencionadas. A los fines de este manual, se hace un resumen de manera estilizada.
  16. Kinder y Hilgemann sostienen que “la guerra de los Treinta Años comienza como un conflicto religioso y termina siendo una lucha por la hegemonía europea. Confluyen en ella las tensiones existentes entre las naciones católicas y las protestantes, entre los representantes de los Estados territoriales y los príncipes, entre las ciudades imperiales y el emperador, entre los Habsburgo y la dinastía francesa” (Kinder y Hilgemann, 1971, p. 269).
  17. Diversos acuerdos y tratados muestran esta evolución. A modo de ejemplo, podemos citar el Acuerdo de Viena (1815), el Congreso de Aix-la-Chapelle (1818), el Tratado de Versalles (1919) y el Pacto Briand-Kellogg (1928).
  18. El principio de no intervención fue introducido en el derecho internacional por Emer de Vattel y Christian Wolff a mitad del siglo xviii. De allí que Krasner (2001) use la voz “vatteliana” para hacer referencia al “tipo” de soberanía que se basa en este principio.
  19. No nos detendremos aquí en el rico debate sobre el concepto de “soberanía” en el seno de las Naciones Unidas, por ejemplo.
  20. Tecnologías de la información y comunicación.
  21. Asociación de Naciones del Sudeste Asiático.
  22. Fragile States Index: bit.ly/3vVm9Te.


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