Saül Karsz
Todo parece indicar que hubo una fuerte polémica a propósito del uso del burkini por parte de las mujeres musulmanas, subrayada por algunas resoluciones municipales que suspendió el Consejo de Estado. Ahora bien, con el fin del verano y el agua ya más fría, dicha polémica hace aparecer su auténtica condición: la extrema dificultad para enfrentar retos políticos sumamente complejos y decisivos obliga a conformarse con emociones anticuadas, inverosímiles en un país moderno y, en última instancia, casi entretenidas si no se las toma demasiado en serio. Es dable recordar la generalización del bikini a partir de 1960 (¡en honor a la explosión nuclear que lleva el mismo nombre!), el fracaso del modelo de traje de baño Atome (1946), los juegos deportivos de mujeres que iban poco cubiertas, probablemente aristócratas, en la época romana, y muchos otros…
¿Asunto cerrado, entonces? ¡No, no y no! En realidad, asunto más bien ejemplar que recuerda que el cuerpo de cada uno no pertenece única y exclusivamente al individuo que es su portador. Ampliamente cubierto (estilo burkini), bastante desnudo (estilo bikini, microkini o también monokini), muy desnudo (estilo topless), en todos los casos la irritación, y hasta el escándalo, no viene en absoluto de lo que se esconde o se desvela. Raras son las sensibilidades conmovidas por espectáculos que cualquiera de nosotros ve continuamente en la televisión o Internet. Incluso cuando se trata de proteger a los niños de algo de lo cual están bastante al tanto. El escándalo estalla cuando individuos y grupos pretenden decidir solos qué hacer de sus cuerpos –al margen de los cánones de ocultación y de exhibición políticamente correctos en una época y en un espacio social dados. El escándalo dura el tiempo que necesitan los escandalizados para pacificar sus inquietudes; dicho en otros términos, para pasar al siguiente escándalo.
Este caso ejemplar concierne explícita y precisamente el cuerpo de las mujeres. En ese punto, las convergencias son claras entre el hombre blanco (expresión aborigen para nombrar a los colonos) y el hombre musulmán (expresión racial, si no racista): las mujeres siguen siendo bienes de goce reservado. ¿Sexismo? Sin lugar a duda, si por ello entendemos una mezcla de homosexualidad denegada y de aprehensión para con mujeres nunca lo suficiente ni definitivamente poseídas. Cuerpos de mujeres que recuerdan que los hombres también tienen el suyo, del cual ellos también distan de ser los amos y señores.
Sepultados bajo capas de disfraces o expuestos a todas las miradas, los cuerpos de los humanos siempre están inexorablemente envueltos en ideologías. Estas se ven ejemplarmente ilustradas por la diferencia entre naturismo y nudismo: en ambos casos, ausencia de toda vestimenta. El primero dice ser “un arte de vivir, respetuoso de uno mismo, del otro y de la naturaleza” y, el segundo, “el mero hecho de mostrarse desnudo” (según la Federación Francesa de Naturismo). Diferencia real o imaginaria que confirma que el cuerpo de los humanos se descifra en términos de ideología encarnada.
¿Ofensa al orden público? Hipótesis contemplable, ¿pero cuál es su naturaleza, sus modalidades, sus intenciones? ¿De qué orden, de qué ofensa se trata? En verdad, ¡si será un sueño altamente fundamentalista imaginar que el burkini dispone de semejante potencia devastadora!
A fin de cuentas, no sería imposible que haya habido un conato de polémica, frenada justo cuando había que recitar sus términos y adentrarse en el núcleo de lo que estaba en juego. Aprobado, pero puede esmerarse más.
Septiembre de 2016