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13 Érase una vez, la violencia

Saül Karsz

Infaltable, insoslayable, invasiva: la violencia está por doquier, a todos los niveles. La actualidad nacional e internacional, pública y privada, individual y colectiva da testimonio de ello día tras día. Situación de lo más inquietante. ¿Qué hacer? Cerrar filas, por supuesto, atrincherarse en las propias certezas, amurallarse dentro del comunitarismo, el genuino, aquel que supera las religiones, orígenes étnicos, colores de piel: el comunitarismo de clase y de grupo social. Frente a la violencia a todos los niveles, conviene desconfiar, sobre todo, desconfiar. ¿De quién, en realidad? La respuesta es tan larga como las manifestaciones del fenómeno: desconfiar de los adversarios recientes, ancestrales o eventuales, los vecinos demasiado cercanos o desesperadamente lejanos, los amigos, en particular, aquellos que parecen serlo, el hombre, la mujer, el joven de la calle, del subte, de la nochecita o de los barrios difíciles, sin olvidarse de uno mismo, a veces capaz de algunas vilezas.

Así y todo, las múltiples acepciones que se alojan bajo el mismo significante violencia suponen un interrogante. Agrupamos acontecimientos y situaciones que tienen poco e incluso nada en común. Añadir algún calificativo y pasar del singular al plural introduce algunos esclarecimientos útiles: violencias policiales, violencias de los manifestantes, violencias de los hooligans, violencias intrafamiliares, violencias de género, etc. Esas denominaciones indican lugares y tiempos, protagonistas ad hoc, autores. Esbozan precisiones. Y nos informan de algo esencial: lo que está presente por doquier no es en absoluto la violencia en general, sino algunas de sus formas, destinatarios y beneficiarios. De allí se confirma que la referencia a la violencia en general deriva del confusionismo más absoluto. Pero entonces ¿qué veneno contribuye a ahogar, qué es lo que la violencia en general permite no tratar?

Vaya, pasar al plural y a la calificación puede resultar un mero subterfugio si uno evita analizar las lógicas concretas que se plasman en cada ocasión, identificar a los destinatarios, pero también a los patrocinadores y beneficiarios específicos que la padecen o gozan con ella, pescar las configuraciones ideológicas y psíquicas precisamente movilizadas, las estructuras formales e informales precisamente puestas en acción. Sin ese trabajo de análisis y demostración, toda violencia, aun particularizada (policial, de género, entre los manifestantes, etc.) es vaga, indeterminada, desproporcionada. Demasiada metafísica, no suficiente clínica.

¿Se deducirá entonces que esos discursos sobre la violencia y sobre las violencias finalmente son superfluos, inútiles, no tienen efecto alguno? ¡No, no y no! Su eficacia es temible, puesto que nos incitan a tener miedo, mucho miedo, a desconfiar del universo entero, sobre todo a no soltar nuestras prerrogativas, ¡a enclaustrarnos de cara al mundo! Clausura que, a su vez, no es en nada una reacción primaria, espontánea e instintiva. Se trata de una postura reaccionaria que llama “violencia” únicamente a aquella que uno recibe pero no a la que uno inflige, que omite las condiciones sociopolíticas que posibilitan determinadas variantes de ella y que hacen creer que otras violencias serían normales, naturales y hasta inexistentes, aquello que llamamos paz social.

Conclusión: los discursos sin análisis exhaustivo de las violencias singulares forman parte de la violencia generalizada que creemos estar viviendo.

 

Junio de 2016



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