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18 Neorreaccionarios, pero reaccionarios al fin

Saül Karsz

El periódico Le Monde del pasado 19 de enero se hace eco de una polémica que enciende diarios y revistas, desde Libération a Le Figaro, ensayistas, novelistas, etc. El tema: la denominación neorreaccionario (neorreac) ¿puede ser el común denominador de autores tan diversos como Michel Onfray, Michel Houellebecq, Renaud Camus, Alain Finkielkraut, Elisabeth Badinter y otros? Y Le Monde se pregunta: “¿Los neorreac habrán ganado la batalla de las ideas en Francia?” Ahora bien, la manera de plantear una pregunta torna posibles algunas respuestas, otras menos, otras en absoluto. Así, “ganar la batalla de las ideas” utiliza un eufemismo para expresar lo que sería una “postura hegemónica en las luchas ideológicas”. Ciertamente, esa última referencia tiene todos los ingredientes de una fórmula pesada e incluso anticuada (no sin razón, claro está). Las ideas, en cambio, tienen el discreto encanto de aquel a quien uno sabe supuestamente sin carne ni sangre, en estado de levitación social, tan espirituales y desinteresadas como se quiera. ¿Lo chic de las ideas residirá en su carácter ideal, etéreo, por encima de toda contienda? ¡Qué importa! Por nuestra parte, leamos la “batalla de las ideas” a la luz del decodificador “luchas ideológicas”. Según esa lectura, las ideas se despliegan, se combaten o, por el contrario, se alientan. En suma, se hallan implacablemente atrapadas en batallas (¡nada menos!) que cuentan con vencedores y vencidos, dominantes y dominados. Las ideas gozan de buena reputación –no en todas las calles, ni en todos los barrios, ni del mismo modo por todas partes y, sobre todo, no todas las ideas. El resultado de esas batallas no es anodino, lo que está en juego tampoco: los desafíos ideológicos no son ni pueden ser neutros. Allí se involucran orientaciones que se han de privilegiar o expulsar en materia de filosofía e investigación científica, de puntos de referencia clínicos y posicionamientos políticos, de despliegues institucionales y trabajo social, de vida privada y vida pública. Allí se formatean significativos componentes de los pensamientos y comportamientos calificados de espontáneos o naturales de los individuos y los grupos. Las batallas de las ideas son definitivamente efectivas, concretas, tangibles. No se resumen en absoluto a las elucubraciones de algunos “intelectuales mediáticos”, como dice en el mismo informe de Le Monde Gisèle Sapiro, socióloga, al tiempo que se cuestiona: “¿Por qué despiertan semejante interés en el público?”.

Al menos, dos respuestas.

La primera: los autores a los que apunta la designación “neorreac” no se reconocen en ella, por la simple razón de que, dicen ellos, la distinción “derecha-izquierda” vivió, atañe a tiempos antiguos, hoy sólo encontramos realistas y retrógrados, gente abierta y gente cerrada a la modernidad. “¡Si fuera de derecha, lo diría!” (A. Finkielkraut). Lo que es, es lo que se dice: ¡como no lo dice, no lo es! Resulta difícil encontrar un espécimen que sintetice mejor el pensamiento neorreaccionario: la representación subjetiva de la realidad objetiva, lo que pensamos y creemos de la realidad, se convierte en la realidad de carne y hueso.

La segunda: esos autores no proponen un análisis de las sociedades contemporáneas, no buscan ni detectar las causas ni identificar los efectos. Menos aún se detienen en las mutaciones concebibles. Les inquietan, sobre todo, los desfasajes entre como parece ir el mundo y cómo debería ir: la escuela falla en la integración de los extranjeros (¿por qué? ¿cómo?), la familia se disgrega, numerosas parejas se rompen, la vida se vuelve cada vez más complicada, cuando no insoportable, etc., etc. Discursos absolutamente no explicativos, fundamentalmente declarativos, indiscutibles, pues escasean en argumentos, pero que se nos propinan de manera incansable. Esas personas parecen no poder pensar sin dar lecciones de moral y sin imaginarse en el lugar del Justo Eterno. Expresan la nostalgia de un tiempo bendito que saben o que, en teoría deberían saber, que jamás existió, salvo en sus jeremiadas. Despiertan interés no en el público en general, sino entre ciertos públicos atentos a que se los reconforte en su sentir de la época.

Propuesta: ¿y si quitáramos el prefijo neo?

 

Febrero de 2016



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