Saül Karsz
Tenemos ante todo el diccionario, que no acepta separar ese vocablo en dos elementos: hay que escribir, pues, antisistema, todo junto. Bien pegado, efectivamente. El anti forma parte del sistema, mientras que el sistema recibe al anti sin titubeos. No necesariamente se oponen o, mejor dicho, su oposición no es ni frontal ni radical sino tan sólo puntual, formal, una variedad de contrapedales aún sigue siendo posible. Esa es una primera acepción del vocablo, apreciada por los populismos de derecha y extrema derecha. Se alimenta de la percepción según la cual hay cosas que modificar en el orden social actual. No sólo en Francia, sino también en Europa, existen instituciones y prácticas que han de ser cambiadas. Pero, agregan esas corrientes, lo que hay que corregir no es el sistema sino “sus excesos” (en particular, financieros). Se habla entonces de ultraliberalismo como si este fuera una desviación enfermiza del orden existente y no una acentuación de sus tendencias intrínsecas. En cuanto a saber por qué la cosa se presenta de ese modo, la explicación ya está dada: quienes poseen en la actualidad las riendas del poder no son dignos de él ni competentes para ejercerlo (¡no tanto como los anti!). Ergo, hay que modificar no el sistema sino únicamente el lugar de los anti en su seno.
Pero ese anti-sistema también incluye una segunda acepción. Por más que el diccionario lo rechace, escribiremos ese vocablo en dos partes para indicar que la unión de ambos términos no es la única manera de abordar el fenómeno. El punto de partida es, en parte, semejante al de la opción anterior: el orden sociopolítico en vigor resulta cada vez menos evidente, natural, necesario. El liberalismo está perfectamente bien instalado, tanto con sus formidables avances para las franjas y clases sociales progresivamente reducidas, como con sus degradaciones y daños múltiples frente a clases y grupos sociales cada vez más extensos. Hoy en día, ciertas mutaciones del sistema, y no exclusivamente de los personajes que asumen su mando, se han tornado indispensables. Allí se inscribe el abanico de las izquierdas. Algunas posturas electorales afirman querer acompañar la necesidad objetiva de cambio social, al tiempo que el placer individual y colectivo de sentirse bien vivo. No es concebible que el “desánimo de los franceses se siga perpetuando eternamente”, exclamaba hace poco un candidato dizque de extrema izquierda (eufemismo francés de izquierda a secas).
Pareciera ser ese un desafío mayor de la próxima votación en Francia y de sus efectos en Europa y otros lados. Habrá que votar por la perpetuación del sistema actual o bien por su transformación con miras a un porvenir posiblemente mejor, más acogedor y solidario para las mayorías. Semejante enunciado puede parecer esquemático, cuando no caricaturesco: la decisión que implica no lo es en absoluto.
Abril de 2017