Jean-Jacques Bonhomme
“Tanto se aprecia la acción de los estupefacientes y se la reconoce como semejante beneficio en la lucha para asegurar la felicidad o alejar la miseria, que algunos individuos e incluso pueblos enteros le han reservado un lugar permanente en su economía de la libido”. En “Malestar en la cultura” [1929], Sigmund Freud señalaba el improbable proyecto de poner fin al uso de las drogas. Economía psíquica, economía financiera y economía política siempre se han entremezclado para alimentar la producción, la mercantilización y el consumo de drogas. Guerras del opio libradas por Inglaterra en la China del siglo XIX, prohibición del alcohol en Estados Unidos antes de su comercialización legal y casi internacional a mismo título que la del tabaco, aumento de prescripciones médicas de productos psicotrópicos para adultos y niños, etc.: el mercado de los estupefacientes no deja de diversificarse, prosperar y difundirse. Por consiguiente, la frontera entre productos ilícitos y productos autorizados, o hasta recomendados, plantea cada vez más interrogantes, y la denominación misma de droga resulta igual de problemática.
En Francia, la ley del 31 de diciembre de 1970 orientó la lucha contra la drogadicción tomando una vía prohibicionista, penalizando al llamado drogadicto a menos que este consienta en hacerse tratar. Esa ley continúa alimentando un fuerte embrollo al estigmatizar al usuario, ya sea como delincuente, ya sea como enfermo, cuando no ambos. En 1981, el candidato François Mitterrand proyectaba romper con la prohibición de la marihuana, intención que quedó en la nada. Igual desenlace en 1990, luego de los trabajos encomendados a la comisión Henrion por Simone Veil, entonces ministra de Salud y Asuntos Sociales. Desde esa época, ningún cambio, pese a las interpelaciones de los sucesivos ministros: Daniel Vaillant, Cécile Duflot y también Christiane Taubira, todos ellos favorables a la despenalización. A comienzos del presente mes de abril de 2016, el Secretario de Estado para las Relaciones Parlamentarias, Jean-Marie Le Guen, volvió a plantear la cuestión de una legalización controlada para mayores de 21 años. Respuesta edificante del gobierno a través de su portavoz: “No hay ninguna pista, ni de trabajo ni de reflexión, que el gobierno esté siguiendo en la materia”. Si en los años 1990 los debates sobre este tema podían darse en la escena pública, hoy estos parecen lisa y llanamente descartados.
Sin embargo, numerosos observadores sanitarios y sociales, judiciales y policiales detectan los patentes fracasos de esa política coercitiva. Otros países también lo han comprobado y están desarrollando lógicas singulares de despenalización de la marihuana con uso recreativo y/o con fines terapéuticos [Holanda, España, Portugal, República Checa, Alemania, Bélgica, Suiza, Israel, Canadá]. En determinados países de América Latina y en Estados Unidos [Uruguay, México, Colorado, Estado de Washington, etc.], la producción, la venta y el uso del cannabis se rigen en el marco de un monopolio público. Esas posiciones se tienen por eficaces para acompañar a los consumidores en su alejamiento de las drogas llamadas duras, para intentar luchar contra la delincuencia, los ajustes de cuentas entre dealers, la corrupción, e incluso para participar en el tratamiento de determinadas enfermedades.
Esas iniciativas progresistas privilegian la acción preventiva. A no confundir, empero, progresismo con angelismo. Está claro que la legalización del cannabis beneficia a la economía neoliberal y que la salida al mercado de productos psicoactivos jamás está exenta de planteos ideológicos y políticos. Ya en su época La Boétie apuntaba a las “droguerías”, “ese ardid de los tiranos para embrutecer a sus súbditos” [Le discours sur la servitude volontaire, 1547], o después de él, Marx: “los obreros ingleses necesitan cerveza y los proletarios franceses, vino” [El capital, libro 1, 1867], una de las condiciones de reproducción física y psíquica de la fuerza de trabajo.
Entonces ¿por qué motivo se empecinan en Francia manteniendo ese statu quo entorno a la prohibición de la marihuana?
¿A causa de la peligrosidad del producto? Respuesta posible pero insuficiente. El opio, la morfina, la cocaína, el éter, entre otros, antaño eran reconocidos como remedios oficiales. Hoy, la medicina prescribe masivamente productos psicotrópicos [tranquilizantes, hipnóticos, antidepresivos, sedativos, entre otros] para adultos y niños cada vez más pequeños. Por otra parte, el consumo de sustancias lícitas tales como el tabaco y el alcohol provoca considerablemente más muertes que el uso de drogas prohibidas.
¿Para reducir las adicciones? Esa también es una respuesta discutible, ya que numerosas costumbres son ampliamente toleradas, cuando no alentadas: trabajo, deportes, competencias, juegos, especulaciones, siendo que todas esas prácticas pueden acarrear serios riesgos para la salud física y psíquica.
¿Con el objeto de acentuar una posición securitaria? Posición que apunta al cuestionamiento de las orientaciones psicosociales que han contribuido, a partir de finales de los años 1970, a descriminalizar y a despatologizar parcialmente las conductas drogodependientes. Respuesta también aproximativa, ya que hay centros de salud, prevención y acompañamiento de las adicciones que siguen existiendo con financiamiento público (aunque estén en baja).
Todo indica que la razón principal de esta prohibición está sostenida por una postura fundamentalmente moralizadora: potente configuración ideológica que opone con certeza y de forma irrevocable bien y mal, como parece encarnarlo subjetivamente nuestro actual ministro del Interior: “Puedo entender que ese principio [de la prohibición] sea considerado un poco old fashioned pero, en lo que respecta a mis propios hijos, les desaconsejaría la marihuana y los protegería. Así que, a fortiori, lo mismo haría con todos los demás.” [Bernard Cazeneuve].
Esa postura moralizadora es tanto más apremiante y compartida cuanto que los numerosos abordajes teóricos y estratégicos de la drogadicción no convergen hacia una conceptualización común. Claro que existe una o varias problemáticas de la drogadicción, pero no una definición colectivamente admitida. Un mismo producto puede ser calificado de remedio, como de droga, y el usuario ser designado como una persona enferma, sujeto sufriente y también delincuente. Esa plasticidad de la problemática legitima numerosos presupuestos y proyecciones miserabilistas y/o securitarias. No es de extrañar, pues, que los portavoces de la prohibición sólo apunten a las adicciones ilícitas, anulando aquellas que son legítimas, comúnmente practicadas y consumidas. No es de extrañar tampoco que los consumidores de cannabis que tienen algo que decir sobre los productos que utilizan, sobre los riesgos que consienten en correr, sobre los beneficios que extraen de un uso que intentan manejar lo mejor posible, no sean prácticamente nunca consultados. En efecto, acumulan saberes de experiencias que pueden resultar sumamente útiles para una posible cooperación con profesionales. Numerosas asociaciones e instituciones que trabajan para la reducción de los riesgos y los daños ligados con los consumos de estupefacientes lo han entendido, pero parece ser que no nuestros dirigentes. Cabe decir que el conservadurismo y el moralismo son adicciones temibles, ¿probablemente intratables?
Mayo de 2016