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7 María Soledad Catoggio. Los desaparecidos de la iglesia. El clero contestatario frente a la dictadura

Daniela Slipak (CONICET/IDAES)

Es profusa la literatura que actualmente circula sobre los años setenta. Desde diversas perspectivas, son revisitadas las prácticas y concepciones de los actores de aquel entonces, así como los fundamentos y características de la última dictadura militar argentina. A los trabajos aparecidos durante las décadas de los ochenta y los noventa, se sumaron los numerosos escritos que emergieron durante los gobiernos kirchneristas, en el marco de una evocación recurrente a la época y de la reapertura de los juicios a los crímenes del terrorismo estatal. Desde luego, el reciente cuadragésimo aniversario del inicio del autodenominado Proceso de Reorganización Nacional multiplicó las aproximaciones.

Esta cantidad no supone, necesariamente, novedad. Si bien muchas preguntas y temas resultan interesantes, lo cierto es que varios trabajos tienden a reproducir los estereotipos y argumentos de la memoria social y política, y se abocan a restituir deudas con el pasado más que a inmiscuirse en su densidad histórica, por demás ambigua y renuente a lecturas lineales. El libro Los desaparecidos de la iglesia: El clero contestatario frente a la dictadura, de María Soledad Catoggio coadyuva, precisamente, a reponer esa densidad. Producto de más de diez años de investigación que concluyeron en una tesis doctoral defendida en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, se propone explícitamente desarmar los lugares comunes con los cuales en general es revisitada la relación entre el catolicismo y la última dictadura: la imagen de una “Iglesia cómplice”, la de “los poderosos”, más propia de la bibliografía periodística y académica; y la de una “Iglesia perseguida”, “la del pueblo”, más cercana a las reconstrucciones de la memoria y de la literatura testimonial. Imágenes que, instaladas fundamentalmente desde la aparición del libro de Emilio Mignone en 1986,[1] resultan consustanciales a los procesos sociales, políticos y jurídicos de denuncia y homenaje. Si bien éstos son fundamentales y necesarios, son, sin embargo, insuficientes para comprender a fondo el pasado y no permiten, afirma la autora, “ahondar en los términos en que se produjo y reprodujo esta relación de alianza y conflicto entre iglesia y dictadura” (p. 13). Con este horizonte, entonces, el libro se concentra en el clero víctima de la represión estatal desde 1974 a 1983, que incluyó sacerdotes, religiosos, religiosas, seminaristas y obispos. Y se extiende, además, hasta las reelaboraciones que la memoria actual hace de todos ellos.

Sus diversos capítulos van articulando capas que erosionan las figuras cerradas de la complicidad y la persecución, y proponen hablar en “plural” (p. 25). Por demás interesante y fructífero es el enfoque que la autora elige para hacerlo: se trata una sociología de la historia reciente, que se distancia de los estudios más celosos de las fronteras disciplinarias e hibrida productivamente preguntas, discusiones y categorías. Conceptos provenientes del pensamiento de Emile Durkheim, de Max Weber, y de Pierre Bourdieu, entre otros, ordenan y enriquecen el análisis sobre la base de una importante cantidad de entrevistas y de documentos, que incluyen algunos archivos de inteligencia de las fuerzas represivas. Las trayectorias de los miembros del clero víctimas del terrorismo estatal, heterogéneas pero convergentes en prácticas y sentidos, constituyen el sustrato de todo el recorrido. El libro se apoya, así, en un gran acervo documental.

Con el objeto de reconstruir los espacios de sociabilidad y el protagonismo político de los miembros de clero víctimas del terrorismo de estado, el primer capítulo se remonta a fines del siglo XIX. Muestra las redes, transformaciones, conflictos y alianzas que desplegaron distintos actores católicos hasta los años sesenta del siglo siguiente. Detalla los vínculos establecidos con el Estado y la sociedad civil, en rechazo de las matrices del liberalismo y el socialismo, y en defensa de un modelo integral.

Los capítulos dos y tres exhiben las transformaciones internacionales y locales que acompañaron la emergencia de sociabilidades contestatarias en el clero argentino. Ilustran de qué manera, en concordancia con los aires de cambio del Concilio Vaticano II y los ecos continentales de la Revolución Cubana, distintos sectores del clero vislumbraron el socialismo como un proyecto promisorio para transformar la sociedad. Revirtieron así el clásico enfrentamiento entre el marxismo y el catolicismo. La autora desmenuza detalladamente las redes y características que este catolicismo supo, sin romper con la institución, reformar o inaugurar: espacios de trabajo con grupos juveniles; la acción sindical de los curas obreros; el trabajo territorial en villas y barrios marginales; los ámbitos de formación del clero; entre otras. Un cúmulo de actividades centradas en el terreno social y asociadas a la idea de revolución pero cuya superposición con la opción por las armas era, advierte Catoggio, menor. Si bien “la vía insurreccional formó parte de la ‘violencia popular legítima’” (pp. 70-71), pocos religiosos, afirma la autora, se decidieron por la lucha armada. Una aclaración que resulta fundamental, y que muchas veces es olvidada en la rememoración de los años setenta. En todo caso, lo que sí supuso esta creciente sociabilidad fue un conjunto de mandatos y utopías, en las cuales la figura del mártir (combinada, por un tiempo, con la del “héroe”) y la idea del sufrimiento político eran fundamentales. Además, implicó una combinación de disposiciones ascéticas altruistas: una intramundana orientada a transformar el mundo mediante, fundamentalmente, el trabajo manual (en rechazo del intelectual), y otra extramundana destinada a la introspección, la contemplación y la búsqueda mística de sentido. Estas prácticas y lógicas de acción conllevaron, a la par de un reencantamiento con el peronismo, la profundización de aquellas tensiones tanto verticales como horizontales de la solidaridad corporativa iniciadas en los vaivenes políticos de las décadas anteriores. Lo que ayuda a comprender, en definitiva, la diversidad de posicionamientos y prácticas, ni lineales ni unidireccionales, en relación a la represión del terrorismo estatal que sobrevendría.

Siguiendo este argumento, el cuarto capítulo desliza el foco sobre el clero contestatario para inquirir la densa trama represiva que se sucede en la última dictadura militar. Alejando figuras simplistas, Catoggio muestra aquí una serie de superposiciones y tensiones entre la disciplina religiosa y la represión estatal, con resultados distintos: conflictos entre las autoridades eclesiásticas y militares, y con el vicariato castrense; pretensión de las fuerzas armadas de dirimir la ortodoxia católica; algunas gestiones exitosas de las jerarquías religiosas para frenar la injerencia militar; mecanismos de coordinación que, en ocasiones, salvaron a los detenidos aunque legitimando las acusaciones de “subversivos”; delaciones o desafecciones institucionales que facilitaron la represión (más allá de la autonomía operativa de las fuerzas represivas); entre otros. La autora analiza estos grises, sin dejar de buscar sus antecedentes en los años previos a la dictadura militar, vinculados, por ejemplo, a la actividad de vigilancia de los servicios de inteligencia hacia el clero contestatario. Lo interesante de este recorrido es que, antes que uniformidades, reúne una variedad de situaciones poco previsibles para los actores. Asimismo, muestra de qué manera el terrorismo estatal legitimó su accionar: creó la figura de “subversión clerical”, mucho más precisa que la del “tercermundismo” de los sesenta y los tempranos setenta. Con ella, se borró la identidad religiosa de las víctimas y se desplegaron una serie de acusaciones políticas, disciplinarias y morales.

El quinto capítulo se pregunta por las características de los miembros del clero víctimas de la represión estatal, y aporta información valiosa sobre más de un centenar de casos, que están lejos de circunscribirse, como usualmente se cree, al Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, sólo uno de los tantos espacios contestatarios. De vital importancia también fueron las diócesis de La Rioja y de San Nicolás. Además, interroga las modalidades de represión, logrando identificar ciertas regularidades específicas para las redes del clero: se trató de una práctica dirigida a agentes individuales, antes que a instituciones, y adquirió predominantemente la forma de la detención a disposición del Poder Ejecutivo Nacional, a diferencia de la mayoritaria desaparición forzada del resto de las víctimas. Al respecto, la autora logra establecer cierta correlación: cuanto mayor visibilidad de la víctima en los espacios contestatarios, mayor probabilidad de una detención y menor de una desaparición forzada (sin quedar ésta excluida), con excepción de los casos de asesinatos ejemplares, como el del sacerdote Carlos Mugica.

El sexto capítulo busca sistematizar las respuestas que, en el marco de un conjunto de rumores que reponían algo de la desinformación que acompañó la represión, presentó el clero. No tanto en términos de estrategias instrumentales de maximización de beneficios sino, evocando las herramientas conceptuales de Bourdieu, como “improvisaciones reguladas, solo posibles a partir de la reactivación del sentido objetivado de las instituciones sociales” (p. 167). El arco de posibilidades fue amplio: presentaciones frente a las autoridades diocesales, pedidos de mediación del nuncio papal, presión diplomática, apelación a los allegados al poder militar, solicitudes de intervención del vicario castrense, insistencia ante los tribunales de justicia, intentos de divulgación de la represión en la prensa, intervenciones frente a los organismos internacionales de derechos humanos, y/o el exilio. Si bien la selección de alguna o varias de estas opciones fue arbitraria, es de remarcar que se desplegaron con independencia de afinidades ideológicas, y que, además, exhibieron modalidades ajenas a los procedimientos racionales legales propios de la administración de justicia moderna. Antes bien, se trató de establecer negociaciones entre el poder militar y el católico. Sus resultados, a corto y largo plazo, fueron disímiles, y contemplaron desde intervenciones públicas infructuosas hasta la liberación de los detenidos luego de gestiones privadas. En todo caso, lo que unificó esa diversidad fue la creencia en la figura del mártir, un símbolo que atravesó la constitución de los espacios del clero contestatario y que fue central para dotar de sentido la situación límite del terrorismo de estado. Con estos trazos, Catoggio muestra que, si bien no existió ninguna denuncia explícita de las autoridades eclesiásticas sobre la violación de los derechos humanos, por detrás se descubren situaciones grises que articulan una imagen más densa que la de una Iglesia linealmente “cómplice”.

Finalmente, el último capítulo extiende temporalmente el objeto de la investigación, y contempla los años en democracia. Bajo el interrogante sobre el procesamiento del pasado traumático, analiza los posicionamientos, trayectorias y tramas de sentidos que atravesaron los sobrevivientes y sus círculos de pertenencia. A diferencia de la figura de la traición, central en las redes de ex militantes de grupos armados, la autora muestra la importancia del mandato de la devoción, no exento de valoraciones negativas. Ilustra cómo, con el paso de los años, la ascesis altruista se actualizó en el deber de la memoria, del testimonio y de la propagación de la causa de los mártires, imbricada ahora a una militancia humanitaria. Recorre las trayectorias de los sobrevivientes, que abarcaron desde la profesionalización y/o participación en organizaciones no gubernamentales, en ámbitos académicos, en organismos de derechos humanos, en espacios de memoria estatales o religiosos, hasta el involucramiento con experiencias “revolucionarias” de otras latitudes. Catoggio dibuja así una trama en la cual sobrevivientes y generaciones jóvenes del clero construyen y unifican hoy su espacio identitario: reactualizan los estandartes del pasado, trazan un linaje que salda deudas con las víctimas y proyecta las iniciativas actuales, y realizan diversas prácticas de homenaje. Pero también logran ir más allá: circulan por distintos ámbitos de la sociedad civil y el Estado, propagando la secularización y politización de símbolos religiosos y la sacralización de militancias y pertenencias políticas.

Gracias a este interesante y minucioso recorrido, el libro de Catoggio constituye un aporte valioso y agudo a la historiografía y la sociología de los años setenta. A la vez, es una contribución vital a la memoria social y política, puesto que complejiza sus relatos y estereotipos, y replantea, en definitiva, los términos con los cuales la sociedad vuelve sobre sí misma. Ahora bien, como toda obra sobresaliente, el libro no deja de despertar interrogantes al lector. Si es cierto que pretende –y logra- desactivar la vinculación automática entre el catolicismo contestatario y la opción por las armas –condensada, muchas veces, en la evocación del sacerdote y guerrillero colombiano Camilo Torres-, también es cierto que ese gesto coadyuva a dejar fuera de foco las diversas superposiciones, evocaciones, simpatías o afinidades que sí existieron entre la militancia católica y la de numerosos espacios políticos que, más o menos efectivamente, festejaron la violencia armada. Para dar un ejemplo conocido, las organizaciones político-militares de la época, como Montoneros o el Partido Revolucionario de los Trabajadores-Ejército Revolucionario del Pueblo, extendieron redes de militancia en barrios, villas, fábricas, universidades y colegios. Es decir, tuvieron presencia en muchos de los espacios territoriales donde el catolicismo contestatario desplegó sus actividades y su idea de revolución. ¿Cuáles fueron, entonces, las superposiciones entre las prácticas de sendas militancias? ¿Compartieron redes de sociabilidad? ¿Cuáles fueron sus puntos de encuentro y cuáles sus elementos de distinción? ¿Qué otras similitudes y disputas simbólicas se dieron en torno a la figura de la revolución, además de la distinta valoración de la vía armada? ¿El rechazo mayoritario de esta última en el catolicismo contestatario implicó la desestimación lineal de toda “violencia de abajo”? ¿Se sucedieron tensiones o conflictos al respecto? ¿Cuáles fueron los vínculos específicos que los desaparecidos de la Iglesia entablaron con militantes de los grupos armados y sus ámbitos de superficie? Si bien el libro no busca profundizar estas afinidades y superposiciones, que sólo aparecen tangencialmente, su examen podría ayudar a seguir otorgándole densidad a las redes, sentidos y prácticas de los años setenta, sin por ello implicar una homologación rápida –y equivocada– entre el catolicismo y los espacios armados.

Para terminar, en el último párrafo del libro, la autora nos deja pendiente una cuestión relativa al ejercicio de la memoria. Porque al tiempo que la representación actual del mártir es un modo de dar entidad a los desaparecidos, corre el riesgo de opacar los claroscuros, las dudas, las tensiones, las responsabilidades y los sinsentidos que convivieron con el carácter sacro de la experiencia. Aunque probablemente éstos no sean eficaces para construir consensos (por lo menos, no tanto como aquella figura del mártir, tal como explicita Catoggio), también son parte de la restitución de la identidad de las víctimas. Y aportan, en fin, más elementos para devolverle a los años setenta el espesor histórico que reclaman. Es hacia esa empresa inagotable que, cuarenta años después, se dirige este notable libro.


  1. Mignone, E. F. (1986), Iglesia y dictadura: el papel de la Iglesia a la luz de sus relaciones con el régimen militar, Buenos Aires: Ediciones del Pensamiento Nacional.


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