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8 Sobre el libro y sus fronteras: las cifras, los laicos y la región

María Soledad Catoggio (CEIL-CONICET)

Como dice Umberto Eco, nuestras bibliotecas albergan un buen porcentaje de libros que no hemos leído, que conocemos, que hemos abierto, olido, ojeado, leído caprichosamente en parte, cambiado de sitio, citado y que, por todo ello, nos son familiares.[1] Tenemos alguna idea formada acerca de esos libros; representan, incluso, algún “saber”, aunque quizás nunca los leamos comme il faut. Siendo esto habitual en la academia, celebro que mi libro haya sido leído “de cabo a rabo”. Es cierto que, en este caso en particular, mediaron invitaciones de lectura; también lo es que no se trataba de una de esas “ofertas que no se pueden rechazar”, ya fuera con un motivo fundado o con alguna excusa más o menos elegante. Dicho esto, me siento muy agradecida y halagada de las lecturas atentas, inteligentes, generosas y comprometidas que este conjunto de estimados colegas ha hecho del libro. Esto incluye las observaciones, preguntas, comentarios, incluso críticas, que han surgido de esas lecturas. Me han permitido releerme, explayarme en algunas cuestiones, reformular y proyectarme en otras pero, sobre todo, comprobar que el libro, además de la buena recepción que ha tenido en general, “da de qué hablar” en su primer año de vida. Este espacio de diálogo con esas lecturas es verdaderamente innovador y estoy también muy agradecida con la revista por inaugurarlo.

La primera reflexión que quiero hacer entonces es que un libro no es una tesis, obedece a otro género de escritura –aún de escritura académica– a otras reglas y procedimientos, se dirige al mundo académico, pero también al público en general e, incluso, tiene como interlocutores privilegiados a los mismos protagonistas sobre quienes trata. A su vez, es un libro que se integra a una colección con un estilo propio y a una editorial con una tradición y un sello que le es característico. Por este motivo, no abunda en cuestiones metodológicas, ni ahonda en debates teóricos, ni se explaya demasiado en referencias bibliográficas que han sido abordadas en la tesis doctoral, que puede consultarse. Entre otras cosas, un libro es un recorrido particular entre otros posibles sobre un terreno específico. Ese recorrido no es caprichoso, sino fundado en una serie de decisiones y razones prácticas que se explicitan de antemano, fundando un pacto de lectura. En nuestro caso, se trata de un ahondar en las relaciones de alianza y conflicto entre iglesia y dictadura, a partir del recorrido del clero víctima del terrorismo de Estado. Esto quiere decir, que desde el comienzo se explicita que no es un libro dedicado a profundizar en torno a las relaciones de complicidad entre poder católico y militar, sino en todo caso, a iluminar esas relaciones a partir del análisis y la comprensión del entramado social tejido por las víctimas y sus allegados. Estas relaciones de complicidad se dan por sentadas porque ya han sido extensamente tratadas en el conocimiento acumulado sobre este fenómeno. Esto incluye, los procesos de sacralizaciones del accionar represivo, que son aludidos en el libro, incluso desarrollados en otros artículos de mi propia producción académica, pero no profundizados, por esta misma razón.[2] Ahora bien, el hecho de no abordar en toda su complejidad esta dimensión de objeto de estudio, no quiere decir que no esté presente. Por el contrario, a la hora de abordar al “actor militar” lejos de pensar a esa institución de manera ahistórica y homogénea, el libro sitúa a la última dictadura militar en una serie más amplia: los cinco golpes de Estado ocurridos en el siglo XX que la preceden (1930, 1943, 1955, 1962 y 1966). Es sabido que mientras que el primero fue encabezado por un general retirado del Ejército y un grupo de cadetes de la Escuela militar, a partir de los años sesenta se trata de golpes de Estado protagonizados por las tres armas en su conjunto. Esta dimensión institucional de la última dictadura, para nada tiene que ver con una realidad homogénea de ese “actor militar”. La heterogeneidad del poder militar emerge y es subrayado por nuestra parte en los análisis particulares de los casos del clero víctima del terrorismo de Estado, cuando en variadas oportunidades las disputas interfuerzas se imponen como clave para comprender la racionalidad represiva. Por supuesto que si el foco estuviera puesto en el actor militar y no el el clero víctima del terrorismo de Estado se podría hilar mucho más fino –y es lo que están haciendo algunos colegas– y analizar, por ejemplo, la especificidad de determinados grupos de tareas, como el GT 3.3.2. de la ESMA, responsable del secuestro de las monjas francesas, de la masacre a los palotinos, del secuestro de los catequistas María Marta Vázquez y César Armando Lugones, cercanos a los sacerdotes Francisco Jalics y Orlando Yorio, secuestrados ese mismo día por la Marina, etc.

Tal como señala Emmanuel Kahan, solo una mirada histórica diacrónica del mundo católico nos permite comprender que existían una serie de tensiones irresueltas con anterioridad a la última dictadura militar que dieron lugar a desenlaces trágicos una vez desatada la represión sobre ese mundo. En ese punto el libro dedica dos capítulos a analizar la hibridación de ese mundo católico, cuyos actores se definen por su intransigencia, su vocación política y su compromiso social. Disiento en este punto con Gustavo Morello, puesto que en nuestro argumento el peronismo tiene un rol central: produce una dislocación de ese mundo, que luego se profundiza con la efervescencia de la revolución cubana en el continente y que –reencantamiento peronista mediante– define a la revolución social como el modelo a seguir para conseguir el cambio. Entre los modelos disponibles, como dijimos, la lucha armada es uno entre varios posibles y no el más importante. En ese punto, cobra importancia el modelo sindical, desarrollado en nuestro capítulo dos, entre otros como la villa, la cooperativa rural, etc. La revolución se sitúa entonces en el terreno social eludiendo, en la mayoría de los casos, el camino de las armas. Es en este decurso, que el sufrimiento político y no la lucha armada se convierte en el canal de expresión de su voluntad de poder. Así, mientras que en mundo judío, como señala Kahan la efervescencia de los años sesenta llevó a que los jóvenes salieran de la institución (algo análogo a lo que sucedió con amplios sectores juveniles católicos, muchos de los cuales engrosaron la organización Montoneros estudiados por Luis Miguel Donatello, Daniela Slipak y otros colegas) para el clero, la revolución era indisociable de la renovación eclesiástica.[3] Quedarse significó entonces convivir en el seno de una misma institución y procesar tanto el disciplinamiento institucional como los quiebres verticales y horizontales que minaron la solidaridad corporativa en los distintos marcos institucionales. Así por ejemplo, en el caso de los salesianos, Rubén Alá, sacerdote cordobés, es considerado por sus compañeros como agente de algún servicio de informaciones de las Fuerzas Armadas, se lo recuerda incluso “armado” en alguna ocasión y responsable de distintas acciones de difamación, acusando a compañeros de sacerdotes-guerrilleros en su “diarito” Cura Brochero. Ahora bien, estos mismos compañeros lo recuerdan como un hombre “enfermo” que finalmente fue acogido por el obispo de Río Gallegos, también salesiano, en la Patagonia –la heladera para los casos problemáticos, en la jerga salesiana– “por misericordia, para no dejarlo afuera”.[4] Incluso, Verbitsky señala en su libro que este sacerdote fue objeto de preocupación explícita de Primatesta, entonces presidente de la CEA, señalado como “al margen de la disciplina eclesiástica”.[5] A la hora de encarar el proceso de escritura del libro primaron criterios de selección de la información de la que disponíamos en aras a dar fuerza y claridad a una serie de argumentos, por sobre otras ideas y materiales e hipótesis que uno descarta en el camino para evitar la dispersión, la confusión e, incluso, la saturación del lector. En definitiva, no se trata de “llenar el álbum” de víctimas.

En otro plano, pero en el mismo sentido, las preguntas de Daniela Slipak en torno a las superposiciones prácticas entre el catolicismo contestatario y las organizaciones armadas son muy útiles para profundizar la reflexión en torno a qué implicancias prácticas tuvo ese proceso de estar en la frontera entre la religión y la política, porque la represión explotó esas superposiciones. Quizás el caso emblemático sea el del sacerdote Pablo Gazarri, elegido por los militares como caso testigo para probar ante el propio episcopado la “subversión clerical” en la Iglesia. Su elección no era azarosa, se trataba de un sacerdote con distintas experiencias políticas. Su iniciación había sido, siendo seminarista, en Descamisados, una organización creada por cuadros católicos que venían de la Democracia Cristiana. Esta militancia política había puesto en peligro su carrera sacerdotal, por lo cual, Gazzarri decidió interrumpirla para conseguir su ordenación sacerdotal el 27 de noviembre de 1971. En 1974, ya siendo sacerdote, de nuevo en la encrucijada, Gazarri colabora activamente con la creación de un frente cristiano de la organización Montoneros, llamado Cristianos para la Liberación. De acuerdo a lo que pudimos reconstruir, a través de distintas fuentes, las dificultades nacieron con la misma pretensión de ser un frente (un espacio público) de una organización para entonces clandestina como Montoneros. La organización tuvo una vida muy corta y para marzo de 1976 ya estaba prácticamente desarticulada. Esta experiencia fue a su vez contemporánea del tránsito de Gazzarri de su condición de sacerdote del clero a postulante de la congregación Fraternidad del Evangelio, que quedó interrumpido con su desaparición el 27 de noviembre de 1976. En este caso, la acusación de subversión se construyó no solo en base a su propia militancia política, sino a su rol de “adoctrinamiento” de sectores juveniles. Como prueba de esto, los militares no solo mostraron un video con Gazzarri sosteniendo un fusil –denunciado por el obispo J. De Nevares como un montaje– sino que su caso pobló las páginas de la revista Para Ti, a partir del relato de una joven de la parroquia “devenida en guerrillera por engaños del cura”. De acuerdo al testimonio del sacerdote Patricio Rice, el proceso de creación de CPL generó una crisis en el grupo juvenil, donde no todos estaban preparados para el compromiso que exigía la compartimentación, entre otras cosas.[6] Lo que quiero ilustrar es que estas rupturas preexistentes fueron exacerbadas por el régimen militar para fundar la “culpabilidad” de las víctimas y generar un borramiento de la condición religiosa. La superposición, sin embargo, también pone en evidencia la línea de frontera. Esta es remarcada, por ejemplo, por el mismo Mario Firmenich, dirigente Montonero, cuando al caracterizar a Mugica, en un reportaje dice aquello de “recuerdo haberle oído decir a Carlos Mugica ‘yo estoy dispuesto a que me maten pero no a matar'”. Mostrando cómo esta concepción los había distanciado políticamente (al no seguir Mugica el mismo el camino que él les había indicado) y, al mismo tiempo, reconociéndose Firmenich, a pesar de ello, hijo de su prédica. Esta encrucijada entre tomar las armas (matar) y morir es lo que los distingue y hace particular a los protagonistas de mi libro. Es el sufrimiento político y no la lucha armada el camino mayoritariamente adoptado por ellos.[7]

En relación a las víctimas y a su dimensión cuantitativa, se trata de un debate abierto y particularmente sensible en la coyuntura política actual. A partir de nuestra propia experiencia en el intento de avanzar en la reconstrucción del número, emergieron en el proceso toda otra serie de cuestiones más cualitativas –si se quiere– que exigieron tomar alguna decisión, pero que por sobre todo nos hicieron dimensionar una vez más algo que es obvio en ciencias sociales que es que el dato nunca es externo ni está dado, siempre es construido[8]. A lo que vamos con esto es que el problema no es solo de las cifras totales que consideramos (¿30.000, 8.960 u 7.018?), incluso las cifras suponen una pregunta qué va más allá de lo cuantitativo y que tiene que ver con cómo categorizamos y cómo contamos. No solo las cifras legítimas varían de acuerdo a las coyunturas históricas y las relaciones de fuerza de los actores en juego, especialmente en relación al Estado, sino también el modo en que se construyen esas cifras. No solo se trata de unificar datos sino de aunar criterios. En ese sentido, los totales oficiales del Registro unificado de víctimas del terrorismo de Estado (RUVTE) varían su forma de construcción del dato con respecto a las cifras construidas en la década del ochenta por la Comisión Nacional Sobre Desaparición de Personas (CONADEP). Recordemos que la CONADEP estimó en 8.960 el número de personas que en 1984 continuaban en situación de desaparición. Con la salvedad de que se enunciaba entonces como una “cifra abierta”. De este total, discriminaba 1300 casos de víctimas vistas e identificadas con nombre y apellido en CCD y otras 800 identificadas con apodos o características físicas, pero no aportaba cifras con respecto a los desaparecidos-liberados. A su vez, la CONADEP estableció que “A partir de marzo de 1976 el número de detenidos puestos a disposición del Poder Ejecutivo Nacional fue de 5182, elevándose de esta forma a 8.625 la cantidad de personas que sufrieron arresto por largos años con esta causal, durante la vigencia del último estado de sitio.”[9] La redacción no ayuda para clarificar del todo las cifras, no queda del todo claro si esos 5.182 ya estaban presos antes del golpe. La idea de que la cifra se elevó da a entender que sí, pero el “A partir del 24 de marzo” va en el sentido contrario (y eso nos habla más de algo que Crenzel ha estudiado en profundidad, que son las condiciones de producción de ese informe que de las cifras en sí). Sin embargo, deja en claro que el total alcanzado durante la dictadura fue el de 8.625. A su vez, la misma fuente precisa luego que al menos 157 de esos detenidos fueron desaparecidos una vez puestos en libertad. Por último, este informe, no discrimina cifras ni totales ni parciales para los asesinatos, aunque reúne variados testimonios de fusilamientos en masa, muertos bajo tortura, muertos en “enfrentamientos armados”, etc.

En cambio, en las cifras totales que ofrece el RUVTE nos encontramos con una recategorización de las víctimas que se dividen ahora entre desaparecidos (7. 018 casos) o asesinados (1.613 casos), no hay números totales para las detenciones legales. Este es el primer obstáculo que encontramos para contrastar nuestros datos con estas cifras totales. No tenemos un total unificado de detenciones a disposición del Poder Ejecutivo Nacional (PEN) que sea coherente con los nuevos criterios adoptados por el RUVTE para las otras modalidades represivas. Otra variación respecto a la CONADEP es que contabiliza a parte a aquellas personas que sufrieron cautiverio, es decir estuvieron desaparecidos un tiempo y fueron luego liberados (3.452 casos). Lo que queda en evidencia es la ausencia de criterios unificados a lo largo del tiempo para contar adentro de cada categoría represiva. Y esto lejos de situar la discusión en el terreno de la verdad/falsedad de los datos, tiene que ver con el conocimiento acumulado, con las nuevas reflexiones y saberes que surgen a partir de nuevos testimonios, denuncias, identificaciones de restos, recuperación de nietos, avances del conocimiento en ciencias sociales y humanas y también con el estado de discusión propio del escenario político concreto, que condiciona los criterios de selección sobre lo que se dice y cómo se dice, dependiendo de quién lo haga.

CONADEP

RUVTE

Desaparecidos

8.960

7.018

Desaparecidos liberados

Sin datos

3.452

Asesinados

Sin datos

1.613

Detenidos a disposición del PEN

8.625

Sin datos

Totales

17.585

12.083

Como puede verse en cualquiera de los casos, con sus variantes la modalidad de desaparición de personas sigue siendo la predominante. Lo cual contrasta en nuestro colectivo –y esta es la idea fuerza del libro en este punto– con la realidad del clero víctima del terrorismo de Estado, donde abundan las detenciones y los asesinatos por sobre las desapariciones (aún cuando incluimos a los liberados en esa categoría).

Detenidos a disposición del PEN

Desaparecidos

     Desaparecidos-

  liberados

        Asesinados

             Otros

51

28

8

17

9

Por otra parte, con respecto a la sugerencia de Emilio Crenzel acerca de la periodización, hay varias cosas para decir. En primer lugar, es justo uno de nuestros argumentos la idea de que como buena parte del clero estaba ya detenido a disposición del PEN antes de 1976, esta categoría se sostuvo en el tiempo, siguieron en muchos casos por períodos prolongados bajo su calidad de detenidos. Como no teníamos datos uniformes en relación a cuándo habían sido liberados todos los detenidos, tomamos como criterio unificado el inicio de la detención. Si hacemos como ejercicio la distinción entre dos períodos antes y después del 76, tal como se propone, priman las desapariciones (con una diferencia de 1 caso, incluyendo a los desaparecidos liberados). Aún así, en su conjunto se imponen las otras modalidades: detenciones y asesinatos por sobre las desapariciones, que es nuestro argumento de base. Si, en cambio seguimos los criterios oficiales y restamos a los desaparecidos-liberados (que engrosarían la categoría otros), las detenciones priman incluso en este período por sobre las desapariciones 31 sobre 27 casos.

        Detenidos

Desaparecidos

Desaparecidos- liberados

Asesinados

Otros

74-76

             20

4

4

4

76-83

             31

24

8

13

5

Por otra parte, nos parece contraproducente la subdivisión del período propuesta, porque vuelve a subrayar como punto de inicio a la dictadura, cuando la tendencia historiográfica se inclina por desdibujarlo y ampliar el período hacia atrás para señalar que el terrorismo de Estado no coincidió necesariamente con los marcos temporales fijados por el inicio y fin de la dictadura. La solidez del argumento se basa en un criterio posible de construcción del número, no el único. Razón por la cual, nuestro mayor interés explicitado a lo largo del libro no es el número en sí sino su significado.

En relación a la especificidad de los recursos empleados por este grupo, el clero, el énfasis del libro esta puesto fundamentalmente en el contraste emergente con los relatos canónicos de las gestiones interpuestas en la literatura general en dos aspectos puntuales que aparecen como de primer orden en el conjunto más amplio de familiares y allegados de las víctimas a) la interposición de recursos de hábeas corpus b) la mediación del vicariato castrense. El hallazgo en términos de especificidad para nuestro grupo (el clero) tiene que ver con la poca relevancia dada por los actores en sus relatos, reconstrucciones de memoria, entrevistas, documentos, etc. a estos dos elementos. No quiere decir que no hayan sido utilizados, de hecho en algunos casos se hace mención a ellos, pero esta emergencia en general es posterior a la utilización de otros recursos considerados de primer orden. Por lo demás, el libro se cuida de hablar del grupo específico y no del resto de los grupos de familiares, allegados, que por supuesto merecerían un trabajo específico. Casualmente, estoy actualmente inmersa -junto con Patricia Funes- en el trabajo de análisis de un archivo personal de una madre de Plaza de Mayo y puedo corroborar la idea que esboza Crenzel acerca de que la búsqueda desesperada de información incluyó el acceso a funcionarios estatales y miembros de distintos círculos de elites que pudieran facilitar cualquier dato, pero también me permite corroborar mis ideas en relación a que el clero hizo otra jerarquía de gestiones a la hora de ponerlas en práctica y al rol de mediación que ejerció el catolicismo en muchos de estos accesos. A juzgar por el archivo personal de Mercedes Lagrava de Martínez es contundente: a) el peso de los habeas corpus presentados y denegados en distintos juzgados como primera carta de presentación ineludible a la hora de listar las gestiones realizadas b) el rol clave de los obispos, sacerdotes y referentes asociaciones del mundo católico en particular y religioso en general en el armado de redes de acceso a diversos funcionarios y círculos de elite. Pero estos serán desarrollos de futuras producciones.

En otro orden de cosas, la pregunta por la comparación con Chile y Brasil forma parte también de una narrativa de memoria instalada en la bibliografía sobre el tema, que decidí no abordar en el libro. Fundamentalmente, por una cuestión de espacio y pertinencia con respecto a mi argumento central, pero que sin embargo, funciona como telón de fondo y he problematizado en otras producciones académicas. Allí encuentro que ya en los estudios comparados del catolicismo que hacía Iván Vallier a comienzos de los años setenta (antes de la dictadura) Chile es presentado como el episcopado más progresista, Brasil el caso intermedio y Argentina el caso más conservador.[10] Más allá de que comparto en buena medida la clasificación, a mi juicio exige una desnaturalización propia de mi oficio. En ese punto es que la comparación debería atender a los distintos contextos y temporalidades en que se instalan las respectivas dictaduras (la argentina es la última de la saga), las distintas formas de insurreccionales que caracterizaron los distintos casos (en Chile la lucha armada como estrategia insurreccional fue resistida por significativos sectores del Unidad Popular que propugnaban el socialismo por la vía democrática, en Brasil, la guerrilla surge como una respuesta a la dictadura y no la antedece como sucede en la Argentina. También varían las modalidades de represión implementadas por las fuerzas armadas y de seguridad y la extensión en el tiempo de los regímenes militares. Estas variantes junto con otras propias de las culturas políticas, las estructuras sociales, las relaciones de fuerza del propio mundo religioso y católico en particular, condicionaron las distintas respuestas y roles que asumieron los episcopados nacionales frente al heterogéneo actor militar y pocas veces son atendidas. Los análisis de caso elaborados por María Angélica Cruz, Pamela Lowden y de Keneth Serbin[11], a quienes me remito en el libro, permiten advertir la complejidad de las relaciones de fuerza en juego dentro de esos catolicismos nacionales e, incluso, tensionan esos estereotipos y muestran a su vez su variabilidad de esos roles en las distintas coyunturas de esas dictaduras. A modo de ejemplo, no fue lo mismo la Conferencia Episcopal Chilena al mando de Silva Henríquez que de un “dialoguista” como Fresno. En Chile, quizás la política más controvertida adoptada por la Vicaría de la Solidaridad, después de la represión a sus cuadros en octubre de 1975 acusados de dar asilo a militantes miristas, fue la de no asumir la defensa de víctimas del régimen involucradas en la lucha armada. Tampoco se conoce demasiado la existencia de la Comisión Bipartita –integrada por el mismo arzobispo Evaristo Arns– en Brasil que funcionó entre 1970 y 1974, con función análoga a la tan cuestionada comisión Enlace en la Argentina entre militares y eclesiásticos.[12] Dicho todo esto, el libro de manera incipiente y mi producción posterior muestra la importancia del catolicismo latinoamericano como lugar de identificación y de referencia para familiares y allegados de víctimas que formaban parte del movimiento de derechos humanos en la Argentina y recurrían al CELAM o, por ejemplo, al arzobispo de San Pablo, Evaristo Arns, como herramienta de presión sobre el propio episcopado nacional. Estos juegos de presiones propias de las redes de activismo transnacional incluían también a obispos, sacerdotes y referentes del catolicismo argentino que –valga la redundancia– hacían su propio juego de alianzas en distintas escalas de acción (nacional, regional y global). Tanto el recurso al catolicismo latinoamericano, como a la autoridad papal fue empleado por el clero y diversos referentes del mundo católico local, pero también por familiares y allegados del movimiento de derechos humanos como herramienta de presión tanto sobre el episcopado nacional, como sobre las mismas autoridades militares. Quizás este tipo de análisis que surge del libro –pero que lo trasciende naturalmente– es el que me resulta más estimulante que la contraposición –vis a vis– con otros casos nacionales, que a mi modo de ver tienden a reforzar los estereotipos ya disponibles y dificultan la producción de miradas nuevas sobre el fenómeno. Tal como sugiere Feliciano Montero, sin duda el libro invita a un estudio trasnacional del tema y hacia allí se han orientado mis investigaciones y producciones posteriores.[13]

En cuanto a la importancia de la figura del mártir, el libro parte de un análisis para un colectivo preciso: el clero y sus allegados. Esta figura emerge como un fenómeno epocal y recurso de memoria para dar sentido a la situación represiva y homenajear a las víctimas. Nuestro trabajo muestra cómo esta figura, de origen religioso, trascendió las fronteras de ese mundo y fue tomada por diversos actores de la sociedad civil y el Estado para sacralizar al conjunto de las víctimas. Esto no quiere decir que haya sido la única figura disponible en el repertorio de símbolos a la mano para conmemorar a las víctimas. Por el contrario, el libro muestras sus relaciones con otras figuras como la del héroe y la de la víctima, al mismo tiempo que deja en claro la multiplicidad de sentidos –incluso contradictorios– que condensó la misma figura del mártir. No estoy de acuerdo con que la experiencia del Holocausto haya mimetizado la figura del mártir con la de la víctima. También en este terreno la figura del mártir fue reservada en ocasiones a aquellos que encarnaron “acciones heroicas”. En este sentido, el Holocausto contribuyó a actualizar esta figura de memoria en el mundo católico global. Encontramos tanto figuras que murieron en defensa de los judíos como el emblemático Maximiliano Kolbe o el menos conocido Plácido Cortese, como por su crítica abierta al nacionalsocialismo como el sacerdote marianista Santiago Gapp o por su doble condición judeo-católica, como el caso de la religiosa carmelita Edith Stein. Mientras que en los dos primeros hay una asociación fuerte entre las figuras del héroe y el mártir, en el último sí tiende a mimetizarse con la de la víctima. Unos y otros son recordados como “mártires”. Por otra parte, en el mundo judío la figura del mártir cobró especialmente fuerza en los homenajes a los 108 mártires de Polonia, algunos de los cuales habrían tenido un papel relevante el levantamiento del gueto de Varsovia, mostrando una vez más la confluencia de la figura del mártir con la del héroe y diferenciando en ocasiones a este grupo del común de las víctimas. De acuerdo a las investigaciones de Emmanuel Kahan, las relaciones entre mundo judío y dictadura se comprenden mejor a partir de la categoría de “víctimas especiales”, fraguada durante el mismo régimen militar, que habilitó un proceso de rejudeización de las víctimas por las fuerzas represivas. Sin duda, queda abierta una agenda de investigación en torno a la importancia que tuvo la figura del mártir en el mundo judío para denunciar y/o homenajear a las víctimas del terrorismo de Estado en la Argentina y acerca del impacto de esta tradición en el movimiento de derechos humanos.

En una sociedad como la nuestra, donde buena parte de los argentinos y argentinas se reconoce católico/a me resulta difícil hablar de víctimas católicas ¿cómo discriminar entre los bautizados, los creyentes, los militantes y los profesionales del catolicismo (catequistas, teólogos, etc.)? Se volvía muy difuso. Por ese motivo, me circunscribí al clero. Eso no quiere decir que otras investigaciones encuentren una solución creativa para seguir profundizando en estos temas. Dicho todo esto, aún así hay casos emblemáticos a partir de los cuales uno puede reflexionar (sin generalizar) algunos de los planteos sugeridos tanto por María Cecilia Azconegui como por Feliciano Montero. En este grupo abundan las desapariciones: el grupo de jóvenes católicos y catequistas desaparecidos el 14 de mayo de 1976 con los sacerdotes Francisco Jalics y Orlando Yorio (entre los cuales se encontraba Mónica Mignone); el grupo de jóvenes desaparecidos de la parroquia Nuestra Señora del Carmen, en Villa Urquiza, donde trabajaba el sacerdote desaparecido Pablo Gazarri (entre quienes estaban Susana Morás y Susana Marco); los jóvenes de la Acción Católica de la Parroquia Nuestra Señora de la Unidad de Olivos también desaparecidos (entre quienes estaban Alejandro Sackman, José Villagra, Esteban Garat, etc.), parroquia a la cual pertenecían el sacerdote asuncionista Jorge Adur y los seminaristas Raúl Rodríguez y Carlos Di Pietro desaparecidos; los militantes de las Ligas Agrarias, Juan Antonio Olivo y Pantaleón Romero, que trabajan con la religiosa desaparecida Alice Domon en Corrientes, corrieron también su misma suerte. Se trata de jóvenes que formaban parte de redes de sacerdotes y religiosas desaparecidos. Podríamos efectivamente extender nuestro razonamiento, es decir, la hipótesis que pone en relación las desapariciones con el carácter más anónimo de las víctimas a medida que el vínculo con la institución se vuelve más débil, sea por su condición de sacerdotes y/o religiosas con “trayectorias de ruptura” o por su carácter de laicos. En el extremo, el caso de Wenceslao Pedernera, referente del movimiento rural católico en La Rioja, acribillado en la puerta de su casa el 25 de julio de 1976, ofrece un análogo de muerte ejemplar, al estilo de Mugica. Al respecto, es interesante su creciente visibilidad en los listados de mártires de la Iglesia Católica (http://martiresargentinos.blogspot.com.ar/ por ejemplo) Este movimiento social está lejos está de corresponderse con procesos de canonización en marcha por parte de la institución eclesiástica, de allí que queda abierta la pregunta por el reconocimiento institucional de los laicos. En este punto, es sugerente el comentario de Feliciano Montero que trae a cuenta la comparación con el caso español. Los procesos martiriales, retomados por Juan Pablo II, consagraron una memoria martirial católica de los clérigos asesinados entre 1936 y 1939, Esta, a su vez, dio pie a la llamada “memoria histórica” para reivindicar a los mártires “seculares” republicanos, pero el recuerdo de la militancia católica antifranquista quedó diluida en los procesos de reconocimiento institucional. Según Montero, esto obedeció a la propia trayectoria secularizadora de esos cuadros. En la Argentina, los procesos de canonización están aún en marcha y son contados casos del clero. En este escenario, tal como hemos demostrado, los propios agentes religiosos, colaboran activamente en el proceso de secularización de “los mártires” al reclamar y agenciar desde el mismo Estado un reconocimiento oficial al clero víctima del terrorismo de Estado. Sin embargo, estos procesos de reconocimiento estatal han servido para reimpulsar causas judiciales y, en casos concretos como el del obispo Enrique Angelelli, la sentencia judicial ha permitido dar nuevo impulso al proceso de canonización martirial. Como vemos, se trata de procesos históricos aún en marcha, que sería improcedente clausurar con interpretaciones apresuradas. Por otra parte, es difícil hablar de “procesos personales de secularización” como contracara de “los procesos de desacralización y borramiento de la condición religiosa” producidos tanto por miembros de la institución eclesiástica, como por las fuerzas armadas y de seguridad, porque supone en algún punto borrar la identidad eclesiástica reivindicada por esas víctimas que, recordemos, eran parte del clero y vivían sus opciones como prueba de su “mayor compromiso con el mundo de los pobres”.

Por último, es cierto, el foco del libro en la posdictadura está puesto en los derroteros del clero víctima y sobreviviente de la represión y en las formas de memoria en torno a las víctimas, que son también formas institucionales de memoria y, con esto, vuelvo a insistir que la Iglesia es un sujeto plural, aún en su dimensión institucional. En cuanto las posiciones del episcopado en temáticas ligadas a los derechos humanos en la transición democrática, estos han sido muy trabajados por otros colegas como J. E. Bonnin y J. C. Esquivel, entre otros y a ellos me remito. [14]

Dicho todo esto, espero que este debate lejos de clausurar las discusiones y fijar una interpretación “correcta” o “legítima” del libro, multiplique las lecturas, las preguntas y estimule respuestas plurales.

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  1. Eco, U. y Jean Claude Carrière (2010), Nadie acabará con los libros, Lumen, Buenos Aires, pp.214-217.
  2. Catoggio, M. S., “Religious Beliefs and Actors in the Legitimation of Military Dictatorships in the Southern Cone, 1964–1989”, Latin American Perspectives, Issue N° 6, Vol N° 38, Noviembre de 2011, pp. 25-37.
  3. Donatello, L. M. (2010), Catolicismo y Montoneros. Religión, política y desencanto, Buenos Aires, Manantial; Slipak, D. (2015), Las revistas montoneras. Cómo la organización construyó su identidad a través de sus publicaciones, Buenos Aires, Siglo XXI.
  4. Entrevista a sacerdote salesiano, 2006.
  5. Verbitsky, H. (2006), Doble Juego. La Argentina católica y militar, Sudamericana, Buenos Aires, pp. 150-151.
  6. Entrevista al sacerdote Patricio Rice, 2007
  7. “Nuestras diferencias políticas”, El peronista, año 1, número 5. 21 de mayo de 1974, p. 4.
  8. Algunas de estas cuestiones relativas a cómo pensar las cifras las hemos trabajado anteriormente en Catoggio, M. S. (2010), “Case Study: La dernière dictature militaire argentine (1976-1983): La conception du terrorisme d’État”, en The Online Encyclopedia of Mass Violence, Edited by Jacques Semelin, Sciences Po., CERI CNRS, enero. Catoggio, M. S. (2013), “Represión estatal entre las filas del catolicismo argentino. Una mirada del conjunto y de los perfiles de las víctimas”, Journal of Iberian and Latin American Research, vol. 19, n°1, pp. 118-132.
  9. CONADEP (1984), Informe Nunca Más, Eudeba, Buenos Aires, p. 408.
  10. Vallier, I. (1970), Catolicismo, control social y modernización en América Latina, Buenos Aires, Amorrortu.
  11. Veáse Cruz, Ma. A. (2004), Iglesia, represión y memoria. El caso chileno, Madrid Siglo XXI; Serbin, K. (2001), Secret Dialogues. Church-State Relations, Torture and Social Justice in Authoritarian Brasil, Pittsburgh, University of Pittsburgh; Lowden, P. (1996), Moral Opposition to Authoritarian Rule in Chile 1973-90, Nueva York, St. Martin Press.
  12. Esta comparación ha sido trabajada en Catoggio, M. S. “Procesos de legitimación y enfrentamientos político-religiosos en las dictaduras del Cono Sur de América Latina”, working paper. Disponible en https://goo.gl/Z1ui15 Acceso el 27/04/2017
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