Emmanuel Kahan (IdIHCS/CONICET – NEJ/IDES)
Invitado a participar de este intercambio con un comentario al libro de Soledad Catoggio me propuse releerlo teniendo en cuenta cómo su investigación me ayudó a (re)pensar lo que fue mi propio objeto de estudio para el Doctorado en Historia: la experiencia de la vida judía durante la última dictadura militar. Allí, en un principio, las cosas estaban claras: mientras la dirigencia de las instituciones centrales de la comunidad judía había consentido la impronta represiva del régimen –cuando no “colaborado”– los jóvenes judíos habrían sido víctimas dilectas del plan sistemático de represión y exterminio –tanto por su número en la nómina de desaparecidos como el “trato especial” recibido en los Centros Clandestinos de Detención. Así rezaba la bibliografía reunida para el estado de la cuestión.
Para ese mismo estado del arte, como se indica en el buen manual de la escritura de una tesis, había relevado una serie de trabajos sobre otros actores en el contexto dictatorial: trabajadores, estudiantes, empresarios, partidos políticos y, desde ya, la Iglesia. Parte de la bibliografía sobre este último actor proponía un esquema similar: la de una complicidad por parte de la cúpula eclesiástica frente a la persecución de una serie de sacerdotes comprometidos con las transformaciones radicales.
Frente a este horizonte instituido el texto de Soledad Catoggio permite, a través de un minucioso trabajo de sistematización de trayectorias y análisis de experiencias, poner en suspenso un extendido sentido de complicidad por parte de una institución que albergó a víctimas y victimarios de la represión dictatorial. Y nos propone mirar a un actor, la Iglesia Católica, “como un objeto que permite comprender los conflictos que atravesaron la trama social durante la última dictadura”.[1] El trabajo, desde esta perspectiva, es iluminador por lo que nos dice de la Iglesia pero, por qué no, por lo que nos permitiría extender al resto de las organizaciones y actores contemporáneos al régimen dictatorial.
Cuando avanzaba en mi propia investigación notaba cuán estrecha había sido mi propuesta inicial. El proyecto de tesis construido al amparo de las lecturas sobre el tema había repetido su esquema temporal: cómo se habían comportado las instituciones de la comunidad judía entre el 24 de marzo de 1976 y el 10 de diciembre de 1983. Mirar allí nos podía ayudar a comprender cómo se habían posicionado un amplio conjunto de actores durante la última dictadura militar. Pero al relevar los primeros documentos sobre las posiciones de las organizaciones de la comunidad judía durante los primeros tramos del régimen el investigador no lograba entender de qué estaban hablando: los debates sobre los judíos y el peronismo, el antisemitismo en la Unión Soviética, el conflicto árabe-israelí, etc.
Para comprender mejor a mis actores, incluso para conocer cómo se fraguaron posiciones, tuve que reconocer la historicidad los mismos y cómo viejas pasiones de antaño se dirimían en la agenda contemporánea a la propia dictadura, nada muy distinto de lo que pueda estar pasando con esos mismos actores hoy día. Esta dimensión, una mirada hacia atrás en el tiempo histórico, es solidaria con el propio objeto de la investigación: comprender cómo se fraguaron las posiciones y cuáles fueron las actitudes sociales frente a la represión dictatorial.
En este sentido, los primeros capítulos del trabajo de Catoggio resultan centrales pues en su búsqueda por reconstruir las formas que adquirió la vida religiosa en Argentina durante el siglo XX ponen en evidencias las tensiones el interior del propio campo católico con posiciones antagónicas frente a, por ejemplo, el peronismo, la revolución y la propia dictadura militar. En ese trabajo de reconstrucción de las trayectorias y las polémicas al interior del campo católico, como muestra no solo el trabajo de Soledad, resultó central la recepción del Concilio Vaticano Segundo y, posteriormente, los documentos de Medellín. La renovación iniciada y la opción por los pobres se convirtió en el eje de polémicas, confrontaciones y delaciones. Como bien lo indica el trabajo de Catoggio, una de las características singulares que tuvo la dinámica represiva para con los miembros de la Iglesia fue la del desprestigio a través de acusaciones de orden moral.
La centralidad que tuvo este debate posicionó a los actores antes del inicio de la última dictadura militar y, en gran medida, caracterizó las trayectorias de estos durante el período represivo. Algo similar a lo que aconteció en la constelación judía: los debates en torno al sionismo y, posteriormente, tras la creación del Estado de Israel, las polémicas en torno a su posición geopolítico en Medio Oriente fueron el tópico sobre el que se caldeó la tensión política y filial. Si bien, como propondremos más adelante, las posiciones en torno a la agenda local fueron relevantes, los tópicos transnacionales fueron, en muchas ocasiones, el tamiz en el cual se materializaron debates, alejamientos, rupturas y confrontaciones.
Las tensiones suscitadas por la recepción de alternativas programáticas y acontecimientos precisos fueron acompañadas por el proceso de radicalización política local e internacional. La peronización y corrimiento a la izquierda de muchos jóvenes judíos se fraguó entre la crítica a las políticas beligerantes de Israel y la opción por la “liberación nacional” en América Latina. Como lo muestra la polémica en torno a la publicación de una crónica de la Guerra de Iom Kipur (1973) aparecida en Noticias. La “Carta de un antisionista” redactada por Marcos Blank –quien aseguraba haber sido sionista antes de integrarse a la “Tendencia Revolucionaria”– resultaba crítica de los redactores de Nueva Sión, el vocero del sionismo socialista en nuestro país.
Desde 1966 hasta 1973 Nueva Sión no publicó una sola noticia acerca de torturas, represión, gestas populares, como el cordobazo, viborazo, tucumanazo, etc. Todo se refería a agitar en abstracto el antisemitismo, para apartar a los jóvenes judíos de una lucha concreta por la definitiva liberación de nuestra patria y de nuestro pueblo. Hay una cosa reconfortante y es que el movimiento sionista no crece, ni alcanza la magnitud que ha tenido en años anteriores. Los jóvenes judíos, hoy más que nunca se dan cuenta que su definitiva liberación como judíos y como hombres pasa por asumir el camino revolucionario, tanto en Argentina, como en Latinoamérica, como en Israel. (“Carta de un antisionista”, Nueva Sión, 9 de septiembre de 1974)
En respuesta aparecería una misiva de David Ben-Ami advirtiendo que en las filas del sionismo, como en las del peronismo, se podían encontrar diversas tendencias y que la Juventud Sionista Socialista era la facción de izquierda dentro de las filas de ese movimiento. El autor destacaría, además, que si bien Nueva Sión abordaba temáticas referidas al “esclarecimiento nacional judío desde una perspectiva sionista socialista”, frente a cada acontecimiento crucial en la vida el país “nunca dejamos de informarlo y tomar posición”. La lista de acontecimientos señalada por este era ilustrativa: el Cordobazo, la Masacre de Trelew, atentados contra la libertad de prensa, fallecimiento de Juan Domingo Perón, entre otros. (Ben-Ami, David, “Respuesta de un sionista”, Nueva Sión, 9 de septiembre de 1974)
A diferencia de lo acontecido en el campo de la Iglesia Católica donde, como muestra Soledad, las diferencias estaban contenidas dentro de la propia institución, el campo judío evidenció fugas y fragmentaciones de sus organizaciones. Estas tensiones precipitaron la salida de varios jóvenes que filiaron su militancia en organizaciones políticas peronistas y/o de izquierda. La ruptura con las organizaciones sionistas los dejó, en ocasiones, sin “cobertura” frente a la escalada represiva del régimen dictatorial.
En este sentido, y reconociendo la singularidad institucional de su caso de estudio, el trabajo de Soledad Catoggio es iluminador en dos aspectos. En primer lugar, porque permite apreciar cómo operó el disciplinamiento al interior del campo católico. Esta dimensión tuvo una especificidad: fue pergeñada por las autoridades militares y por la ortodoxia católica. El relevamiento es ilustrativo acerca de cómo operaron las Fuerzas Armadas, a través de los Vicariatos castrenses, sobre el resto de los integrantes de la Iglesia.
Tanto las Fuerzas Armadas como parte de la jerarquía eclesiástica tuvieron profundo celo en torno de las manifestaciones de los hombres y mujeres de la Iglesia. La experiencia de las organizaciones judías es distante: salvo contadas excepciones no hubo manifestación directa por parte de las autoridades militares en el disciplinamiento de sus actores más díscolos. Lo que no quiere decir que haya habido manifestaciones de diversos actores de la misma colectividad condenando las expresiones “tercermundistas” de los jóvenes judíos. [2]
Entre el ocaso de la dictadura y la recuperación democrática tuvo lugar una polémica en torno a la “delación” que puede resultar ilustrativa de cómo operó, a posteriori, las resignificaciones del pasado inmediato. Algunos actores de la comunidad judía filiados en organizaciones progresistas –Herman Schiller desde Nueva Presencia quizás haya sido el más vistoso– acusaron al editor del mensuario La Luz –vocero de los sectores revisionistas del sionismo en Argentina–, Nissim Elnecave, por haber delatado desde sus páginas a jóvenes judíos que militaban en las organizaciones peronistas y de izquierda. Si bien la delación no se corroboró, la crítica de Elnecave se apoyó en la condena que este sostuvo, incluso desde el período previo a la dictadura, a la militancia de los jóvenes en causas ajenas al sionismo. Lo cierto es que sus “acusadores” sostuvieron la misma condena antes y durante gran parte de la dictadura.
En una entrevista realizada en agosto de 1976 por Alicia Dujovne Ortíz a los rabinos Roberto Graetz, José Oppeneheimer y Marshall Meyer –quien cobrará renombre con posterioridad debido a su “compromiso con los derechos humanos” y su incorporación a la CONADEP– estos sostuvieron que “los jóvenes deben volver a la religión”, considerando que allí serían sujetos despolitizados. Meyer, particularmente, fue ilustrativo en su evaluación respecto de cuál es el camino que debían recorrer los “jóvenes judíos”: “Esos jóvenes saben que las reglas del judaísmo se relacionan con la reverencia a la vida; lástima que tantos otros, hundidos en la violencia, olvidan la reverencia”. (Dujovne Ortíz, A., “La juventud y el templo”, Plural, N° 1, agosto de 1976.)
El otro aspecto destacable, producto de un minucioso relevamiento, es las consideraciones acerca de cómo se construyen a los hombres y mujeres de la Iglesia como víctimas. Al respecto, el trabajo nos propone dos preguntas fundamentales: ¿Cuáles fueron las modalidades represivas de las que fue objeto este grupo de víctimas? ¿Qué diferencia a estas víctimas religiosas de las otras víctimas del terrorismo de Estado?
Para poder responder estos interrogantes, el trabajo de Soledad Catoggio reconstruye la nómina de casos de víctimas ligados a la Iglesia, reconociendo su inserción y trayectoria institucional, definiendo los ámbitos de socialización y prácticas compartidas entre los mismos. La revisión de los 113 casos repone cuestiones significativas: las víctimas fueron mayormente hombres –solo hay 6 mujeres– y el asesinato, como un modo ejemplificador frente al resto, tuvo un impacto mayor que la desaparición forzada. Asimismo, destaca la investigación, es revelador qué sucedía con las víctimas católicas en los informes de inteligencia política guardados en el archivo de lo que fuera la Dirección de Inteligencia de la Policía de la provincia de Buenos Aires (DIPBA): allí la documentación relevada en torno a las congregaciones más afectadas –la Fraternidad del Evangelio, por ejemplo– muestra el poco interés de la institución policial en su seguimiento. La hipótesis de Catoggio, sin embargo, es auspiciosa: “[L]a incorporación de lleno en la categoría “delincuente subversivo” tuvo como correlato un borramiento de la condición religiosa; es decir, que haya que recorrer otros circuitos del archivo para dar con sus legajos, ingresados no como sacerdotes, religiosos o seminaristas, sino como militantes de organizaciones armadas”.[3] La erosión de esa adscripción religiosa bajo la imposición de la condición “subversiva” debilitaba la pertenencia institucional que resguardaba a las víctimas y los igualaba con el resto de las víctimas.
Paradójicamente, sucedía lo contrario con las víctimas judías. Tanto en los informes de la DIPBA (Kahan, 2009) como en los testimonios de los afectados –especial pero no únicamente en el informe Nunca Más– una de las prácticas extendidas era la reposición de la condición judía de las víctimas en detrimento de sus propias filiaciones, autopercepciones y trayectorias. Sobre esta dimensión, entre otras, se cimentó la noción de un “trato especial” a los judíos en los Centros Clandestinos de Detención.[4]
La tipificación de unas víctimas especiales, los “detenido-desaparecido de origen judío”, es un problema para historiadores y cientistas sociales. Si bien su uso fue acuñado en una época temprana (Schenquer, 2007), su utilización se ha extendido de forma tal que constituye una noción más del “sentido común” acerca de la experiencia concentracionaria que asoló a la Argentina entre 1976-1983.[5] ¿A quiénes nombra la noción de “detenidos-desaparecidos de origen judío”? Esta pregunta sugiere un problema de orden conceptual, pero también político. Pues, si bien estamos frente a una categoría aceptada y utilizada de manera frecuente, confrontamos con el hecho de que muchos de los jóvenes que engrosan las listas de detenidos-desparecidos fueron re-judeizados por sus torturadores. ¿Bajo qué mecanismos fueron “re-judeizados”? Mayoritariamente, por la sonoridad de sus apellidos. Un criterio compartido por quienes a posteriori y con intenciones seguramente loables, construyeron los listados con la cantidad de víctimas “judías” del terrorismo de Estado.
¿Acaso la investigación sería justa con las trayectorias personales y militantes de esos jóvenes que hoy denominamos “desaparecidos judíos”? Volver sobre los debates en torno a sus propias trayectorias, los distanciamientos con las diversas formas de militancia judía y el renunciamiento a la vida socialista en el Kibutz, podría ayudar a comprender cómo es que esos jóvenes fueron devorados por la experiencia concentracionaria.
No obstante, no puede menoscabarse la fuerza que el concepto de “detenido-desaparecido de origen judío” ha tenido a lo largo de estos años: ha servido como herramienta de denuncia política por parte de los familiares en detrimento de los dirigentes comunitarios y, asimismo, como categoría instrumental para legitimar la injerencia de la justicia española en la investigación de los crímenes de lesa humanidad ocurridos en Argentina durante el período 1976-1983.
Sin embargo, las investigaciones como las de Soledad Catoggio nos invitan a matizar algunos sentidos instituidos. Una investigación sobre los desaparecidos de la comunidad judía debería recuperar un cúmulo de experiencias y trayectorias militantes que estarán en tensión con la categoría de “desaparecido judío”. Y no es un problema menor, porque entonces también tendremos que poner en suspenso algunas nociones sobre quiénes fueron las víctimas del terrorismo de Estado.
Pero, y para finalizar, cómo concluir estas consideraciones sin, al menos, una pregunta. Y en este sentido, el proceso es a la inversa: de lo que mi trabajo de investigación puede aportarle al del Soledad. Si bien la investigación se concentró en quienes estaban filiados institucional y jerárquicamente a la Iglesia, cómo contemplar la experiencia de aquellos otros, más inorgánicos (scouts, asistentes parroquiales, miembros de cooperadoras, etc), que se reconocían cómo católicos en el espacio público y también fueron víctimas del terrorismo de Estado. ¿Cómo fue su experiencia en tanto víctimas y qué marcos institucionales, de la Iglesia, pudieron operar, o no, como salvaguarda?
- Catoggio, M. S. (2016), Los desaparecidos de la Iglesia. El clero contestario frente a la dictadura, Buenos Aires, Siglo XXI, p. 111.↵
- En el contexto de 1978, durante la campaña internacional de denuncia a las violaciones a los derechos humanos que acontecía en el país, el periodista y sobreviviente del Holocausto, Marek Halter, publicó un artículo en Le Monde denunciando las persecuciones a judíos que estaban ocurriendo en Argentina. La réplica del artículo en la prensa internacional movilizó las condenas al régimen dictatorial por su carácter antisemita. Esto movilizó al Ministerio del Interior, General Albano Harguindeguy, que remitió una carta de la Delegación de Asociaciones Israelitas de Argentina (DAIA) solicitando que desmienta lo que Halter denunciaba. Si bien el pedido tenía su razón en todas las consideraciones que los funcionarios habían tenido para con las demandas de la colectividad judía, las “desmentidas” públicas de quien fuera presidente de la DAIA, Nehemias Resnizky, fueron de baja intensidad: una declaración en una reunión de Comisión Directiva de la institución que fue comentada en la prensa comunitaria. Véase Kahan, E. (2015), Recuerdos que mienten un poco. Vida y memoria de la experiencia judía durante la última dictadura militar, Buenos Aires, Prometeo, pp. 158-159.↵
- Catoggio, M. S. (2016), Los desaparecidos de la Iglesia. El clero contestario frente a la dictadura., Buenos Aires, Siglo XXI, p. 133.↵
- Kahan, E. (2009), Unos pocos peligros sensatos. La Dirección de Inteligencia de la Policía de la provincia de Buenos Aires antes las instituciones judías de la ciudad de La Plata, La Plata, EDULP.↵
- Schenquer, L. (2007), “Inicios de una disputa por la memoria de los detenidos-desaparecidos judíos”, trabajo final del Seminario “Memorias sociales: construcciones y sentidos”, Instituto de Desarrollo Social (IDES) (Mimeo)↵