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Perspectivas y conflictos en torno a la incorporación de mujeres en los Círculos de Obreros[1]

Buenos Aires, fines del siglo XIX
y principios del XX

Sabrina Asquini[2]

Introducción

En las últimas tres décadas, la historia de la Iglesia Católica y del catolicismo argentinos han llamado la atención de numerosos investigadores e investigadoras, y se conformó un campo de estudios no identificado directamente con la perspectiva de la institución religiosa. Más recientemente, tras el afianzamiento de los estudios sobre la historia de las mujeres y con perspectiva de género –sin dudas, también, favorecidos por el desarrollo de actual movimiento feminista–, se produjo una renovación de las preguntas en torno a los discursos doctrinarios, la religiosidad y el activismo católicos femeninos. De modo que, desde hace algo más de una década, una serie de trabajos comenzaron a incorporar perspectivas generizadas; no solo en referencia a las representaciones de género en los discursos y publicaciones católicas –que remiten especialmente a cuestiones como la maternidad, la sexualidad y la familia–, sino también en lo respectivo a la construcción de estas nociones en las congregaciones y asociaciones laicas, tanto de varones como de mujeres.[3]

Este trabajo aborda la incorporación de mujeres a los Círculos de Obreros de Buenos Aires entre fines del siglo XIX y comienzos del XX. Inspirada en la encíclica Rerum Novarum, de León XIII (1891), esta institución organizó al laicado católico masculino y le asignó un lugar privilegiado en la resolución del conflicto social moderno.

A pesar de la impronta eminentemente masculina que buscaron imprimirle sus fundadores, hubo una significativa cantidad de mujeres involucradas en la cotidianidad institucional. De todos modos, las mujeres que formaron parte de dicha cotidianidad lo hicieron de manera limitada, subordinada y definida en función de su procedencia social, en el marco de espacios creados específicamente y haciendo actividades que se consideraban “propias de su sexo”. Así, mientras algunas mujeres de la elite secundaron la obra desde comisiones auxiliares asumiendo tareas específicas y asociadas a la feminidad, otras, de origen menos encumbrado, fueron incorporadas como socias efectivas –es decir, como beneficiarias de los servicios mutuales–, aunque con menos derechos que los socios activos. En las líneas que siguen, se examinará el contexto general en el que se dieron estas incorporaciones y, especialmente, qué se esperaba de cada sector. De un lado, la participación de las mujeres de la elite y, del otro, la admisión de las mujeres más humildes, trabajadoras o sin distinción social. Para finalizar, se retoman algunas críticas y se analizan tensiones surgidas en torno a estas incorporaciones.

El rostro femenino de la secularización

Hacia el final del siglo XIX en la ciudad de Buenos Aires, se hizo visible un creciente asociacionismo femenino religioso y social que, si bien estaba lejos de equipararse al masculino, aportó significativamente al proceso de transformación del proyecto social del catolicismo y presentó a las mujeres como actores innegables en el espacio público. Esta creciente presencia de las mujeres en las obras de caridad y acción social no pasó desapercibida para sus contemporáneos, pero su aceptación por parte de los varones no fue homogénea, y más aun, podría decirse que se caracterizó por su disparidad y gradualidad.[4] Por el otro lado, como han destacado algunas autoras, tales experiencias asociativas brindaban espacios de participación y de cierta autonomía para estas mujeres, al diluir la barrera que separaba los espacios público y privado, y permitirles, incluso, ejercer alguna presión sobre los poderes públicos.[5]

A las puertas del Centenario, una referente del catolicismo porteño, Celia Lapalma de Emery, describía con detalle la amplitud de obras dirigidas por las mujeres católicas en la ciudad. Según señalaba, existía en Buenos Aires un buen número de comunidades que sostenían colegios y asilos donde se “preservaba” y educaba a millares de niños; entre ellos hacía notar, por ejemplo, los establecimientos dirigidos por las hermanas de María Auxiliadora de la comunidad salesiana. Continuaba mencionando la extendida acción de la comunidad de San Vicente de Paul, con sus varias casas propias –entre ellas, el asilo del Pino, la “Oeuvre de la Bonne Garde”, “Home de Santa Felicitas”– y su actividad en hospitales, asilos y demás instituciones encomendadas a su dirección. De manera general, hacía referencia también a las obras de otras comunidades religiosas, que sostenían no menos de treinta establecimientos escolares y albergues: las Hermanas de la Misericordia, franciscanas, del Buen Pastor, dominicas, Esclavas del Sagrado Corazón, Santa Unión, San José, del Huerto, Adoratrices, Mercedarias, Lourdistas, De Nuestra Señora de Luján, Divino Salvador, Siervas de Jesús Sacramentado y salesas. Sumaba a todo esto unos setenta establecimientos patrocinados por pequeñas asociaciones piadosas –seccionales de las Hijas de María, del Apostolado, cofradías– y por las sociedades de caridad.[6]

A lo largo del siglo diecinueve, en el campo religioso católico, se habían operado ciertos cambios que se deben señalar antes de continuar. Como consecuencia de los procesos de secularización y laicización –especialmente, desde la segunda mitad del siglo XIX–, se había modificado el lugar de lo religioso en la sociedad, y esto se expresaba, entre otras cuestiones, en un corrimiento de la religión hacia el espacio privado, el que se hallaba, a su vez, fuertemente identificado como ámbito de lo femenino y lo familiar. Mientras tanto, la política y la participación pública se asociaban a prácticas sociales masculinas y secularizadas. De modo que, al menos en el plano de los imaginarios, para la mujer quedó reservada la espiritualidad o “influencia” religiosa –dependiendo de quien hablara– y, en más de una ocasión, esa religiosidad femenina justificó su exclusión del sistema político. Estas identificaciones, en las que el hombre estaba alejado de la religión y la mujer no, eran compartidas por diversos sectores sociales, no únicamente por los católicos.

En 1897, una publicación parroquial de la ciudad podía dirigirse en los siguientes términos a las mujeres, a las que eran madres, para hacerles tomar conciencia de las distintas maneras en que ellas mismas educaban a sus hijos varones e hijas mujeres:

Mientras la madre acude á la iglesia con sus hijas, deja en casa ó de paseo á los niños varones, porque éstos se muestran obstinados en no seguirla. En su empeño de ser hombres antes de tiempo, quieren copiar hasta los defectos de éstos, y la madre que se muestra severa con la hija y la obliga a cumplir sus deberes religiosos, no se atreve á luchar con el hijo, pues es varón, y no le importa tanto.[7]

En el otro extremo del espectro político, se podía leer, en un periódico como el ABC del Socialismo, que mientras el niño moderno, debido a su cercanía con el mundo masculino adulto, lograba alejarse de las enseñanzas religiosas –ya que “aunque desde pequeño le hayan obligado a aprender y repetir en las noches el bendito, pater noster y ave maría, a los pocos años se ríe del fraile concluyendo por darse cuenta de la farsa católica”–, la mujer, en cambio, permanecía como “esclava” de las prácticas religiosas. De todos modos, se aclaraba que ella no lo hacía tanto por convencimiento como por costumbre, y se afirmaba que la joven acudía los días festivos a la iglesia para “tener oportunidad de hallar por el camino a su simpatía, o bien para lucirse el vestido del domingo”.[8]

Esta creciente vinculación entre la religión y las mujeres es lo que los investigadores han dado en llamar feminización de la religión.[9] El concepto entraña aún ciertas discusiones, ya que algunos lo han considerado un fenómeno constatable y cuantificable a través del examen del cumplimiento de las prácticas religiosas de hombres y mujeres, tales como la asistencia a misa o la comunión pascual; o bien, por medio de la contabilización de mujeres y de hombres que formaban parte de la estructura eclesiástica –o se habían alejado de ella–. Para otros, se trató, en cambio, de una cuestión simbólica, pero, igualmente, con consecuencias en la realidad. Por caso, esta asociación entre las mujeres y la religión funcionó como un elemento que alejaba a las mujeres de los requisitos de la ciudadanía liberal: secularismo, pensamiento independiente y razonamiento científico.[10]

Sobre este tema, hace algunos años, la investigadora española Inmaculada Blasco Herranz propuso analizar la relación entre la secularización –tema privilegiado entre los investigadores dedicados a la historia religiosa contemporánea– y las nociones modernas de género.[11] En su perspectiva, el desafío de los estudios de historia de las mujeres y de género no estaba en encontrar o ubicar a las mujeres dentro del movimiento o cultura política católica, sino en preguntarse cómo el género –atribuciones de masculinidad y feminidad y su relación imaginada– constituyó o contribuyó a definir y redefinir los rasgos del movimiento y, por lo tanto, a modelar la cultura política católica.[12] En tal sentido, la autora española afirmaba que las atribuciones de significado dadas a la diferencia sexual –la religiosidad como atributo de feminidad y la irreligiosidad como tendencia que se había impuesto en los hombres– formaron parte del diagnóstico de la realidad efectuado por el movimiento católico, pero, también, tallaron la cultura política, ya que fueron imágenes muy eficaces para configurar una identidad colectiva e inspirar su acción, es decir, para favorecer la movilización pública de las mujeres en el seno del movimiento católico.

Determinados atributos de la feminidad –piedad, ternura, una religiosidad que apelaba al sentimiento y a la emoción, etc. y su rol “natural” en la crianza y en defensa de la familia fueron abonando la idea de que las mujeres constituían una salvaguarda de la religión en el hogar y, por extensión, en la sociedad.[13] Así, las mujeres ofrecían un rico caudal de valores para la regeneración de la sociedad: cualidades del corazón idóneas para ejercer la caridad, la beneficencia, la atención a la infancia y a los desvalidos.[14] Este nuevo lugar, a su vez, se vio reforzado por la percepción de una cada vez más amenazante secularización y del impacto de la política de masas que planteaba nuevas formas de movilización.[15]

Otro aspecto de interés, la proyección de la mujer católica en el espacio público, se dio a través de la tolerancia que el régimen mostró ante la participación pública de ciertas mujeres distinguidas, excepcionales. El investigador Esteban Nerea Aresti explicó esta tolerancia presente en el catolicismo español como una consecuencia de la pervivencia de viejas concepciones jerárquicas y elitistas, propias de un catolicismo tradicional que había asimilado limitadamente las concepciones igualitarias del liberalismo.[16]

Estas cuestiones formaban parte del panorama de la ciudad de Buenos Aires, por lo menos, desde el segundo lustro del siglo XX; los discursos de Celia Lapalma, pensados para habilitar e incentivar la movilización de las mujeres católicas de la elite ante al conjunto de los católicos sociales, son una clara muestra de ello.[17] Su exclusión de la esfera política también pudo convertir, para determinadas mujeres, a la vida religiosa, la caridad y la acción social en un ámbito de relativa libertad,[18] o incluso de oportunidades, al hacer posible el armado de redes de sociabilidad y de caminos de movilidad social no disponibles de otra forma, los cuales ofrecían una alternativa ante el ideal que apuntaba al matrimonio y al hogar, asumidos ambos como destinos naturales y deseables para las mujeres.[19]

La incorporación de mujeres a los Círculos de Obreros de la ciudad de Buenos Aires

Los Círculos de Obreros, organización central del movimiento social católico en esta etapa, se dirigieron a la clase obrera con el objetivo de mejorar su situación material y moral, y de evitar que esta fuera ganada por la propaganda socialista y anarquista.[20] En la perspectiva de sus fundadores, los trabajadores eran un sector particularmente ajeno a la religión y, por eso, las duras condiciones económicas por las que pasaban los hacían propensos a la propaganda revolucionaria; asimismo, consideraban que ni el socialismo ni el anarquismo constituían fenómenos pasajeros. Los Círculos contaron con una estructura organizacional mutual y policlasista, en la cual los socios se dividían, originariamente, en tres tipos: protectores, honorarios y activos; estos últimos eran los únicos con derechos mutuales y políticos; más adelante, se incluyeron los socios efectivos y agregados. En los Círculos, sus miembros podían encontrar espacios de sociabilidad y esparcimiento “decente”; conferencias y charlas sobre temas sociales y religiosos; asistencia espiritual y material en caso de enfermedad y muerte. Así, la institución buscaba dar una respuesta, desde el catolicismo, a las consecuencias locales de la crisis social creada por la revolución industrial, y de manera general, a los efectos morales del triunfo de la revolución francesa y del ascenso del liberalismo.

Su composición societaria fue eminentemente masculina, ya que sus fundadores apuntaron originalmente a organizar y movilizar a trabajadores varones en defensa de los principios y valores del catolicismo. A finales del siglo XIX, en Buenos Aires, no era infrecuente ver columnas de hombres movilizados en las calles, ya fuesen estos caballeros, estudiantes, trabajadores o extranjeros; lo extraño era verlos movilizados a causa de su fe religiosa o exhibiéndola públicamente. Por eso, a pesar de que con los años se fueron incorporando algunas mujeres como socias, siempre se reservaron determinados espacios para la instrucción y sociabilidad masculinas. De manera que uno de los objetivos de la institución consistió en la modificación de las conductas y la moralidad de los varones de la clase trabajadora, lo que implicaba el esbozo de una masculinidad distinta o alternativa respecto del imaginario dominante. De hecho, en los Círculos, se promovía un modelo de obrero católico fuerte, “sano” de alma y de cuerpo, consciente de su derecho, íntegro y altivo. Una masculinidad que podía ser religiosa, racional y, también, contar con cierta sensibilidad social.

Hasta principios de siglo, es difícil encontrar mujeres con una participación o presencia regular en los Círculos. De hecho, se ha señalado a Miguel De Andrea como uno de los promotores del concurso de mujeres de la elite, desde su posición en el Círculo Central, primero, y luego desde su lugar en la dirección espiritual de la institución.[21] Sin negar que dicho sacerdote, por las relaciones que tenía entre la elite, hubiese podido vehiculizar la participación de aquellas mujeres, nos parece que la colaboración de estas estuvo insinuada con anterioridad a su incorporación en el Círculo Central, a comienzos del siglo, y creemos que tal presencia se reforzó debido al contexto más general de movilización femenina que se dio por entonces. En esos años, por ejemplo, tuvo lugar la conformación del Concejo Nacional de Mujeres, impulsado por la doctora Cecilia Grierson y presidido por una dama católica, la ex presidenta de la Sociedad de Beneficencia, Alvina van Praet de Sala.[22] En cuanto a las movilizaciones de la época, cabe destacar la impulsada con referencia al debate, en 1901 y 1902, sobre el proyecto de divorcio vincular, que había sido presentado previamente, y que, tras pasar al recinto, estuvo solo a dos votos de conseguir la media sanción legislativa.

Dicho proyecto generó calurosas adhesiones y cosechó rotundos rechazos que se expresaron en la prensa, en salones y calles. Aunque muchos hombres hablaron en nombre de las mujeres, a las que consideraban especialmente afectadas, muchas de ellas se involucraron también directamente en la contienda política, pero de diferentes modos. Entre las que defendían el derecho a la disolución del vínculo matrimonial, estuvieron las socialistas, quienes constituyeron, en la ciudad, el Centro Socialista Femenino –una agrupación del Partido Socialista que colaboraba, igualmente, en la organización de las obreras–.[23] Del otro lado, la Iglesia y el catolicismo tomaron un rol destacado en este debate, defendiendo el rechazo del mencionado proyecto. Debido a las implicaciones del proyecto para la constitución de la familia, la movilización católica convocó también una importante intervención femenina. Por el momento, esa participación asumió una forma notabiliar, fundada en el prestigio de ciertas damas de la elite que movilizaron miles de adhesiones sin recurrir a demostraciones callejeras –del mismo modo que había sucedido durante el debate de la ley que estableció el matrimonio civil–.[24]

En 1906, Federico Grote, en medio de un balance sobre la trayectoria de los Círculos, se refirió de forma específica al rol de las mujeres en ellos y aseguró que estos ofrecían un espacio propicio o adecuado también para la acción cristiana de las señoras.[25] Pues, si bien reconocía que estaban compuestos de varones y que eran estos quienes los gobernaban y administraban, en su opinión, resultaba natural que las mujeres pudieran poner su celo y aportar su especificidad allí. Mencionaba, justamente, un beneficio directo, que provendría de su participación en el sostenimiento de las escuelas o en la “Sección Familias” –que existía en varios círculos–, y otro indirecto, que alcanzaría a los hogares, donde podían colaborar en “completar la personalidad del obrero”. De modo que, declaraba, en los Círculos de Obreros, apenas había obra corporal o espiritual que las señoras cristianas no pudieran practicar –“ayudando, completando y aún supliendo la acción de los hombres”–.

En el caso de las mujeres de la elite, ellas se involucraron inicialmente haciendo contribuciones materiales o amadrinando Círculos, banderas o estandartes. Luego tomaron parte de manera directa, patrocinando escuelas, auxiliando en el armado de determinados eventos o haciendo las visitas a domicilio de las socias enfermas. En el mismo discurso que citamos más arriba, Grote señaló, también, que en dos congresos de los Círculos de Obreros –suponemos que se refiere a los de Catamarca (1904) y Córdoba (1906)– se había recomendado calurosamente la conformación de “comisiones protectoras y auxiliadoras de señoras” con el objetivo de que acompañaran la labor de los organismos directivos. La inclusión de las mujeres de elite “en calidad de damas protectoras” dentro de los estatutos se realizó en 1904, así se regularizaba y extendía una participación que databa ya de los últimos años del siglo XIX.[26]

A su vez, en julio de 1905, la autoridad eclesiástica aprobó la conformación de una asociación específica y autónoma de damas protectoras de los Círculos de Obreros: la Sociedad de la Sagrada Familia.[27] Estuvo constituida por “señoras de nuestra aristocracia”, entre quienes se hallaba su fundadora y presidenta, la señora Isabel Elortondo de Ocampo. Una vez notificado, el Consejo General de los Círculos resolvió nombrar una comisión que informara sobre la manera más conveniente para que dicha sociedad prestara su colaboración.[28] Aunque su aprobación se terminó aplazando, la comisión designada elaboró el siguiente proyecto:

1º. Queda a cargo de la Comisión de damas protectoras de los círculos la creación y dirección de los patronatos de obreros con las atribuciones y deberes que sus estatutos les confieran.

2º. Estará a cargo de las damas referidas las visitas a las socias enfermas o familias de socios que tuvieran algún enfermo de su sexo.
3º. Facultase a las damas (para que) á visitar las escuelas de los círculos, para imponerle de sus necesidades y proponer los medios adecuados para satisfacerlas, sin perjuicio de los mismos derechos y superintendencia que los reglamentos acuerdan a su personal directivo.[29]

Es decir, a dichas mujeres se les asignaban responsabilidades vinculadas a iniciativas institucionales y, especialmente, las visitas a aquellas socias que estuvieran enfermas y a las escuelas. Dada la importancia que tenían, estas visitas se consideraban una actividad propia de la comisión directiva y, además, debían estar imbuidas de un poderoso espíritu de caridad cristiana. Como puede verse, se intentaba que el otorgamiento de estos deberes y atribuciones se realizase por vías estatutarias. A poco más de un año de la actividad de esta asociación, Grote manifestó –en el balance ya citado– cierta incomodidad con ella. En tal sentido, hizo referencia a la creación de una sociedad protectora que, tras haber sido aprobada por la autoridad eclesiástica para seguir este fin –aunque manteniendo independencia de los Círculos–, se había alejado de los objetivos iniciales.[30] No obstante, resulta difícil imaginar en qué pudo consistir dicho alejamiento.

A partir de dos discursos de Celia Lapalma de Emery, sabemos también de la actividad de la Sociedad Protectora de Patronatos y Escuelas del Círculo Central de Obreros –presidida por María Josefina Sagasta de Eguía, hija de la famosa escritora–, que en 1908 colaboraba con el Patronato de Aprendices a Obreros, con la escuela del Círculo Central y con el Taller Sagrado Corazón;[31] y, además, conocemos la existencia de la Liga del Orden Social de Señoras de Belgrano. Esta última se esmeraba por proteger a las familias de los obreros del Círculo y contribuir poco a poco a extender la acción de este. ¿Cuál era su rol? En el primer caso, dichas mujeres, preocupadas por la situación de la infancia callejera desvalida, custodiaban la instrucción y educación laboral de trescientas niñas y trescientos niños. En el segundo, según afirmaba Lapalma, aquellas mujeres trataban de cimentar la confianza mutua entre patrones y obreros, fomentando la generosidad entre unos y otros, y una educación “desde el corazón”, debido a que los desengaños sufridos por ambas partes los habían alejado, y aunque no sin razones, esa distancia ocasionaba diversos perjuicios a la familia obrera.[32] Esta labor la hacían sin importarles que “el vulgo ateo intente con ironías amargas anular esta clase de obras, tratando de ridiculizarlas, para paralizar, […] las voluntades, privando así á muchos de abrir, en favor de sus semejantes, el precioso caudal de sus buenos sentimientos”. En Buenos Aires, decía, no había día en que no se citasen ejemplos de esta índole, y por eso, afirmaba, la obra de los Círculos de Obreros avanzaba “como bella promesa de pacificación social”.

Por el lado de las mujeres que no pertenecían a la elite, entretanto, se debe indicar que pudieron integrar, en aquellos Círculos donde se hubiese organizado, la “Sección Familias”. La primera mención sobre este tema la hallamos en el primer congreso de los Círculos de Obreros, del año 1898. Allí, el presbítero José Orzali presentó un proyecto de ordenamiento interno de la institución que estipulaba algunas cuestiones relativas al gobierno de los círculos, el rol y las características de los miembros de las comisiones directivas y de los directores espirituales, entre otros aspectos. Aunque el proyecto de Orzali no fue discutido en su totalidad por los delegados, estos lo aprobaron como una orientación general que se enviaría al Consejo General para que este discutiera el articulado definitivo.[33] En el punto diez, el director espiritual del Círculo de Obreros de Santa Lucía –Barracas– indicó la conveniencia, para el desarrollo de los Círculos, de que se admitieran en ellos a las esposas e hijos de socios. Dicha incorporación se vería limitada a darles derecho a la asistencia médica en sus enfermedades, sujetándola a una reglamentación especial.

En los años siguientes, algunos Círculos fueron abriendo su sección específica para esposas e hijos. Estos no solo eran minoritarios dentro del conjunto, sino que en ellos tampoco se les permitió una participación completa. Es probable que la extensión de las prestaciones mutuales a las familias se haya articulado como respuesta a las necesidades y demandas de los socios, aunque, más adelante, su concreción pueda haber estado motorizada también por preocupaciones de carácter político, como ocurrió en el caso del centro de Balvanera que se puntualizará más adelante. Por alguno de estos motivos o por ambos, en el año 1900, se reglamentó la posibilidad de extender la cobertura mutual a las familias de los socios.[34] Se entendía por “familia” a las esposas, los padres, hermanos e hijos de los socios, siempre y cuando viviesen bajo un mismo techo. De todos modos, estas incorporaciones solo eran posibles tras atestiguar la unión sacramental, en el caso de los esposos, y el bautismo, en el de los hijos.

Las mujeres adultas serían consideradas socias efectivas, mientras que los niños y las niñas serían socios agregados –los varones, hasta los 14 años, y las niñas, hasta su propio matrimonio–. Las mujeres tenían derecho a la asistencia médica en el caso de enfermedad, a un monto de dinero determinado ante el parto y a un subsidio y una ceremonia religiosa cuando fallecieran. No obstante, no estaban habilitadas a participar en las instancias de decisión de la organización; en relación con las fiestas y reuniones, se explicitaba que solo podían participar de eventos especiales, dirigidos explícitamente a las familias.

En 1902, los círculos que tenían la sección eran el Círculo Central, el de la Concepción, el de Santa Lucía y el de Balvanera, y se había despertado la inquietud, también, en el de la parroquia de San Carlos.[35] En relación con este último, en 1904, uno de los miembros de su comisión directiva comentó en una reunión que tenía conocimiento de que “varias familias entrarían a formar parte del círculo si estuviese instalada la sección correspondiente para ello”. Por ese motivo, mocionaba estudiar su conveniencia. El mencionado cuerpo directivo resolvió realizar averiguaciones sobre la cuestión. A la semana siguiente, el director espiritual, padre Bonetti, informó que se había entrevistado con Grote y que este le había dicho “que las familias no traen al círculo grandes conveniencias pero que tampoco, el Círculo Central y otros que tienen la Sección Familias, no han tenido pérdidas”. En vista de lo expuesto, la comisión postergó nuevamente la discusión.[36] Esta situación parece dar cuenta más de una concesión que de una línea política establecida.

De todos modos, había sectores que veían la conveniencia de organizar a las mujeres trabajadoras por motivos políticos. El Círculo de la parroquia de Balvanera tomó la iniciativa de lanzar un movimiento en favor de las mujeres trabajadoras “para contrarrestar la maléfica propaganda del socialismo”. De hecho, este Círculo, que era numeroso, activo y contaba con un nutrido núcleo demócratacristiano, fue uno de los primeros en habilitar la “Sección familias”. En mayo de 1902, defendiendo la iniciativa, el presbítero Cornelio J. Vignati sostuvo que, para los cristianos, el problema femenino –así como el social– estaba resuelto en la teoría cristiana y, por lo tanto, la única tarea del Círculo consistía en buscar y aplicar los medios que concretasen el plan social del cristianismo. Después, se habría referido a la situación de la obrera y rogado a las damas presentes tomar la iniciativa de fundar “círculos de obreras”.[37] Los Círculos de Obreras no prosperaron, aunque el planteo fue retomado por Celia Lapalma de Emery en el II Congreso Católico argentino-uruguayo, realizado en 1906; esta fue la primera reunión católica con participación –con voz y voto– de una comisión de mujeres y, vale aclararlo, había sido convocada como una respuesta al Congreso Internacional del Libre Pensamiento. La constitución de Círculos integrados por mujeres habría significado un salto cualitativo. Probablemente, la resistencia a aceptar el trabajo femenino, ampliamente extendida en el movimiento católico, haya contribuido a dar por tierra esta iniciativa.

Aunque en 1907 se editó un nuevo reglamento general que prescribía la extensión de los beneficios mutuales a las familias de los socios en aquellos círculos que desearan hacerlo, tampoco entonces se les dio a las mujeres el estatus de socias plenas.[38] En el reglamento, se puede observar que las mujeres no disponían de los mismos derechos políticos ni de los derechos de reunión que tenían los socios activos; tampoco recibían la misma cobertura mutual, dado que, por ejemplo, si bien los estatutos lo habilitaban, en los hechos, los miembros de las familias no podían ser enterrados en el panteón social.[39]

Como señaló Miranda Lida, la nueva conducción de los Círculos que asumió a partir de 1912, con Alejandro Bunge en la presidencia y Miguel de Andrea como director espiritual, promovió una serie de cambios; entre ellos, una mejor interpelación a las mujeres.[40] Especialmente, entre 1914 y 1915, continuó la discusión acerca de la incorporación legal de las familias de los socios. La Junta Central de Gobierno, según un artículo publicado en El Trabajo en 1915, opinaba que la mujer “debería ser incorporada a los círculos no sólo para su participación mutualista, sino también para que cooperara e interviniera en la acción social”.[41] Se estudiaba, entonces, cuál debería ser su organización, puesto que creían “que no debían ser incorporadas a los círculos sino constituir una organización paralela y concordante; con la intervención de comisiones directivas de señoras y del director espiritual y con cierta comunidad de acción en lo que respecta al mutualismo, previsión y fiestas familiares”.

En el Congreso de los Círculos de Obreros de 1916 –primero con participación de mujeres en la apertura y en las actividades externas– se resolvió incluir a las mujeres como socias.[42] De este modo, los estatutos publicados al año siguiente habilitaban su integración “siempre que la Junta de Gobierno así lo resolviera, debiendo en este caso la misma Junta, determinar la forma de su admisión, así como sus derechos y deberes”.[43] Cada comisión directiva podría extender los beneficios de la institución a las esposas e hijos de los socios, y a otras señoras, organizando una sección para familias, pero quedaba en las manos de la Junta Central de Gobierno la aprobación de las bases.[44] En ese entonces se observa una más clara aceptación de la acción social de la mujer y de la existencia de un feminismo cristiano.[45] Un artículo del Boletín del Círculo Central sobre la obra de las mujeres católicas francesas destacaba como característica de esa época la actitud decidida de la mujer en la cuestión social. Según este, no hacía muchos años “hubiera sido temeraria empresa propiciar y enaltecer la obra social de la mujer, porque el concepto general fulminaba con un mismo anatema las aberraciones y locuras del feminismo con las irradiaciones del apostolado de las mujeres cristianas”.[46] Más aún, acompañando una iniciativa general de los Círculos sobre el fomento de la agremiación obrera, en estos años también se dio impulso a la creación de sindicatos de mujeres y consiguieron agrupar a varios centenares de obreras.[47]

Como demuestran la experiencia de la Sociedad de la Sagrada Familia y la condicionada incorporación de las mujeres como socias en los estatutos de 1917, su inclusión no fue del todo armónica. De hecho, su presencia generaba ciertas incomodidades o dificultades. En particular, pudimos observar algunas que surgían de las fiestas para hombres solos; cuyo carácter solía ser destacado en tono crítico por parte de los socialistas y que también generó algunas desavenencias al interior de la organización.

En septiembre de 1905, una circular dirigida a las comisiones directivas indicaba en su tercer punto:

Se prohíbe de nuevo y absolutamente la asistencia de mujeres a reuniones mensuales reglamentarias. Para la familia de los socios actuales bastan las 6 anuales concedidas fuera de las mensuales por reglamento, debiendo en todas ellas excluirse la participación de mujeres en el programa de los festivos, sea en el escenario, sea fuera de él. […] por ser asunto tan detenidamente estudiado y claramente resuelto por el reglamento, y aún decidido por la autoridad eclesiástica, no se admitirá excusa o excepción alguna.[48]

En otro caso, la Comisión Directiva del Círculo de Balvanera se comunicaba con la Junta Central de Gobierno de la institución para consultar sobre varios artículos del reglamento, entre ellos, el 51, que vedaba la asistencia de señoras en las fiestas y reuniones mensuales.[49] En relación con ellas, se explicaba que el régimen y la costumbre implantados desde hacía muchos años en el Círculo implicaban que a las fiestas mensuales asistieran los socios con sus familias, y que la aplicación de este artículo tal como decía el reglamento les sería muy dificultosa, “hoy mas que nunca, por lo numeroso de socios de la Sección Familias”.[50] Agregaba que varias veces se había intentado dar fiestas para varones, pero estas habían fracasado. Una vez más, desde este Círculo, argumentaban que se debía tener muy en cuenta que el socialismo estaba apoderándose de la clase obrera de ambos sexos y que, por lo tanto, era muy laudable no cerrar las puertas de las fiestas a “la mujer que únicamente tiene un momento de expansión, de verdadera alegría, cuando asiste á la fiesta de su Círculo”.[51] Según se desprende de esta carta, y como aparece también reflejado en el informe citado de 1903, este tipo de fiestas eran numerosas y su modificación no agradaría a los socios. De hecho, un año después, este Círculo continuaba realizando las fiestas tal y como las había venido haciendo previamente.[52]

Estas cuestiones volvieron a aflorar con los primeros balances sobre la labor de Miguel de Andrea en la dirección de los Círculos de Obreros (1912-1919). Una visión crítica de esta labor sostenida desde un sector del clero y del laicado hizo que empezara a resonar la idea de que Federico Grote retomase la dirección de la obra. Según se lee en la correspondencia que Grote dirigió a Patric Murray –un superior suyo en la congregación redentorista–, el Arzobispo había reiterado su deseo de que el sacerdote alemán fuese transferido a Buenos Aires antes de su muerte. En este relato, se sostiene que había tomado mucho tiempo y esfuerzo convencer al Arzobispo de sus pasos equivocados, pero a ello había contribuido definitivamente el estado lamentable de los Círculos de Obreros y de todo el movimiento social católico, que marcaba un triste contraste con su situación anterior. Grote responsabilizaba a la conducción de su sucesor, quien, al intentar mejorar la obra y llevarla por otros rieles, la había destruido. Esta realidad –decía– era reconocida tanto por las autoridades eclesiásticas como por el clero en general. La finalidad religiosa de los Círculos de obreros, esto era, la formación religiosa de los obreros, había sido dejada de lado. Los Directores Espirituales habían perdido su significación social y el número de socios se había reducido contundentemente en la mayoría de los Círculos.

En la carta, Grote se mostraba apenado por el estado de la institución y, en particular, porque todos “nuestros esfuerzos por influir con medios puramente espirituales en el mundo masculino, es decir los obreros, [han sido] inútiles. Es realmente triste para un redentorista, que trabajó toda su vida casi exclusivamente para el mundo masculino, ver que ahora toda la actividad se reduce a las mujeres”.[53] Concluía su misiva señalando que era “más difícil levantar una obra, que crearla de nuevo”. No obstante, Grote confiaba en la ayuda de la gracia y en que se habían disipado grandes dificultades, como la falta de apoyo por parte de la autoridad eclesiástica local y la oposición por parte del clero.

A pesar de que la afirmación de que la actividad de los Círculos había quedado reducida a las mujeres no era cierta. Años después, en la misma línea se escucharían otras voces. Por ejemplo, Leonardo Castellani –una de las figuras del nacionalismo católico de la primera mitad del siglo XX– criticó el estilo del catolicismo colonizado por los gustos y sensibilidades femeninos y su llamado a restaurar de manera urgente en el catolicismo las cualidades varoniles perdidas en la sociedad moderna.[54]

A modo de cierre

En las líneas precedentes, se ha buscado analizar la incorporación de mujeres en los Círculos de Obreros de la ciudad de Buenos Aires entre fines del siglo XIX y XX. Esta incorporación tuvo lugar de manera gradual en un contexto de participación y movilización creciente de las mujeres. Si bien la movilización de las mujeres no adquirió en este periodo las características de la de los varones, fue un fenómeno evidente para los contemporáneos. De hecho, como se indicó, el asociacionismo piadoso femenino estaba ampliamente extendido en la ciudad a las puertas del Centenario.

Todo esto tenía lugar en el marco de procesos más amplios de cambios y reacomodamientos de lo religioso en la sociedad –nos referimos a los procesos secularización y laicización que tuvieron lugar a lo largo del siglo XIX–. La etapa estudiada estuvo caracterizada por un fuerte dimorfismo sexual de tipo complementario en los compromisos y/o comportamientos de mujeres y hombres referidos con la fe. Este dimorfismo tuvo efectos claros en la realidad. El confinamiento de la religión y de las mujeres al ámbito privado –aunque nunca fue total en ningún caso– acabó asociándolas, mientras el hombre adulto pasó a ser el gran “apóstata” de la época. Pronto, la labor social que hacían numerosas mujeres, asociada a la caridad y a la protección y cuidados de los desvalidos, progresivamente fue tomando un lugar en la estrategia de “reconquista” social del movimiento católico. La percepción de la amenaza secularizadora y la presencia local de las izquierdas reforzaron la movilización de las mujeres –en principio, las de la elite– como sujetos de la “recristianización” dentro y fuera del hogar e, incluso, se jerarquizó su labor de moralización de las familias obreras.

De todos modos, como se ha podido ver, la incorporación de mujeres en los Círculos de Obreros no respondió a una política premeditada ni general, sino que se hizo de manera limitada, subordinada, definida en función de su procedencia social y en el marco de espacios creados específicamente. La participación de mujeres de la elite, en comisiones auxiliares, consistía en realizar actividades que se consideraban “propias de su sexo”, tales como las visitas a las mujeres y niños enfermos, el apoyo de las escuelas y patronatos, la organización de eventos familiares o búsquedas de recursos. En este caso, las actividades implicaban un espíritu caritativo propio de los miembros de las comisiones directivas y un innegable sentido tutelar. En otros casos, el aporte consistía en erosionar, a través del ejemplo, con amor y comprensión, aquellas desconfianzas o asperezas que habían emergido entre trabajadores y capitalistas. En el caso de las mujeres esposas e hijas de socios activos, aunque algunos sectores plantearon la importancia política de organizarlas específicamente, su participación fue más bien pasiva ya que se circunscribía a recibir los beneficios mutuales y a la participación en los eventos familiares. No solo no tenían derechos, sino que por lo general no acompañaban a los socios en las peregrinaciones o movilizaciones, ni asistían a las conferencias.

En sus orígenes los Círculos de Obreros fueron pensados como una organización dirigida a reunir y movilizar al laicado masculino en oposición a la actividad de las izquierdas y la llamada impiedad para resolver la conflictividad social moderna. Esto implicaba ir especialmente en busca de los trabajadores, resolver –o aminorar– sus apremios materiales y encaminar sus vidas hacia la observancia de la religión cristiana. En los hechos, se instruía a los socios, a través de conferencias y lecturas, se promovía un uso “sano” del tiempo libre y una nueva sociabilidad. Allí, imperaba un modelo de masculinidad diferente al que primaba en la época y en distintas latitudes, esto era una masculinidad religiosa, instruida, fuerte y caritativa. En este sentido, los Círculos fueron celosos en conservar espacios específicos para “hombres solos”.

La estructura institucional se mostró algo rígida a la hora de procesar estas incorporaciones. Aunque hubo sectores que tempranamente promovieron cierta inclusión, tal como se mencionó a Miguel de Andrea –con asiduos vínculos con mujeres de la elite–, iniciativas aprobadas por la autoridad eclesiástica local, como planteamientos de José Orzali y de los dirigentes del Círculo de Balvanera para ampliar la cobertura de los servicios mutuales a las esposas e hijos. Su presencia generaba cierta incomodidad porque se desviaban de los objetivos iniciales o por su sola asistencia a las fiestas sociales. Asimismo, el paulatino e inevitable ingreso de las mujeres en el ámbito laboral planteó desafíos concretos para el catolicismo social y los Círculos de Obreros. La preocupación creciente por la situación de las obreras, consolidaba el rol de aquellas mujeres “distinguidas” como grupo más adecuado para “reconquistarlas” para la causa cristiana. En la etapa siguiente, la participación de las mujeres católicas crecería no solo en el espacio aquí estudiado sino en otras regiones del globo.


  1. Una versión preliminar de este trabajo se presentó en la mesa “Las mujeres y la cuestión de género en el catolicismo argentino: prácticas, trayectorias y debates” coordinada por Mariano Fabris y Ana María T. Rodríguez de las XIV jornadas nacionales de historia de las mujeres/ IX Congreso Iberoamericano de Estudios de Género, realizadas en Mar del Plata entre el 29 de julio y el 1 de agosto de 2019. Agradezco los comentarios allí vertidos.
  2. Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani” (FFyL- UBA), CONICET.
  3. Referidos al periodo que comprende el presente trabajo: M. C. Bravo y A. Landaburu, “Maternidad, cuestión social y perspectiva católica. Tucumán, fines del siglo XIX”, en Historia de las mujeres en la Argentina. Colonia y siglo XIX, dirigido por F. Gil Lozano, V. Pita y M. G. Ini, Buenos Aires: Alfaguara, 2000, págs. 215-234; O. Acha, “´Organicemos la contrarrevolución´: discursos católicos sobre la familia, la reproducción y los géneros a través de Criterio (1928-1943)”, en Cuerpos, géneros, identidades. Estudios de historia de género en Argentina, compilado por O. Acha y P. Halperin, Buenos Aires, 2000, págs. 135-193; M. Bonaudo, “Cuando las tuteladas tutelan y participan. La Sociedad Damas de Caridad (1869-1894).” Signos Históricos, Nº 15, (enero-junio, 2006), págs. 70-97; C. Folquer, “Escribir de si: interioridad y política de las mujeres en Tucumán (fines de siglo XIX y principios del XX)”, en Sociedad, cristianismo y política. Tejiendo historias locales, editado por C. Folquer y S. Amenta, Tucumán: UNSTA, 2010, págs. 1-39; S. Taurozzi, “La piedad femenina: la mujer en la sociedad civil a través de su militancia religiosa en la Arquidiócesis de Buenos Aires 1870-1923”, Ponencia presentada en el XI Jornadas Nacionales de Historia de las Mujeres y VI Congreso Iberoamericano de Estudios de Género, San Juan, 2012, págs. 1-18. Gentileza de la autora; L. Bracamonte, “Catolicismo y condición femenina: representaciones de género sobre la maternidad y la domesticidad en la prensa del suroeste bonaerense argentino a principios del siglo XX”, Secuencia, Nº 88 (enero/abril, 2014), págs. 85-108; G. Vidal, “Asociacionismo, catolicismo y género. Córdoba, finales del siglo XIX, primeras décadas del siglo XX”, Prohistoria, 20, 2013, págs. 45-66; R. Vaca, Las reglas de la caridad. Las damas de Caridad de San Vicente de Paul, Buenos Aires (1866-1910), Rosario: Prohistoria, 2013; D. Mauro, “La “mujer católica” y la sociedad de masas en la Argentina de entreguerras. Catolicismo social e industria cultural en la ciudad de Rosario (1915-1940)”, Hispania Sacra, 66, 2014, págs. 235-262; M. Lida, “Dios no creó a la mujer para bibelot. Revistas católicas femeninas de la década de 1920.” En Estudios de historia religiosa, editado por A. Rodríguez, Rosario: Prohistoria, 2013, págs. 139-161; M. Lida, “Círculos de Obreros, nación, masculinidad y catolicismo de masas en Buenos Aires (1892-década de 1930)”, Anuario de la Escuela de Historia, 28, 2016, págs. 15-38; P. Scharagrodsky, y S. M. Cornellis, “Modelar la masculinidad cristiana: Prácticas corporales en los Exploradores Argentinos de Don Bosco”, en Estudios de historia religiosa argentina, editado por en A. Rodríguez, Rosario: Prohistoria, 2013, págs. 119-146; S. Bianchi, “Acerca de las formas de la vida religiosa femenina. Una aproximación a la historia de las congregaciones en la Argentina”, Pasado Abierto, 1, 2015, págs. 168-199; N. Calvo, “Cuidar la familia, forjar la nación”. La institución matrimonial y el modelo de familia. Argentina, Siglos XIX-XX”, Prohistoria, 27, 2017, págs. 37-54; M. V. Núñez y S. Asquini, “El divorcio en las calles: acciones y reacciones en torno a su primer debate parlamentario (1901-1902)”, Prohistoria, 32, 2019, págs. 69-96; etc.
  4. G. Vidal, “Asociacionismo, catolicismo,” pág. 48.
  5. S. Taurozzi, “La piedad femenina”; S. Bianchi, “Acerca de las formas”; C. Folquer, “Escribir de si:”; entre otras.
  6. C. Lapalma de Emery, Acción pública y privada en favor de la mujer y del niño en la República Argentina: discursos y conferencias, Buenos Aires: Alfa y Omega, 1910, pág. 28.
  7. “La religión en el varón y la mujer”, La Buena Lectura, Nº 32, (10/04/1897) pág. 377.
  8. “Guerra al clericalismo”, ABC del socialismo, (01/10/1899).
  9. Una buena síntesis del debate que suscitó este concepto en R. Blasco Mínguez, “¿Dios cambió de sexo? El debate internacional sobre la feminización de la religión y algunas reflexiones para la España decimonónica”, Historia contemporánea, 51, 2015, págs. 397-426.
  10. Por ejemplo, este fenómeno influyó en la configuración de las mujeres como sujetos políticos al ofrecerle, a unos, argumentos para negarles a estas el derecho de sufragio; y darle, a otros, razones para considerarlas fundamentales en la lucha contra la secularización. M. P. Salomón Chéliz, “Laicismo, género y religión. Perspectivas historiográficas”, Ayer. Revista de Historia Contemporánea, 61, 2006, pág. 300. En el caso argentino, Roberto Di Stéfano destacó una veta misógina presente en el medio anticlerical local e indicó, justamente, que muchos de ellos rechazaban el voto femenino alegando la incapacidad de muchas mujeres para escapar de la autoridad de los curas. R. Di Stefano, Ovejas negras. Historia de los anticlericales argentinos, Buenos Aires: Sudamericana, 2010, pág. 291.
  11. I. Blasco Herráez, “Feminismo católico”, en Historia de las mujeres en España y América Latina, coordinado por G. Gómez-Ferrer, G. Cano, D. Barrancos y A Lavrin, vol. IV, Madrid: Ediciones Cátedra, 2006, págs. 55-75; I. Blasco Herranz, “¿Católicas a la calle? Género y religión en el movimiento católico (1890-1913).”, en Izquierdas y derechas ante el espejo: culturas políticas en conflicto, coordinado por A- Bosch e I. Saz, Valencia: Tirant humanidades, 2016, págs. 253-274; entre otros.
  12. I. Blasco Herranz, “El movimiento católico en el cambio del siglo XIX al XX”, en Femmes et Cultures politiques. Espagne XIX-XXIe siècles, 2008, pág. 142.
  13. Nos referimos a la proyección de tareas de cuidado y crianza propias del hogar y del ámbito familiar en el espacio público y social. Este tipo de representaciones se sostenía en nociones asentadas en la diferencia sexual biológica y complementaria entre hombres y mujeres. La identificación de la feminidad con la maternidad dio, asimismo, lugar a que se formulasen a partir de ella reclamos de derechos sociales, civiles y políticos. Véase, M. Nari, Políticas de maternidad y maternalismo político. Buenos Aires, 1890-1940, Buenos Aires: Biblos, 2004; M. Lobato, Historia de las trabajadoras en la Argentina (1869-1960), Buenos Aires: Edhasa, 2007.
  14. Blasco Herranz, “El movimiento,” pag.145.
  15. I. Blasco Herranz, “¿Católicas a la calle? Género y religión en el movimiento católico (1890-1913).” En Izquierdas y derechas ante el espejo: culturas políticas en conflicto, coordinado por Aurora Bosch y Ismael Saz, Valencia: Tirant humanidades, 2016, pág. 267.
  16. E. Nerea Aresti, “El ángel del hogar y sus demonios. Ciencia, religión y género en la España del siglo XIX”, Historia Contemporánea, 21, 2000, págs. 390-391.
  17. S. Asquini, “¡Lleguemos hasta la obrera!: acción católica, cuestión obrera y femenina según Celia Lapalma de Emery en las vísperas del Centenario argentino.”, Cuadernos de Historia. Serie Economía y Sociedad, 21, 2018, págs. 11 – 42.
  18. R. Di Stefano, Ovejas negras, pág. 290.
  19. I. Blasco Herranz, “Feminismo católico,” pág. 60.
  20. Sobre los Círculos de Obreros se puede consultar N. Auza, Aciertos y fracasos sociales del catolicismo argentino. Grote y la estrategia social, Buenos Aires: Ed. Docencia/Don Bosco/Guadalupe, 1987; F. Mallimaci, “El catolicismo argentino desde el liberalismo integral hasta la hegemonía militar.”, en 500 años de cristianismo en la Argentina, M. C. Liboreiro, H. Brito y otros, Buenos Aires: CEHILA/ Nueva Tierra, 1992, págs.197-235; R. Di Stefano y L. Zanatta, Historia de la Iglesia Argentina. Desde la Conquista hasta fines del siglo XX, Buenos Aires: Grijalbo-Mondadori, 2000; D. Mauro, “El mutualismo católico en la Argentina: el Círculo de Obreros de Rosario en la primera mitad del siglo XX.”, Historia Crítica, 55, 2015, págs. 181-205; M. Lida, Historia del catolicismo en la Argentina, entre el siglo XIX y el XX, Buenos Aires: SXXI, 2015; “La caja de Pandora del catolicismo social: una historia inacabada”, Archivos de historia del movimiento obrero y la izquierda, 13, 2018, págs. 13-31; M. P. Martín, Los católicos y la cuestión obrera. Entre Rosario y Buenos Aires, 1892-1919, Buenos Aires: Ediciones Cehti/Imago Mundi. 2020; entre otros.
  21. M. Lida, “Círculos de,” pág. 25.
  22. Sobre el Concejo, véase A. Vassallo, “Entre el conflicto y la negociación. Los feminismos argentinos en los inicios del Consejo Nacional de Mujeres, 1900-1910”, en Historia de las mujeres en la Argentina, dirigido por F. Gil Lozano, V. Pita y M.G. Ini, Buenos Aires: Siglo XX, 2000, págs. 172-187.
  23. B. Raiter, “Historia de una militancia de izquierda. Las socialistas argentinas a comienzos de siglo XX”, Cuadernos de Trabajo, Nº 49 (2004), págs. 1-40; L. Poy, El Partido Socialista Argentino, 1896-1912. Una historia social y política, Santiago de Chile: Ariadna ediciones, 2020, págs. 133-155.
  24. Ver M.V. Núñez y S. Asquini, “El divorcio…”.
  25. F. Grote, “Estado actual de la organización obrera cristiana de la República Argentina y los medios de cooperar a su acción”, en Memoria de la II asamblea de los católicos argentinos, Buenos Aires: Alfa y Omega, 1906, págs. 117-132.
  26. “Reglamento del Círculo Central de Obreros de Buenos Aires”. Buenos Aires: Escuela Tipográfica Huerfanitos de Don Bosco (1904) pág. 17. Gardenia Vidal ubica esta incorporación estatutaria al reglamento de 1899, G. Vidal, “Asociacionismo, catolicismo,” pág. 58.
  27. “Efemérides”, Revista Eclesiástica del Arzobispado de Buenos Aires, 5. Buenos Aires: Escuela Tipográfica del Colegio pio IX (1905) pág. 713.
  28. Libro de actas del Consejo General, libro 3, acta 298 (15/06/1905) pág. 312 y acta 300 (13/08/1905) págs. 315 -316.
  29. Libro de actas del Consejo General, libro 3, acta 303 (07/09/1905) pág. 322.
  30. F. Grote, “Estado actual,” págs. 117-132.
  31. C. Lapalma, Acción Pública, págs. 85-98. Discurso titulado “La mujer y los aprendices á obreros” (15/08/1908).
  32. C. Lapalma, Acción Pública, págs. 175-182. Titulado “Protección á la familia obrera” (19/12/1909).
  33. Diario de sesiones del primer congreso de los Círculos de Obreros, Buenos Aires: La Defensa, (1898) pág. 74.
  34. Círculos de Obreros de la República Argentina, “Reglamento del socorro mutuo para las familias de los socios”, Buenos Aires: La Defensa, 1900.
  35. “De la memoria anual del Círculo Central”, El Pueblo, 12 y 13/05/1902 y “Memoria anual del Círculo de Santa Lucia”, El Pueblo, 06/04/1902; Libro de actas del Círculo de Obreros de San Carlos, núm. 1 (25/02/1902) pág. 61.
  36. Libro de actas de San Carlos, núm. 1, actas 110 (22/03/1904) y 111 (29/03/1904).
  37. “Círculos de Obreros de Balvanera. Una simpática iniciativa”, El Pueblo, 1/05/1902.
  38. “Reglamento del Socorro mutuo para las familias de los socios”. Buenos Aires: Imprenta A. Bernardo, 1907.
  39. Desde octubre de 1903 existió una resolución de la Junta Central que no lo permitía. En 1914, estaba aún en vigencia. Correspondencia del Círculo de Balvanera 1897-1915, nota de la Junta Central de Gobierno, 15/09/1914.
  40. M. Lida, “Círculo de,” págs. 25-26.
  41. “Círculos de Obreros. Consejo General”. El Trabajo 26 y 27, (1915) pág. 2.
  42. N. Auza, Aciertos y, pág. 47.
  43. De “Estatutos de los Círculos de Obreros de la República Argentina”, Buenos Aires: Escuela Tipográfica del Colegio Pio IX, (1917) pág. 4.
  44. “Estatutos de”, pág. 19.
  45. Ver M. Lida, “Dios no”; D. Mauro, “La Mujer”; G. Vidal, “Asociacionismo, catolicismo”; S. Asquini, “Lleguemos a”.
  46. “Apostolado de la mujer”, Boletín Mensual del Círculo Central de Obreros, 65, (1917) pág. 2.
  47. Informe de Elías Niklison, “Acción social católica obrera”, Boletín del Departamento Nacional del Trabajo 46, (1920) pág. 273; N. Auza, Aciertos y fracasos; M. Lobato, Historia de; S. Pascucci, Costureras, monjas y anarquistas. Trabajo femenino, Iglesia y lucha de clases en la industria del vestido, Buenos Aires 1890-1940, Buenos Aires: Ediciones RyR, 2007.
  48. Revista Eclesiástica del Arzobispado de Buenos Aires, Buenos Aires: Escuela Tipográfica del Colegio Pío IX, (1905) pág. 798.
  49. Correspondencia Círculo Balvanera 1897-1915, a la Junta Central de Gobierno (23/04/1907).
  50. El subrayado es nuestro.
  51. Correspondencia Círculo de Obreros de Balvanera 1897-1915, a la Junta Central de Gobierno (23/04/1907).
  52. Correspondencia del Círculo de Obreros de Balvanera 1897-1915, FCCO. A la Junta Central de Gobierno (28/10/1908 y 13/10/1908).
  53. Correspondencia de Federico Grote, tomo II, 6/03/1922.
  54. L. Caimari, “Sobre el criollismo católico: notas para leer a Leonardo Castellani”, Prismas, 9, 2005, pág. 167.


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