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EL DIARIO

Lunes 29 de Abril de 1907

DEL GENERAL MANSILLA


PÁGINAS BREVES

París, abril 1°

 

Empiezo repitiendo el dicho de Boileau[1] “la crítica es fácil; pero el arte es difícil”. Con él me escudo en parte. Y empiezo así porque tengo que ocuparme ligeramente de la décima conferencia de Jules Lemaître, la última, sobre Juan Jacobo Rousseau (Resumen-Conclusión) y de paso también que manifestar, sin ambages, que no me ha llenado. Lo repito, no me ha llenado, aunque proteste Rousseau, y así expreso mi concepto por lo que más adelante se verá.

Resumir y concluir bien es en efecto en esta clase de inquisiciones críticas, un doble escollo. Huyendo de Scila se cae Caribde. Resulta así, después del largo proceso del hombre y del escritor, que el diablo no es tan negro como lo pintan y que mucho que parecía inexplicable, se explica. Resulta todavía que Juan Jacobo creía en Dios mucho más de lo que nos lo habíamos imaginado; que creía él absolutamente, que murió arrepentido de haber echado sus hijos a la cuna de expósitos y de su primer y única calumnia, es decir, cuando acusó a la pobre Marion de haber robado una cinta verde.

Ya dije a ustedes antes de haber llegado hasta aquí guiado por el hilo de Ariadna del conferenciante en el laberinto, o sea la complicada entidad moral de tan singular personaje, que si hubiera alcanzado los años de Voltaire es casi seguro que habría muerto con el sacerdote a la cabecera.

No era muy difícil entonces prever ese fin, el del arrepentimiento.

Luego lo que tenemos es un estudio erudito más del “anarquista sin saberlo” que se llamó Juan Jacobo Rousseau, y algo inesperado que agregarle: que Jules Lemaître reprobando sus ideas revolucionarias, su insolencia, su amor propio (Rousseau fue el hombre clásico del “Yo”), reprobando todo eso con un “horror sagrado”, ensalza y ensalza al estilista, que se desvela en cincelar la frase, hasta hacerla sonora y suave como cadencias de la brisa en la floresta haciéndoles coro los ruiseñores.

Consecuencia, es lo que interesa tratándose del semi-loco, o loco entero, como gustéis, que perturbó la Francia con su genio, consecuencia contraproducente que, de hoy en más Rousseau, que también padeció del delirio de las persecuciones y que ya era muy poco leído, volverá a serlo con avidez, trastornando a los que se consideran llamados a regenerar la especie humana y a tantos otros que, como decía Espronceda, “andan desempolvando manuscritos… para luego dejar la gente absorta con citas y textos eruditos”.

Si he de juzgar la última impresión de los asiduos oyentes de Jules Lemaître por las manifestaciones externas, aplausos y risas, cúmpleme decir que esa impresión ¿ha sido la que tiene por nombre decepción? No, la que se llama vacío.

Se esperaba otra cosa. Pero Jules Lemaître no podía descubrir otra vez la América. Tenía, y es lo que ha hecho admirablemente, que describirla tan a lo vivo, tanto que algunos han creído tocar su suelo, y hasta oír los ecos de Juan Jacobo medio arrepentido de sus pecados; pero no de haber sostenido que la sociedad corrompe y que es mejor vivir en la costa de África, o por ahí, lo cual no estorbó que en repetidas coyunturas de su penosa existencia dejara de buscar a los que comen en vajilla de plata.

Finalizando, y para explicar lo que digo en un párrafo anterior, donde pido perdón a Rousseau, he aquí lo que Jules Lemaître ha ofrecido como muestra. Lo pondremos primero en francés. Después veré de traducirlo lo mejor posible: “…mais, comme il aime a répéter plusieurs fois la meme idée avec des mots différents, il arrive qu’une de ses pages paraisse concise dans le détail et prolixe daps l´ensenmble. Il a un ertreme souci de loreille. Une des singularités de son style, c’est le soin avec lequel il évite, dans la meme phrase, les répétitions de mots, remplaçant le substantiff, au-tant qu’il le peut, par le promom personnel, démonstratif ou possessif selon les cas, et cela fréquemment, jusqu’a rendre la phrase difficile a comprendre. Il prófere l’obscurité a l’apparence meme de la négligence. Je vous en donnerai, pour ne pas paraitre moi-meme obscur, un exemple, que je n’ai pas eu a chercher longtemps. C’est dans la “Nouvello Héloise” (2e, partie, lettre 25), á propos du portrait de Julie, que Saint-Preux trouve trop décolleté:

“Qui, ton visage est trop chaste pour pupporter le désordre de ton sein; on voit que 1’un de ces deux objets” doit empecher l´autre de paraitre; il n’y a que le délire de l’amour qui puisse les aocorder, et quand “sa” main ardente ‘Dse dévoiler “celui” que la pudeur couvre, l’ivresse et le trouble de tes yeux dit alors que tu l’oublies et non que l’exposes”.

(Il faut mettre un peu a part les “Confessions”, oú le style est plus simple, mais constamment tendu, plus varié, pus libre, plus prés des choses, plus saboureux, plus “sensuel”, et oú le vocabulaire est plus riche de mots familiers ou meme de mots de ternoir.)

“…pero como le gusta repetir varias veces la misma idea con palabras diferentes, sucede que una de sus páginas parece concisa en el detalle y prolija en el conjunto, se cuida mucho del oído. Una de las singularidades de su estilo es el cuidado con que evita en la misma frase, la repetición de palabras, reemplazando el sustantivo, tanto cuanto puede, por el pronombre personal, demostrativo o posesivo según el caso, y esto frecuentemente, hasta hacer la frase difícil de ser comprendida.

Prefiere la obscuridad a la apariencia siquiera de la negligencia. Les daré a ustedes, para no parecer obscuro yo mismo, un ejemplo, que no he tenido que buscar mucho. Es en la “Nueva Eloísa” (2a. parte, carta 25) a propósito del retrato de Julia, que Saint Preux (él, Rousseau) halla demasiado escotado.

Sí, tu rostro es demasiado casto para soportar el desdén de tu seno; se ve que “uno de estos dos objetos” debe impedirle “al otro” el mostrarse; solo el delirio del amor puede ponerlos de acuerdo, y cuando “su” mano ardiente se atreve a descubrir el “que” el pudor cubre, la embriaguez y la turbación de tus ojos dice entonces que tu “te” olvidas y no que “lo” muestras.

Y ahora, “¿qué más diremos sobre este cuitado, que hasta llegó a creer en un milagro divino depositando sus manuscritos en el altar cristiano, y que, con este acto y otros anteriores y posteriores, prueba que mientras el hombre vive en su pecho vive la esperanza, aunque blasfeme y desconfíe y maldiga a sus semejantes; sí pues, ¿y qué más diremos?

Unas pocas líneas, no mías, de Carlyle, en las que hay en ser bastante de lo que Jules Lemaître ha desleído.

“De los talentos literarios de Rousseau, grandemente celebrado aun por sus compatriotas, no hablo mucho.

Sus libros son como él mismo, lo que yo llamo “malsanos”; no pertenecen a la buena especie de libros.

Hay en Rousseau una sensualidad. Combinada con un don intelectual como el suyo, produce pinturas que tienen una cierta soberbia seducción; pero no son nativamente poéticos” (en esto difiere de Lemaître, es como el caso de Sarmiento cuando con asombro suyo Mitre le dice: “Usted es poeta”).

“No tienen la blanca luz del sol; tienen algo de la “ópera”; una especie de colorete (“rosepink”), de adorno artificial… en suma, la “Literatura de la Desesperación” abunda en toda ella. Y ese mismo colorete no es el color franco, nada en él hay de un Shakespeare, de un Goethe, de un Walter Scott”.

¿Entonces?, pregunto yo.

Puras convulsiones, contesto, y agrego: “Aviso al caminante: creo que ustedes no perderán cosa alguna conformándose con solo saber que Juan Jacobo Rousseau existió, que no fue un mal sujeto en el fondo y que hizo mucho mal, “quand même[2]”.

Llamémosle por ironía: el evangelista del cadalso.

Y para que se vea que digo bien, Jules Lemaître, al recordar que a muchos de los lectores de Rousseau algo suyo se les había pegado, inclusive a Renan[3], he aquí una página olvidada, que aplicándosela a él, a Lemaître, pone en evidencia los peligros del contagio, puesto que dicha página contiene similitudes en síntesis que más de una vez hemos oído durante el curso de estas conferencias.

Es a Rivarol[4] el que habla en Hamburgo con Chenedollé[5], a quien debemos, por haber sido hallados entre sus papeles, tantas buenas ocurrencias, juicios, pensamientos y conversaciones referentes a aquel espíritu penetrante y mordaz, que no partió peras con Voltaire.

–¿Y Rousseau, monsieur Rivarol? –pregunta Chenedollé.

–¡Oh!, ese es otro asunto. Es un maestro sofista que no piensa una palabra de lo que dice o de lo que escribe, es la paradoja encarnada; gran artista por lo demás en materia de estilo, aunque en sus mejores obras no haya podido despojarse enteramente de la herrumbre ginebrina, que echa a perder su talento.

Habla desde la altura de sus libros como desde lo alto de una tribuna; hay gritos y gestos en su estilo, y su elocuencia epiléptica ha debido ser irresistible entre las mujeres y los jóvenes. Orador “ambidextro”, escribe sin conciencia, o más bien deja vagar su conciencia a la merced de todas sus sensaciones y de todos sus afectos… Siempre que no escribe bajo la influencia despótica de la paradoja, y cuando refiere sus sensaciones o pinta sus propias pasiones, es tan elocuente como veraz.

He ahí lo que le da tanto encanto a algunos cuadros de las “Confesiones” (ya he dicho yo por mi parte, en “Mis Memorias. Infancia, adolescencia[6]”: ¡hay tanto en ellas que no es sino cinismo!).

Concluye Rivarol: “Con algunas “Cartas Provinciales” y los capítulos sobre “El Hombre” de Pascal, es lo mejor que tenemos escrito en nuestra lengua”. “C´est fait a point[7]”.

Definitivamente concluyo. El terrible Dr. Johnson, decía exagerando, es cierto, no lo quería nada al autor: “quitándoles a las cartas de Lord Chesterfield[8] lo que tienen de inmorales pueden estar en manos de cualquier joven caballero”.

Pues quitándole a Rousseau todo lo que tiene de paradójico, de feo, de utópico, de malsano, de anárquico, en una palabra, mundificándolo, todavía no les aconsejo a ustedes, los grandes, su lectura; les hará más mal que bien, y en cuanto a tomarlo como modelo de estilo ¿en qué academia, leyendo qué clásicos se informó él?

Nuestro Sarmiento no sabía gramática y escribía admirablemente. También se nace escritor, etc., “a force de forger on devient forgeron[9]”.


La observación es inglesa (y es Inglaterra la que más nos importa): el mundo está lleno de gente que no puede resistir a la tentación de comprar lo que no necesita con tal de que sea barato.


“Las mujeres”, dice Chesterton en “Illustrated London News[10]”, “tienen todas las virtudes de los sacerdotes y todos los vicios de los tiranos”.

Yo tengo opiniones de circunstancias sobre el tal difícil capítulo.


Estimo mucho en Adolfo P. Carranza[11] cuanto le distingue y le da relieve: su carácter, su cultura, su espíritu de investigación, su constancia.

Y desde luego me interesa sobremanera por el culto que ha consagrado a lo antiguo, entre nosotros los argentinos, y a nuestros hombres eminentes sobre todo.

Sin el fuego que arde en el pecho patriótico de Adolfo P. Carranza, no tendríamos aun ahí, en Buenos Aires, un “museo histórico”.

Raya casi en fanatismo esta pasión de Carranza por lo que fue, a tal punto que a veces no distingue entre lo que no vale la pena de ser mentado o puesto en un rincón, y lo que real y efectivamente tiene, digámoslo así, fisonomía arqueológica y sitio conquistado.

Ese fanatismo por aglomerar tiene sin embargo un lado que puede ser plausible en cuanto las cosas de poca sustancia y aprecio, lo baladí, suelen ser sugestivas.

Hay tantos que pasan al lado de los acontecimientos históricos sin verlos, que hasta toman parte en ellos y representan un papel activo sin comprender jota, que estas como repeticiones, por las imágenes insignificantes en sí suelen, suscitando la curiosidad de los investigadores, llegar a adquirir enorme valor histórico.

“Las espuelas de Irazábal” por ejemplo. Hoy día no son pocos los que ignoran el sujeto como cierto gentil hombre campesino francés, un fósil que ignoraba la existencia de Gambetta[12] (histórico).

Esas espuelas, pues, o cualquier otro objeto por el estilo, contienen curiosidad.

Pueden por consiguiente inducir a averiguar qué tiempos eran esos de Irrazábal, coronel de los que ya no hay.

Leía “Don Quijote”, y creyéndolo una realidad, emitía sobre él este juicio admirable de patán sencillo: “valiente el mozo pero desgraciado” (histórico también).

Refrescar la memoria humana; pero sin abusar de la documentación inerte –porque entonces no hay museo que como edificio alcance– es útil.

Lo que se ignora es mucho y lo que se olvida no le va en zaga.


El Fabrice de la “Chartreuse de Parme[13]” está sobre el mismo campo de batalla de Waterloo e ignora el hecho; y Poncio Pilato, gobernador romano en Judea, interrogado sobre la ejecución de un cierto Jesús Nazareno, comiendo con algunos amigos al borde del mar en Italia, después de reflexionar contestó: “Sí, algo de eso recuerdo vagamente, pero no tuvo mayores consecuencias…”.

Estas ligeras reflexiones me vienen de un grueso folleto que he recibido, así titulado: “San Martín, su correspondencia”.

Se solicita mi opinión. En el 4º volumen de mis causeries del jueves (“Entre-nos”) página 273[14], comienza mi juicio crítico sobre la gran obra de Bartolomé Mitre: “San Martín”.

Allí está lo que he pensado y pienso todavía sobre lo que llamamos el Gran Capitán.

Allí digo: “No; en virtud de una ley secreta, que es el grito de la conciencia, etc. etc… yo afirmo que si don José de San Martín no hubiera existido, la “idea” revolucionaria, los tiempos, el medio ambiente lo habrían encarnado; porque las revoluciones son como un “Avatar” virtualmente prolífico etc., etc.”.

Agrego: “diríase que el historiador no encuentra bastante grande en sí misma la figura del héroe, etc. etc…”.

Y todo esto sin detenerme a discutir a ese héroe, que si mandaba de Europa su espada a los dictadores, o tiranos, es evidente que los habría servido, etc. etc., sin que lo arrastraran las circunstancias.

En una palabra, mi criterio filosófico se traduce así (que no debo citarme a mí mismo “in extenso”): el historiador agranda el marco de la escena para que resulte su héroe con mayores proporciones. (Se lo repetí verbalmente en uno de nuestros coloquios que en su hora se conocerá).

Pues bien, a lo dicho, por vía de introducción, y como preparando algo que puede no concordar con aquellos a quienes desearía agradar, a eso le pondré este apéndice: mejor habría sido no publicar “toda” esta correspondencia, y todavía cambiándole la ortografía; correspondencia trivial en su mayor parte, agria, o lacrimosa a veces, que afirma y confirma una de mis observaciones, consignada en el referido juicio crítico sobre la considerable obra de Mitre, en realidad monumental, a pesar de las deficiencias que al darla a luz formulé.

Ese juicio aquí lo resumo en dos palabras: taciturno, cansado, desconfiado, desencantado, dudando, San Martín abandonó el campo de la lucha a ambiciones que pudieron ser fatales para la causa republicana de América.

Ya sabemos, los que nos ocupamos un poco de historia, que el dominio de la conciencia humana es un microcosmos muy complicado.

No quiero entonces, y menos aquí escribiendo casi al pasar, intentar una introspección en el alma de San Martín. Pero así como yo no habría escrito algunas de sus cartas, la dirigida por ejemplo, a Mr. Dickson, cónsul argentino en Londres pero inglés al fin de cuentas; así tampoco, lo confieso con toda sinceridad, y lo confieso deseando que mis impresiones fueran otras: no hallo convincentes las razones que aconsejaron al vencedor en Chacabuco su especie de huida a Europa.

Comprendo todos los desalientos, ¡quién no los tuvo por fuerte que fuera! todo, todo lo que es desilusión lo comprendo.

Pero hay una determinación que no admito: envainar la espada frente al enemigo. El pobre soldado puede desertar. El caudillo debe triunfar o morir, en todo caso debe luchar hasta haber quemado el último cartucho.

Napoleón no es más grande en Austerlitz que en Waterloo. Tiene una misión. La llena. Es feliz o es desgraciado. Vence o cae. Son los arcanos del destino.

Si San Martín hubiera perseverado, ¡quién lo sabe!, su espada victoriosa habría quizá evitado el destrozo del Perú y sus consecuencias…

La persistencia en el propósito tiende a realizar todas las empresas. Hay mucho interesante en San Martín blandiendo su sable.

Los que han nacido en las que contribuyó a libertar, si ciñen espada querrían ser como él.

En el bufete de las grandes concepciones, meditando el modo de recoger por completo los frutos de la victoria, le faltó inspiración. Era adusto. No tenía imán. En Europa está con el cuerpo. Su espíritu está en América. Parece echar algo de menos. Un pensamiento central parece dominarlo, ¡Guayaquil! ¿A qué fui a Guayaquil?

Fue en efecto un fracaso. Y cuando esto acontece, dice Emerson en su profundo estudio “Las leyes de la vida”, es porque hubo alguna precipitación, o porque se omitió algún paso, cosa que no perdona nunca la naturaleza.

Ni para mí, ni para ustedes, es grato el tema. San Martín, como tantos otros, se fue al otro mundo con su secreto y sus misterios.

¿Se quitó con estos juicios algo a las proporciones de su figura histórica? ¿Soy único en discurrir como lo he insinuado? ¿Soy temerario?

Si algo o todo eso fuere que se diga entonces lo que se decía de un rey de España: “Cuanto más se le quita, más grande parece”.

Y a fin de que haya más margen para engrandecerlo, mediante esa reflexión, terminaré así: la correspondencia íntima de San Martín, y hasta donde es humano suponerlo, y permitido, revela en varias partes cuáles son los sentimientos que lo agitan al extravasarse con algunos amigos predilectos.

Lo que parece desprenderse como una tenue exhalación de su alma agriada, y pruébalo entre otros indicios los términos que usa juzgando a Rivadavia, es esto: si me llamaran, iría.

Es decir, si hubiera un movimiento de opinión en ese sentido. Pero, ¡cómo podían llamarlo!

La opinión con sus instintos intuitivos presentía, casi sabía, que San Martín era hombre de discurrir como en cartas de Marzo 1822 y Abril 1823.

Le escribía a O’ Higgins: “dígame usted dónde va, que yo le ofrezco verlo dentro de ocho o diez meses y olvidar que existen hombres”.

Sigan unos suspensivos que quizá agravan lo expresado y que habría sido mejor no eliminar en todo caso para no dar lugar a mayores suposiciones.

Continúa San Martín: “la revolución me ha hecho conocer muy a pesar mío, lo general de los hombres, pero tal vez, o sin tal vez, ellos nos echaran de menos antes de que se pase mucho tiempo”.

El comentario que cuadra es que cuando se huye de los hombres, ellos nos olvidan, y hacen bien en darnos ese vuelto.

Y la suposición a que autoriza ese “nos echarán de menos” tiene que consistir en hacer pensar que San Martín se creía necesario y que creyéndolo se hacía la ilusión de que día más día menos lo llamarían.

Olvidaba que no hay hombres necesarios y que el camino que más derechamente conduce a las decepciones es, no hay que equivocarse, el que él había elegido.

Para errar basta no tener confianza en el arma con que se apunta.

Tratándose de nuestros semejantes, excepto raros casos, basta y sobra.

El que no cree en sus tropas está derrotado de antemano.

Esto lo sabía San Martín. Pero si en su diestra potente brillaba el corvo de San Lorenzo, en la siniestra no tenía la pluma del estadista ni la del tribuno.


A modo de charada diré a ustedes: no esperen otras “Páginas breves” escritas. Las próximas las llevará en la lengua el que a todos los estantes y habitantes de esa tierra les desea felices pascuas[15].


  1. Ver nota al pie de PB.12.01.06 o índice onomástico.
  2. “Aún así”.
  3. Ver nota al pie de PB.06.06.06 o índice onomástico.
  4. Ver nota al pie de PB.12.12.06 o índice onomástico.
  5. Charles Auguste de Chênedollé (Hambourg, 1797–Brusellas, 1862) fue un escritor y bibliófilo erudito belga. (Extractado de VIAF: http://viaf.org/viaf/29525018).
  6. Mansilla, Lucio V. Mis memorias. Infancia, adolescencia. París: Garnier Hnos., 1904.
  7. “Está hecho perfectamente”.
  8. Philip Dormer Stanhope, IV Conde de Chesterfield (1694–1773) fue un estadista británico y hombre de letras, famoso por las Cartas a su hijo, recopilación de la correspondencia que mantuvo con su hijo natural. (Extractado de VIAF: http://viaf.org/viaf/73862914).
  9. “A fuerza de forja te conviertes en un herrero”.
  10. The Illustrated London News fue una revista ilustrada inglesa, fundada por Herbert Ingram y Mark Lemon, el editor de la revista Punch. Con Lemon como su jefe consejero, la primera edición del Illustrated London News apareció el 14 de mayo de 1842. (Extractado de: https://bit.ly/3m84R1v).
  11. Adolfo Pedro Carranza (Buenos Aires, 1857–Buenos Aires, 1914) fue un historiador y abogado argentino, creador del Museo Histórico Nacional y director del mismo durante 25 años. (Extractado de VIAF: http://viaf.org/viaf/21845382).
  12. Ver nota al pie de PB.02.07.06 o índice onomástico.
  13. La cartuja de Parma (1839) es una de las obras más importantes de Stendhal. Recrea ficcionalmente, entre otras cosas, la batalla de Waterloo.
  14. Tras publicarse originalmente en el diario La Tribuna, las Causeries del jueves fueron compiladas en cuatro volúmenes y publicadas a través de la imprenta de Juan A. Alsina entre 1889 y 1890, bajo el título Entre-nos. Causeries del Jueves. Los tomos III y IV salieron en 1890 con prólogos de Luis V. Varela y José Tarnassi, respectivamente. Estas ediciones originales están disponibles para consulta en la Sala del Tesoro de la BNMM: https://bit.ly/3hnLwFG.
  15. Esta ha sido la última página breve de Mansilla durante 1907. Como anticipa aquí, durante los meses siguientes, estará de visita en Argentina. Escribe sobre este período Enrique Popolizio, uno de sus biógrafos, en Vida de Lucio V. Mansilla (Buenos Aires: Pomaire, 1985 [1954]). “En mayo de 1907 volvió a Buenos Aires con la esperanza de encontrar algo con qué ocupar su vida ya vacía e inútil. Los amigos le recibieron afectuosamente. Más de cuarenta comidas, copiosas, al estilo de 1900, no dañaron seriamente su hígado, que resistió victoriosamente los embates de la amistad. Las crónicas periodísticas de aquellos días están llenas de su nombre. […] Regresó a Europa en julio de 1907” (348). Rescatamos de esta cita el dato de las fechas de viaje pero no compartimos la mirada de Popolizio respecto de la vida “ya vacía e inútil”: con sus 75 años, Mansilla no sólo escribía y publicaba mucho (como lo atestiguan estas páginas breves y su libro de aquellos años, Un país sin ciudadanos, sino que además, como también dan cuenta en parte estos artículos, circulaba asiduamente por la vida intelectual parisina –además de sus numerosas lecturas, asistía a charlas, museos, conferencias, exposiciones, etc. Su próxima página breve será publicada, tras un largo silencio de casi nueve meses, el 28 de enero de 1908, con fecha de escritura: 1º de enero de 1908.


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