Luego del recorrido “vertical” por la producción experta de cada AID, reflexionaremos sobre los interrogantes y problemas que “unifican” nuestros textos en su diversidad.
El ascenso de una “crisis social”. Los análisis sobre el crecimiento de la informalidad fueron parte de una serie de diagnósticos sociales negativos –incluso dramáticos–, producidos desde fines de los años noventa. Ellos señalaban la extensión de la inseguridad socio-económica en sectores que no eran los clásicamente considerados marginales, lo que puede ilustrarse con la emergencia del término working poor. La inseguridad social se anudaba a crecientes sentimientos de frustración e injusticia y a un cuadro de “fragmentación social”. La crisis social conmovía la estabilidad política y los fundamentos de la sociabilidad.
Tal como puede inferirse de los documentos, la conflictividad social y política con la que se cerraba el siglo XX se acompañaba de un debate sobre la globalización y de una impugnación social creciente hacia quienes aparecían como sus representantes institucionales. La legitimidad de las AID estaba puesta en cuestión. Entonces, los diagnósticos sociales incluyeron la revisión de las reformas “de ajuste estructural” o de “primera generación”, pues era preciso responder por qué habían fracasado en su promesa de ampliar el bienestar. Si aquellas reformas se habían justificado por una “crisis fiscal”, las nuevas programáticas se fundaron en una crisis que era, ante todo, social. ¿Ella era producto de la globalización; de un modelo particular con eje en lo financiero; o bien, de su realización inacabada?
Registramos dos interpretaciones alternativas de dicha crisis: como una “deuda pendiente” que emergía de la realización inacabada de las reformas de primera generación, presente en documentos del BM; o como el “impacto negativo” de dichas reformas, explicación en la que se encuadra la producción de la OIT y de la CEPAL. Estas perspectivas delimitaban alcances disímiles de la crítica hacia las reformas desplegadas y convergían en la relevancia asignada a la gestión política del cambio económico. Todos los diagnósticos coincidían en el cuestionamiento hacia la proyección de que el crecimiento económico pudiera revertir, de forma espontánea y gradual, en menor pobreza y mayor empleo. Las nuevas programáticas proponían incorporar activamente lo social en las políticas para el desarrollo o crecimiento: “desarrollo inclusivo”, “crecimiento de amplia base”, “transformación productiva con equidad”, fueron algunas de sus formulaciones. Los modelos económicos propuestos no podían prescindir de la reformulación de las promesas de integración social y de bienestar.
Aunque ciertas plataformas de intervención se erigieron como consensos entre las AID a lo largo del período[1], la polémica se mantuvo en relación con los modos de pensar la relación entre lo social y lo económico, el contenido de los objetivos sociales y los modelos de Estado que podrían vehiculizarlos. Subyacían a estas controversias diferentes concepciones sobre la justicia, la responsabilidad individual y colectiva, y sobre la integración social.
Productividad y bienestar, una nueva secuencia. En el transcurso de estos debates se produjeron desplazamientos en los sentidos de la protección social como actividad estatal (Danani, 2017). La posibilidad de compatibilizar las racionalidades económica y social descansaba en el señalamiento del valor económico de las protecciones: en lugar de obstaculizar el logro de mayores niveles de productividad, éstas podían coadyuvar a dicha meta. El incremento de la productividad era, para todos los organismos, la vía más sólida para ampliar el bienestar de manera sostenida. En este sentido las protecciones fueron resemantizadas como “inversiones” en capital humano y social. Sin embargo, también se reconocían posibles tensiones entre las metas de productividad y equidad y, en este punto, las AID analizadas confrontaron análisis y perspectivas.
En la producción del BM dichas tensiones se trataron bajo el problema de los “desincentivos” que ejercerían las protecciones sobre el trabajo y los comportamientos orientados a la productividad y el ahorro. Aunque la Teoría del Derrame hubiera sido puesta en cuestión, los planteos del BM continuaron considerando al bien común como producto de comportamientos individuales agregados orientados a la rentabilidad. Por eso, los desincentivos de estos comportamientos fungían como un límite negativo para la acción estatal. En cambio, en las producciones de la OIT y la CEPAL, la “acepción económica” de las protecciones no subordinó la referencia a la categoría de derechos sociales, entendidos como condición para el ejercicio de la ciudadanía y para la real pertenencia a la sociedad. Dado que en estos discursos el trabajo tenía centralidad como resorte de la integración, el desarrollo sería inclusivo en la medida en que protegiera dicha actividad y a su sujeto. Estas agencias cuestionaron la restricción del rol estatal al incentivo de comportamientos orientados al mercado.
El encadenamiento entre productividad y bienestar se sustentaba en fundamentos éticos disímiles. Podemos sintetizar la polémica bajo el contrapunto entre incentivos y garantías, oportunidades y resultados. En los documentos del BM, la promesa “social” del modelo de crecimiento era que éste recompensaría los méritos y ampliaría las oportunidades económicas, incluso para los más perjudicados. Todos podrían acceder, indistintamente de sus orígenes, a “trayectorias de éxito” de acuerdo a los esfuerzos realizados. Correspondía a las instituciones estatales ocuparse de incentivar de manera adecuada la acción de individuos y empresas, a fin de que invirtieran más y mejor en sus propios activos, apelando al viraje hacia un paradigma de la igualdad de oportunidades. Las redes sociales de contención se presentaban como transitorias, pues debía evitarse el riesgo de consolidar un estado de dependencia, clave en la reproducción de la pobreza. La reflexión ética se desplazaba hacia la afirmación de una obligación moral respecto de la población pobre, fundada ya en la compasión, ya en el temor.
La OIT y la CEPAL destacaban el rol incuestionable del Estado en la garantía de derechos laborales y sociales elementales, como base para la constitución de una ciudadanía sustantiva y no solo formal. Ambas agencias retomaban la igualdad de oportunidades señalando que la misma debía complementarse con una perspectiva de igualdad en los resultados finales. La distribución se ubicaba en el núcleo de las discusiones y la recomposición de las promesas de integración no podía hacer caso omiso a la pregunta sobre cómo hacer parte de la sociedad a quienes eran desplazados del ámbito laboral (o se insertaban en él como “informales”). Este interrogante era informulable por el discurso bancomundialista.
La valoración transversal de la perspectiva de la igualdad de oportunidades parece indicar que ésta “llegó para quedarse”. En comparación al igualitarismo bienestarista, tenía la virtud de evitar la homogeneización y la consecuente subordinación de la diversidad. Con ella, la defensa de la igualdad remitía a la problematización de los efectos de los factores adscriptivos de raza, etnia, género, en la determinación de los proyectos de vida. Pese a la coincidencia en este registro, el señalamiento de que no podía existir igualdad de oportunidades sin cierta igualdad de resultados parece señalar una disputa sobre dicho paradigma: las referencias a las oportunidades se inscribían en campos de sentido divergentes si se engarzaban –o no– con garantías públicas. Ello delimitaba intervenciones de un alcance y contenido bien diferente, sobre todo en lo relativo al mundo del trabajo.
El empleo como ámbito de problemas: reemergencias, trasmutaciones y fugas. La cuestión del empleo constituyó un nervio central de los debates sobre cómo reorientar los procesos de crecimiento. En torno a ella se organizaron controversias sobre los diagnósticos y explicaciones de la “crisis social”, así como sobre las propuestas para superarla. ¿La ascendente inseguridad socio-económica se asociaba con la desregulación del empleo, o con su excesiva regulación?, ¿qué modelo económico posibilitaría la expansión del volumen de empleo y la mejora de su calidad? Los diagnósticos sobre los problemas socio-laborales revelan un movimiento de politización y economización de los mismos: la discusión en torno a ellos se entrelazó con los debates sobre los modelos de desarrollo/crecimiento y de Estado.
Estos debates sobre el desarrollo se refractaron en el campo de discusión de la informalidad. Su reconfiguración se caracterizó por tres movimientos: a) la reformulación del concepto clásico de SIU, a través de la idea de economía informal, que consideró a la informalidad como un fenómeno trasversal al conjunto de la actividad económica debido al cambio tecnológico-productivo de las últimas décadas; b) la reemergencia del concepto de SIU, ligado al diagnóstico de la heterogeneidad productiva de los países latinoamericanos; c) la reactualización de la perspectiva neoliberal sobre la informalidad como problema normativo y cultural, en función del debate con las perspectivas anteriores.
Estas conceptualizaciones difieren notablemente en cuanto a hacer ingresar al mundo del trabajo como ámbito en el que se gestan los riesgos y las formas de seguridad, o bien, en diluir su peso. La reformulación y la reemergencia del enfoque clásico de la informalidad tendían a ubicarla como problema en sí mismo, estableciendo una conexión entre el mundo del trabajo y las formas de protección social y, por ende, señalando la relación de determinación entre el empleo y la pobreza. En el caso de la CEPAL, se incluía el anclaje productivo del fenómeno. En cambio, la definición de la informalidad como un comportamiento individual evasivo conducía a un tratamiento conductual que diluía el peso de los factores estructurales, lo que se cristaliza en la consideración de que ella podía ser resultado de una elección. Sistematizamos estos movimientos en el cuadro del Anexo N°2.
Estas definiciones contenían, como reverso, una imagen de aquella relación laboral formal viable y expectable. Para todas las AID esa imagen era distinta al empleo bienestarista, asegurado y estable. Ello se debía al diagnóstico de un cambio productivo, propio de la “sociedad del conocimiento”, que había alterado los modos de hacer trabajo. Tanto la OIT como la CEPAL compartían la idea de reconfigurar las protecciones, anclándolas en la categoría de ciudadanía y no en la de “trabajador”. Es por ello que el contexto de referencia del concepto de informalidad se desplazó progresivamente desde la cuestión productiva y del desarrollo, con que había sido tematizada en su momento de emergencia, hacia la cuestión de la seguridad y la protección social. Ello no significaba abandonar el objetivo de formalización ni el de incremento de la productividad con la perspectiva de un desarrollo más integrado, pero estos eran objetivos de largo plazo que debían complementarse con estrategias de corto y mediano plazo para proteger a los trabajadores afectados. La consideración del sujeto de trabajo movilizó, así, el tránsito desde la protección laboral a la social, para la que el principio no contributivo y las políticas de activación se volvieron estratégicas.
Los técnicos del BM sugerían que el empleo debía cambiar, en otra dirección. La reforma laboral se visualizaba como la mejor reforma de la protección social (Bosch et al., 2013: 120): si se dotaba a la fuerza laboral de movilidad, se podría liberar la fuerza de la innovación productiva fortaleciendo la productividad agregada. Así, podría extenderse el volumen de empleo productivo y, progresivamente, mejorar su calidad. Las normas fundamentales del trabajo eran deseables como “punto de llegada”, mientras que se admitía la necesidad de tender redes de seguridad para sujetar a quienes, en virtud de crisis o situaciones estructurales de pobreza, requirieran de ayuda para sostener consumos elementales y preservar sus activos.
¿Reinserciones imposibles? Los diagnósticos de las AID analizadas coincidían en la distinción de un segmento particular de trabajadores informales, caracterizados por sus bajas calificaciones, la intermitencia en sus ocupaciones (próximos a la desocupación y la inactividad), la baja productividad de las actividades, y los altos niveles de vulnerabilidad. Esta descripción se solapaba con la clásica definición del SIU en la producción de la CEPAL; correspondía al “extremo inferior” de la economía informal en los documentos de la OIT; y remitía a los trabajadores informales “involuntarios” en el caso del BM. Incluso en las programáticas que fijaban una perspectiva de un desarrollo más integrado, los diagnósticos trazaban una perspectiva pesimista sobre las posibilidades de reconversión productiva de este sector y de reinserción en el mercado laboral en mejores condiciones.
Así, las acciones orientadas a este grupo tendieron a yuxtaponerse con las estrategias de reducción de la pobreza. Sus condiciones laborales solo aparecían como objeto de intervención en las programáticas “distributivistas”, que proponían modalidades especiales para la formalización y la mitigación de las diversas formas de inseguridad. En cambio, en la producción del BM, era parte del proceso inmanente de “destrucción creativa” el desplazamiento y absorción de estas actividades y sus trabajadores. En este punto, se desarrolló una transversalidad en torno a la propuesta de establecer un “cimiento básico” o unos “pisos mínimos” de protección social, luego de la crisis internacional de 2008.
Este movimiento se fundamentaba en análisis sobre la pobreza mucho más próximos, en comparación con aquellos que abordaban los problemas de informalidad. Así, es posible advertir un consenso general en la postulación de formas de protección que combinaran la estabilización de los ingresos de las familias y la promoción del capital humano y social. Por eso los programas de transferencia condicionada de ingresos y de empleo de emergencia reunieron valoraciones positivas de las distintas AID. Las disidencias se concentraron en las pautas para su diseño, en la calidad de sus prestaciones y en su estatuto de derechos.
- Nos referimos a los Objetivos de Desarrollo del Milenio, formulados en el año 2002, y los Pisos Mínimos de Protección Social, planteados luego de la crisis abierta en 2008, ambos por las Naciones Unidas.↵