Otras publicaciones:

12-3861t

12-4594t

Otras publicaciones:

9789871867257-frontcover1

El individuo no puede negociar con el Estado. El Estado no reconoce otro sistema monetario que el del poder; y él mismo acuña las monedas.

 

Úrsula K. Le Guin

Los desposeídos

El objetivo de la tercera parte es demostrar que el resultado agregado de las condiciones estructurales, reseñadas en la primera, y de la lucha política, descrita en la segunda, fue un tipo particular de Estado moderno que puede caracterizarse como transformista. Se centra, pues, en las organizaciones estatales propiamente dichas.

Kim Clark es una de las investigadoras que más sistemáticamente ha encarado la formación del Estado ecuatoriano en la primera mitad del siglo XX. En uno de sus textos, constató que predominaba por doquier un cierto espíritu de moderación, una tendencia a la negociación y una relativa ausencia de represión abierta. Refiriéndose a la negociación laboral en las haciendas estatales de la Sierra norte, concluyó uno de sus primeros trabajos con una pregunta que la acompañaría después: “Finalmente, los procesos explorados aquí conllevan la obvia pregunta de por qué el Estado fue relativamente receptivo a por lo menos algunas demandas campesinas en los años 30 y 40” (Clark, 1999: 90).

En perspectiva comparada, su pregunta era aún más perturbadora. Un trabajo posterior dedicado al control de la prostitución en Quito a inicios del siglo XX contrastó el carácter represivo de Guatemala con el estilo más suave y paternal del Ecuador (Clark, 2001: 56-59). En la capital andina, el registro de prostitutas era individual y no basado en los burdeles, como en Guatemala, por tanto, limitaba la sujeción de las mujeres a los dueños de los establecimientos. Tampoco arreciaban las deudas por la revisión médica, que era gratuita. A diferencia de Guatemala, el liberalismo ecuatoriano enfatizó la libertad de movimiento de las trabajadoras:

Bajo estas condiciones y con lo que era, en muchas formas, un más inclusivo modelo de la nación que el de otras partes de América Latina, las prostitutas y las enfermedades venéreas solamente podían ser controladas a través del fortalecimiento de un comportamiento responsable y no a través de una coerción auspiciada por el Estado (Clark, 2001: 59).

La comparación entre las formas de intervención estatal en el campo y la ciudad llevó a la autora a nuevas conclusiones. La autoridad del Estado en la ciudad de Quito era mucho más fuerte y extendida, mientras que en el campo

la capacidad del Estado para llevar a la práctica su discurso dependió fuertemente de la voluntad de los grupos subordinados para “invitar al Estado” a reglamentar las relaciones laborales y otras relaciones de poder locales. El Estado central promulgó ciertas leyes o decretos ejecutivos, pero éstos solo se volvieron efectivos –y solo así se establecieron los proyectos del Estado central– cuando los grupos locales “trajeron” al Estado a las relaciones sociales locales (Clark, 2002-2003: 129).

Su primer reflejo fue atribuir estas características a la movilización desde abajo:

[…] la política social fue una respuesta a las extendidas movilizaciones de campesinos y trabajadores en áreas rurales y urbanas, así como la creciente importancia del populismo, bajo la influencia de Velasco Ibarra (Clark, 1999: 90).

Pero una extendida movilización social hubiera podido atraer la represión y la violencia, como en Guatemala (Grandin, 2007 [2000]). Clark exploró otras explicaciones. Quizás habría que tomar en cuenta la fragmentación y la debilidad de las clases dominantes.

La incapacidad de cualquiera de las dos clases dominantes [regionales] del Ecuador para imponer por completo proyectos para su exclusivo beneficio y el constante conflicto entre estos grupos, abrió espacios para que los grupos subordinados persiguieran sus propios intereses, hasta un cierto límite. Esto fue muy diferente, en verdad, del proyecto del gobierno liberal guatemalteco posterior a 1871 (Clark, 2001: 57).

Clark sugirió otro factor adicional. Las fisuras que aprovecharon los subalternos se ampliaron también por las características de la burocracia. Su detallado análisis de la Escuela Nacional de Enfermería y Obstetricia, del programa de cuidado de niños y del programa de control venéreo la llevó a concluir que la incoherencia estatal, la existencia de múltiples programas y agencias estatales, cada uno con proyectos contradictorios entre sí, con funcionarios portadores de experiencias, aspiraciones y perspectivas distintas, contribuía a ampliar las rendijas por donde ciertos grupos subalternos, como las mujeres, hacían valer sus intereses (Clark, 2012: 189-191; ver también Clark y Becker, 2007: 4-5).[1]

Aunque Clark no lo resalta siempre, una vez, al menos, dejó claro que la debilidad e incoherencia estatal que facilitaba la inclusión de las demandas de abajo tenía funciones hegemónicas; gracias a ellas, “los líderes políticos” hacen concesiones a los subalternos, y, al hacerlo, legitiman su dominio.

Los indígenas claramente manipulaban el discurso del Estado central –la idea estatal que promovía– para hacer frente a los problemas cotidianos, incrementando así la legitimidad del Estado. […] Esto llevó a un proceso hegemónico mediante el cual los líderes políticos, en términos gramscianos, no solo dominaban sino que dirigían, y al hacerlo tenían que incorporar algunos elementos de los proyectos subalternos en sus propios proyectos. En el proceso socavaban no solo a otros grupos sociales sino también a otras instituciones estatales o autoridades públicas. En último término, las fisuras en el sistema estatal parecen haber sido más bien un aspecto central en la dinámica de la dominación antes que debilidades o deficiencias del Estado ecuatoriano (Clark, 2007: 104).

La tercera parte de este libro construye su argumento a partir de esta última observación de Clark: hay una racionalidad oculta tras la incoherencia estatal, debajo de sus constantes pasos en falso, al costado y hacia atrás. Sin ninguna inteligencia perversa moviendo los hilos detrás del escenario, el resultado agregado de la intervención caótica de elites dominantes, burocracias y sectores subalternos resultó ser un diseño astuto. No lo fue por el cálculo deliberado de sus diseñadores, sino por el oculto balance de fuerzas entre los participantes. Compromisos frágiles y repetidos, negociaciones constantes y cambiantes; he ahí la astucia de la permanencia incrustada en la inestabilidad. El transformismo expresa, a fin de cuentas, como lo dijo Antonio Gramsci, la hegemonía de los moderados.

El Estado transformista registra y recoge las dos dimensiones de la política popular; la faceta de la negociación y la de la subordinación; la conquista genuina y la cooptación. Si al final le otorga un mayor peso a la subordinación y la cooptación, es porque las negociaciones fueron fragmentadas y localistas, mientras que las concesiones lucen minúsculas comparadas con las más amplias transacciones corporativistas de los nacionalismos populares triunfantes en otros países latinoamericanos en la misma época.

El capítulo VI se ocupa de la diseminación de las organizaciones estatales en el territorio. Tal como en el resto de América Latina, su expansión fue real pero limitada, intermitente y episódica. Luego señala que el crecimiento de la burocracia y de las organizaciones estatales tomaba formas idiosincráticas: seguía líneas de fractura político-partidarias. Ministerios y oficinas públicas se entregaban en privilegio a ciertos partidos de forma que cada cual recibiera cuando menos una pequeña satisfacción. Con el velasquismo, estas entregas de puestos públicos a cambio de fidelidades se hicieron cada vez más promiscuas y personalizadas, lo cual favorecía interpretaciones flexibles de la fidelidad al partido y la volvió altamente maleable y cambiante.

El capítulo VII explora la forma en que esas transacciones transformistas derivaron en cooptación y apaciguamiento. El Ecuador no cuenta con investigaciones sobre las organizaciones estatales en el siglo XX de similar número y detalle que las de historia social, regional y económica. Semejante ausencia impide valorar mejor los matices del balance entre negociación y cooptación en diferentes oficinas estatales, diferentes regiones o diferentes niveles de gobierno. Cada uno de ellos guarda características propias que una investigación comprensiva debería registrar e interpretar. Sería, por ejemplo, muy útil contar con monografías sobre el funcionamiento del sistema judicial, sobre el origen social, las pautas culturales y los dispositivos jurídicos usados por los jueces y abogados en el siglo XX desde la perspectiva del transformismo, teniendo en cuenta la hipótesis de una hegemonía conservadora en su construcción institucional.[2] En espera de los aportes que tales estudios pudieran arrojar, esta investigación ilustra su argumento con el caso del Ministerio de Previsión Social y Trabajo (MPST), la organización estatal encargada de la negociación de los conflictos rurales. Allí se repite el modelo de concesiones personalizadas, localistas y cambiantes que Velasco Ibarra incrustó tan hábilmente en el sistema político. Se encontrarán allí las fragmentarias evidencias disponibles sobre un funcionamiento estatal fraguado en el molde del típico paternalismo de las haciendas.


  1. Las “oportunidades” se abren solo para algunas personas. No cualquier mujer podía aprovechar la ampliación de la educación, de la formación profesional y del empleo público que propició el liberalismo. Ni siquiera alcanzaba para todas las mujeres “de clase media”. Las puertas se abrían para quienes eran, simultáneamente, seducidas por la posibilidad y marginadas por la sociedad: madres solteras, hijas ilegítimas, esposas abandonadas o divorciadas. Por eso, las mujeres que transitaron el duro camino de las pioneras, lo hicieron a pesar de sufrir vejaciones y acoso: su tenacidad y voluntad venían no solo de sus importantes cualidades individuales sino de que la alternativa era el ostracismo y la negación (Clark, 2005: 85-105; 2012: 3-11; lo ilustra con las vidas y esfuerzos de tres mujeres de inicios de siglo, Rosa Stacey, María Luisa Gómez de la Torre y Matilde Hidalgo de Prócel).
  2. Solo conozco al respecto un muy breve esfuerzo de caracterizar la posición política de los magistrados de la Corte de Justicia entre 1937 y 1939 (Gómez, 2014: 88-91). Aunque no es concluyente, Gómez encuentra una presencia destacada de conservadores y liberales moderados.


Deja un comentario