María Verónica Secreto[1]
Poniendo por vela su poncho llegaron al siguiente día por la noche a la otra banda de ese río.
Expediente sobre la fuga del negro Joaquín, 1785
Fue en las Instrucciones al Comendador Fray Nicolás de Ovando, emitidas en 1501, que aparece la primera mención a la esclavitud negra en relación con las Américas (Betran, 1972, p. 16-17, Cortés López, 2001) y, paradójicamente, fue el mismo comendador que un año después, en 1502, escribió al rey recomendando que se prohibiera la entrada de esclavos a la isla porque “se huían, juntábanse con los indios, enseñábanles malas costumbres y nunca podían ser cogidos” (Apud Esteban Deive, 2008, p. 59). La huida, el cimarronaje, fue una de las primeras formas de resistencia y fue inmediata a la introducción de los esclavos negros. Los españoles introdujeron la esclavitud de africanos en América y junto con ello los marcos “legales” para tal práctica.
La fuga puede ser considera intrínseca a la esclavitud. Habiendo esclavitud habrá quien busque evadirse. Pero, las formas que revistieron las fugas de esclavizados en las Américas dependieron de muchas circunstancias históricas. Las posibilidades estuvieron definidas y limitadas por la topografía y el paisaje, los recursos naturales, la situación de frontera, las habilidades individuales, las instituciones y, sobre todo, las complejas formas de enfrentamiento de la esclavitud, la reelaboración permanente de las relaciones sociales y las dinámicas de dominación.
Desde el inicio de la conquista las fugas fueron un problema para los colonizadores que buscaban sortearlo. Dice Lucena Salmoral que el peculiar ordenamiento jurídico enseguida mostró su lado represivo. Para prevenir el cimarronaje se prohibió el uso de armas y se limitó el movimiento de los esclavos evitando su circulación nocturna y el alejamiento de las haciendas sin la autorización del amo (Lucena Salmoral, 2000, p. 4). Aunque también, en algunos casos, se buscó persuadir a los “fugados” a la alianza y cooperación, como los casos de las comunidades negras/indígenas de la costa de Esmeraldas en Ecuador (Gutiérrez Usillos, 2012, p. 7-15), de la Florida (Landers, 2001, p. 68) o de la frontera entre Santo Domingo e Saint Domingue (Belmonte Postigo, 2015, p. 813-840). En los bandos de los virreyes del Río de la Plata, en el siglo XVIII encontramos el tono represivo, o mejor dicho disuasivo. Los bandos prohíben el porte de armas, andar a caballo y circular a la noche. Para los encubridores de los fugados, se establecieron multas y se instruye a los potenciales “encubridores” sobre las precauciones que debían ser adoptadas al conchabar peones y troperos.
La historiografía reconoce dos tipos de fugas, las pequeñas o breves y las grandes o duraderas. Esa tipología y denominación es tomada de la clasificación francesa: petit marronages y grand marronages, que utiliza un término que, etimológicamente, proveniente del español: cimarronaje. Denominación peyorativa ya que el término castellano era utilizado para cualquier animal doméstico que se escapaba y se volvía nuevamente silvestre. En relación con los esclavos huidos, esa denominación fue muy utilizado en Panamá, Cuba, Puerto Rico, Santo Domingo y Venezuela.
En el diccionario de Autoridades del siglo XVIII puede leerse en la entrada cimarrón una única acepción que no tiene relación con personas:
adj. Sylvestre, indómito, montaráz. Lat. Silvaticus, a, um. ARGOT. Monter. cap. 37. Llámanse por común nombre estos toros y vacas cimarrónes: y aun es nombre común en las Indias de todos los animales sylvestres. OV. Hist. de Chil. pl. 55. Hai gran suma de vacas, y yeguas cimarrónas, que se crian por aquelos montes. OÑA, Postrim. lib. 2. cap. 3. disc. 2. part. 2. No hai que fiar de andar en el caballo soberbio de la privanza, que es feróz cimarrón, y no se agrada Dios de él.[2]
En la documentación de Indias es común encontrar el término cimarrón, a partir del siglo XVI, vinculado a los esclavos. El término se estabilizó a tal punto que en final del silgo XVIII es utilizado en el título del Reglamento de cimarrones de Cuba (1796) y también aparecerá en el título del reglamento de 1846 (Zamora y Coronado, 1846, p. 319-322).
Según Florentino y Amantino hubo una especie de “paranoia señorial”, por la cual amos y autoridades coloniales sobreestimaban el tamaño de las fugas, buscaban con su exagero conseguir medidas más represivas. Los primeros registros de esa estrategia se encuentran en los testimonios sobre las fugas en La Española. En 1543 Álvaro de Castro denunció la existencia de 3.000 cimarrones y el italiano Benzoni había calculado su número en 7.000. Ambas estimativas están sumamente abultadas y no llegan a coincidir con los números de tráfico de ese período (Esteban Deive, 2008, p. 64). Las medidas represivas que siguieron a la rebelión de los esclavizados del ingenio de Diego Colón se evidencian en las Ordenanzas de Santo Domingo de 1522 (Lucena Salmoral, 2000, p. 560). El carácter represivo y brutal de las ordenanzas se mantuvo durante el siglo XVII, pero en el XVIII aparece otra comprensión de las fugas. Una Real Cédula de 1710 ordenó que no se castigara a los esclavos en exceso ni con crueldad. Mandaba a los gobernadores que contuvieran a los amos para evitar el daño que ocasionaban las fugas derivadas del imprudente rigor en los castigos. En caso de que se probara el exceso, la misma disposición establecía que los gobernadores y justicias observaran que los amos vendieran esos esclavos.[3] La legislación hace eco de un nuevo entendimiento: las fugas son derivadas de los maltratos señoriales.
Durante todo el período colonial hubo legislación que buscó inhibir las fugas, aunque algunas veces, en pro de una “gobernabilidad”, las autoridades coloniales negociaron con los fugados. Un caso típico es el estudiado por Belmonte Postigo en maniel de Bahoruco en la frontera entre Saint Domingue y Santo Domingo. El maniel se había convertido en lugar de asilo de cimarrones, constituía, en la perspectiva colonial francesa, un peligroso ejemplo. Se buscó por la vía de la negociación trasladar sus habitantes para que constituyeran un pueblo de negros libres. (Belmonte Postigo, 2015, p. 813-840).
Las variantes de las fugas respondieron a diferentes padrones de acuerdo con la diversidad de sociedades esclavistas y, a pesar de poder agruparlas en aquellas dos mencionadas arriba, petit marronage y grand marronage, estas esconden la multiplicidad de motivaciones y condiciones que las permitieran. Si en Panamá, Puerto Rico, Santo Domingo, Colombia, Ecuador, Brasil e inclusive en Perú las comunidades tipo palenques eran factibles y frecuentes, en la región del Rio de la Plata no lo eran tanto. Los espacios para los cuales los esclavos podían fugarse e instalarse con cierta autosuficiencia eran dominados por grupo indígenas en los cuales no había lugar para elementos que no se adaptaran a las prácticas consolidadas. Esos grupos indígenas aceptaban “elementos exógenos” en calidad de cautivos, pero solo bajo ese concepto y únicamente mujeres y niños. Las capturas inter-étnicas en ambas direcciones (indios cautivando españoles e hispano-criollos y estos cautivando indios) e intra-étnicas (abducción de indígenas por otros indígenas) tenían un profundo sentido en la reproducción de esas sociedades de “frontera” (Villar y Jiménez, 2001, p. 32-33), y no eran espacios “amigables” para abrigar esclavos huidos. Las pampas, por otra parte, eran un gran desierto sin árboles, con pocas áreas/refugios, ya ocupados por grupos seminómades. Otros espacios, como el de la frontera entre los imperios ibéricos, eran, como dice Palermo, un gran panóptico: “Para los esclavos estos vastos territorios fronterizos eran una enorme cárcel de la que difícilmente podían huir, un verdadero panóptico, su color de piel los delataba y bastaba para ser objeto de prisión y averiguaciones.” (Palermo, 2005, p.95)
Las áreas de montañas, boscosas, selváticas y pantanosas eran propicias para construir comunidades duraderas, no solo por la protección que esos lugares ofrecían por ser de difícil acceso, sino también por que los recursos naturales de esos ecosistemas permitían sostener la comunidad en el tiempo (Florentino, Amantino, 2012b). Con esto no queremos “idealizar” el aislamiento. Sabemos de la importancia de las relaciones de la comunidad de “fugitivos” con la sociedad envolvente. Las vivencias apalencadas o quilombolas impactaban en las relaciones entre esclavos y amos. Esteré atenta a no caer en la trampa, como dice Flávio Gomes, de los esquemas “marginalizantes” (Gomes, 2006, p. 20-24).
Las pequeñas y grandes fugas, distantes o cercanas
Las fugas que revestían la forma de petit marronage, recibieron menos atención de la historiografía, ellas son menos espectaculares, acostumbran a ser individuales y por su corta duración pueden parecer “fracasos”. Señala la historiografía que fascinados por las grandes revueltas de esclavos y por las bien estructuradas comunidades como los palenques y quilombos, los investigadores relegan a un segundo plano la resistencia cotidiana en la cual encontramos las pequeñas fugas (Florentino e Amantino, 2012a, p.239). Las fugas clasificadas como petit marronage fueron, en su mayoría, ausencias temporales de esclavizados que se escapaban y escondían en los alrededores, en las casas de vecinos o de parientes. Este tipo de fugas, con alguna prudencia, pueden ser llamadas de fugas reivindicativas, ya que el objeto final muchas veces era iniciar una negociación que redundara en el retorno al dominio señorial con alguna “ganancia” (Florentino, Amantino, 2012b, p. 263). Gomes analiza algunas fugas breves y frecuentes en Río de Janeiro. Veamos algunos de los ejemplos que él da a partir del análisis de los anuncios en los diarios de la capital del Imperio del Brasil. En 23 de diciembre de 1825 un esclavo africano escapó de una casa urbana. Pero solamente un mes después su amo lo anunció en el diario, en el anuncio explicaba que suponía que alguien le había dado cobertura en alguna casa porque nunca se había ausentado por tanto tiempo. Otro anuncio publicaba que había huido de la casa de su amo un esclavo nuevo de nombre Caetano, de nación Cabinda, aunque en sus fugas decía ser Congo. Algunos escapaban para visitar a sus parientes. Como fue el caso del criollo Domingos que se escapó, suponía el amo, aconsejado por sus parientes como lo hiciera otras veces. Podría estar en una de las haciendas de los religiosos de San Bento, con más probabilidad en una específica en que vivía un hermano sujo, esclavo del cura procurador. Son números los casos analizados por Flávio Gomes y todos reiteran esta especie de rutina de fugas (Gomes, 1996, p. 80-81).
Para el Río de la Plata no contamos con el caudal de anuncios de las fugas en la prensa local, tan comunes y tan bien utilizados por la historiografía brasileña. Para una contabilidad más precisa habría que recoger todas las informaciones contenidas en los poderes emitidos notarialmente para recobrar esclavos fugitivos. Tendríamos que relevar la documentación de todas las cabeceras de provincia. Pese a la obligatoriedad del registro de la fuga de los esclavos por parte de los amos, “la estadística notarial debe ser necesariamente muy incompleta” dice Eduardo Saguier (1995). Además, gran parte de las fugas frecuentes se resolvía en un marco de “informalidad” sin dejar vestigio. De cualquier forma, en un esfuerzo de contabilizar las fugas, y utilizando la documentación notarial, Saguier llegó al número de 384 casos de fugas en el sentido de Buenos Aires hacia el interior del espacio colonial para el período 1708-1819, 305 hombre, 68 mujeres y tres cuyo sexo no fue identificado. Las fugas en sentido inverso, del interior del espacio colonial hacia Buenos Aires es más difícil de calcular. Entre las estrategias adoptadas por los fugitivos el mismo autor afirma que los que llegaban a Buenos Aires recurrían por lo general a dos modalidades: alegaban que eran libres, por haber sido manumitidos o ser descendientes de manumitidos o venían pidiendo papel de venta (Saguier, 1995, p.120). El número general de fugas, en más de cien años, también nos permite vislumbrar las limitaciones para la formación de comunidades “autónomas”, del tipo de palenques. En este artículo no utilizaremos la documentación notarial sino un conjunto de fuentes diverso, no serial, como los bandos de los virreyes, demandas criminales, solicitaciones de presos, documentación de tribunales.
Adentrarse en las fugas del Río de la Plata es ingresar en un universo que envuelve otras complejidades que las de ciudades como Río de Janeiro, Recife y La Habana o de comunidades rurales como los conocidos palenques de Santo Domingo, Colombia, Cuba o Ecuador. Las fugas de las que tenemos noticias dialogan con las prácticas esclavas y no esclavas del contexto: esclavizados alquilados que no volvían con sus dueños, esclavizadas que embarazadas huían para parir lejos de los opresores amos, esclavizados que conociendo las ambigüedades territoriales de las dos bandas del río y de los dos lados de la frontera inter-imperial, las explotaban, esclavizados que se aventuraban a cambiar de nombre y de ciudad, esclavos que se envolvían en el contrabando, corriendo el riesgo de ser “contrabandeados”, esclavos que aprovechando de un mundo rural con demanda temporaria de trabajadores se conchababan diciéndose libres, etc.
La frontera con el imperio portugués ofreció otras peculiaridades. Como observó Silmei de Sant’Ana Petiz, (y a pesar de la vigilancia de que nos advirtió Palermo) mirando desde la perspectiva de la esclavitud brasileña la situación de frontera proporcionó un conjunto de características particulares a la esclavitud practicada en la provincia de Río Grande de San Pedro (Petiz, 2001). La esclavitud y la libertad también fueron influenciadas por las prácticas a un lado y otros de esa frontera, como nos muestra la tesis de Hevelly Acruche (2017). Las fugas transfronterizas fueron unas de las formas para evadirse de la esclavitud tanto durante el período colonial, como durante el independiente (Secreto, 2015). Durante el período inmediato a las independencias no hubo tratados que regulasen las relaciones bilaterales o multilaterales, lo que permitió el surgimiento de disputas que repercutieron en el Imperio del Brasil con los países limítrofes, entre ellas las fugas de esclavos y junto con ellas las negociaciones para las extradiciones y repatriaciones (Caldeira, 2009).
Desde el punto de vista español las fronteras eran espacios para la reafirmación de la jurisdicción de la monarquía católica. Entre 1733 y 1789, aunque hay algunos antecedentes en el siglo XVII, los reyes católicos legislaron otorgando refugio o asilo para los esclavos que se escaparan de reinos herejes o de posesiones enemigas. En el siglo XVIII, el poder real español disputó con el papado el gobierno de los hombres. Circunscribió el asilo eclesiástico y extendió el real. El 20 de febrero de 1773 el rey Carlos IV sancionó en el mismo día dos reales cédulas, una en que mandaba amparar esclavos huidos de otros dominios y la otra en que mandaba reducir la cantidad y tipos de asilos eclesiásticos. La razón para la última era que la multiplicidad de asilos: iglesias, cementerios, conventos, monasterios, casas de los obispos, etc. permitía que muchos reos no solo consiguieran muy fácilmente impunidad, sino que perjudicaba la seguridad pública (Secreto, 2015). La política sobre refugio fue cuestionada por las potencias coloniales esclavistas que buscaron incluir la restitución de esclavos huidos en los tratados que acompañaron las guerras de la segunda mitad del siglo XVIII.
Fugas y capturas
En un auto de 1783 el alcalde ordinario de Primer voto de la ciudad de Córdoba, Juan Bautista Isasi, escribió que había recibido demanda verbal de Don Antonio Baigorri, de la misma ciudad, sobre el paradero de un esclavo que andaba fugitivo hacía algún tiempo. Don Antonio informó que dicho esclavo estaba en la ranchería del convento de la Merced. Solicitaba auxilio para ir a buscarlo. Isasi envió para auxiliar al pretendido amo al teniente de alguacil Don Manuel Villegas, al ministro de Justicia Lorenzo Díaz y a otras personas. Informaba que habiendo llegado a la ranchería encontraron a dicho mulato, que dándole voz de prisión y antes de que pudieran amarrarlo para llevarlo:
salió una turba de mulatos algunos con cuchillos en mano y con los cuales venía Fray Nicolás Galván, con un garrote en la mano a impedir la prisión del citado mulato, como en efecto así sucedió, de manera que estando para retirarse los ministros de justicia y demás que le acompañaron, salió por otro lado otra turba de mulatos con otro religioso llamado Fray Baltasar Palacios quien con bastante descompostura no digna de su carácter ultrajó demasiadamente a los referidos ministros de justicia, llegando hasta a darle al teniente de alcalde mayor dos empujones a echarlo fuera de la ranchería, profiriendo que en ella no debía entrar Justicia ninguna y que saliesen cuando antes fuera, con cuyo echo se vieron precisados a retirarse, dejando ultrajada y vilipendiada la Real Jurisdicción.[4]
Miriam Moriconi al abordar un caso de una esclava huida en 1758 de Río Segundo para Santa Fe de la Vera Cruz, el de Teodora Alvarez, dijo que el análisis de esa fuga la ayudaba a comprender una forma de agenciamiento de la cultura jurisdiccional, vislumbrando, aún en un caso de precariedad jurídica, cómo se activaban los engranajes de la cultura jurisdiccional del Río de la Plata (Moriconi, 2018, p. 232). No es nuestro objetivo hacer un análisis jurisdiccional de las fugas, mas es claro que en el episodio citado la cuestión aparece en más de una forma.
En el caso de la fuga del “mulato” de quien nadie parece saber el nombre – aquel que mencionamos como refugiado en la ranchería del convento de la Merced-, queda claro el enfrentamiento entre la jurisdicción real y la eclesiástica. En las declaraciones tomadas por Isasi, Baigorri dijo que el Fray Nicolás Galván lo empujó hasta la calle Real llamándolo de pícaro, indigno, desvergonzado. Según otro de los testigos, José Reyes Medina, pardo libre que acompañaba al grupo de captores, fue el Fray Bartolomé Palacios quien empujó al teniente alguacil hasta la calle diciendo que: “la justicia no tenía facultad de entrar a la ranchería de su convento por ningún motivo.”[5]
Para el alcalde la acción de los curas era injustificada. La comitiva de captura había entrado en la ranchería porque esta no tenía muros. Los padres habían argumentado que el Juez Real y sus ministros no tenían ninguna jurisdicción para entrar o hacer prisiones en la ranchería teniéndola por inmune. Juan Bautista Isasi continúa diciendo que los padres habían persuadido a los esclavos del convento y a los que voluntariamente se agregaron que la ranchería constituía un asilo, “lo que por si no trae pocos perjuicios a la república en su permisión y tolerancia”,[6] agregaba que no quería mencionar los varios ejemplos anteriores de la misma naturaleza. Como dice Moriconi, aun en casos como este, de precariedad jurídica, es posible ver formas de accionar la cultura jurisdiccional. Esa ranchería, como otras rancherías conventuales, fue utilizada como “asilo”, como palenque urbano, bajo la protección de las diferentes órdenes religiosas (Secreto, 2017, p. 28-43; Telesca, 2017, p. 47-55). Al igual que otros de los casos analizados aquí, estos fragmentos documentales nos permiten asomarnos al cotidiano de los esclavizados, pero nos vetan el desenlace de la fuga, el destino del fugado.
Doña Leocadia Ruiz denunció en 1784 que Don Manuel Izquierdo y su mujer, Doña María Nicolasa de Estela, ocultaban una esclava suya llamada Florencia que había huido hacia un poco más de nueve meses. Ella misma habría intentado buscarla en casa de los “ocultadores”, mas advertida, Florencia habría vuelto a huir.[7] Solicitaba que se llamara a testigos para demonstrar que Izquierdo y su mujer habían ocultado a la huidiza y que ella era la acreedora de los jornales que debían haber pagado por el trabajo de la esclava.
El primer testigo se llama Norberto Molina, residente en Buenos Aires, era originario de Córdoba del Tucumán donde había sido esclavo de su único amo Don Juan de Molina clérigo, ya fallecido que lo había dejado libre. Norberto Molina encajaría perfectamente en uno de los tipos de fugados que describe Saguier (1995, p.120). El de los que llegaban a Buenos Aires diciendo que habían obtenido la “libertad” de su amo. Pero no vamos a tejer conjeturas. Norberto confirmó que hacía más o menos 9 meses que Florencia vivía en lo de Izquierdo, donde él también. Que había llegado embarazada y dado a luz una criatura que criaba la cuñada de Izquierdo. Don Bernardo Pereyra, cuñado de Izquierdo y de Doña María de las Nieves de Estela dijo que una negra que vivía con sus cuñados no era de propiedad de ellos, pero que no sabía de quien lo fuese. Otro de los testigos fue María Francisca González, que como Norberto y el carpintero portugués Antonio Cardoso do Nascimento, vivía en lo de Izquierdo. Todos confirmaron que Florencia y su hijita de pecho habían vivido en aquel domicilio.
Doña Leocadia Ruíz pedía la prisión y el embargo de los bienes de Izquierdo para que él le pagara “salarios que me ha privado, perjuicios que me ha inferido.” El 28 de agosto de 1784, vistos los autos, es establecido que la demanda de Ruíz no tenía lugar. Como en otros casos, no sabemos del destino de Florencia. Al momento que Doña Leocadia inició la acción contra los “encubridores” de la fuga, la esclava ya no estaba en el domicilio de ellos y junto con su hijita se encontraba oculta en algún otro lugar. Puede ser que haya buscado refugio en la casa de Doña Manuela Estela, hermana de María de las Nieves, que es mencionada por algunos testigos. La relación entre el embarazo y la fuga nos lleva a un lugar conocido. El del cuento de Machado de Assis, en que la esclavizada Arminda, embarazada, huye con la esperanza de tener su hijo en libertad (Assis, 1997, Gomes, 1996, p. 67-93).
El ocultamiento de esclavos era algo común y combatido a través, principalmente, de sanciones económicas que buscaban inhibir esa práctica. Por detrás de gran parte de los ocultamientos encontramos el restablecimiento de una relación de dominación y de apropiación del trabajo. Como señalan los testigos del caso analizado, Florencia realizaba en casa del matrimonio Izquierdo las tareas de una criada. Era tenida por esclava, aunque los testigos decían no saber de quién.
Un bando de 1765 prohibía ocultar esclavos en quintas, chacras y estancias.
Don Pedro de Cevallos,
Por cuanto el Ilustre Cabildo de esta Ciudad me ha representado los crecidos perjuicios que se están experimentando diariamente con motivo de que muchos de los esclavos se huyen de sus amos, tomando por asilo las quintas, chacras y estancias, donde los dueños y peones de ellas los admiten, ocultan y conchaban, reteniéndolos muchos tiempos para trabajar, sin hacer diligencia, ni solicitar quienes son sus amos, lo que también ejecutan los carreteros que entran y salen en la ciudad, como los que tienen tropas y vienen de fuera, transportándolos ocultos, sin noticia, y en grave perjuicio de sus legítimos dueños, por lo que me han suplicado que para remedio de este desorden se publique bando, por tanto ordeno y mando a todos los vecinos, residentes y moradores de esta Ciudad y su jurisdicción, y a los carreteros y troperos que entran y salen en ella, con ningún pretexto admitan conchaben, ni recojan esclavos ningunos sin orden, ni licencia especial, de sus amos, pena de quinientos pesos la responsabilidad del esclavo o esclavos que ocultaren o recibieren y que se procederá a lo demás, que se hallare ser de justicia, contra las personas de los transgresores de este bando (Salmoral, p. 987).
Bandos semejantes fueron publicados en 1766, 1770 y en otros años.[8] Aunque el de 1765 es el más elocuente a respecto de las formas y los ámbitos más comunes de ocultamiento. Fuera de la ciudad, en el espacio rural los esclavos huidos eran conchabados como peones. El caso de Florencia, ocultándose en la misma ciudad requirió de mucho esfuerzo, no saliendo ni para ir a misa, como atestiguó el liberto Norberto Molina.[9]
El bando de Cevallos de 1765 era bien específico sobre el tipo de fuga y de encubrimiento comunes entre la ciudad y el campo. Sobre la mención específica a los carreteros y troperos que entraban y salían de la ciudad “contratando” esclavizados sin autorización de sus amos, encontramos el caso del mulatillo Roque Jacinto (Secreto, 2012). Sabemos de él porque en 1791 su amo, Pedro Valentín Cueli, demandó al dueño de tropas, Domingo Cainzo, el pago de los jornales que corresponderían al tiempo en que Roque Jacinto trabajó conduciendo bueyes y carretas entre Buenos Aires y Tucumán. Los testigos que son llamados a declarar coinciden en decir que Roque Jacinto no salió con ellos desde Buenos Aires, sino que se les juntó en la guardia de Luján, que marchó con ellos como agregado, hasta que a cierta altura del viaje un peón se escapó y Cainzo lo puso como picador y boyero de una carreta, que la explicación que el “muchacho” había dado para andar solo y huyendo era que había escapado de su casa porque había gastado el dinero de una venta de leche en una apuesta y su madre lo iría a castigar. Una vez llegados a Tucumán, el muchacho habría tomado otro rumbo que los testigos desconocían.
Según Cainzo el muchacho había andado con ellos como agregado a la tropa y que él lo había tomado conocimiento de su existencia hasta llegar al arroyo Pavón. Además, decía que “por su aspecto, color y pelo no podrá comprenderse que es mulato sino un muchacho español.”[10] Pedía Cainzo que fueran llamados testigos (que él proponía) que serían capaces de declarar que sin su consentimiento el muchacho se juntó a la carreta de una gallega que iba agregada a la tropa, que él nunca había dado ninguna orden para dicho muchacho, ni bueyes ni nada y que podrían testificar, también, que en Salta dicho muchacho había estado sirviendo en la casa de dicha gallega. Pero Cainzo no consiguió probar sus decires y Don Pedro Valentín Cueli logró una sentencia favorable, además de ya haber recuperado al esclavizado, también obtuvo los jornales que le correspondían como salarios a Roque Jacinto, a razón de seis pesos por mes por el trayecto entre Guardia de Luján y Tucumán.
El alejamiento del espacio del dominio señorial no era una garantía del suceso de la fuga, pero permitía una cierta libertad de movimiento y tránsito que estaba ausente en las fugas realizadas en el espacio próximo. En 1785 el Sargento Mayor de la Plaza tomó declaración de un negro que estaba preso. Fue interrogado sobre el tiempo en que estaba huido, donde había estado, en casa de quien se había refugiado, etc. Se trataba de Joaquín Acha, Lobolo, de unos 35 años. Dijo haberse escapado de casa de su señor sin conseguir que nadie le diera asilo durante tres semanas. Que, por las noches, se refugiaba en los huecos y zanjas. Una tarde estando en compañía de otro esclavo fugitivo más allá de la Recoleta vieron unos hombres pescando. También observaron que cuando terminaron de pescar sacaron la canoa del agua y la dejaron en tierra, entrando enseguida a un rancho próximo. Ellos, Joaquín y su compañero (que nos informa que se llama Joseph) esperaron sin ser vistos y a las 22 horas, más o menos, colocaron la canoa de nuevo en el agua “Y en ella embarcaron poniendo por vela su poncho y llegaron al siguiente día por la noche a la otra banda de este río y amarrando la canoa durmieron por la noche en ella.”[11] Los días sucesivos fueron de encuentros casuales con otros paisanos/navegadores. El primer encuentro fue con una lancha cargada de leña, ante la invitación de subir a matear Joaquín decidió separarse de Josep por temor de ser capturado. Navegando solo encontró dos paisanos también en una lancha o canoa grande. Estuvo junto a ellos por dos semanas, después de las cuales le dijeron: “hijo, puede irse por donde Dios lo ayude, pues usted es desertor y no queremos que por su causa nos prenda la justicia”. Luego los paisanos rumbearon para las Conchas con su cargamento de leña y Joaquín para Colonia. En ese trayecto amarró la canoa para dormir en la playa, pero no debe haber quedado firme ese amarre porque tuvo el infortunio de perder la canoa. Siguió su jornada a pie. Cerca del arroyo San Juan fue capturado por el capataz de la Estancia del Rey, Juan Melchor Delgado. En despacho al Virrey Loreto se menciona que en la estancia había dos negros esclavos que reconocieron a Joaquín como esclavo de Nicolás Acha. La fuga de Joaquín había durado aproximadamente tres meses. De vuelta en Buenos Aires retornaría al dominio señorial de Acha. La sentencia define que el amo debía corregir la fuga, no especificando el modo. Decreta además 50 azotes por el “exceso de haber robado una canoa”.
La estrategia de Joaquín, la de cruzar para la otra banda, podría haber sido exitosa. Al fin y al cabo, esa era una frontera muy porosa y por donde circulaban negros libertos, esclavizados, contrabandeados y fugados frecuentemente. Joaquín fue desafortunado al toparse con el capataz de la Estancia del Rey y con quien consiguió identificarlo como esclavizado. De cualquier forma, los varios encuentros de Joaquín con terceros, nos muestra que era difícil mantener el “anonimato” y que era usual ser parado por alguna patrulla. Los leñadores/canoeros se separan de él por el temor a ser descubiertos de andar con un “desertor”. Así, la fuga, de una u otra forma demandaba la complicidad de otras personas.
La legislación peninsular e indiana sancionaba medidas compensatorias y punitivas para los fugados. Si bien son más persistentes y reiterativas las medidas punitivas para los huidizos. Desde muy temprano se buscó reconocer algunos palenques cuando estos estaban en lugares estratégicos y de alianza necesaria. Por otro lado, las Siete Partidas reconocían como una forma de obtener la libertad, la del siervo que viva como libre por más de diez años. En la Quinta Partida, título 22, que trata de la libertad, encontramos la ley 7 que establece de que manera puede el siervo tornarse libre:
Andando siervo de alguno por sí diez años, habiendo buena fue y cuidando que era libre, en aquella tierra donde morase su señor, o veinte en otra tierra, aunque no lo viese su señor, se hace libre por ellos, pero si no hubiese buena fe y sabiendo que era siervo anduviese huido veinte años, no sería por ello libre, antes si lo hallare su señor, le puede tornar en servidumbre.
El principio que anunciaba la ley, el de ser considerado por los otros como libre y, por lo tanto, no teniendo un amo presente, fue alegado en algunas oportunidades. En general aparece en casos de esclavizados que recibieron de sus amos la promesa de libertad o cuyos amos se ausentaron por largo tiempo. No sé si cabe en el caso de María Antonia que a continuación voy a analizar, pero con certeza podría haber utilizado ese precedente en su demanda.
María Antonia escribió en 1771 para el gobernador, se trata de una “solicitud de esclavos”. En la solicitud María Antonia cuenta que fue comprada por Francisco de Sosa en la época en que era gobernador Andonaegui. La gobernación del vizcaíno fue de 1745 a 1756, por lo que el desembarco/compra de ella había ocurrido aproximadamente quince años antes de escribir su solicitud. Durante los primeros cinco años de servicio María Antonia no registra reclamo, dice haber servido con mucho gusto. La esclavizada relaciona un cambio en el tratamiento recibido a partir del casamiento de ella con un esclavo llamado Joseph Antonio que su amo habría comprado para ese fin. El amo tomó tirria del marido y acabó vendiéndolo para fuera de Buenos Aires, y siempre que ella reclamaba por la ausencia de él, el amo la castigaba, teniendo en el cuerpo tres heridas ocasionadas en esas oportunidades.[12]
y últimamente habiéndome hecho embarazada de mi amo, por haber pedido mi marido me dio un garrotazo en las caderas que me hizo mal parir y habiendo mi amo recogido la criatura en un pañuelo, que todavía estaba medio viva la arrojo en un hinojal y habiendo quedado yo bien enferma de dicho golpe, me dijo cierto día que me fuese a buscar mi vida, que ya nadie se metería conmigo y que ya estaba yo libre de esclavitud. [13]
No sabemos cómo, mas María Antonia llegó a la casa de Juan Pulido donde encontró refugio. Le pidió a su “protector” que llamase a su amo para que le diera la libertad por escrito. Pulido lo llamó, pero Sosa no quiso ir. Así se pasaron cuatro años cuando un día, María Antonia vio pasar a su antiguo señor por la calle y le avisó a Pulido quien lo llamó para conversar. Sosa negó que María Antonia fuera su esclava. Así María Antonia continuó viviendo en cada de Pulido hasta que su marido volvió, creemos que puede haber comprado su propia libertad, ya que María Antonia dice que Pulido la entregó a él con quien permanecía viviendo hasta el momento en que escribía. Mas después de esos años de relativa tranquilidad apareció la cuñada de Sosa diciendo que él había fallecido y queriendo recuperar el dominio sobre María Antonia para que con su trabajo pagase unos pesos que le debía el difunto. Por eso, la “liberta” pidió y suplicó al gobernador para que “con su caridad para con los pobres y recta justicia se sirva determinar lo que convenga, y fuese razón.”
El caso de María Antonia no es de fuga, ella salió de la casa de su amo con la permisión verbal de él y se refugió en casa de un vecino de Buenos Aires en donde permaneció durante largos años. La demanda de María Antonia parecía sólida. El gobernador ordenó que le diera proseguimiento: “Acuda a los alcaides para la administración de justicia”.
Conclusión
Las fugas en el Río de la Plata envolvieron diferentes prácticas, mas una importante forma, con certeza fue la de “pasarse por libre”. Por lo tanto, requería de la aceptación/complicidad de la sociedad envolvente a respecto de la condición jurídica del negro. Fue lo que vimos en el caso del mulatillo Roque Jacinto y que también habíamos encontrado en el caso de otro esclavo, también llamado Jacinto, huido que trabajó como peón en el establecimiento del Rey de Carmen de Patagones recibiendo 10 pesos mensuales como salario. Hasta que, en 1786 luego de tres años, fue descubierto por el padre Tadeo Gutiérrez que había salido de Córdoba para asumir la parroquia patagónica, ya alertado sobre la posibilidad de encontrarlo en aquellos pagos (Secreto, 2012). Los bandos coloniales buscan disuadir a la población de contratar “sospechosos”, lo que evidencia la normalidad con que ello ocurría.
La mejor forma de esconderse cuando el paisaje no facilitaba la formación de comunidades fue la de camuflarse entre los semejantes, entre otros peones negros y mestizos en el campo, entre canoeros y ribereños en el Río de la Plata, entre las tropas que atravesaban los caminos, entre los negros de las rancherías conventuales, etc. Esas fugas fueron de diferente duración, duraban de meses a años. De meses como la de Joaquín descubierto en su condición por sus pares, a años, como las de los Jacintos. Y ellas eran posibles porque había una abundante población negra libre entre la cual mezclarse y perderse.
La salida a campo fue una práctica esencialmente masculina, facilitada por la demanda estacional de trabajadores. Las fugas de mujeres fueron más dentro de la ciudad o entre ciudades. Los casos de Florencia y de María Antonia evidencian como el ámbito doméstico fue un espacio privilegiado para los abusos, pero también para la protección de las esclavizadas. No parece ser el caso de estas esclavizadas, pero el alquiler fue una forma en que ellas se entraban en contacto con otras experiencias de esclavitud. La movilidad espacial relacionada a los alquileres permitió a los esclavizados tejer relaciones de camaradería (entre iguales) y relaciones de “clientelismo” con la clase señorial. Cómo y cuándo Florencia conoció a Don Manuel Izquierdo y su mujer, Doña María Nicolasa de Estela y cómo y cuándo María Antonia, tan castigada, conoció a Juan Pulido es algo que no conseguimos saber a partir de la documentación analizada. Puede ser que supieran para donde iban cuando abandonaron las casas de sus amos o puede ser que no. Como el caso de Joaquín que después de semanas no encontró nadie que le diera asilo. En ese caso era más fácil mantener oculta una mujer esclava dentro de las casas señoriales.
En términos de crimen y de justicia las fugas tuvieron tratamiento muy poco homogéneo en el tiempo y el espacio. El incremento de la producción azucarera a partir, sobre todo, de final de siglo XVIII llevó a políticas muy represivas en las áreas tropicales. Los casos que hemos analizado en el Río da la Plata permiten afirmar que las fugas fueron muy combatidas, pero se criminalizó poco a los fugados. Si las fugas eran individuales también lo eran las recuperaciones. La sentencia de Joaquín Acha es elocuente a ese respecto. Se dice al amo para corregir su vicio, no se especifica como; pero si se especifica que el robo que cometió (no la fuga) tiene una penalidad establecida en 50 azotes. Encontramos a los amos buscando recuperar sus “propiedades” y redimir los jornales correspondientes a los días de fuga/trabajo. El tiempo de la fuga es medido en términos de “dinero perdido”. La criminalización estuvo más relacionada con la formación de palenques por su potencial propagador y disolvente de la disciplina señorial (Laviña, 2005, p. 54-56).
El petit marronages, la huida individual, fue la forma predominante y para eso fueron utilizadas las formas de movilidad espacial típicas de una sociedad predominantemente agropecuaria y de frontera.
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