Circulación literaria y recreación de comunidad
Vanina Papalini[1]
La lectura de libros como práctica ensimismada/contemplativa
Imaginemos una ilustración para la lectura. Compongamos imaginariamente una escena. Casi sin lugar a error, la representación mental encontrará coincidencias: el espacio de la lectura más evocado será un espacio íntimo, más precisamente, doméstico. Habrá un sillón, quizá una lámpara. Un lector, menos frecuentemente una lectora, estará ensimismado, abstraído, frente a un libro. Solo o sola. Un diálogo mudo, un diálogo interior manifestado en el silencio, impregnará la escena. Con menos asiduidad, la representación de la lectura evocará la que se realiza en un espacio público: un café o un medio de transporte; en medio del rumor, el lector o la lectora sumergidos en un libro. La lectura parece sustraerlos del entorno, reteniéndolos en un espacio distinto. El aura del libro absorbe y separa, como una membrana translúcida.
¿Será entonces el libro un auxiliar mágico; tendrán los autores y autoras un don singular, habrá un hechizo que se desata en el acto del leer? Quizá sea solamente el efecto del ojo que mira, el espejismo de quienes figuramos este acto, o el imaginario colectivo que construyó la modernidad. Quizá estemos demasiado habituados a seccionar, simplificar y aislar para analizar. No es esta una responsabilidad individual; evidentemente hemos sido formados en un paradigma que hace de la especialización, la clave del conocimiento. Pero, si por un momento intentamos reponer aquello que falta en la pintura, encontraremos que el acto es un instante de un proceso que tiene precedencias y ulterioridades. Encontraremos tiempo, encontraremos lazos, encontraremos afecciones, encontraremos un mundo en donde leer es el paso que sigue a “escuchar la escritura”.
La lectura como escritura escuchada
La primera forma en la que conocemos la literatura es como escritura “escuchada”, como relato leído o contado, como historias o vivencias narradas. Así, “leemos” antes de estar alfabetizados. Michèle Petit (2015) insiste en que la transmisión familiar de la lectura es precursora de la escolar. La teoría que postula a la lectura como un hábito heredado o inculcado por instituciones tales como la escuela resulta insuficiente: Bernard Lahire señala la vaguedad de nociones tales como habitus, disposiciones, interiorización, en tanto resultan categorías sociológicas que no tienen la plasticidad necesaria para dar cuenta de lo social individualizado (2012, p. 79-80). Desde mi punto de vista, el papel de la familia no se circunscribe a la anticipación de una práctica, ni a la habituación que puede fomentar, ni siquiera a su ejemplaridad. La lectura amorosa (de una madre, un padre, un hermano, una abuela o quien sea que encarne un afecto) deja una huella emotiva y es, en ese sentido, singular y más intensa, por cuanto constituye una experiencia de evocaciones infinitas. Veamos con un ejemplo qué significa la “experiencia” en términos de la disposición a la lectura:
Apenas llego al aula, Valentina me pregunta: “¿Qué cuentos trajiste hoy?” Le contesto que traje dos (…). Me pide que leamos los dos y me abraza. Para empezar la actividad, escribimos en una carta las cosas que queremos que se vayan volando. La lista es larga: cocodrilos, ratas (“porque en mi casa hay muchas”, agrega una de las niñas). (…) Inflamos un globo y le atamos la carta; salimos (…) hacia el patio. La seño nos sigue con la cámara encendida (…). Llegamos al fondo, atravesamos el cemento y estamos frente al tejido que rodea el patio del jardín. Ahí observo tres hilos gruesos de alambre de púas que nos separan del afuera. Un afuera difícil, un canal lleno de basura, personas en carros recolectándola para hacer de ella su sustento diario. Estoy parada con un globo en la mano y un círculo de niños que esperan la suelta del objeto volador. Me doy cuenta de que no va a ser tarea sencilla y no sé qué hacer. A la seño se le ocurre buscar una silla, entonces dos nenes corren para traer una de la sala. Valentina propone darle un beso, algunos saludan divertidos. Pero el globo no quiere pasar, el viento lo devuelve y existe el riesgo de que se pinche entre los alambres de púa. Todos esperamos ansiosos.
En un momento el globo logra superar la valla, pero se queda atascado entre unas ramas. Un adolescente que pasa caminando y fumando se acerca, riéndose, e intenta devolvernos el globo. Le decimos que no, que se tiene que ir lejos. (…) Le pedimos que se lo lleve y lo haga volar. Cumple con el pedido; los niños y las niñas aplauden y saltan de alegría. Volvemos al aula y nos sentamos en las mesas. Espontáneamente, los niños y las niñas sacan los libros de la biblioteca áulica y se disponen a mirarlos. Arman pequeños grupos de lectura, uno de los niños eleva el libro y se lo muestra al resto mientras relata una historia.
Thiago mira una y otra vez el libro El globo. Es un niño que en general no habla mucho y se distrae con facilidad, pero esta vez se concentra buscando globos en otros libros. Mijael le lee el cuento Ladrón de gallinas (…). Después, entre los dos, buscan gallinas y globos; los señalan en el libro para contarlos, repitiendo el esquema de la lectura que se presentó en el comienzo de la clase. (Maina, 2018, s/p).
Estas notas son parte de un registro etnográfico de una investigadora, Melisa Maina, que estudia la lectura infantil. Las niñas y los niños a los que hace referencia están en el nivel inicial de una escuela urbana marginal. El fragmento al que recurrí muestra una situación de lectura muy diferente de representación sociológica corriente, construida como fotografía mental –metáfora del estudio sincrónico de las escenas aisladas– y de una disección rígidamente demarcada de espacios y momentos tipificados. La riqueza de la notación etnográfica permite dar cuenta de un desarrollo temporal y no de una sola imagen. Para que la secuencia tenga sentido, estas anotaciones reconstruyen vínculos, describen situaciones, pintan contextos.
Con esta trama de acciones en mente, pensemos ahora en la “introducción a la lectura” de Thiago. ¿Qué lo lleva a buscar globos en un libro? Intentemos “sentir” como Thiago, mirar los sucesos con sus ojos. Mezclados con los demás niños y niñas, observamos las peripecias del globo que trata de prevalecer sobre la hostilidad de las púas y el desasosiego del basural, atentos a un ascenso dificultoso que requiere –¡también!– superar el impedimento que plantean las ramas del árbol. Allí parados, junto a las maestras que batallan para que se produzca la hazaña, y el joven vecino, que primero no comprende y después ayuda, algo está sucediendo: está configurándose una experiencia.[2] Ahora podemos ir más a fondo y hacernos también una pregunta cuya respuesta es menos evidente: ¿cómo se relaciona todo esto con Mijael y las gallinas? Intentaremos responder esta pregunta al final del capítulo.
Como dice Petit, la actividad de la que la lectura formó parte propuso “objetos culturales (…) de los que los niños se apoderarán tal vez para interpretar lo que descubren, instaurar una continuidad con lo que los rodea, animar su vida interior, pensar, alimentar intercambios con otros…” (2015, p. 149).
El ejemplo también sirve para ilustrar la afirmación que indica que las prácticas sociales se inscriben en un pathos, en un plexo afectivo, marcado por la relación con los otros, constituyendo una marca cuya impresión inicial desaparece de la memoria, pero cuyos ecos se prolongan a lo largo de las trayectorias biográficas. Si se admite por un momento la premisa de que somos sujetos –es decir, que nos constituimos en la trama y por la trama social a la que, a su vez, damos existencia–, podremos comprender estas experiencias, no como vivencias individuales, sino como acontecimientos que se configuran y significan con otros. Como propuse al principio, la lectura es una práctica que se ejercita antes de saber leer, y son justamente esos otros que nos leen o con quienes se lee, los que le dan forma.
La lectura incrustada
Entonces, ¿leer es inscribir la literatura en la vida? Sí y no. Leemos montones de escritos que no son literatura. Tomando las lecturas en sentido global, puede decirse en las sociedades contemporáneas se lee muchísimo. La lectura está incrustada en nuestras prácticas cotidianas: leemos indicaciones, manuales de uso, agendas, publicaciones periódicas y diarios, materiales de estudio, carteles publicitarios, formularios, recetas y prospectos. Abrir una pantalla es ponerse en contacto con textos a leer.
La lectura es una práctica que va más allá de la literatura, entendida como un subconjunto específico de las lecturas. Una diferenciación acaso prosaica distingue información de narrativa:
La narración –dice Sarah Hirschman– pone en juego la conclusión y la experiencia, mientras que la información (incluso la información cultural) es un proceso de acumulación acelerada de datos, del que no surge, estrictamente hablando, la cuestión del sentido. La circulación sin fin constituye la característica más relevante de la información y su especificidad (…) reside en que el sujeto no está implicado en la interminable repetición de noticias (2011, p. 13).
La definición de narración de Hirschman se ajusta a la imagen inicial de la persona en el sillón leyendo su libro en el seno de su hogar; mientras que la de información se parece a la lectura ocasional e intermitente de la prensa o las noticias on line en sitios menos acogedores y “de tránsito”, como un medio de transporte o una cafetería. Al parecer, un libro contiene una narración que constituye una unidad de sentido que comienza y termina. Teóricamente, y desde el punto de vista las gramáticas de producción (Verón, 1987), esta definición parece correcta.
Desde el punto de vista de las asociaciones en la teoría del actor-red (Latour, 2008), o de la estética de la recepción (Acosta Gómez, 1989; Jauss, 2002; Iser, 2005), en cambio, la narración literaria no existe sin su lector o lectora y este puede estar escuchando música al mismo tiempo que lee y dejando que la melodía se articule con sus emociones (¿de dónde vienen esas emociones, las que se desatan en ese momento? ¿las provoca la melodía, el libro, la siesta que no se durmió, el té con bizcochos recién concluido; la memoria en segundo plano de la agenda del lunes; el enojo de esta mañana por la bolsa de desperdicios que un perro callejero esparció en el jardín?)
El lector o la lectora pueden estar sumergidos en la lectura o simplemente aburridos y decidir seguidamente abandonar el libro; pueden buscar en enciclopedias virtuales unos datos relativos a lo que leen, o evocar un viaje que se asemeja a una de las descripciones que la obra contiene; pueden sentirse conmovidos no necesariamente por la obra sino por quizá fue un regalo amistoso que quiere oblicuamente decir algo: la obra puede ser entonces un “mensaje cifrado” que está más allá del autor o la autora. La “conclusión del sentido” –si tal cosa sucede alguna vez– puede llegar después, o antes, o nunca. Tiendo a creer que el sentido (de la narrativa tanto como de la información) es reacio a la conclusión y en cambio afín al movimiento interminable. No estoy hablando de otra cosa que de circulación de sentidos, circulación sin inicio y sin fin, antes, durante y después de la literatura, y aun sin ella.
Por cierto, y a pesar de Hirschman, considero que la “información” es diferente a la acumulación acelerada de datos. Esta descripción podría ser endilgarse a un proceso maquínico, pero no a un noticiario en donde la información se presenta encarnada en voceros, testigos y protagonistas. Según las reglas de la labor periodística, los acontecimientos noticiables se proponen como “cercanos” a la audiencia, tendiendo a generar su empatía (Aubenas y Benasayag, 2001). La información también se ofrece como relato –el paralelo entre la novela policial y los sucesos criminales prueba maridajes y concurrencias. Y los públicos dan muestras de implicarse en las noticias convirtiendo en muchos casos la información en una causa, es decir, en la sustancia de la acción social colectiva (Boltanski, 1993). Tan interminables son las noticias (aunque sean repetitivas, es cierto; siguen la lógica de reproductibilidad del sistema de medios y la industria cultural, cosa que ocurre igualmente con varios géneros literarios) como el sentido. O como la vida.
La literatura llamada popular
La distinción entre narración e información parece habilitar cierto desdén por las lecturas no literarias. Y sin embargo, numerosos géneros se encabalgan en esta frontera. Las biografías, las novelas históricas, las crónicas, son géneros literarios muy antiguos y representativos de las formas en las que los relatos orales pasaron a ser escritos. Se pregunta Virginia Woolf:
¿Nos negaremos a leerlas porque no son “arte”? (…) ¿Las leeremos, ante todo, para satisfacer la curiosidad que nos domina a veces cuando nos paramos al atardecer frente a una casa con las persianas abiertas y las luces encendidas cuyas plantas nos muestran diversos aspectos de la vida humana? (Woolf, 2012, p. 30).
Biografías, vidas ejemplares y memorias son parientes cercanas de la conversación, más exactamente del chisme, del cotilleo. La literatura popular, conformada al calor de la oralidad del relato antes de que la escritura fuera encerrada en un volumen, se parece a esta “interminable repetición” de la información que tanto se ocupa de los grandes eventos como de lo cotidiano y trivial. La repetición nunca es idéntica: en la transmisión oral, pero también en el circuito informativo, conlleva transformación, deformación, recontextualización y reforma, es decir: recreación (Ong, 1993; Zires, 2005).
La literatura popular pasa por distintos estados; es primero historia contada, después escritura escuchada y por último, letra registrada. Se nutre de la información, tanto como la información de la literatura. Los hechos devienen leyendas; los participantes de una gesta, protagonistas de una narración; la vida puede ser un folletín y un folletín puede devenir novela canónica.
Si bien no la prefiero,[3] la idea de literatura popular conserva las connotaciones de la doble acepción de su calificativo; “popular” en su uso anglosajón, como predilecto de las mayorías, o muy difundido; y popular como lo que está vinculado con ese sujeto histórico incierto, el “pueblo”. Muchas veces los dos significados coinciden; literaturas muy difundidas comercialmente son reformulaciones de expresiones culturales de sectores subalternos, como sucede con la novela rosa en relación al folletín. Si nos movemos de la literatura a la música, en tanto su inscripción inicial no resulta tan lejana en el tiempo, el proceso se observa con mayor nitidez: la salsa, el cuarteto, el reggaetón, el hip hop, en sus versiones espectaculares o industriales, han bebido (o se han apropiado) de expresiones culturales de sectores subalternos e incluso marginales.
La literatura, como dije, ese subconjunto de la escritura, parece querer distinguirse de lo popular en el sentido de pertenencia o procedencia de las clases bajas sobre todo en cuanto a que ellas representan lo basto, lo que carece de refinamiento. Pero, sobre todo, intenta no ser confundida con lo comercial, lo largamente difundido e industrialmente fabricado.
Según dice Zaid:
Quisiéramos creer que la cultura y el comercio se excluyen. Que lo culto circula y se adquiere de maneras no comerciales, más cercanas al culto y a lo oculto. Que tiene algo de brebaje iniciático, que se da a beber a los elegidos y se adquiere por grados, bajo el control y con la garantía de origen no comercial de la universidad o el Estado (p. 41). [Sin embargo, asume que] “comerciar es también tener trato” (2010, p. 42).
La literatura de circulación masiva pocas veces es reconocida por sus calidades, ni sus autores y autoras forman parte del canon. Salvo el excepcional caso de Paulo Coelho, quien en 2002 ingresó a la Academia de las Letras de Brasil, los autores más leídos y las autoras más leídas no suelen ser apreciados ni apreciadas en ámbitos doctos. Más allá de la autoría, esta literatura tiene una cualidad peculiar: la capacidad de tejer lazos invisibles que puedan constituir una comunidad, una comunidad de afinidades, sin arraigo o delimitación territorial.
Todas las comunidades virtuales ingresan sin esfuerzo en esta caracterización. Unas pocas evidencias bastan para fundamentar la idea de que se trata, fundamentalmente, de comunidades en donde la lectura es tanto una moneda de cambio como un motivo de la interacción, en una plaza pública en la que las relaciones sociales se ponen en juego mediante intercambios y tratos. Este espacio tiene mucho de moderno y poco de posmoderno; se parece mucho a la feria-mercado, en donde cultura y comercio se funden. Establece uno de los tipos de vínculo primigenios de la socialización: el juego (Mead, 2010).
La comunidad de lectores de Harry Potter (Cuestas, 2014) o de Florencia Bonelli (Niño, 2012), revelan que aunque la convocatoria inicial se sostenga sobre la philia (amistad, afición o simpatía) en relación a la lectura, lo que se comparte es más que eso. El libro, la escritura y la lectura, son sólo nudos de esas tramas y los y las lectoras, parte de un agenciamiento o ensamblaje (Latour, 2008) en el cual el objeto libro, las páginas que remiten a él o lo recrean, las críticas, los sistemas de premiación, las librerías, los chats, el mercado editorial y su marketing, el arte de tapa, las personas que compran o regalan libros, el sistema educativo y un inconmensurable etcétera, también componen (Papalini, 2015). La circulación remite a la manera en que la significación surge, a partir de su movimiento por las nervaduras sociales. Si se acepta este aserto, conviene introducirse en la definición de públicos de Gabriel Tarde.
Entonces, ¿circulación?
Para comprender las distintas agregaciones del universo de quienes leen[4] conviene examinar la noción de “públicos”. A principios de siglo XX, en un momento en que la sociedad era pensada como “masa” o “multitud”, Gabriel Tarde (2013)[5] ofrece una perspectiva original sobre los vínculos sociales, condensada en el concepto de público. Según su definición, el público es una “colectividad puramente espiritual, como una diseminación de individuos físicamente separados y cuya cohesión es completamente mental” (2013, p. 85).
No puede sorprendernos que esta noción encuentre sustento empírico en el fenómeno de la lectura de la prensa pues ya hemos atendido a la “comunidad virtual” que es capaz de establecer. Tarde subraya el carácter “espiritual” o mental de quienes conforman un público; son personas que comparten una opinión o una afición. Se trata de un concepto eminentemente moderno; no existe término equivalente, dice Tarde, ni en latín ni en griego. La pluralidad emerge aquí con fuerza y distingue al público de la multitud: “se puede pertenecer al mismo tiempo, y de hecho se pertenece siempre simultáneamente, a varios públicos, como a varias corporaciones o sectas” (Tarde, 2013, p. 92). Los públicos son, así, garantes de pluralismo, entendido no sólo como la coexistencia de posiciones diversas sino como movimiento de afectación entre ellas: de proliferación y desaparición, subsunción, división y trastocamiento.
Así concebidos, los públicos no son pasivos sino actuantes: la opinión “los arrastra por caminos que no han previsto” (Tarde, 2013, p. 116), hacia una acción que, para Tarde, es eficaz porque es más reflexiva, más calculada y más duradera que la que pueden desarrollar las multitudes. Los públicos asumen característicamente un papel activo e interactivo: se comunican entre sí y recrean, reproducen e intercambian tanto sus comentarios como los bienes simbólicos objeto de su afición. Salvando los contextos, podríamos ver en su actividad el preanuncio de lo que sucede en el hiperespacio. Es cierto que el público lector de prensa que Tarde considera tiene poco que ver con los prosumers, pero la sociabilidad de los públicos, que describe como una necesidad creciente de comunicación regular (2013, p. 99), es semejante a aquella que se sacia en esta red de contactos e informaciones fragmentarias continuas.
En otras ocasiones he utilizado la noción de rizoma para aludir a la capacidad proliferativa de la vida, a su movimiento – se trata de circulación, pero no de circuitos, ya que las conexiones son imprevisibles–, a su horizontalidad y desterritorialidad. Esta noción propone el establecimiento de vasos comunicantes y relaciones, escapando al quietismo y la fijeza de “esferas” y “mundos” y a la instantaneidad de las “escenas”. Circulación, entonces, para hablar de la lectura: ensamblajes y asociaciones de estabilidad precaria.
Rendez-vouz avec Lahire
Al comenzar este texto, retomaba una cita de Michèle Petit sobre la transmisión de la lectura. El tema –la cultura escrita, la lectura, la educación– también es uno de los más frecuentados por Lahire,[6] quien dice que “… la transmisión cultural debe apoyarse en las ganas, el deseo de construir hábitos (…)” (2004, p. 253). Un pastor, una concertista, una niña y un niño que aprenden la lengua, construyen estructuras cognitivas y disposiciones para la acción a través de múltiples inserciones en la vida social y en los juegos del lenguaje.
Este fragmento de El hombre plural sintetiza el nudo peculiar que Lahire traza entre objetivismo y subjetivismo: un legado social (objetivado) se internaliza mediante un mediador que encarna, a nivel interpersonal, la norma abstracta o el “patrimonio cultural”. Pero esta transmisión se efectúa en la medida en que lo moviliza subjetivamente (ganas, deseo) logrando, de este modo y de manera heterogénea o plural, ciertas disposiciones a la acción (hábitos) que surgen de esta articulación de niveles. Y aunque su mayor esfuerzo está puesto en afirmar que “’Estructuras objetivas’ y ‘estructuras mentales’ no son dos realidades distintas en la que una (las ‘estructuras mentales’) son interiorización de la otra (las ‘estructuras objetivas’) sino más bien dos aprehensiones de una misma realidad” (2004, p. 256), lo más significativo es cómo se produce el despliegue de todos estos niveles y la riqueza implicada, difícilmente reductible. De allí la importancia de los contextos, las emociones, las memorias, los y las participantes, los artefactos y dispositivos, las interacciones.
Se ha dicho que Lahire ha tratado de “aliarse junto con la psicología socio-cultural para desempolvar y renovar los supuestos psicologicistas en los que se asientan las teorías sociológicas de la acción” (Sánchez Criado, 2007, p. 373) en un proyecto de “sociología psicológica”. Y es una sociología psicológica útil, a mi juicio, para entender lo social y su reproducción no idéntica: el sociólogo antes que el psicólogo. Lahire se enfoca en el individuo para pensar las inflexiones que estos esquemas de acción pueden sufrir, y encuentra en la pluralidad, la regla; mientras que las disposiciones más o menos estables son la excepción.
Desde el momento en el que un actor ha sido colocado, simultánea o sucesivamente, en el seno de una pluralidad de mundos sociales no homogéneos, y a veces incluso contradictorios (…) nos encontramos con un actor con un stock de esquemas de acción o de hábitos no homogéneos, no unificados, y, en consecuencia, con prácticas heterogéneas (…) (Lahire, 2004, p. 46)
Lahire retoma a Maurice Halbwachs (pero bien podría haber recurrido a Tarde) y lo cita: “cada hombre está inmerso a la vez o en momentos sucesivos en varios grupos” (Halbwachs en Lahire, 2004, p. 47). Esta perspectiva permite entender la variedad, la pluralidad, la “línea de fuga” –al decir de Deleuze– de los habitus. Es incisivo y crítico de la teoría de los campos de Pierre Bourdieu, en relación de las distintas formas en la que los actores están dentro de los diversos campos –y el tránsito entre ellos, agrego– y lo que queda fuera de esos campos, una llanura extensa sin cartografiar. Dice: “si los habitus, en tanto sistemas de disposiciones, son específicos de los campos, cabría legítimamente preguntarse qué es lo que se constituye cognitivamente, afectivamente, culturalmente, al margen de dichos campos” (2004, p. 53).
Pluralidad, interacción, desplazamientos, contradicciones: las perspectivas sociológicas encuentran alguna dificultad con estos tópicos. Lahire logra incorporarlos en una perspectiva general que se interroga sobre la sociedad; de allí que, al referirse a la lectura, proponga explorar las disposiciones de los lectores, que permitiría agregarlos en conjuntos no obligados ni obligatorios.
Para entender la ruptura y la transformación, para responder a la pregunta sobre qué hace variar estas disposiciones diversas, conviene, a mi entender, dar un paso más en el terreno psicológico y apelar al concepto de experiencia, resultante de esas prácticas heterogéneas y de esos tránsitos por mundos sociales diversos. El concepto de experiencia empuja a pensar más allá: las vivencias de las que la lectura forma parte –vivencias del mundo, desde una perspectiva deleuziana, del afuera de la subjetividad– son capaces de plegarse e invaginarse. Y allí, al abrigo del doblez, puede comenzar a germinar “algo” (Deleuze, 1987). Ese “algo” sin definición –un brote, una larva, una inquietud, un sentimiento o una imagen informe– puede luego empezar a desplegarse –una rama, una mariposa, una acción, una expresión, un sueño o una idea.
Para integrar la cuestión que nos ocupa, la lectura, a esta teoría más amplia, podría servirme de la noción de tecnología del yo (Foucault, 1990; Foucault, 2002), pero esta, resulta demasiado voluntarista para el proceso tal como lo imagino. Ensayo entonces otro camino, intento responder la pregunta planteada al inicio: Thiago busca gallinas con Mijael porque está jugando; porque ahora también él forma parte del juego. La razón sociológica es nítida; cualquiera puede darse cuenta: hubo un globo tratando de superar los alambres y las ramas. Estuvimos todos allí alentando su vuelo.
Traducido al lenguaje sociológico, esto significa que, si se producen transformaciones en la vida de los sujetos, están atadas a las experiencias. Análogamente, puede pensarse que los cambios sociales están sujetos a acontecimientos que, subjetivos y objetivos a un tiempo, involucran tanto la experiencia singular como la praxis social. Las reflexiones en torno a la lectura, de la mano de Lahire, invitan a reflexionar en torno a la aprehensión “cinética” de lo social entretejiendo dinámicamente sus dimensiones. Para dar cuenta de ello, para hablar de experiencias subjetivas y condiciones sociales, se necesita una sociología psicológica o una psicología social, poco importa su denominación; un enfoque tal que retenga la densidad emotiva y las estructuras organizativas, aplicando para el análisis una delicada rejilla de especificación. Sólo así las determinaciones dejarán asomarse a la relativa indeterminación que hace al devenir social.
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- Entiendo a la experiencia como un hecho de la existencia, subjetiva u objetiva, aprehendido internamente, anterior a toda reflexión o racionalización. Siguiendo el razonamiento de Alain Badiou (2003) sobre el acontecimiento, considero que la experiencia es una irrupción que desarticula la serie más o menos previsible de las vivencias; es un exceso que rebasa las simbolizaciones que puedan hacerse de ella, quedando siempre abierta a nuevas e infinitas resignificaciones. ↵
- Prefiero una mayor precisión que permita diferenciar los distintos sentidos en los que se usa esta expresión. Por ejemplo, utilizo la expresión “literatura de circulación masiva” refiriéndome a su alcance. En otros casos, hablo de literatura social, cuando se trata de una composición colectiva y con anclaje identitario. En este campo semántico, puede distinguirse también la literatura independiente, o autogestionaria. Todo esto se refiere más a sus procesos de producción y circulación que a la autoría propiamente dicha. ↵
- Puede consultarse, en Papalini y Rovetto (2016) un recorrido sobre teorías sustantivas y el estado de la cuestión en Argentina sobre este tema, actualizado a 2012.↵
- El pensamiento de Jean-Gabriel de Tarde ha recibido un nuevo impulso merced a la reapropiación que de él han hecho Bruno Latour (2008) y Maurizio Lazzarato (2018). Pueden encontrarse otras lecturas de los aportes de Gabriel Tarde en Nocera (2008) y Trovero (2016).↵
- Puede encontrarse un mapa de las principales líneas teóricas sobre las perspectivas en torno a este tema, con una presentación crítica de las teorías de Bourdieu, Becker, de Certeau, Lahire, Petit y otros autores, en Arce et al. (2012).↵