Su origen y su actualidad desde sus filmes
Ana Sabrina Mora[1]
Introducción
En los relatos acerca de la historia del movimiento hip-hop se reiteran fundamentalmente dos cosas: la evocación de un origen a principios de los años ochenta en las calles de ciertos barrios de Nueva York por impulso de jóvenes afroamericanos y chicanos, y la atribución de características de revolución cultural a este movimiento compuesto por un conjunto de prácticas artísticas (rap o MCing, break dance, DJing y grafiti). Desde esa década y hasta la actualidad, el hip-hop ha generado interés no sólo en quienes forman parte del movimiento (como performers, espectadores o ambas cosas a la vez, o como productores y gestores culturales), sino también por artistas audiovisuales y periodistas atraídos por realizar un registro de cuanto ocurre en este movimiento cultural.
En este capítulo me centraré en particular en las miradas que han nutrido un conjunto de filmes que comparten con muchos otros (más allá de su diversidad) un modo de ver y entender el hip-hop a partir de una articulación entre redención, formación, rebeldía, resiliencia, resistencia y agencia cultural. Los filmes considerados aquí serán tres: Wild Style (Charlie Ahearn, 1983), Style Wars (Henry Chalfant y Tony Silver, 1983) y 8 Mile (Curtis Hanson, 2002). Los dos primeros son documentales producidos sobre el movimiento hip-hop en Nueva York, que constan actualmente como recomendaciones y referencias en páginas especializadas en hip-hop y, a mi entender, han delineado gran parte de las lecturas que posteriormente se han realizado sobre este movimiento cultural, incluyendo otras películas y programas televisivos. La tercera producción (8 Mile) es un filme de inicios del siglo XXI que fue muy exitoso en el circuito comercial y que han mencionado de manera reiterada los y las jóvenes que practican rap y break dance con quienes me encuentro realizando una investigación sobre un trabajo de campo etnográfico desde el año 2015 en la ciudad de La Plata (capital de la provincia de Buenos Aires, Argentina).[2]
Ya sea en aquellas películas que presentan una prevaleciente línea narrativa que recuerda a las novelas de formación (Bildungsromane) o en los documentales que dan a conocer aspectos de una práctica colectiva acerca de la cual se destaca la atribución de características ligadas a la oposición con el Estado o con el estlablishment, junto con las posibilidades que otorga para la construcción de agencia y la transformación social, una particularidad de tales filmes es el énfasis en las desigualdades de clase (y la imposibilidad o posibilidad de atravesarlas) y en un proceso de redención individual y colectiva, que estaría propiciado por las características particulares de las prácticas del break dance y del rap. Tanto los documentales como las películas de ficción estructuran el relato de una manera que recuerda a las novelas de formación o de aprendizaje (Bildungsromane), que son aquellas que narran un proceso que transforma a un joven en un adulto. En muchas de estas novelas, las y los protagonistas deben enfrentarse a un entorno hostil para lograr la maduración y construir una personalidad propia, a menudo distanciándose de sus familias y su contexto social; a la vez que se entra a ese orden, se encuentra la manera de hacerse un lugar.
Estas mismas miradas suelen evocarse en los relatos de los y las practicantes, en la bibliografía (aún en la académica) y en las páginas web especializadas, conformando un campo de sentido compartido que impregna fuertemente las narraciones biográfico-identitarias de raperos/as, grafiteros/as, b-boys y b-girls. Con la intermediación de estos filmes, se fue fundando un mito de origen y un sentido general atribuido a las prácticas que se engloban en ese movimiento; visiones que se continúan reproduciendo en las películas de ficción que les siguieron, en las narrativas actuales de los/as practicantes e incluso en las miradas producidas desde la academia.
Hacerse un nombre, ser en una práctica y construir contra-hegemonía
La redención es un punto ineludible en la caracterización de la autodenominada “cultura hip-hop”: por un lado en el mito fundacional continuamente reiterado y recreado en cada nuevo contexto; por otro lado, en los modos de identificación con la práctica en la actualidad, de ambas cosas nos ocuparemos a continuación. En los tres filmes que hemos destacado, el hip-hop trata de ocupar un lugar en el mundo (un contexto hostil) y de lograr valoración para la práctica y para hacer la vida soportable. Wild Style (1982) se considera la primera película de hip-hop. Su realizador, el escritor Fab 5 Freddy, decidió rodar un film sobre el grafiti, que ya había tomado vastos sectores de espacios públicos neoyorquinos; con un año de inmersión en la “cultura del hip-hop”, resultó una película sobre la escena completa, incluyendo sus cuatro elementos. Elaboró la película con dos grafiteros, Charlie Ahearn y Lee Quiñones. En este momento el grafiti ya había sido objeto de interés en el campo del arte y también había aparecido de manera recurrente en la prensa con crónicas dedicadas a los conflictos con vecinos y con agencias del Estado, que ya avanzaba sobre la práctica persiguiéndola por vandalismo. Pero el rap (en particular el freestyle) era aún visto como una “escena salvaje”, poco explorada, propia de estudiantes de secundaria que al realizador de la película le parecían tremendamente talentosos y a quienes quería ayudar para que lograran contratos con discográficas y así llegaran a un público más amplio. A la manera de los filmes etnográficos de Franz Boas, los actores y las actrices interpretaron para el filme roles que mostraban cómo eran en la vida real y actuaron escenas que reproducían su vida cotidiana para la cámara.
El comienzo de Wild Style incluye muchas de las características que, hasta el día de hoy, definirían al hip-hop: el riesgo, la diversión, el barrio, la pobreza, la calle, la noche, los trenes, el aerosol, el piso, los discos, la fiesta, el impulso indetenible de expresarse, la autosuperación, la perseverancia a pesar de la oposición, la incomprensión y la demonización. Una serie de objetos, materialidades, estéticas, delinean una práctica artística contra-hegemónica que se está constituyendo como estilo cultural. De un lado, los actores y el hacer del hip-hop –la crew, el break dance, el DJing, el grafiti– y sus aliados sinceros, eventuales o interesados –artistas y periodistas que le están comenzando a prestar atención al hip-hop–, del otro, sus antagonistas –la familia, las culturas parentales, la policía, el Estado represor. Con las modulaciones entre ser “auténticos”, ser “comerciales” y “ser famosos”, y con la subalternidad como valor que no puede más que torcerse en un movimiento hacia la construcción de contra-hegemonía en múltiples escenarios, se relata una historia de amor chico-chica. Su protagonista parece decir en todo el film: “hago esto, porque es lo que hago, porque otra cosa no puedo hacer”.
Style Wars (1983) fue rodada entre 1981 y 1983 con la dirección de Tony Silver. Se basa en una investigación de un corte entre periodístico y folklorista realizada por Martha Cooper y Sally Banes, quienes se propusieron “registrar” el break dance desde la perspectiva del folklore, con una noción de “baile callejero” y de “movimiento juvenil” en ascenso, en sus articulaciones con el grafiti, que terminó siendo el eje principal del relato. Al igual que en el film anterior, en este se realizó una ficcionalización de vidas reales por parte de sus mismos protagonistas. Sus protagonistas manifiestan querer ser artistas famosos y se ven enfrentados con la policía y con el Estado en general, en medio de campañas contra el grafiti y con los usuarios de los trenes por ellos pintados en su contra. Pero aquí toman mayor centralidad las disputas al interior mismo del género: “me tapó”, “me copió un paso”, “nunca habíamos visto una cosa así”.
Los años inmediatamente anteriores a ambas filmaciones fueron los años en que comenzaron a aparecer las primeras crews con presencia en las calles del Bronx. Tanto la centralidad de las crews –aunque con cierto énfasis en personajes individualizados que encarnarían al “típico” integrante del movimiento– y sus lógicas y dinámicas de funcionamiento interno, como el rol fundamental del conflicto, la resistencia y las luchas y la “toma” del espacio público de las ciudades, son evocados fuertemente en las narrativas de ambos filmes. La cristalización de estos elementos en ambos documentales tuvo el efecto de fijar un momento y una mirada particular sobre un movimiento en ese entonces emergente.
El contexto de producción de estas obras (en cuanto al momento en el desarrollo del hip-hop en el que fueron realizadas) fue la expansión del hip-hop a otros barrios más allá de su barrio originante, proceso que ocurrió a partir de 1979 y que llevó a la incidencia de otros sectores y a la aparición de influencias al movimiento “desde afuera”. Una de estas influencias tuvo que ver, sobre todo en el caso del grafiti, con el interés que comenzaron a manifestar en estas nuevas producciones distintos agentes del campo del arte, un interés que, por ejemplo, resultó en exposiciones de artistas de grafiti en galerías de arte y en la exploración de la técnica y los usos del grafiti por parte de artistas “académicos”. Otro punto en estas influencias “desde afuera” tuvo que ver con el interés del mercado en el hip-hop: los años 1980 a 1983 suelen marcarse como los años en los que esta “cultura” alcanzó conocimiento y éxito en amplios sectores, abriendo paso a una creciente comercialización. Al deseo de “hacerse un nombre” se suma el de ser artista de hip-hop, la posibilidad de profesionalizarse e incluso de lograr fama y fortuna. Asimismo, los formatos apropiados para el disco y para la radio comenzaron a influir en lo que ocurría en las fiestas, especialmente en la extensión temporal de las canciones (junto con una cada vez mayor centralidad del rap dentro del movimiento), dejando atrás inquietudes tales como “¿cómo hacer entrar las tres horas de fiesta en un disco?”. De este modo, el hip-hop fue pasando de ser un fenómeno local, impenetrable e inexplicable por fuera de su contexto de origen, para tornarse un fenómeno novedoso pero de alcance universal. Por esos mismos años surgió la segunda generación de b-boys y b-girls, con más público y más integrantes, así como la idea de que el hip-hop está compuesto por cuatro elementos (tal como pudo verse en una exposición en una galería de arte que en 1980 así los enmarcó).
El momento que relatan estos documentales da cuenta, entonces, de lo que puede reconocerse como un “segundo momento” en el desarrollo del movimiento. Según el mito fundacional de hip-hop más difundido, el movimiento tuvo un punto específico de inicio: una fiesta organizada por el DJ Kool Herc en West Bronx en agosto de 1973, usando los sound systems que había aprendido utilizar en su Jamaica natal. En entrevistas compiladas por Jeff Chang (2015), Kool Herc destaca cuatro elementos para describir el sentido y dirección de su búsqueda artística y para dar cuenta del “espíritu” de esas primeras fiestas: ritmo, movimiento, voz y renombre. La intención y el deseo de “hacerse un nombre”, por parte del DJ y MC, guiaba el trabajo colocado en la fiesta. Allí mismo fue surgiendo una nueva forma de baile, en un primer momento imitando los movimientos que James Brown hacía en escena, que comenzó a conocerse como break dance, denominado de esa manera porque se realizaban esos pasos, ante la mirada de quienes compartían la fiesta, durante los “breaks” o instrumentales. En los pasillos de los edificios donde vivían, en house parties o en fiestas al aire libre, y más tarde en las calles de sus barrios, los primeros b-boys se enseñaban unos a otros y competían unos con otros, buscando “ganarse una reputación” (una vez más, “hacerse un nombre”), bailar mejor que nadie y tener un “estilo propio”, distinguible, reconocible y mejor que los otros “estilos” (Chang, 2015). Poco después en los mismos años `70, Afrika Bambaataa formó la Zulu Nation (inspirado en el filme Zulu, de 1964), un movimiento que buscaba el conocimiento y el auto-conocimiento con la mirada puesta en África, entendido como un “acto artístico revolucionario” para “avanzar hacia algo mejor”, uniendo el ritmo, el movimiento y la voz con la ceremonia, la fe, la celebración, el optimismo, la paz, el amor, la unidad y la diversión (Chang, 2015), junto con un término que definirá a la “cultura hip-hop” por mucho tiempo: el estilo, o, más específicamente, “tener estilo”.
Juntarse y enfrentarse: las crews, las calles y la cultura
En torno a los años previos al desarrollo de los dos documentales a los que me he referido, comenzaron a aparecer las primeras crews (o grupos de raperos/as, de bailarines/as de break dance, de DJs, de grafiteros o de conjunciones entre ellos/as). En un vasto sector de la bibliografía sobre hip-hop hasta el día de hoy, se considera que con el surgimiento de las crews comenzó el fin de la “era de las pandillas”, las cuales en los años inmediatamente anteriores sectorizaron y vincularon de manera conflictiva a gran parte de los jóvenes afroamericanos o con familias puertorriqueñas habitantes del Bronx. Esto ha resultado en un relato muy extendido según el cual los integrantes de las pandillas comenzaron a disputar sus problemas y conflictos mediante “batallas” de baile en lugar de solucionarlos en combates cuerpo a cuerpo o mediante el uso de armas de distintos tipos. Desde otro punto de vista, lo que ocurrió en aquellos momentos no fue un reemplazo de una práctica por otra, sino que continuaron co-existiendo. Sin embargo, lo que probablemente ocurrió es el músico o el bailarín “con estilo”, o el artista de hip-hop, pasó a tomar un lugar de reconocimiento en el barrio que antes tenían los pandilleros. Más allá de los probables puntos de verosimilitud de este relato (ligados a que en muchos casos los mismos que se retiraban de las pandillas pasaban a formar parte de crews o ligados a que ambas se circunscribían a determinadas zonas y dividían el territorio), el punto interesante es el hecho de la dispersión de este relato.
La dinámica de la batalla, el enfrentamiento y la medición de fuerzas, desde entonces, se evoca para explicar las raíces del hip-hop. Hasta la actualidad, el break dance, el rap y el grafiti comparten la doble característica de realizarse en un formato de competencia (una suerte de “competencia amigable”), en la que se busca ser mejor que el o la contrincante, ganarle o superarlo/a, pero en medio de lazos de cooperación y camaradería, signados por un “estar en la misma”.
Este formato de competencia o “batalla” se desenvuelve en distintos espacios: en competencias y torneos realizados en clubes, en batallas improvisadas en las plazas, en ensayos improvisados en las casas, entre muchos otros. Ante esta diversidad de espacios, el mito de origen se circunscribe a enfrentamientos en las calles de un determinado barrio; en concordancia con esto, usualmente el hip-hop queda caracterizado como una práctica “callejera”. Sin embargo, no todo ocurre en la calle. Aunque es evidente que el grafiti se realiza en el espacio público, si tomamos los casos del rap y el break dance podremos ver que los espacios domésticos tienen una fuerte presencia, sobre todo en la organización de los eventos y en el ensayo, el aprendizaje y la preparación de los productos y las performances, haciendo que el espacio doméstico sea tan parte constitutiva del hip-hop como la plaza o la esquina. Otro de los espacios constitutivos para el rap, junto con la casa y la calle, es el espacio virtual. Se toma contacto con el movimiento, con los pasos, con las técnicas de “rallado”, diseño o pintura en las paredes, con la música, con los artistas, con letras, fotos, videos, a través de internet, y se baila y se escriben letras y canciones escuchando música que se busca en el mismo medio (Mora, 2016). De todos modos, aunque el Hip-hop se despliega ampliamente en las casas, en la web y en diversas locaciones como clubes, bares, discotecas, centros culturales y sociedades de fomento, se encuentra fuertemente construido en la “ranchada” que comparten quienes integran la crew en un espacio elegido dentro de la escena barrial, y como una práctica gestada y desarrollada en las calles, lugar del que, según quienes se adscriben a este movimiento, emana toda su potencia y su capacidad de multiplicación.
Cuando en conversaciones establecidas durante el trabajo de campo que mencioné, tocamos el tema de las características, las acciones y las motivaciones que constituyen el hacer del rap y el break dance, se manifiesta un acuerdo en definirlo como “una cultura” o como “parte de la cultura hip hop”, y a partir de ahí como “algo en lo que uno se mete”, “algo donde hay un montón de cosas que valen la pena, que hay que guardar y transmitir”, “algo donde podés saber lo que está pasando, dar un mensaje, cambiar las cosas, crear” (retomando breves fragmentos de distintas conversaciones). Se entiende a esta “cultura” (como denominación nativa) como un lugar donde nadie va a ser rechazado, donde todos los que quieren pueden formar parte, donde se puede estar juntos, con otros, “estando en la misma”, y donde se puede ser uno mismo, incluso “encontrándose a sí mismo” en tales prácticas artísticas. Sin dejar de tomar en cuenta la intensa identificación con la práctica que se vislumbra en estas definiciones, es también llamativo que la definición espacio-temporal de dicha “cultura” es difusa, es decir, no presenta anclajes de espacios y tiempos específicos, así como se la valora por sus efectos en las vidas –pertenencia, identidad, expresión, reflexión, transformación de la realidad social– y no por las características estéticas o estilísticas que lo singularizan, y qué sí se retoman en otros momentos –como en letras de canciones e improvisaciones durante las batallas donde se hace referencia a tales elementos estéticos y estilísticos.
Para los y las jóvenes incluidos en el trabajo de campo, la autenticidad de sus prácticas con el rap y el break dance –así como el rap y el break dance como prácticas– no implica tensiones con el hecho de ser un producto “importado”; no es, tan siquiera, algo que deba explicarse o defenderse, ya que no representa en ningún punto un problema. Cuando se reconoce el carácter originariamente “extranjero” del hip-hop, se supone que el enlace entre ese origen y su anclaje actual en sus propias vidas cotidianas no es algo que necesite ser explicado ni que haya articulaciones que deban explicitarse. Sostengo que esto se debe a tres circunstancias: la primera de ellas se vincula con que los elementos del origen que suelen destacarse en las narraciones son la relación constitutiva con las calles, con la pobreza y con un contexto signado por múltiples violencias; estos elementos no se presentan como distantes, sino que son los mismos que son evocados para caracterizar el campo del hip-hop en su aquí y ahora. La segunda de ellas consiste en que los criterios de autenticidad y de construcción de valor en el contexto de las identidades juveniles actuales ligadas a estilos musicales globalizados –entre las que se encuentran las ligadas a la cultura hip-hop– no incluyen la apelación a genealogías “puras” y con fuertes raíces locales. Esto no ha excluido la relación con la música tradicional argentina, ya que es notorio el establecimiento de vínculos entre raperos y payadores –improvisadores folklóricos por medio del recitado y la guitarra– pero aunque se sienten emparentados se ubican a sí mismos como agentes de la modernidad frente a una práctica tradicional. La tercera reside en que la existencia de prácticas culturales mundializadas y la globalización de la cultura no constituyen ninguna novedad para estos y estas jóvenes, quienes han nacido con estos procesos ya en completa marcha. Asimismo, el rap y el break dance no hubieran sido posibles sin las dinámicas propias de la globalización, y sin el rol que las migraciones y las tecnologías de comunicación cumplen en dichas dinámicas.
El enlace con el espacio público urbano y la condición de ser vía de expresión de cómo son las vidas cotidianas y las visiones del mundo desde lo que suele llamarse “el barrio” –implicando con esto clase trabajadora, relaciones cara a cara donde priman los lazos de parentesco y amistad, escala pequeña de circulación y un conjunto de valores que se suponen compartidos– están en primer lugar en la caracterización de la práctica y de sí mismos como sus practicantes. Esta caracterización permitiría constituir de manera coherente y sin contradicciones el punto de enlace con el contexto espacio-temporal originario del hip-hop. Y a la vez, constituye la plataforma de autenticidad de los cuatro elementos que componen el hip-hop como prácticas particulares. En el barrio ocurren, desde este encuadre, las vidas auténticas, y a partir de este ser y estar con otros en el barrio –otros que “están en la misma”, que acompañan y sostienen afectivamente y que “hacen el aguante”– se puede producir “cultura”.
La indisolubilidad del lazo del hip-hop con las tramas de la globalización incluye su vinculación, desde el primer momento, con medios de comunicación en un contexto de economía global y mundialización de la cultura. Su carácter global no implica, claro está, que el hip-hop sea una práctica homogeneizante ni mucho menos “americanizante”, ya que en el proceso de globalización siempre se generan localidades, signadas por apropiaciones particulares de los materiales de la modernidad global y por la producción de manifestaciones concretas, geográfica y situacionalmente situadas, que articulan de maneras complejas estos materiales con otros igualmente disponibles y con las experiencias individuales y colectivas. En la dinámica de des-territorialización y re-territorialización (Ortiz, 1996), el hip-hop se localiza, y así puede hacerse barrio.
Una práctica de redención para vivir del (y por el) arte
Resta considerar un aspecto importante: el hip-hop como locus de redención, de encuentro de un lugar en el mundo y de expresión de sí mismo en proyección hacia un futuro. En este punto, cabe preguntarnos: ¿qué ha hecho posible que diversos grupos de jóvenes en una ciudad como La Plata integren, casi cuatro décadas después, crews que se identifican fuertemente como parte de la “cultura hip hop” y utilicen “yo rapeo” o “soy grafitero” como su principal carta de presentación? ¿Qué procesos han puesto a su disposición una forma de componer, interpretar, improvisar, bailar o pintar que fue originada en otro momento, otra ciudad, otro país, otro sector social? El hip-hop es un producto cultural que puede ser comprendido dentro de las dinámicas de la mundialización de la cultura, de la falsa disputa local-global, de la lógica cultural del capitalismo tardío y de los procesos de apropiación cultural en el post-postcolonialismo (Appadurai, 2001; Bhabha, 2013; Jameson, 1991; Juliano, 1997; Ortiz, 1996). Se trata de un producto cultural de alcance global y a la vez ligado a procesos locales, a las vidas cotidianas, a las identificaciones y a las redes afectivas de agentes situados.
Estas relaciones (complejas, múltiples y dislocadas) entre un producto cultural mundializado y un intenso apego afectivo a una práctica, incluyen la consideración de las tensiones espacio-temporales y los consiguientes puntos de articulación a los que me he referido en el apartado anterior. Los y las jóvenes a quienes me estoy refiriendo “pintan su aldea”, se entienden a sí mismos/as, se proyectan a futuro y dan una organización narrativa a sus vidas, a sus barrios y a su lugar en el mundo con una práctica cultural que fue generada en otro contexto espacio-temporal. Aunque es parte de la vida cotidiana e incluso de las políticas públicas de múltiples locaciones alrededor del mundo, es reconocida como un producto cultural propio de tal contexto de surgimiento, contexto que le habría impreso las características que lo singularizan aún hasta hoy. Las articulaciones y conexiones que constituyen aquella supuesta tensión, permiten comprender cómo la constitución y la expresión de una “conciencia de barrio” y el logro de encontrar un lugar en el mundo pueden quedar vehiculizados por un producto cultural que aparentemente es foráneo, o que, en otros términos, es foráneo aunque no ajeno.
Los elementos que tornan tal tensión en una articulación están conectados con procesos de disputa por el sentido, que pueden englobarse en dos conjuntos: en primer lugar, la construcción de sentidos en disputa acerca de “quién soy” y de “cómo es el lugar que habito”, y acerca de por qué el grafiti, el break dance o el rap son las prácticas que me permite expresarlos; en segundo lugar, una disputa teórica entre una explicación del fenómeno a partir de dinámicas globales y otra a partir de relaciones afectivas y experiencias de apego. A partir de esto, quedará planteada una apuesta por prestar atención analíticamente tanto a las condiciones globales de posibilidad que han hecho factible que diversos agentes encuentren disponible para sí estas prácticas y les otorguen un sentido, como a las experiencias y relaciones afectivas que generan y sostienen el entramado de esos agentes con (y en) esta práctica.
Arjun Appadurai ha reflexionado sobre el modo en que los medios de comunicación electrónicos ofrecen recursos para la construcción de la imagen de uno mismo y de una imagen del mundo. En sus palabras: “los medios de comunicación electrónicos proveen recursos y materia prima para hacer de la construcción de la imagen del yo, un proyecto social cotidiano” (Appadurai, 2001, p. 7). Se llega al grafiti, el break dance o el rap (y se sostienen lazos con ellos a lo largo del tiempo) por medio de la red afectiva y por relaciones cercanas entre las que prevalece la amistad, y no únicamente por medio de estímulos provistos por los medios de comunicación. Aún así, éstos cumplen un rol ineludible en cuanto a dos cuestiones de distinto orden que a la vez están estrechamente ligadas: por un lado, los medios de comunicación han permitido que la “cultura hip-hop” sean prácticas cercanas para los y las jóvenes platenses con quienes me encuentro trabajando, con una cercanía que no está dada sólo por acceder como espectadores y/o consumidores de este género, sino que han puesto a su disposición un modo de producción de imágenes de uno/a mismo/a y del mundo propias de esta práctica y recursos con los cuales construir la propia identidad. Este trabajo de la imaginación del que hablaba Appadurai, está sostenido no sólo por los medios digitales y por un nuevo orden global, sino también por una red de relaciones afectivas y por el desarrollo de una cierta capacidad de afectar y ser afectado por medio de una práctica y por la participación en una determinada escena (Jackson, 1983; Anderson, 2014; Vila, 2017).
Los relatos de quienes participan del movimiento hip-hop acerca de lo que esta participación ha hecho y le hace actualmente a sus vidas, se entrecruza con tres cuestiones: la llegada a él como un salvataje individual y colectivo; la intervención de la amistad los amigos y las amigas en el acceso y el sostén en esta práctica; y la generación de un intenso apego afectivo, esto es, del despliegue de una capacidad de afectar y ser afectado/a por ella o por sus agentes. El primer contacto con estas prácticas suele ser recordado como un momento epifánico, más o menos ligado al azar, en el que de manera inmediata esa música produce un apego profundo y duradero, al “despertar” algo que estaba esperando ser despertado, al cubrir un lugar de la expresión percibido como antes vacío, o al proporcionar un medio para “descargar”. Esto lleva a, por ejemplo, ser rapero/a todo el tiempo, haciendo del rap, recíprocamente, lo que los hace ser quienes son, en su devenir cotidiano, y lo que permite la apertura de un canal de autosuperación y de manejo de las dificultades. Incluso se habla de una descarga, en el marco de un proceso de sanación, esto es, como un recurso muy efectivo para descargar emociones que no lograban expresar o gestionar de otra manera, o para tender “un cable a tierra”, algo que los hace ser quienes son.
En el film 8Mile (2002), protagonizado por el rapero Eminem y basado en su propia vida, se condensan gran parte de las cuestiones a las que nos hemos remitido. Se trata de un relato fílmico de superación personal y de redención en el cual un joven trabajador metalúrgico con “talento para la música”, James “Jimmy” (B-Rabbit) Smith, es movido por un fuerte deseo de “lograr cosas más grandes”, de expresarse (express yourself), de afirmar ante cualquier adversidad u oposición “soy esto, ¿y qué?”. El rap es, para él, un boleto para salir de la pobreza de Detroit, para “pintar su aldea” pero al mismo tiempo para salir de ella; para decir quién es, para afirmarse, para ganar respeto para sí mismo (en su caso, entre los raperos afroamericanos que lo desprecian), pero al mismo tiempo un motor para abrir una posibilidad de dejar de ser quien es o quien se supone que debe ser de acuerdo con la “cultura parental” y con los clivajes que lo oprimen. Jimmy/B-Rabbit logra improvisar en una batalla, brillar y ganarla; el film lo muestra volviendo a la fábrica después de esto, pero vuelve distinto: siguiendo el tópico de las novelas de formación, vuelve siendo adulto. El proceso de formación como adulto y la redención ante la dominación multicausal quedan imbricados aquí con la rebeldía y la autoafirmación.
Este film (8 Mile) y sobre todo la figura de Eminem (tal como aquí queda retratada) han sido evocados frecuentemente por mis interlocutores en el trabajo de campo, en particular, claro está, en los casos de jóvenes raperos. La construcción de identificaciones y de una narrativa identitaria (identificación con Eminem como individuo, narrativa sobre sí mismo siendo “parecido a Eminem” y con una adscripción identitaria signada por parte de la “cultura hip-hop”) ocurre tanto al ubicarse en relación con otros como al explicar la forma de componer. Retornando a lo que Appadurai ha denominado “el trabajo de la imaginación” (2001), quiero destacar la estrecha e intensa relación que ha quedado establecida entre algunos de ellos y un famosísimo rapero que han conocido por la labor de los medios de comunicación, y cuya imagen ha sido fundamental en la producción de imágenes de sí. La imaginación posee un sentido proyectivo y puede ser el preludio de algún tipo de expresión, incluyendo la expresión estética. De este modo, los medios masivos de comunicación hacen posible el desarrollo de comunidades de sentimiento (Appadurai, 1991), con las cuales un grupo siente, imagina y proyecta cosas de manera conjunta. Es importante agregar que estas comunidades son de carácter transnacional y hasta post-nacional. Más allá de las preferencias personales, lo que ocurre es la construcción socio-históricamente situada de modos de imaginarse a sí mismo/a como parte de un colectivo y de imaginar un mundo, con la mediación de los recursos imaginarios (y en este caso, también de recursos estéticos y estilísticos) que los medios de comunicación masivos han puesto a su disposición.
En vinculación con la “cultura hip hop” se producen identificaciones ligadas a tomas de posición y a proyecciones en el mundo, que deben analizarse en relación con los medios de comunicación (entre los cuales juegan un papel fundamental los medios digitales). Por otro lado, estas prácticas se presentan localmente como prácticas artístico-expresivas y como estrategias de intervención política en el espacio público que buscan la transformación de determinadas condiciones sociales o proyectos de vida.
Bibliografía
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Appadurai, A. (1991). La vida social de las cosas. México: Grijalbo.
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Mora, A. S. (2018). Cuando estar afuera es donde hay que estar: espacio público, subalternidad y legitimación en el break dance y en la danza contemporánea. Revista Tempos e Espaços em Educação, 11(24). Universidade Federal de Sergipe, Brasil.
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Vila, P. (2017). Music, Dance, Affect and Emotions in Latin America. Texas, USA: Lexington Books.
- IdIHCS, UNLP, CONICET, Fac. C.N. y M. UNLP.↵
- En el contexto de la Argentina, el movimiento Hip-hop se encuentra en un momento de crecimiento, con un número estimado de trescientas crews activas en todo el país de acuerdo con medios de comunicación digitales especializados producidos dentro del circuito. Siendo La Plata una ciudad intermedia que presenta una fuerte tradición de uso de sus numerosos espacios públicos, la presencia creciente de jóvenes raperos/as, b-boys y b-girls en estos espacios es un indicador del impacto creciente de esta práctica. ↵