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La imposibilidad de la acción: una tipología de la busca

“…la mala medida de lo posible…” (“Sentirse en muerte”)


Creemos que una forma que aparece recurrentemente (con diversas entonaciones) en las ficciones borgeanas presenta al protagonista de la acción narrada como un sujeto que intenta iniciar un movimiento (un sujeto que quiere, que desea) para alcanzar un objeto, u objetivo, deseado. Pero ese Aquiles suele no alcanzar los objetivos. Y Borges, en los cuentos, lo hace fracasar de diversas maneras. Y así fracasa él mismo en su intento de derrumbar la inmovilidad de Elea. Creemos que estos “modos de perder” pueden clasificarse tentativamente en:

a) una modalidad dinámica (pero crepuscular): el sujeto se aproxima perpetua e infinitesimalmente a lo que busca pero nunca lo alcanza, ya que lo que busca no existe ;

b) una variante que ya incluye estrictamente la quietud: el sujeto detiene su busca (o su busca se detiene) en el paso inmediatamente anterior al que le hubiera permitido alcanzar lo que buscaba;

c) el sujeto “alcanza” lo que buscaba, pero renunciando al movimiento, con consecuencias trágicas (y cómicas) ;

d) una variante especular: el sujeto “es alcanzado” por un objeto que “lo busca” a él, y ese don recibido lo inmoviliza.

Al esbozar esta clasificación de los cuentos de Borges se hace patente la verdad de la advertencia de “El idioma analítico de John Wilkins” (OI):

“No hay clasificación del universo que no sea conjetural. La razón es simple: no sabemos qué cosa es el universo.”[1]

Los ejemplos que siguen puede que encuadren en las tipologías propuestas (a, b, c, d), puede que en verdad pertenezcan a otras que las que indica la letra, o puede que estén en alguna clase no sugerida. En realidad (como trataremos de esbozar al final de este trabajo) creemos que Borges sostiene un paradójico “platonismo de individuos”, por el cual: a) Nada es clasificable, ya que no hay clases, sólo individuos (aunque esos individuos puedan ser “genéricos”, por ejemplo, la “individual” Idea de Justicia, o de Perro), pero b) Todo es, ya que todas esas realidades resultan de una variación combinatoria de ciertos elementos “axiomáticos”, como pueden ser las 22 letras, la coma, el punto y el espacio de “La (platónica) Biblioteca de Babel”. Claro que estas tesis borgeanas lo hacen recaer constantemente en otro elemento de su filosofía: el panteísmo o, tal vez, el panenteísmo. No hay clases, tal vez porque sólo hay un individuo. (En otra hipótesis de lectura se podrían leer algunos de sus cuentos como anhelos de pluralidad en el mundo.)

Volviendo al tema de este capítulo, pasamos revista a algunos ejemplos.

1) Aquiles sin la tortuga

La tesis ontológica basal de la filosofía de Borges reza que

“Basta que una cosa sea posible para que exista. Sólo está excluido lo imposible” (“La Biblioteca de Babel”).

Las cosas imposibles en la hospitalaria ontología borgeana son infinitas, pero son muchas menos que las posibles… Si fuera posible sostener algo así. O, reformulando, hay muchas menos cosas imposibles en la ontología de Borges que en las ontologías con las que comúnmente nos manejamos en el mundo. O, en palabras de Nuño (o.c., p. 67), Borges “hace algo más que considerar a lo posible como un simple possibile logicum y lo trata abiertamente como otro capítulo de su abundante ontología”. El “Prólogo” a El libro de los seres imaginarios señala que

“El nombre de este libro justificaría la inclusión del príncipe Hamlet, del punto, de la línea, de la superficie, del hipercubo, de todas las palabras genéricas y, tal vez, de cada uno de nosotros y de la divinidad. En suma, casi del universo.”[2]

Hacemos referencia a la tesis ontológica en razón de que vemos una primera entonación de esta gran estrategia narrativa borgeana para combatir la inmovilidad parmenídea (la “crepuscularmente dinámica”), en la que el protagonista, que para lograr alcanzar el objeto perseguido realiza los más heroicos esfuerzos, se autoimpone un objetivo por definición imposible, se asegura la derrota buscando “libros que sean escaleras” (“La Biblioteca de Babel”).

Pensamos en Pierre Menard[3] y en Averroes-Borges.

Pierre Menard[4] va tras una doble imposibilidad:

a) ser autor (“el destino que su protagonista se impone es irreal”, en el “Prólogo” a Ficciones),

b) si fuera posible ser autor, ser autor del Quijote, una obra que ya tiene otro autor (“la empresa era de antemano imposible”)[5].

Prudentemente, Menard declara que ha resuelto perder las “etapas intermediarias” de su labor y llegar al libro imposible, como si quisiera desconocer las infinitas mediaciones que hay entre la partida y la llegada:

“Mi propósito es meramente asombroso. El término final de una demostración teológica o metafísica -el mundo externo, Dios, la causalidad, las formas universales- no es menos anterior y común que mi divulgada no­vela. La sola diferencia es que los filósofos publi­can en agradables volúmenes las etapas interme­diarias de su labor y que yo he resuelto perderlas.”

Con toda lógica supone que “Mi empresa no es difícil, esencialmente. Me bastaría ser in­mortal para llevarla a cabo.”[6] Su carrera (“interminablemente heroica”, “impar”) será perpetua, pero porque persigue a una tortuga que no existe, a una tortuga imposible, a una tortuga que es una escalera. Al faltar uno de los corredores que la célebre paradoja postula, la misma ni siquiera puede empezar a ser refutada.

En “La busca de Averroes” también hay una doble imposibilidad, o una misma pero ejemplificada en dos personas: Averroes y Borges. a) Averroes intenta comprender a Aristóteles. En particular, el significado de dos términos de la Poética (“tragedia” y “comedia”) que, por contexto, le está vedado comprender. b) Borges intenta comprender a Averroes.

La imposibilidad es, en definitiva, la de la comunicación entre dos individuos encerrados en mundos propios, durísimos, inconmensurables[7].

Como Aquiles, Averroes tiene delante de la nariz a su tortuga. Pero tras decirse “(sin demasia­da fe) que suele estar muy cerca lo que buscamos”, lo busca donde no está: en su biblioteca de libros orientales. Mientras, por la ventana lo distrae la visión de unos niños jugando al teatro. Más tarde, un viajero le cuenta que vio en una tierra lejana personas que “Pade­cían prisiones, y nadie veía la cárcel; cabalgaban, pero no se percibía el caballo; combatían, pero las espadas eran de caña; morían y después esta­ban de pie.” Antes, Borges había reflexionado que “Pocas cosas más bellas y más patéticas registrará la historia que esa consagración de un médico árabe a los pensamientos de un hombre de quien lo separaban catorce siglos”.

Lo que sus ojos ven delante de la ventana y el relato de una representación en tierra lejana en el espacio, catorce siglos en el tiempo… Para el invulnerable razonamiento de Zenón son distancias (y dimensiones) exactamente iguales: infinitas e inalcanzables.

En el final del relato la admisión borgeana de la derrota es aún más explícita y contundente que en “Pierre Menard”. Averroes simplemente (o complejamente) desaparece “en el instante en que yo [Borges] dejo de creer en él”. Tras ceder ante otro regressus (“Sentí, en la última página, que mi narración era un símbolo del hombre que yo fui mientras la escribía y que, para redactar esa narración, yo tuve que ser aquel hombre y que, para ser aquel hombre, yo tuve que redactar esa narración, y así hasta lo infinito”), Aquiles-Borges abandona la busca de la tortuga Averroes[8].

2) Aquiles muere en la víspera

Hay en la variante inicial un movimiento continuo, pero que tiende a cero y se torna una pura agonía. En la variante b) el movimiento “llega” a su punto cero (quietud), anulándose. Pensamos en el estudiante que es el protagonista visible de la novela El acercamiento a Almotásim y en el mago de “La escritura del dios”.

Tras los tumultos en los que el estudiante musulmán “mata (o piensa haber matado)” (ya veremos que para la filosofía de Borges hacer y pensar tal vez sean lo mismo) a un hindú, comienza la huída buscando amparo en una torre en la cual hay un ladrón de cadáveres que le habla con rencor de una mujer. Argumentando que “el rencor de un hombre tan minuciosamente vil importa un elogio”, resuelve (sin mayor esperanza) buscarla. Tras innumerables peripecias (que Borges despacha con un “imposible trazar las peripecias de los diecinueve [capítulos] restantes”), “cierra su órbita de leguas y de años” a pasos de la misma torre desde donde había comenzado la búsqueda.

Borges consideraba a “Pierre Menard, autor del Quijote” como su primer texto de ficción, y atribuía su ejecución al accidente que había sufrido en la Nochebuena de 1938, cuando se golpeó la cabeza y se le infectó la herida. Tras una convalecencia plagada de estados febriles, pesadillas y alucinaciones, dice que decidió probarse que podía seguir escribiendo encarando un género literario nuevo para él, el cuento: “[…] si probaba algo que nunca había hecho antes y fracasaba, eso no sería tan malo y quizá hasta me prepararía para la revelación final. Decidí entonces escribir un cuento, y el resultado fue Pierre Menard, autor del Quijote (Autobiografía). Sin embargo, eso que “nunca había hecho antes” tiene un precursor: “Al igual que su precursor, El acercamiento a Almotásim, Pierre Menard era todavía un paso intermedio entre el ensayo y el verdadero cuento.”

Tímidamente escondido (“sepultado”) bajo el título general “Dos notas” entre los ensayos de Historia de la eternidad, en su primer cuento Borges parece querer relatar la historia de un móvil A que alcanza a un móvil B:

“El tecnicismo matemático es aplicable: la cargada novela de Bahadur es una progresión ascendente, cuyo término final es el presentido hombre que se llama Almotásim.

Parece ir superando los pasos intermedios entre la partida y la llegada:

“El inmediato antecesor de Almotásim es un librero persa de suma cortesía y felicidad; el que precede a ese librero es un santo… Al cabo de los años, el estudiante llega a una ga­lería […] El estudiante golpea las manos una y dos veces y pregunta por Almotásim. Una voz de hombre -la increíble voz de Almotásim- lo insta a pasar. El estudiante descorre la cortina y avanza.” Increíblemente, “en ese punto la novela concluye.”[9]

Al final, tras deplorar que en una edición posterior la novela decae en alegoría, rescata favorablemente una nueva forma de regressus:

“la conjetura de que también el Todopoderoso está en busca de Al­guien, y ese Alguien de Alguien superior (o simplemente imprescindible e igual) y así hasta el Fin -o mejor, el Sinfín- del Tiempo”.

Y en la nota al pie de este fundamental “primer cuento” reitera la cita de Plotino que utiliza en “Historia de la eternidad” (1936), acerca de la unidad de las cosas aparentemente plurales, que lo lleva a juzgar como “inmóvil y terrible museo” al mundo inteligible de Platón. En el “Prólogo” de 1974 se arrepiente de haber omitido a Parménides en la historia que va a relatar… Aunque también se arrepiente de haber llamado “inmóviles piezas de museo” a los Arquetipos.

A la luz de “Kafka y sus precursores”[10] creemos que este cuento está atado a la paradoja que (en la lectura que proponemos) se pretende vencer: El cuarto precursor que crea Kafka es el poema Fears and scruples (Robert Browning, 1876) en el cual

“Un hombre tiene, o cree tener, un amigo famoso. Nunca lo ha visto y el hecho es que éste no ha po­dido, hasta el día de hoy, ayudarlo, pero se cuentan rasgos suyos muy nobles, y circulan cartas auténticas. Hay quien pone en duda los rasgos, y los grafólogos afirman la apocrifidad de las car­tas. El hombre, en el último verso, pregunta: ¿Y si este amigo fuera… Dios?”.

El primer precursor es

“la paradoja de Zenón contra el movimiento. Un móvil que está en A (declara Aristóteles) no podrá alcanzar el punto B, porque antes deberá recorrer la mitad del camino entre los dos, y antes, la mitad de la mitad, y antes, la mitad de la mitad de la mitad, y así hasta lo infi­nito”.

El mago de “La escritura del dios” (A) tras su confinamiento en la cárcel describe una actividad in crescendo. Comienza por no hacer otra cosa que aguardar el fin en la postura de su muerte. Luego, para “pasar el rato”, se pone a recordar todo lo que puede, entrando en posesión de lo que era suyo. El paso siguiente es investigar si entre esos saberes no estará el sentido mismo de la existencia, las palabras de su Dios. Piensa que no deben estar en cosas mudables, considera que “quizá yo mismo fuera el fin de mi busca”, y concluye que el mensaje está en la piel del tigre que lo acompaña en su encierro.

En el proceso de búsqueda recae dos veces en el regreso al infinito: cuando observa que cualquier palabra puede ser la que busca, ya que la relación causal involucra a todas las cosas hasta llegar al universo. Y cuando se sueña ahogado en arena, y tropezando en su busca de la vigilia con un nuevo sueño por cada grano de arena (los granos son infinitos)[11]. Pero despierta, y en una modulación de la famosa escena de Borges en el sótano de una casa de la calle Garay, ve un “aleph” que esta vez no es una “esfera…de dos o tres centímetros”, sino una esfera infinita. Y la describe con la clásica enumeración whitmaniana (vi tal cosa, vi tal otra). Y descubre la sentencia de Dios que lo libraría de la cárcel. Y ya no tan increíblemente, en este anteúltimo paso se detiene, y no pronuncia las palabras que lo liberarían: “por eso dejo que me olviden los días, acostado en la oscuridad”.

Destinos similares son los del poeta y el Rey del cuento de vejez “El espejo y la máscara” (LA). El Rey le pide al poeta que cante la última batalla que ha ganado el reino, ya que hasta “las proezas más claras pierden su lustre si no se las amoneda en palabras”. Tras un primer poema de escritura impecable, pero que no toca físicamente a nadie, y un segundo poema que “no era una descripción de la batalla, era la batalla”, el poeta vuelve con una sola línea que sólo se atreve a pronunciar ante el Rey y nadie más.

“Del poeta sabemos que se dio muerte al salir del palacio; del Rey, que es un mendigo que reco­rre los caminos de Irlanda, que fue su reino, y que no ha repetido nunca el poema.”[12]

3) Luz, cámara… inacción

En esta variante Borges ya se resigna a que el movimiento que impulse la búsqueda de su objeto sea puramente mental, o espiritual, abandonando por fin el movimiento físico al cual se refieren las paradojas de Zenón. La quietud corporal se apodera del protagonista. Pensamos en Jaromir Hladík y en el mago de “Las ruinas circulares”. Ambos buscan crear: un libro, un hijo. Ninguno pone “manos a la obra” para tan elevado propósito. Uno se queda paralizado, el otro duerme. Sus actividades mentales, en cambio, siguen funcionando, ya sea en el pensamiento o en el sueño. Mediante ese quieto movimiento de la mente creen conseguir el objetivo.

Para alcanzar la tortuga (el hijo), Aquiles (el mago) no se mueve, sólo sueña: “durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad […] su cuerpo consagrado a la única tarea de dormir y soñar”. Borges señala que “el propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural”. Creemos (con Borges y contra Borges) que “sobrenatural” es sinónimo de “imposible”, ya que no hay nada por fuera de esa infinita esfera que es la naturaleza. Las consecuencias son trágicas: el mago se descubre irreal, una sombra, como su proyectado hijo. No hay Aquiles. No hay tortuga. La paradoja no puede ni empezar a refutarse.

Hladík comienza a abocarse en serio a la realización de su poema Los enemigos en el preciso instante en que “el universo físico se detuvo”. Y así, “minucioso, inmóvil, secreto, urdió en el tiempo su alto laberinto invisible”. Cuando finaliza, desaparece (junto con su obra, que sólo estaba en su mente) en el momento exacto en que cree haberla realizado. El punto final coincide con el momento en que “la cuádruple descarga lo derribó”[13].

Recordando ese futuro cuento, Borges ensaya en “La supersticiosa ética del lector” (D) que

“Ahora quiero acordarme del porvenir y no del pasado. Ya se practica la lectura en silencio, síntoma venturoso. Ya hay lector callado de versos. De esa capacidad sigilosa a una escritura puramente ideográfica -directa comunicación de experiencias, no de sonidos- hay una distancia incansable, pero siempre menos dilatada que el porvenir”.

Hladík logra acortar unos pasos esa “distancia incansable”: ni siquiera comunica (o “sólo” comunica a Dios).

Observamos que cuando el objeto a alcanzar no está completamente dado en la realidad, sino que requiere un componente “creativo”, un proceso creador, reaparece la mencionada tesis ontológica basal de la filosofía borgeana: Un hijo soñado, una novela imaginada… Nada parece ser más real que aquello que es posible.

Claro que para auto-convencerse de esa tesis hay que ser un cobarde. Un cobarde se conforma con saber que le era posible que la mujer amada lo ame. Cobardemente, jamás pasará a la acción. Se dirá a sí mismo (mintiéndose) que la acción y el movimiento son imposibles. “Dará por hecho” todo aquello que, aun no siendo, es posible que sea. Así Jaromir Hladík, que juzgaba a los demás por sus obras y a sí mismo por sus proyectos: “medía las virtudes de los otros por lo ejecutado por ellos y pedía que los otros lo midieran por lo que vislumbraba o planeaba”.

Aquí aparece otro elemento basal de la filosofía borgeana, tomado de su adorado Schopenhauer: la voluntad (cuyo análisis excede los límites de este trabajo). Borges cree en la voluntad[14]. No en un sentido mágico, por ejemplo al vulgar modo de la “literatura” de autoayuda contemporánea, según la cual todo lo podremos lograr simplemente si así lo deseamos. Tal vez en ese adverbio esté la diferencia de profundidad con el voluntarismo borgeano: todo lo podremos lograr, complejamente, si así lo deseamos. (Por supuesto, también el sujeto deseante no seremos nosotros, sino una Voluntad general, lo cual complica aún más las cosas).

Claro que esta excesiva confianza en la voluntad (el excesivo tamaño de su esperanza) parece anularla en tanto la aleja insalvablemente del concepto de acción.

El mejor ejemplo de la dicotomía voluntad / acción está en “Las ruinas circulares”, donde la voluntad de procrear un hijo es realizada con un mínimo nivel de acción física, corporal: a través de la acción (o de la inacción) del sueño. El cuento de vejez “Guayaquil”[15] presenta una situación similar, pero elevando un poco el nivel de actividad: el historiador Eduardo Zimmermann impone su voluntad por sobre la de su colega simplemente… imponiéndola.

Borges parece sentir que la expresión de la voluntad, en lugar de habilitar el comienzo del movimiento voluntario llamado “acción”, la inhibe. Como si lo que pudiera venir después de la voluntad fueran sólo momentos de degradación respecto de ella, meras ejecuciones de actos físicos. Parejamente, veremos que en Babel los libros posibles son reales, no necesitan escribirse, editarse, ni ninguna de esas impurezas. El héroe borgeano nunca hace nada. Se conforma con saber que hubiera podido hacerlo. En ese paso previo al comienzo de la acción es donde Borges se detiene[16]. No importa hacerlo, importa saber que es posible hacerlo. No importa realizar el acto, sino saberse su potencial ejecutor. Ahora bien, todo hombre es potencial ejecutor de cualquier acto posible. Y potencial equivale a real en alguna ramificación del tiempo (del tiempo infinitamente bifurcado). Todo está hecho… por todos.

4) Aquiles no busca, encuentra

En una variante especular, el sujeto ya no busca sino que encuentra, o tal vez es encontrado por el objeto. Pero este don no es gratuito, ya que ante su posesión se inmoviliza. Pensamos en “Funes, el memorioso”, en el Borges protagonista de “El Zahir”, y en el de “El Aleph” (todos en El Aleph).

Ireneo Funes se encuentra con el don de una memoria personal incontaminada de olvido. El precio es quedar paralítico:

“no se movía del catre […] Dos veces lo vi atrás de la reja, que burdamente recalcaba su condi­ción de eterno prisionero: una, inmóvil, con los ojos cerrados; otra, inmóvil también, absorto en la contemplación de un oloroso gajo de santonina… Razonó (sintió) que la inmovilidad era un precio mínimo.”

Aparentemente antiplatónico, por ser “incapaz de ideas generales”, en verdad creemos que Funes era profundamente parmenídeo (o sea zenoniano, o sea platónico en el paradójico sentido individual mencionado -y prometido- al comienzo de este capítulo) dado que si recordaba al perro visto a las tres y catorce como distinto del de las tres y cuarto, cabe suponer que también recordaba al de las 3 hs 14´ 30”, y al de las 3 hs 14´ 15”, y al de las 3 hs 14´ 7,5”…

Ese platonismo paradojal está más explícito en el sistema de numeración que inventa y utiliza Funes:

“Su primer estímulo, creo, fue el desagrado de que los treinta y tres orientales requieran dos signos y tres palabras, en lugar de una sola palabra y un solo signo. Aplicó luego ese disparatado principio a los otros números. En lugar de siete mil trece, decía (por ejemplo) Máximo Pérez; en lugar de siete mil catorce, El Ferrocarril; otros números eran Luis Melián Lafinur, Olimar, azufre, los bastos, la ballena, el gas, la caldera, Napoleón, Agustín de Vedia. En lugar de quinientos, decía nueve. Cada palabra tenía un signo particular, una especie de marca; las últimas eran muy complicadas… Yo traté de explicarle que esa rapsodia de voces inconexas era precisamente lo contrario de un sistema de numeración. Le dije que decir 365 era decir tres centenas, seis decenas, cinco unidades: análisis que no existe en los “números” El Negro Timoteo o manta de carne. Funes no entendió o no quiso entenderme.”[17]

No pudo entenderlo, creemos, ya que la facultad del entendimiento sin duda está imposibilitada por la incapacidad de abstraer de que adolece Funes.

Edgardo Gutiérrez[18] sostiene que “Funes el memorioso” es la hipérbole del empirismo inglés, ya que, por ejemplo, un día había rememorado todos los sucesos de un día entero, lo cual le había llevado… un día entero, en el cual sus ideas “eran idénticas a las impresiones percibidas la primera vez”. Creemos que esa facultad, la memoria perfectamente continua de este compadrito de Fray Bentos, podría acercarlo a ser un curioso “platónico empirista”. Es cierto que dado un conjunto de individuos, no puede abstraer notas generales a partir de ellos, conceptualizar. Pero también es cierto que si “la naturaleza no conoce ninguna forma ni concepto, ni tampoco conoce ningún género, pues la contraposición entre individuo y género es antropomórfica y no procede de la esencia de las cosas”, tampoco lo necesita, y se convierte por ejemplo en el único hombre (o superhombre) capaz de eludir la falacia del diccionario perfecto, reiterada profusamente por Borges en las palabras de Chesterton:

“El hombre sabe que hay en el alma tintes más desconcertantes, más innumerables y más anónimos que los colores de una selva otoñal… Cree, sin embargo, que esos tintes, en todas sus fusiones y conversiones, son representables con precisión por un mecanismo arbitrario de gruñidos y de chillidos. Cree que del interior de un bolsista salen realmente ruidos que significan todos los misterios de la memoria y todas las agonías del anhelo”[19].

Con similar idiotismo, Ramón Bonavena[20] se propone cifrar en su novela hiper-realista Nor-noroeste “un sector limitado” de la realidad (el rincón nor-noroeste de su escritorio), nuevamente tan saturado de objetos, y de posibles descripciones, como lo está cualquier intervalo por pequeño que sea. Cuando erróneamente (al fin y al cabo creemos que no más que una parodia de Funes -como César Paladión lo es de Pierre Menard, según propondremos más adelante-) Bonavena siente que se han agotado las posibilidades literarias que le ofrece ese ángulo nor-noroeste del escritorio, recurre a un joven repartidor de pan para que, como un deus ex machina, agregue o modifique objetos a la mesa. Bonavena des-califica al joven como “falto”, o sea, tonto, limitado…

Jorge Luis Borges se encuentra con el Zahir, o sea con la memoria de un solo objeto. El cuento comienza fluidamente, describiendo los actos de la vida de Teodelina Villar y los de su enamorado Borges al asistir al velorio de ella. Pero en el momento crucial en que recibe el zahir retoma varios de los tópicos “platónicos”: comienza alejándose del almacén donde recibe la moneda (el Zahir) sólo para volver circularmente a él, luego cavila que “nada hay menos material que el dinero”, y tras intentar vanamente deshacerse de su idea fija comprende que su destino será físicamente como el de Funes (“Tendrán que alimentarme y vestirme”), pero con un único recuerdo: el del Zahir, al que se figura visualmente como una esfera, al que ve lógicamente como un eslabón de la infinita serie de causas y efectos que constituye la historia universal, y al que equipara finalmente con el universo:

“Según la doctrina idealista, los verbos vivir y soñar son rigurosamente sinónimos; de miles de apariencias pasaré a una… Otros soñarán que estoy loco y yo con el Zahir. Cuando todos los hombres de la tierra piensen, día y noche, en el Zahir, ¿cuál será un sueño y cual una realidad, la tierra o el Zahir?”[21].

Una resonancia “monetaria”: Tlön es aquel mundo posible que, si fuera real, anularía las paradojas de Zenón. Si el universo es “una serie de procesos mentales que no se desenvuelven en el espacio”, la paradoja de Aquiles se torna mortal. Y sin embargo… es reemplazada por “el sofisma de las nueve monedas de cobre, cuyo renombre escandaloso equivale en Tlön al de las aporías eleáticas”. Borges finaliza sus dos monografías sobre la paradoja marcando el camino de su posible caducidad:

“Zenón es incontes­table, salvo que confesemos la idealidad del espacio y del tiempo” (“La perpetua carrera de Aquiles y la tortuga”)

“Según [Schopenhauer] el mundo es una fábrica de la voluntad […] Admitamos lo que todos los idealistas admiten: el ca­rácter alucinatorio del mundo. Hagamos lo que ningún idealista ha hecho: busquemos irrealidades que confir­men ese carácter. Las hallaremos, creo, en las antinomias de Kant y en la dialéctica de Zenón.(“Avatares de la tortuga”)

 

Borges se encuentra con el Aleph[22], una memoria universal, de un solo objeto pero que los contiene a todos, incluso a sí mismo. El dueño de tal prodigio, su enemigo Carlos Argentino Daneri, tras convidarlo con un coñac le advierte sobre las condiciones para verlo en el sótano donde está: el decúbito dorsal, la oscu­ridad, la inmovilidad. Luego de creer que se había dejado envenenar y soterrar por un loco, ve el Aleph, y realiza la famosa descripción según la cual se trata de una esfera de dos o tres centímetros, pero a la vez del tamaño del cosmos. Y luego, la famosa y afiebrada enumeración que quiere salvar el problema central de describir un conjunto infinito[23]. En este caso resuelve de un modo tan expeditivo que recuerda a “La busca de Averroes” (pero sin tragedia): simplemente (complejamente) le niega a Daneri haberlo visto.

Salvo en Funes, en estos casos de dones terribles recibidos, el protagonista, que no ha hecho nada para recibirlos, se deshace o intenta deshacerse de ellos. (Como también ocurre en los cuentos de vejez “El libro de arena”, “Tigres azules” y “La memoria de Shakespeare”, donde el protagonista logra desprenderse del don recibido: la memoria en la forma de un libro infinito o de una memoria personal ajena, y ciertas piedras o discos que, como el libro de arena, se resisten a la enumeración.) Es el precio que paga para continuar viviendo aunque sea una vida ilusoria.

5) Y sin embargo, cuando hay acción…

… cuando se vuelve difícil negar que hay acción, cuando la acción se concreta, Borges la irrealiza, la revierte, o la ridiculiza (en un procedimiento similar a la auto-anulación de “La busca de Averroes” o la auto-refutación de la nota al pie de “La biblioteca de Babel”, que veremos más adelante).

En el cuento policial “La muerte y la brújula” (F) hay acción. Pero en el último párrafo, Borges autodestruye la acción narrada. Y el arma de esa destrucción es el clásico puñal borgeano: la paradoja de Aquiles y la tortuga.

Sucede cuando el detective Erik Lönrrot tras buscar y encontrar el lugar dónde ocurrirá el cuarto y último crimen de la periódica serie iniciada con el “sacrificio” del cabalista Marcelo Yarmolinsky, descubre una circunstancia que lo involucra más profundamente en el último asesinato: él mismo será la víctima[24]. El razonador Lönnrot comprende que ya no podrá esquivar a su asesino en esta vida, pero intenta burlarlo para el próximo avatar en que Red Scharlach se encuentre a punto de matarlo. Le dice:

“En su laberinto sobran tres líneas […]. Yo sé de un laberinto griego que es una línea única, recta. En esa línea se han perdido tantos filósofos que bien puede perderse un mero detective. Scharlach, cuando en otro avatar usted me dé caza, finja (o cometa) un crimen en A, luego un segundo crimen en B, a 8 kilómetros de A, luego un tercer crimen en C, a 4 kilómetros de A y de B, a mitad de camino entre los dos. Aguárdeme después en D, a 2 kilómetros de A y de C, de nuevo a mitad de camino. Máteme en D, como ahora va a matarme en Triste-le-Roy.” (El destacado es nuestro: destacamos las recurrentes indistinciones borgeanas entre posible y real. Un crimen, fingido o cometido, es un crimen.)

Aquí el profundo Lönnrot no sólo es aniquilado físicamente por su enemigo Scharlach, sino también intelectualmente por el comisario Treviranus, quien se limita a interpretar las cosas superficialmente. Todo es lo que parece para ese increíblemente eficaz policía intuitivo: el crimen de Yarmolinsky, que le parecía azaroso, lo era; el de Gryphius-Ginzberg-Ginsburg, que le parecía simulado, lo era. A su vez, el malogrado Yarmolinsky es un aliado metodológico de Lönnrot, quien, como el cabalista, se empeña en buscarle “tres pies al gato” como si todo tuviera sentido. No hay en su detectivesca mente intersticios de sinsentido.

Leyendo este relato en los términos de esa batalla interna entre los dos Borges que planteamos desde el comienzo: El cuentista, el relator de acciones, el aristotélico Borges, vence a la razonadora tortuga Lönrrot. Pero el platónico Borges acude en su auxilio con un “manotazo de ahogado”: Lönrrot vencerá en otro “avatar”, ya que es claro que llegados al punto D del laberinto griego, la dilación continuará y Lönrrot vivirá (aunque sólo sea para postergar infinitamente su muerte)[25].

Anticipando alguna conclusión paradojal que explicitaremos (modulada) en la Parte 4: Lo superficial vence a lo profundo. O tal vez, lo superficial es profundo, o sólo hay superficies sin profundidad, y deberíamos llamar “profundo” a aquello que, superficialmente, se nos aparece como tal. O sea, lo profundo sería un modo de lo superficial, sin preeminencia (lógica, veritativa, o de cualquier clase) respecto de aquella liviandad. Si convenimos en tomar como profundo aquel razonamiento que muestre una determinada eficacia (para resolver un crimen por ejemplo), habrá que considerar (contra lo que parece) que razonar que el crimen de Yamolinsky fue obra del azar de un asesino que se confundió de habitación, es mucho más “intelectual” que ubicar ese hecho en la larga cadena de las “supersticiones” judías.

Hablando de supersticiones, en “La otra muerte” (A) también hay acción (batallas, muertes heroicas, deserciones cobardes). La clave para ello es suscribir a la tesis teológica que hiperboliza la omnipotencia divina. Sólo así se puede sostener que “en 1946, por obra de una larga pasión, Pedro Damián murió en la derrota de Masoller, que ocurrió entre el invierno y la primavera de 1904.” (El destacado es nuestro)

 

Presentamos un último caso con “La lotería en Babilonia” (F).

El íncipit de este cuento (“Como todos los hombres de Babilonia, he sido procónsul; como todos, esclavo”) podría cumplir esa misma función en “El inmortal”, ya que se sigue lógicamente de aquella proposición que mencionamos en la nota al pié número 6: En un plazo infinito le ocurren a todo hombre todas las cosas”.

La lotería en Babilonia comenzó siendo como las de Buenos Aires, donde compramos por unas monedas un papelito que, si es agraciado por el azar, hará aparecer (¿cómo en Tlön?) un número mayor de monedas. Luego, un escrúpulo moral lleva a la Compañía a insertar suertes adversas (multas). Después, un “escrúpulo inmoral” lleva a que nadie quiera abonar las multas, y que surjan castigos carcelarios por tal falta. La rebelión ante la Compañía hizo que todos prefirieran la cárcel a las multas, que pronto dejaron de ser una opción. También dejó de ser una opción única el premio pecuniario para transformarse en una silva de varia premiación. Otro escrúpulo, igualitario, lleva a que todos puedan acceder a la misma cantidad de apuestas. Lógicamente, dejaron de venderse billetes, y la Lotería pasó a ser “secreta, gratuita y general”: “todo hombre libre automáticamente partici­paba en los sorteos sagrados”. Siguiendo la lógica, el azar pasó a intervenir “en todas las etapas del sorteo y no en una sola. ¿No es irrisorio que el azar dicte la muerte de alguien y que las circunstancias de esa muerte -la reserva, la publicidad, el plazo de una hora o de un siglo- no estén sujetas al azar?”

De nuevo, el Borges cuentista, narrador de vertiginosas acciones, cede ante la razonadora tortuga que lo habita. Con un procedimiento que retomaremos en la Parte 3 en relación a Spinoza, Borges exacerba la coherencia lógica del relato para terminar auto-refutándolo. La estocada final la dará, ya podemos adivinarlo (o apostar que así será), el argumento de Zenón:

“Imaginemos un primer sorteo, que dicta la muerte de un hombre. Para su cumplimiento se procede a otro sorteo, que propone (diga­mos) nueve ejecutores posibles. De esos ejecutores, cuatro pueden iniciar un tercer sorteo que dirá el nombre del verdugo, dos pueden reemplazar la orden adversa por una orden feliz (el encuentro de un tesoro, digamos), otro exacerbará la muerte (es decir la hará infame o la enriquecerá de torturas), otros pueden negarse a cumplirla… Tal es el esquema simbólico. En la realidad el número de sorteos es infinito. Ninguna decisión es final, todas se ramifican en otras. Los ignorantes suponen que infinitos sorteos requieren un tiempo infinito; en realidad basta que el tiempo sea infinitamente subdivisible, como lo enseña la famosa parábola del Certamen con la Tortuga”.

Dicho de otra forma: En cualquier segmento infinitamente subdivisible de tiempo le ocurren a todo hombre todas las cosas, pero a velocidades tan desmesuradas que la acción terminará por colapsar, para, una vez más, postergarse para siempre[26].

Hemos propuesto hasta aquí una lectura de la obra borgeana que partió de la postulación de un debate interno en Borges entre: a) una convicción filosófica respecto de las tesis parmenídeas contra el movimiento, o, dicho de modo más débil, un convencimiento respecto de que dichas tesis no son refutables, o, más débilmente aún, la fatalidad de haber nacido platónico en lugar de aristotélico, y b) el hecho de ser un literato, un cuentista, o sea, un relator de acciones, de sucesos que ocurren en el tiempo. O sea, de querer no ser platónico. La clave de lectura consistió en ver los cuentos como intentos (vanos, perdidos de antemano) de refutar la inmovilidad lógica y real del Universo.

A continuación expondremos, sin más, al Universo (que Borges llama La Biblioteca).

 

…Anulando todo lo anterior, notamos que Borges comienza el ensayo sobre la segunda paradoja contra el movimiento calificándola de “joya”. Y que uno de los significados de “joya” es “facilidad suma de traslación”… “Sobre el Vathek de William Beckford” (OI) destaca un ilustre infierno en el cual no suceden cosas infernales sino que es infernal en sí mismo. Pareja y fallidamente, como conteniendo en sí el germen de su autodestrucción, la paradoja contra el movimiento sería ella misma un móvil. Finalmente, como todo es tan inútil como “un infinito juego de azares”, o tiene la única utilidad de hacernos pasar el breve tiempo que nos queda entretenidos en algo placentero, podemos o debemos seguir otro consejo de “Tlön”: “Los [libros] de naturaleza filosófica invariablemente contienen la tesis y la antítesis, el riguroso pro y el contra de una doctrina. Un libro que no encierra su contralibro es considerado incompleto.” Por eso creemos, con Borges, que: A través de las latitudes y de las épocas, los dos an­tagonistas inmortales cambian de dialecto y de nombre: uno es Parménides, Platón, Spinoza, Kant, Francis Bradley, Borges; el otro Heráclito, Aristóte­les, Locke, Hume, William James, Borges


  1. “El Congreso presuponía un problema de ín­dole filosófica. Planear una asamblea que repre­sentara a todos los hombres era como fijar el nú­mero exacto de los arquetipos platónicos, enigma que ha atareado durante siglos la perplejidad de los pensadores. […] sin ir más lejos, don Alejandro Glencoe podía representar a los hacendados, pero también a los orientales y tam­bién a los grandes precursores y también a los hombres de barba roja y a los que están sentados en un sillón. Nora Erfjord era noruega. ¿Repre­sentaría a las secretarias, a las noruegas o simplemente a todas las mujeres hermosas? ¿Bastaba un ingeniero para representar a todos los ingenieros, incluso los de Nueva Zelandia?” (“El Congreso”, en BORGES, Jorge L., El libro de arena, Alianza, Madrid, 1998 -en adelante, LA).
  2. BORGES, Jorge L., El libro de los seres imaginarios, Bruguera, Barcelona, 1980.
  3. O en su variante: Pierre Menard intenta escribir el Quijote partiendo de sus propias experiencias. Hermann Soergel (y antes Daniel Thorpe) no pueden ejecutar ni una línea shakesperiana poseyendo completa la memoria de Shakespeare. (“La memoria de Shakespeare”, en BORGES, Jorge L., La memoria de Shakespeare, Alianza, Madrid, 1998).
  4. O también Menard-Borges si consideramos que entre su obra visible se encuentra “Les problemes d’un probleme (París, 1917) que discute en orden cronológico las soluciones del problema de Aquiles y la tortu­ga” (“Pierre Menard, autor del Quijote”, en F).
  5. Sobreinterpretando “El muerto” (A), dejamos constancia de que el íncipit del cuento reza: “Que un hombre del suburbio de Buenos Aires, que un triste compadrito sin más virtud que la infatuación del coraje, se interne en los desiertos ecuestres de la frontera del Brasil y llegue a capitán de contrabandistas, parece de antemano imposible.” (El destacado es nuestro). El cuento se limita a mostrar que efectivamente todo es lo que parece (salvo para el ingenuo Benjamín Otálora).
  6. Con toda lógica deductiva, la premisa mayor pudo haberla encontrado en “El inmortal” (A): “En un plazo infinito le ocurren a todo hombre todas las cosas”. Aunque hay otras lógicas, la del odio por ejemplo. En el cuento que sigue, los detractores de cierto viajante árabe, “con esa lógica peculiar que da el odio, juraban que nunca había pisado la China y que en los templos de ese país había blasfemado de Alá.” (“La busca de Averroes”, en A).
  7. José Töpf (“Borges y el problema del conocer. A propósito de ´La busca de Averroes´ ”, en AA.VV., Borges y la ciencia, Eudeba, Buenos Aires, 2004) señala que para redactar esta “historia de un fracaso” Borges ha pensado en diversos “fracasos posibles”, o sea, “tareas imposibles”: “Pensé, primero, en aquel arzobispo de Canterbury que se propuso demostrar que hay un Dios; luego, en los alquimistas que buscaron la piedra filosofal; luego, en los vanos trisectores del ángulo y rectificadores del círculo.”Cfr. también Ilan Stavans (1988), “Borges, Averroes y la imposibilidad del teatro”, en Latin American Theatre Review, Vol. 22, N° 1, pp. 13-22.
  8. Ni siquiera Averroes sabía que “Averroes” iba a ser su nombre. Ya de entrada se esboza una serie de nombres que promete infinitud y que nos permitiría rebautizar al cuento como “La busca de Abulgualid Muhámmad Ibn-Ahmad ibn-Muhámmad, sive ibn-Rushd, sive Benraist, sive Avenryz, sive Aben-Rassad, sive Filius Rosadis, sive Averroes”. No sería raro que un escritor encerrado en el contexto cultural de Borges hubiera traducido “Averroes” como “El hijo de Rosas”, y lo hubiera relacionado con el Restaurador.
  9. “Ese cuento […] prefigura y hasta establece el modelo de los cuentos que de algún modo me esperaban, y sobre los que se asentaría mi fama como narrador” dice en la Autobiografía. Si en algún mundo posible Aquiles efectivamente hubiera alcanzado a su perseguida tortuga, y si la trasmisión de esa noticia a nuestro mundo dependiera de Borges, nuestro desdichado héroe se habría detenido en el preciso instante anterior a su meta, justo en ese punto inalcanzable para el relato borgeano: el del éxito. (Surgiría aquí la pregunta por la identidad de un Aquiles vencedor de la perpetua carrera. Y en aquel mundo posible en el cual Borges sí pueda relatar tal triunfo, surgiría también la pregunta por la identidad de un Borges relator de “sucesos” en el sentido inglés de la palabra success: éxito…).
  10. Aunque sin tomarlo demasiado en serio, ya que la tesis que sostiene ese ensayo podría encontrar su parodia en la crítica literaria de Tlön que “elige dos obras disímiles -el Tao Te King y las 1001 Noches, digamos-, las atribuye a un mismo escritor y luego determina con probidad la psicología de ese interesante homme de lettres”.
  11. “La balada del Pocho Martínez” (Leo Masliah, Cansiones barias, Ayuí, Montevideo, 1979) canta la historia de un hombre que básicamente soñaba, en forma y en contenido: soñaba que soñaba, infinitamente. Cuando decide desandar esa “vida” en sueños, ya es tan viejo que despierta muerto, cayendo en “el sueño definitivo”.
  12. Ver también el destino de Paracelso en “La rosa de Paracelso” (La memoria de Shakespeare).
  13. Aunque claro que la obra Los enemigos de Hladík ya estaba registrada, y lo seguirá estando para siempre, en La Biblioteca. Donde también ya estaba y siempre estará el relato del proceso por cual Hladík se ilusionó con haberla creado: el cuento de Borges “El milagro secreto”.Respecto al “Epígrafe” del cuento, El Corán reza:“Y Dios lo hizo morir durante 100 años. Y luego lo animó y le dijo:-¿Cuánto tiempo has estado aquí?-Un día o parte de un día -respondió.”Nietzsche reza parecido cuando es citado en “La doctrina de los ciclos” (HE): “Si te figuras una larga paz antes de renacer; te juro que piensas mal. Entre el último instante de la conciencia y el primer resplandor de una vida nueva hay ningún tiempo -el plazo dura lo que un rayo, aunque no basten a medirlo billones de años. Si falta un yo, la infinitud puede equivaler a la sucesión.”
  14. Señalamos acá otra de las ideas que gusta retomar de Samuel Coleridge, la voluntaria suspensión de la incredulidad (willing suspension of disbelief), que le sirve para explicar desde la fe poética (“El arte narrativo y la magia”, en D) hasta el peronismo (“L´illusion comique”, en Borges en Sur, Emecé, Buenos Aires, 1999).También el insensatamente ingenioso plan del infame Ebenezer Bogle de hacer pasar al impostor inverosímil Tom Castro (gordo, pecoso, enrulado, y atontado), por el difunto Roger Tichborne (esbelto, moreno, lacio, y perspicaz) se basa en la “voluntad de reconocerlo” que manifiesta su apenada madre, Lady Tichborne, aún en ese “perfecto disímil” (“El impostor inverosímil Tom Castro”, en  BORGES, Jorge L. Historia Universal de la Infamia, Alianza, Madrid, 1998, en adelante HUI).
  15. BORGES, Jorge L., El informe de Brodie, Alianza, Madrid, 1998 (en adelante, IB)
  16. Una anécdota (verdadera, o verosímil, es lo mismo) al respecto: Borges le obsequia a Estela Canto el manuscrito original del cuento “El Aleph”. Su amada le responde que cuando él se muera ese papel va a valer mucho dinero. Borges le dice que si él fuera un hombre, ahora se dirigiría al baño y se escucharía un disparo. O sea, Borges ni siquiera se toma la molestia de levantarse de la silla, “simplemente” se “da por suicidado” (CANTO, Estela. Borges a contraluz, Espasa Calpe, Madrid, 1999).
  17. “Teóricamente, el número de sistemas de numeración es ilimitado. El más complejo (para uso de las divinidades y de los ángeles) registraría un número infinito de símbolos, uno para cada número entero; el más simple sólo requiere dos. Cero se escribe 0, uno 1, dos 10, tres 11, cuatro 100, cinco 101, seis 110, siete 111, ocho 1000…” “El idioma analítico de John Wilkins” (OI)
  18. GUTIÉRREZ, Edgardo. Borges y los senderos de la filosofía, Altamira, Buenos Aires, 2001 (pp. 51-53).
  19. En “Nataniel Hawthorne”, “El idioma analítico de John Wilkins”, y “De las alegorías a las novelas” (todos en OI).
  20. “Una tarde con Ramón Bonavena”, en BORGES, Jorge L. – BIOY CASARES, Adolfo. Crónicas de Bustos Domecq, Losada, Buenos Aires,  1963 (en adelante, CBD).
  21. Extrañamente, Nuño piensa que “El Zahir” no es un cuento filosófico (o.c., p. 12). Aunque no es improbable que esta interpretación que esbozamos sea fruto de la “significosis” que denuncia Barthes y reitera Gutiérrez (o.c., p. 25). En palabras de Otto Dietrich zur Linde: “no hay cosa en el mundo que no sea germen de un Infierno posible; un rostro, una palabra, una brújula, un aviso de cigarrillos, podrían enloquecer a una persona, si ésta no lograra olvidarlos. ¿No estaría loco un hombre que continuamente se figurara el mapa de Hungría?” (“Deutsches requiem”, en A).
  22. “Su aplicación al disco [sic] de mi historia no parece casual. Para la Cábala, esa letra significa el En Soph, la ilimitada y pura divini­dad; también se dijo que tiene la forma de un hom­bre que señala el cielo y la tierra, para indicar que el mundo inferior es el espejo y es el mapa del supe­rior; para la Mengenlehre es el símbolo de los números transfinitos, en los que el todo no es mayor que alguna de las partes.”
  23. Aunque nos apartemos de la argumentación, queremos anotar una sutil interpretación de Guillermo Martínez (“Rescate de unas cartas obscenas, “Clarín”, 22-08-1999) sobre el momento central del cuento. Cuando Daneri le permite a Borges bajar a ver el Aleph le dice: “Baja, muy en breve podrás entablar un diálogo con todas las imágenes de Beatriz”. Luego viene la enumeración de algunas de las infinitas imágenes contenidas en el Aleph. Martínez propone que esa enumeración no es aleatoria, que converge a un punto, “a la única imagen que es realmente imprevista dentro de la historia, y que hiere por igual al narrador y al lector”: “las cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino”. Es la venganza de Daneri: mostrarle el Aleph para que vea “la imagen más temida de Beatriz”. Martínez señala que otro escritor las hubiera escondido en un escritorio, pero Borges prefirió sepultarlas en el universo.En “La muralla y los libros” (OI), Borges se manifiesta emocionado por dos vastas operaciones realizadas por el Emperador Shih Huang Ti, cuya madre había sido desterrada por libertina: la construcción de la muralla china, la quema de todos los libros del Imperio. Sobre esa destrucción contempla que “Shih Huang Ti, tal vez, quiso abolir todo el pasado para abolir un solo recuerdo: la infamia de su madre. (No de otra suerte un rey, en Judea, hizo matar a todos los niños para matar a uno)”.
  24. Una de esas circunstancias laterales que señala “Emma Zunz” (A). Es meramente circunstancial perder o quitar la vida, comparado con descubrir o tramar “secretas morfologías”.
  25. La idea es similar a la cuarta forma que adquiere el argumento de Zenón en “Avatares de la tortuga”, según el cual Lewis Carroll “Refiere un diálogo sin fin, cuyos interlocutores son Aquiles y la tortuga. Alcanzado ya el término de su interminable carrera, los dos atletas conversan apaciblemente de geometría. Estudian este claro razonamiento: a) Dos cosas iguales a una tercera son iguales entre sí, b) Los dos lados de este triángulo son iguales a MN. c) Los dos lados de este triángulo son iguales entre sí.La tortuga acepta las premisas a y b, pero niega que justifiquen la conclusión. Logra que Aquiles interpole una proposición hipotética:a) Dos cosas iguales a una tercera son iguales entre sí, b) Los dos lados de este triángulo son iguales a MN c) Si a y b son válidas, z es válida. z) Los dos lados de este triángulo son iguales entre sí.Hecha esa breve aclaración, la tortuga acepta la va­lidez de a, b y c, pero no de z. Aquiles, indignado, interpola: d) Si a, b y c son válidas, z es válida.Carroll observa que la paradoja del griego comporta una infinita serie de distancias que disminuyen y que en la propuesta por él crecen las distancias.”
  26. Como en la desmesurada refutación de aquella “voluntad de refutación” de J. S. Mill: “Esa disolución metódica, esa ilimitada caída en precipicios cada vez más minúsculos, no es realmente hostil al problema: es imaginárselo bien. No olvidemos tampoco de ates­tiguar que los corredores decrecen no sólo por la disminución visual de la perspectiva, sino por la disminución admirable a que los obliga la ocupación de sitios microscópicos.”


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