En “Avatares de la tortuga” Borges observa que no hacen falta dos individuos para determinar un género:
“Postulemos dos individuos, a y b, que integran el género c. Tendremos entonces
a + b = c
Pero también, según Aristóteles:
a + b + c = d
a + b + c + d = e
a + b + c + d + e = f…
En rigor no se requieren dos individuos: bastan el individuo y el género para determinar el tercer hombre que denuncia Aristóteles. Zenón de Elea recurre a la infinita regresión contra el movimiento y el número; su refutador, contra las formas universales.”
(Per)siguiendo el razonamiento borgeano, un individuo y un género, ¿no son, en rigor, dos individuos?
“En Parménides -cuyo carácter zenoniano es irrecusable- Platón discurre un argumento muy parecido para demostrar que el uno es realmente muchos. Si el uno existe, participa del ser; por consiguiente, hay dos partes en él, que son el ser y el uno, pero cada una de esas partes es una y es, de modo que encierran también otras dos: infinitamente.”
(En este sentido, es notable cuál es la “frase casual” que motiva el ensayo sobre “El pudor de la historia”, OI. La tesis del texto es: “La historia es pudorosa. Sus fechas esenciales pueden ser durante largo tiempo secretas.” La razón por la cual solemos creer, como Goethe, que ciertos hechos contemporáneos a nosotros son capitales en la serie de hechos que forman la historia del mundo, mientras omitimos otros que también se desarrollan ante nuestros ojos, es el hábito: “los ojos sólo ven los que están habituados a ver”. La frase casual a la que nos referimos es “He brought a second actor” (“Trajo a un segundo actor”). Quien lo trajo fue Esquilo. Borges llama “misteriosa” y “maravillosa” a la acción de añadir un compañero al hasta ese momento habitualmente solitario hipócrita. Víctor Hugo la llama “escandalosa”. Pero Borges conjetura que los testigos atenienses de esa novedad, pudorosamente, habrán sentido a lo sumo “un principio de asombro”. Y el autor de la misma, Esquilo, pudorosamente, habrá presentido, de un modo imperfecto, lo que para Borges es central: “lo significativo de aquel pasaje del uno al dos, de la unidad a la pluralidad”. Y agrega: “y así a lo infinito”.)
Retomando: tras consignar razonamientos análogos de Russell y Chuang Tzu (“la unidad cósmica y la declaración de esa unidad ya son dos cosas: esas dos y la declaración de su dualidad ya son tres…”), refiere la exposición que realiza James de la solución que da Hermann Lotze a “esa multiplicación de quimeras”: “en el mundo hay un solo objeto: una infinita y absoluta sustancia equiparable al Dios de Spinoza. Las causas transitivas se reducen a causas inmanentes; los hechos, a manifestaciones o modos de la sustancia cósmica.” Y análogamente, menciona la variante de F. H. Bradley contra la causalidad cuando infiere que admitir que “una relación está relacionada con sus términos” es “admitir la existencia de otras dos relaciones, y luego de otras dos”. La solución es transformar “todos los conceptos en objetos incomunicados, durísimos”[1].
Estas derivas de las paradojas de Zenón parecen concluir en una ontología en la cual las cosas particulares son “teofanías, revelaciones o apariciones de lo divino” detrás de las cuales está “Dios”, no como creador, no como soporte, sino como la unidad de esa “pluralidad” producida a partir de aquella. Por ejemplo, para Coleridge, Shakespeare ya no es un hombre, sino una variación literaria del infinito Dios de Spinoza:
“La persona Shakespeare fue una natura naturata, un efecto, pero lo universal, que está potencialmente en lo particular, le fue revelado, no como abstraído de la observación de una pluralidad de casos, sino como la sustancia capaz de infinitas modificaciones, de las que su existencia personal era sólo una.” (“De alguien a nadie”)
Toda cosa es variación de cualquier otra (de una galera puedo llegar a un conejo, de un mono a un hombre). Pero no hay creación, ni siquiera evolución. No hay magos. Hay variaciones lógicas:
“Infinitas cosas hay en la tierra; cualquiera puede equipararse a cualquiera. Equiparar estrellas con hojas no es menos arbitrario que equipararlas con peces o con pájaros.” (“La busca de Averroes”).
Los individuos borgeanos no se reúnen a partir de lo igual (que los haría partícipes de un género), sino que se hallan “aproximados” por mecanismos de variación combinatoria donde no hay posibilidad de establecer jerarquías entre ellos.
En el raro platonismo (que imaginamos) que sostiene Borges no habría lugar para copias degradadas respecto de un original, o, sin el matiz degradé, de copias sin más. Cada cosa es ontológicamente única y no agrupable en familias (de textos, de personas…). Cada cosa es únicamente en referencia al sistema de combinaciones lógicas que la explica (que ni siquiera la crea). Una relectura de Don Quijote no guarda una relación más íntima con Don Quijote que con el diario de ayer o que con una escalera.
Ahora, decimos que esto es platonismo porque estas cosas individuales que podrían parecer fugaces como las meras impresiones del empirismo clásico, no lo son. Estas cosas individuales tienen la misma solidez ontológica que el propio Sistema que las explica. Son eternas, indestructibles, están guardadas en la memoria divina. Las sectas higiénicas de bibliotecarios son perfectamente inútiles. Y no por la inocente razón que Borges esgrime: que no sirve tirar libros, ya que todos poseen “facsímiles imperfectos”. En verdad, no hay cosa que sea imperfecta, ya que esa calificación implicaría compararla con un modelo original “perfecto”[2]. Los higienistas son inútiles en razón de que la destrucción es tan imposible como la creación.
Retomando el intento de evitar la multiplicación de quimeras, pensamos en aquel pasaje de Plotino (Enéadas V) que aparece con diversas entonaciones en “El otro Whitman” (D), “Historia de la eternidad” I y “El acercamiento a Almotásim”:
“Toda cosa en el cielo inteligible también es cielo, y allí la tierra es cielo, como también lo son los animales, las plantas, los varones y el mar. Tienen por espectáculo el de un mundo que no ha sido engendrado. Cada cual se mira en los otros. No hay cosa en ese reino que no sea diáfana. Nada es impenetrable, nada es opaco y la luz encuentra la luz. Todos están en todas partes, y todo es todo. Cada cosa es todas las cosas. El sol es todas las estrellas, y cada estrella es todas las estrellas y el sol.”
En “La doctrina de los ciclos”, Borges formula la “horrible” doctrina del eterno retorno del siguiente modo:
“El número de todos los átomos que componen el mundo es, aunque desmesurado, finito, y sólo capaz como tal de un número finito (aunque desmesurado también) de permutaciones. En un tiempo infinito, el número de las permutaciones posibles debe ser alcanzado, y el universo tiene que repetirse. De nuevo nacerás de un vientre, de nuevo crecerá tu esqueleto, de nuevo arribará esta misma página a tus manos iguales, de nuevo cursarás todas las horas hasta la de tu muerte increíble.”
Borges sostiene que aún sin salir del atomismo es posible subsanar esa idea horrible postulando otra desmesura: la de un número infinito de átomos.
Creemos que (aún sin salir del atomismo) se puede educir a partir de la filosofía borgeana otra solución, si aceptamos que hay tanta desmesura en el exceso como en el defecto, en un número infinito o vastísimo como en el número uno (aplicado a “la totalidad de los átomos que componen el universo”) o en el cero (aplicado al “número de las permutaciones posibles”).
Así, este nuevo avatar atomista (tan nuevo como el poema de Parménides) diría que: El número de átomos que componen el mundo es desmesuradamente finito: uno. De este modo, las permutaciones son también desmesuradas: ninguna. Las mutaciones no son posibles. No hay otro con quien o con que intercambiar. No es posible el movimiento.
Ahora, a modo de conclusión abierta, dos preguntas finales:
Y si este átomo desmesurado, esta solitaria esfera, la Biblioteca borgeana o el Dios spinoziano (y aún los plurales e individuales Arquetipos platónicos) fueran tan objetos de la percepción sensible como el perro de las tres y catorce mirado de perfil, ¿entonces, qué?
Y si cada fugaz elemento de la rapsodia empirista de imágenes, de cada recorte infinitesimal de la realidad, tuviera la solidez eterna de una Idea platónica, entonces, repetimos, ¿qué?
- “…esas cosas incompatibles que sólo por razón de coexistir llevan el nombre de universo” (“There are more things”, en LA).↵
- Vale también para la (platónica) aversión a los espejos: los espejos son abominables, acechantes, inquietantes, porque duplican innecesariamente la realidad, falseándola, degradándola. Sin embargo, Borges no debería inquietarse (ni ver acechado su particular platonismo), ya que así como los “facsímiles imperfectos” son en verdad perfectos según las leyes de la Biblioteca, las duplicaciones especulares no son versiones de segundo orden respecto de alguna realidad eminente. Cada cosa individual es única e irrepetible (i-reflejable por ejemplo). Se corrige el joven Borges: “Quiero asimismo recordar el problema que Gustav Spiller enunció […] sobre la realidad relativa de un cuarto en la objetividad, en la imaginación y duplicado en un espejo y que resuelve, justamente opinando que son reales los tres y que abarcan ocularmente igual trozo de espacio.” (“El Ulises de Joyce”, en I). ↵