Brian Richmond[1]
Cristo eligió el camino del sacrificio.
Arturo Frondizi
En un discurso desde Comodoro Rivadavia el 13 de diciembre de 1959 Arturo Frondizi anunciaba la integración de la Patagonia a través de la explotación de sus riquezas naturales. Esa “epopeya” que ubicaría a la nación dentro del Primer Mundo sería presentada como la finalización del proceso de argentinización del sur iniciado por Julio Argentino Roca.
En esta nueva avanzada modernizadora estaban presentes los dispositivos biopolíticos del desarrollo promovidos desde los organismos multilaterales, que hallaban sus antecedentes decimonónicos en los mecanismos de racialización de las elites oligárquicas. Una definitiva conquista del desierto significaría entonces no solo integrar económicamente a una región postergada sino además impulsar —a través del rescate de la figura del pionero— un renovado proceso de trasplante civilizatorio. Allí el significante sacrificio desempeñaría un rol nodal expresando tanto el ethos del progreso que debía imponerse —sacrificados del— como los otros que constituían su alteridad —sacrificados por—.
En nuestro trabajo comenzamos por presentar las principales características del discurso desarrollista y el rol que jugó allí la biopolítica del sacrificio para América Latina. Luego abordamos sus conexiones con el proyecto civilizatorio de las elites dirigentes argentinas, a través de la deconstrucción del imaginario de “La Conquista del Desierto”. Finalmente, analizamos cómo operan estas representaciones en el discurso de Frondizi sobre la Patagonia.
Hegemonía del discurso desarrollista: una biopolítica del sacrificio para América Latina
Hacia mediados del siglo pasado fue emergiendo un discurso que con el tiempo lograría dotar de sentido al dislocado escenario geopolítico de posguerra, signado por la creciente competencia bipolar entre el bloque capitalista y el comunista. Como señala Arturo Escobar, los postulados del desarrollo no eran totalmente nuevos, sino que rearticulaban concepciones racionalistas eurocéntricas características de la tradición occidental (Escobar, 2007: 25).
Tal como había ocurrido con el progreso en el discurso positivista, el desarrollo se transformó en un significante vacío; en tanto su desvinculación con todo significado particular obedeció a la necesidad de nombrar algo que es esencialmente sin nombre: una plenitud ausente.[2] Se ofrecía, así como estadio inalcanzado del proceso evolutivo de la humanidad que era universal pero no simultáneo, dando como resultado la coexistencia de expresiones sociales que correspondían a sus diferentes etapas. Así, las desigualdades estructurales entre los países eran significadas como diferencias cronológicas y, en consecuencia, las relaciones de dependencia se planteaban como problemas de integración.
La plenitud inalcanzable señalada por el significante desarrollo encontraba, sin embargo, su contenido empírico en Estados Unidos como el país que marchaba delante en la línea temporal y, por lo tanto, contaba con la experiencia necesaria para guiar al resto.[3] Su impulso al Plan Marshall para la reconstrucción de Europa y luego a la Alianza Para el Progreso para contener el avance del comunismo en América Latina reforzarán ese liderazgo, que se formalizará en la ONU y en la OEA. Estos organismos le permitirán inscribir sus intereses geopolíticos en un marco de cooperación internacional destinado a salvar a los países de su propio subdesarrollo, como condición previa para arribar a un mundo integrado. En consecuencia, las naciones dependientes “se embarcaron en la tarea de ‘des-subdesarrollarse’ sometiendo sus sociedades a intervenciones cada vez más sistemáticas, detalladas y extensas” (Escobar, 2007: 23).
La development theory será el marco epistémico de origen norteamericano que dotaría de estatus científico a los postulados del desarrollo. Hallará su versión específica para la región a través de la traducción cultural llevada a cabo por la Comisión Económica Para América Latina (CEPAL), dando lugar así a la emergencia del desarrollismo.[4]
Desde su creación por la ONU en 1948 ese think tank tejería a lo largo y ancho del continente toda una trama de saber-poder que incluiría publicaciones, cursos y oficinas. Poco a poco se irán haciendo habituales sus misiones de diagnóstico a las economías nacionales con el fin de establecer recomendaciones, basadas generalmente en ajustes fiscales y desregulaciones. Esas medidas no tardarían en transformarse en un requisito de los nuevos organismos de crédito, que impondrán así “una aceptación de los sacrificios que la planificación trae consigo” (CEPAL, 1963: 68).
El proyecto hegemónico del desarrollo involucrará también la implantación de una biopolítica de la población a gran escala con la que se establecerán dispositivos de regulación de grupos sociales.[5] A partir de la década del ‘50 crecerían exponencialmente las mediciones estadísticas sobre las poblaciones a través de organismos como el Centro Latinoamericano de Demografía, que impulsará “programas de planificación familiar” de claras tendencias eugenésicas.[6]
En definitiva, la propuesta hegemónica del desarrollo planteaba abiertamente la transformación de las formaciones socioculturales de los países intervenidos, tal como lo expresa el siguiente documento de Naciones Unidas:
Las filosofías ancestrales deberán ser erradicadas; las viejas instituciones sociales tienen que desintegrarse; los lazos de casta, credo y raza deben romperse; y grandes masas de personas incapaces de seguir el ritmo del progreso deberán ver frustradas sus expectativas de vida cómoda. Muy pocas personas están dispuestas a pagar el precio del progreso económico (United Nations, 1951:1).
El estudio de estas “condiciones sociales para el desarrollo económico” será tomado a su cargo por el departamento de la CEPAL dirigido por José Medina Echavarría, quien no tardaría en transformarse en el máximo exponente de la llamada Sociología del Desarrollo. Utilizando el marco teórico weberiano este sociólogo español va a organizar todas sus investigaciones en torno a la premisa de que los problemas económicos de América Latina se deben al inconcluso proceso de racionalización de sus estructuras sociales (Medina Echavarría, 1967: 311). Un programa de modernización debería entonces recrear las condiciones subjetivas que habían habilitado la emergencia del desarrollo económico en los países del Primer Mundo, utilizando para eso todos los dispositivos posibles: sistema educativo, medios de comunicación, partidos y sindicatos (Ibid.: 290). Esas condiciones no eran otras que las expuestas por Max Weber en su tesis sobre la ética protestante y el espíritu del capitalismo:
Lo que resta de la tesis acerca del “ascetismo intramundano” del calvinismo no es otra cosa que el ascetismo mismo. Lo que quiere decir que en el comienzo al menos de todo “sistema económico”, se presenta —tiene quizá que ofrecerse— la nota de una actitud ascética. Dicho de otra manera, de una voluntad de sacrificio, de renuncia mayor o menor del presente en vista del futuro (Ibid.: 21).
El sacrificio aparecía así como la quintaesencia del desarrollo, la característica más pura y determinante del ethos capitalista. Una voluntad sacrificial secular que había hallado en la doctrina protestante a su último eslabón religioso —principalmente en sus ramas calvinistas y puritanas— pero cuya genealogía hundía sus raíces en el sacrificio de la pasión de Cristo. Esto significaba que el ethos sacrificial podía hallarse también, aunque de forma menos pura, en las sociedades católicas de América Latina. Pero aislar ese principio activo del desarrollo significaría remover otras identidades:
Es problemático que las incrustaciones de arcaísmo que todavía contiene su región —los grupos indígenas más atrasados— sean un factor absolutamente negativo en la formación de los impulsos al trabajo y mucho induce a pensar en su rápido despliegue cuando se ofrezcan los estímulos económicos y educativos a la par necesarios (Ibid.: 293).
Así Echavarría construye la alteridad del sujeto del desarrollo: si este reúne hábitos profesionales de trabajo abnegado, en esos otros abunda la pereza; si aquél se destaca por una actitud ascética, en esos otros predomina el goce desmesurado. Al fin y al cabo, el proceso de racionalización no comportaba otra cosa que un nuevo mecanismo de racialización destinado a combatir lo que Echavarría llamaba el “caciquismo” de las sociedades latinoamericanas (Ibid.: 317).
El desafío era doble porque la asimilación de elementos modernos por parte de esa “estructura tradicional” había dado lugar a la emergencia de “proto-ideologías” populistas que perseguían el desarrollo, pero sin aceptar el sacrificio correspondiente. Se trataba de una deformación del proceso de modernización que solo podía ser corregida mediante la “sustitución de esas ideologías penetradas de irracionalidad por idearios precisos” (Ibid.: 320). En esta línea, Echavarría va a llevar a cabo un desagravio de las oligarquías liberales, entendiendo que sus proyectos de república restringida y modernización social fueron correctos y tan solo les faltó “sentido de la renovación oportuna” (Ibid.: 308).
En sintonía, Gino Germani opinará que en Argentina el ideal modernizador perseguido por las élites de la organización nacional había sufrido “ciertas deformaciones”, como la concentración poblacional en el litoral (Germani, [1962] 1979: 312). Un trasplante de grupos tradicionales hacia sus suburbios desde zonas rurales había ofrecido “masas disponibles” sin preparación política ni sindical para la emergencia del peronismo, una de aquellas proto-ideologías irracionales.
En conclusión, la promesa del desarrollo se instalaría en las sociedades latinoamericanas de la mano de un imperativo sociológico basado en el par conceptual racionalización–sacrificio que hallaba sus fuentes históricas de legitimación en los proyectos de racialización decimonónicos. Ya podremos comenzar a suponer cuál era el papel que jugaba allí la apelación a “La Conquista del Desierto”, pero antes analicemos brevemente qué ideales y representaciones sobre la Patagonia pueblan ese imaginario.
La Patagonia en el imaginario de “la Conquista del Desierto”: la segunda chance de Alberdi
En las narrativas predominantes “La Conquista del Desierto” liderada por Roca figura como hito fundacional del Estado-nación y opera como bisagra que señala el inicio de la modernización argentina. La superación del problema de la barbarie a través de esa “gesta civilizadora” habría inaugurado un proceso económico expansivo que puso a la nación entre las principales potencias, según opinará Arturo Frondizi (1972: 67).
Esa matriz hegemónica a partir de la cual el desarrollismo concebirá a la Patagonia hunde sus raíces en el período de la organización nacional. Entonces desierto remitía a todo el espacio heredado de la colonia allende al litoral, donde habitaban los otros que era necesario aniquilar o desplazar para traer en su lugar a seres civilizados. En la construcción de esa alteridad la figura del indio se articulará con otras mixturas identitarias que cristalizarán en el significante de la barbarie. A partir de allí, el par conceptual desierto-barbarie operará como frontera discursiva —porosa y flexible— que guiará los procesos de territorialización del Estado en construcción.[7]
Este mecanismo de trasplante civilizatorio constituiría la columna vertebral del proyecto constitucional alberdiano, sintetizado en aquel lema gobernar es poblar. Pero a dos décadas de sancionada la Constitución el autor de Las Bases escribiría unas “páginas explicativas” del texto en las que describía la amenaza que representaba una población ultramarina indeseable, que se concentraba en el litoral. Distinguiría entonces entre esa inmigración espontánea—que calificaba como la basura de Europa— y la que debería comenzar a llegar mediante una política de colonización artificial. Ella consistiría en “incentivos especiales y excepcionales” para colonos rurales del norte de Europa que debían ingresar al país por el interior, habilitando para eso puertos en sus costas (Alberdi [1873] 2008: 36). Se trataba, en pocas palabras, de crear zonas francas para un nuevo trasplante civilizatorio en territorios deshabitados del país:
El arte de poblar, no es poblar lo que está poblado, sino lo que está desierto. Hacer que el desierto prometa al poblador, lo que no le dará la ciudad, es el arte del gobierno que sabe poblar […] El arte de poblar la América del Sud, con las poblaciones laboriosas de la Europa del Norte, es poblar la tierra americana que corresponda por el clima, a la tierra europea de los Puritanos que plantaron y aclimataron la libertad y la industria en la “Nueva Inglaterra”. En vez de dejar esas tierras a los indios salvajes, que hoy las poseen, ¿por qué no poblarlas con alemanes, ingleses y suizos? (Alberdi [1871] 1916: 24).
La geografía patagónica aparecía como factor de atracción natural para la inmigración deseable del norte de Europa, puesto que “en los dos polos existe el frío, y la libertad puede encontrar su temperamento en ambos hemisferios” (Ibid.: 116). Al vincular el tipo de conductas necesario para la aparición de la industria moderna con el puritanismo de los colonos norteamericanos, Alberdi se anticipaba en décadas a la tesis de Weber citada por Echavarría. De esta manera, la fría y lejana Patagonia asomaba como posible campo de experimentación social que revierta los resultados de la mala aplicación del espíritu constitucional.
En el mismo sentido, una investigación de Navarro Floria (2006) nos muestra cómo ya desde las sociedades científicas de la época se fueron configurando diversos paisajes de progreso, que expresan una tensión entre la consolidación del latifundio y la oportunidad de utilizar los “territorios disponibles” para ensayar modelos de colonización alternativos. Esta última idea se encuentra presente también en el debate de la Ley de Territorios Nacionales de 1884, en el que Ramón Cárcano compara ese momento con la expansión económico-territorial de Estados Unidos iniciada desde sus primeras 13 colonias, lo que ofrecía un modelo para “incubar” estados modernos en zonas deshabitadas (Cit. en Botana y Gallo, 1997: 98).
Asimismo, en la defensa ante el Congreso de la Ley de Fomento de los Territorios Nacionales de 1908 Joaquín V. González plantea la oportunidad de plasmar finalmente los ideales constitucionales desde cero en ese “campo experimental”. A diferencia de las provincias heredadas, la ausencia allí de estructuras políticas obligaría a los nuevos colonos a abocarse de lleno a actividades productivas, postergando su autonomía hasta tanto demuestren la madurez cívica y la base económica necesarias. Este tutelaje que ejercerá el Estado-nación sería inscripto en el marco de la “república posible” de Alberdi, que ubicaría a los territorios “en condiciones de menores de edad, a quienes es necesario educar convenientemente para la vida independiente y civilizada” (González, [1908] 2015).
La nueva normativa preveía un ambicioso plan de obras públicas proyectado por el ministro Ramos Mexía, quien contratará al ingeniero norteamericano Bailey Willis para ejecutarlo. Willis se instalará en la Norpatagonia entre 1911 y 1914 con el fin de planificar el tendido ferroviario, la irrigación de tierras, la generación de energía hidroeléctrica y el asentamiento de colonos noreuropeos.[8] Así, las perspectivas de emulación del progreso norteamericano irían tallando el imaginario patagónico, como lo expresará medio siglo después el propio Frondizi:
Al escuchar los relatos coloridos del geólogo Willis, que evocaba su juventud en el Lejano Oeste de los Estados Unidos, al saber que Spokane se había transformado en treinta años de simple campamento ferroviario en una ciudad de 75.000 habitantes, Ramos Mexia preveía para la Patagonia un destino semejante (Frondizi, 1964: 23).
El naufragio de este proyecto y la maraña contradictoria de políticas de tierras para la colonización del espacio patagónico dan cuenta de la disputa al interior del bloque de poder oligárquico entre la extensión del modelo vigente y el viraje hacia políticas agroindustriales a tono con el “espíritu constitucional” de inspiración norteamericana. Más no sea a modo de proyección, estos últimos paisajes de progreso seguirán alimentando el imaginario patagónico de una tierra de promisión, que contrasta con aquel rótulo de “tierra maldita” atribuido a Darwin. Detrás de la aparente contradicción entre estos imaginarios podía vislumbrarse el tipo de subjetividades proyectadas. Así, la Patagonia se presentaba como el lugar ideal para hombres abnegados a quienes les esperaba un presente plagado de carencias y riesgos a cambio de un futuro de prosperidad: la tierra maldita debía ser redimida por sujetos sacrificados.
Esos sentidos no tardarán en ser cristalizados por el significante pionero, más afín a la raíz etimológica sajona —Pioneer— que a la latina —Pion—. Con él se irán estableciendo proyecciones del habitante deseable para la región que darían lugar al mito de una Patagonia “blanca y europea” (Man y Man, 2013: 233). Así el proceso de argentinización del sur llevaría inscripta la paradoja de una colonización de pioneros europeos para combatir una extranjerización liderada por pueblos nativos.[9]
Esta paradoja que en realidad está presente en toda la historia de América desde la Conquista emerge en el programa de “La Campaña del Desierto” como segunda chance, es decir, como posibilidad de corregir las consecuencias socioculturales de las malas políticas de colonización heredadas de las metrópolis latinas. Para eso la argentinización del sur debía emular la expansión norteamericana, cuyo modelo de colonización expresaba “la ley de formación natural de la población moderna y, libre, en todo el mundo americano” (Alberdi [1871] 1916: 112).
En conclusión, el proceso de territorialización patagónico que sellaría la matriz del Estado- nación ofrecía el panorama de una argentina escindida entre una sociedad actual que expresaba su pasado colonial latino y una potencial que cobijaba la utopía de una nación moderna bajo el influjo norteamericano. No será casual entonces que futuros proyectos modernizadores ubiquen en la Patagonia al reservorio de la Argentina de Primer Mundo.
El lugar de la Patagonia en el discurso frondicista: hacia la definitiva conquista del desierto
Un claro ejemplo de la fuerza hegemónica que desató el discurso desarrollista sobre América Latina se puede obtener analizando el caso argentino. La primera intervención directa se produjo luego del golpe a Perón, cuando la misión cepaliana elaboró un diagnóstico económico a medida del gobierno militar y el flamante FMI. Entre quienes se manifestaron en contra estaba el radical intransigente Arturo Frondizi, portador de un discurso anti-imperialista que lo ubicaba a la izquierda del peronismo (Altamirano: 1998, 83).
Diversos autores (Rouquié, 1975; Altamirano, 1998; entre otros) coinciden en señalar que fue el vínculo con Rogelio Frigerio el que reconfiguró su discurso a favor del desarrollismo, luego de verse fascinado por el modelo norteamericano (Rouquié, 1975: 115). El hecho de no inscribirse en la línea cepaliana les permitió obtener márgenes de acción para intentar una articulación con elementos propios del escenario nacional que habilite mayores consensos. Así, en la traducción frondicista-frigerista el discurso desarrollista ya no se presentaría asociado a imposiciones externas sino como un “método científico de interpretación de la realidad nacional” (Frigerio cit. en Rouquié, 1975: 107).
En ella desempeñaría un papel clave el significante integración, que operará de manera sobredeterminada para explicar diferentes aspectos. Desde la campaña electoral tendría centralidad la referencia a la rehabilitación del peronismo al sistema democrático, pero luego de la ruptura con Perón será desplazado hacia un sentido geopolítico. Apuntará entonces a aquella integración promovida por los organismos multilaterales a la que la nación tenía que plegarse apelando a los valores universales de “nuestra civilización occidental y cristiana” (Frondizi, 2012, Tomo II: 132). Para eso se tenía que dar un despegue económico que permita superar la etapa de transición que separaba a la Argentina del Primer Mundo. Ese despegue dependía a su vez de un proceso interno de integración que descomprima al litoral reproduciendo su complejo urbano-industrial en territorios despoblados, para corregir la deformación geográfica de la economía.
Así el significante desarrollista de la “integración” le permitía también a Frondizi ofrecer un federalismo “moderno y racional” como alternativa superadora tanto al centralismo porteño como al caudillismo provinciano. Para eso había que sembrar diferentes polos de desarrollo en lugares semidesérticos, idea que estaba muy instalada en la literatura económica de la época y encontraba su antecedente en el programa de expansión de Estados Unidos. Emular ese programa era posible no solo porque se contaría con la “cooperación” norteamericana, sino además por la similitud de riquezas naturales y el mismo espíritu pionero “que es la más poderosa fuerza de la Creación” (Frondizi, 2012, Tomo I: 215).
No obstante, achicar una ventaja de décadas implicaría llevar a cabo un brusco proceso de capitalización —vía ajuste fiscal, privatizaciones, apertura a las inversiones extranjeras y toma de deuda— que permita extraer la riqueza potencial en el corto plazo. En ese esquema, el par conceptual sacrificio–racionalización será utilizado para dejar fuera de la frontera del orden legal “a los sectores que se niegan a dar su contribución de sacrificio” (Ibid.: 161). En un marco de estado de sitio, comunistas y peronistas serán señalados por Frondizi como esos sectores irracionales, objetos de una feroz represión.
En síntesis, el discurso desarrollista de Frondizi ofrecía el panorama de una Argentina en transición hacia el desarrollo que, para llevar a cabo el gran despegue, debía explotar sus “reservas morales y materiales” a través de un colosal sacrificio al que nadie debía oponerse. La Patagonia sería señalada como la principal depositaria de esas reservas y, por lo tanto, adquiriría centralidad.
En un discurso desde Comodoro Rivadavia el 13 de diciembre de 1959 Frondizi anunciaba la integración de la región a través de “la palabra mágica: petróleo” (Ibid.: 381). Las reservas patagónicas habilitarían la instalación de industrias de base prioritarias para el despegue económico: petroquímica, gasífera, siderúrgica e hidroeléctrica. Integrar a la Patagonia a través de esos polos de desarrollo significaría concluir con el proceso de argentinización iniciado con “La Conquista del Desierto”; apelación que le permitirá a Frondizi operar en diferentes sentidos.
Por un lado, reubicar a la región como “desierto” implicaba una especie de reseteo respecto a lo ocurrido allí durante los años peronistas. Aquel proceso de provincialización de los territorios que —en el marco del segundo Plan Quinquenal— incluía muchos de los programas económicos retomados por Frondizi significan algo así como una página arrancada en la narrativa desarrollista.[10] Eso les permitirá a los gobiernos provinciales de la UCRI y sus proyectos productivos adquirir una impronta fundacional que persistirá hasta el día de hoy.
Por otro lado, la imagen de desierto sería funcional a un discurso que se proponía reconfigurar la geografía económico-social de la nación, a tono con los planes de integración promovidos desde los organismos desarrollistas. Vale la pena recordar al respecto los análisis de Echavarría sobre la estructura tradicional de América Latina y la lectura de Germani sobre su concentración en el litoral como condición de posibilidad del peronismo. En ese sentido, las inversiones para la Patagonia proyectaban nuevos paisajes urbanos:
La conjunción del acero con el petróleo, el gas natural y la hidroelectricidad patagónicos constituye el signo definitivo de que a lo largo y a lo ancho de la Patagonia proliferarán ciudades de equilibrada y armoniosa pujanza, evitándose los efectos perniciosos de la concentración política, económica y cultural que caracteriza al litoral del país (Frondizi, 2012, Tomo II: 367).
Este tipo de construcciones utópicas serían recurrentes. La fiebre minera de la cuenca del Ruhur, la revolución petrolera en Texas y la transformación hidroeléctrica del valle de Tennessee serían algunas de las analogías aludidas por Frondizi para moldear los nuevos paisajes de progreso patagónicos.
Aunque pueda resultar contradictorio que un discurso que se inscribe en una línea argentinizadora proponga emular a potencias extranjeras, allí radica la paradoja fundante del imaginario sobre la Patagonia que hemos analizado en el apartado anterior. Si Frondizi puede señalar a Estados Unidos como modelo a imitar en el marco de un programa de defensa de la soberanía sobre el sur es porque ese es el horizonte que en nuestro país opera como fundamento óntico desde Las Bases.
En el mismo sentido, si el desierto puede ofrecerse como oportunidad para el desarrollo —en tanto lugar liberado de tradiciones heredadas— es gracias a que en nuestro país hay una tradición sobre el desierto que viene sedimentando esos imaginarios de modernización desde la organización nacional. Detrás de esa tradición modernizante se halla el histórico desprecio a los sectores populares por parte de las elites dirigentes y su búsqueda de espacios alternativos para trasplantes civilizatorios que rediman a estas tierras. Esos núcleos de sentido detonados con la apelación a “La Conquista del Desierto” serán puestos en diálogo con los nuevos programas de desarrollo patagónico, empezando por un rescate de la figura del pionero.
Con la reivindicación de determinadas personalidades históricas —que no casualmente eran en gran medida europeos— Frondizi trazará una tradición patagónica de hombres que “constituyeron las vanguardias de un nuevo protagonista de nuestra historia” (Frondizi, 2012, Tomo I: 386). El punto de partida de esa tradición pionera era —como no podía ser de otra manera— Julio Argentino Roca con sus tropas, a la que le seguiría la “obra civilizadora” de los salesianos italianos. Luego con los hallazgos de los exploradores alemanes se iniciaría la política nacionalista de YPF; lo que le permite a Frondizi enlazar en una misma tradición a la elite oligárquica con los primeros gobiernos radicales, a través de las figuras de Huergo y Mosconi respectivamente. Elusión del peronismo mediante, la serie se completaría con una convocatoria a los nuevos pioneros industriales que serán los encargados de llevar el desarrollo al desierto:
Y siempre, como trasfondo de la acción genial de los conductores el esfuerzo abnegado y silencioso de los pioneros argentinos y extranjeros, unidos en el sueño de convertir lo que alguien llamó la “tierra maldita” en el vergel y el taller de una Argentina engrandecida. Venid a la Patagonia con la visión profética de los pioneros. A estos hombres que vencieron a la naturaleza y soportaron las penurias, la Nación les debe su homenaje y su eterna gratitud (Ibid.).
Esta caracterización del pionero nos recuerda al ethos sacrificial que Echavarría recuperaba de las tesis weberianas sobre el espíritu capitalista y que en nuestro país tenía su parangón en Las Bases de Alberdi. Aquel nuevo trasplante civilizatorio que proponía cuando exigía quitarle las tierras del sur a “los salvajes” toma en el desarrollismo un nuevo impulso y una nueva forma bajo la categoría de polos de desarrollo.
Allí continúa operando el par desierto-barbarie que configuró la frontera del discurso civilizatorio decimonónico, con la figura del pionero como proyección de un tipo étnico ideal. La modernización desarrollista viene a proponer un nuevo desplazamiento de esa frontera y, por lo tanto, una nueva alterización. En ese marco se inscribe la creación en 1958 de la Dirección Nacional de Asuntos Indígenas dependiente del Ministerio del Interior, implicando así “la acentuación de un carácter policial para la agencia indigenista estatal” (Lenton, 2017: 88).
En conclusión, la apelación del desarrollismo a los sacrificados del progreso —la subjetividad que interviene al interior de la estructura discursiva— lleva implícita la referencia a los que son sacrificados por el progreso— el exterior constitutivo que opera en los márgenes de la misma—. Así, las múltiples diferencias identitarias aludidas por el significante pionero —argentinos, galeses, suizos, alemanes, italianos, etc. — hallan su lazo equivalencial en la oposición a esa barbarie excluida. Por lo tanto, el reverso necesario del ethos sacrificial desarrollista será un nuevo sacrificio de aquellos pueblos que —como decía el documento de Naciones Unidas citado— son “incapaces de seguir el ritmo del progreso”.
En este sentido, si “La Conquista del Desierto” le permite a Frondizi conectar los significantes del desarrollo con los orígenes del Estado nación entonces la apelación a “La Conquista de América” los inscribirá en la genealogía civilizatoria occidental:
Fuimos colonizados por los españoles con un doble propósito: incorporar un nuevo continente a la producción y al trabajo de la comunidad civilizada y convertir al paganismo indígena a la fe cristiana. El conquistador vino a estas playas con la espada y la cruz, en nombre de su soberano y de Dios. Toda la historia de la conquista de América, de ambas Américas, es una doble función terrena y divina (Frondizi, 2012, Tomo III: 320).
Ambos hitos trazan así las coordenadas simbólicas en que se inscribe el discurso frondicista; el primero como inicio del proceso de racionalización/racialización en América Latina y el segundo como su posibilidad de corrección por parte del Estado nacional siguiendo el modelo norteamericano. Una definitiva conquista del desierto bajo el signo biopolítico desarrollista significaría concluir con ese proceso para arribar finalmente “al encuentro de una nación moderna” (Frondizi, 2012, Tomo I: 382).
Pese a su breve e interrumpido gobierno, el discurso desarrollista de Frondizi dejaría tendidas las líneas de fuga que consolidarán la matriz de territorialización de los espacios patagónicos iniciada en la conquista de Roca. A partir de allí ya no solo el Estado nación sino también los discursos “provincialistas” construidos en oposición a aquél concebirán a sus respectivos espacios desde esa matriz.
Como consecuencia, al día de hoy los significantes “integración” y “desarrollo” siguen estructurando el imaginario patagónico con sus dilatadas promesas de modernización. Con ellas persiste la paradoja intrínseca al mito del pionero, en tanto son sus raíces extranjeras las que le otorgan valor como sujeto histórico que proyecta una redención cultural. La promesa de ese horizonte —que se presenta siempre como fallido— bloquea la construcción de identidades arraigadas en tradiciones propias del territorio, desde las cuales construir proyectos no dependientes de los centros de poder.
¿Cómo apelar para eso a la reivindicación de culturas autóctonas cuando su sacrificio sigue siendo el hecho fundante no solo de la territorialización patagónica sino también del Estado nación? ¿Cómo contribuir a su inclusión efectiva cuando esa alteridad sigue siendo la forma hegemónica de contener al ser nacional y sus perspectivas de renovación? Estos interrogantes constituyen la tragedia de un territorio periférico que es imaginado como futuro desde hace 150 años y el drama de continuar pensándolo desde epistemes venidas en barcos, anclados en Buenos Aires.
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- Departamento de Estudios Políticos (CURZA-UNCo).↵
- Estas categorías pertenecen al marco teórico desarrollado por Ernesto Laclau, expresado de forma sumaria en “¿Por qué los significantes vacíos son importantes para la política?” (2015). ↵
- Para Laclau “esta relación por la que un contenido particular pasa a ser el significante de la plenitud comunitaria ausente, es exactamente lo que llamamos relación hegemónica” (Ibid.: 93). ↵
- Respecto a la categoría de traducción cultural tomaremos la conceptualización de Carbonell en “Traducir al Otro…” (Carbonell, 1997: 48).↵
- Tomamos la categoría de “biopolítica de la población” de su formulación original realizada por Foucault (2018: 131).↵
- El CELADE fue creado por resolución de la ONU en 1965. Sus “Programas de Planificación Familiar” obtendrían buena parte del financiamiento de las fundaciones Ford, Rockefeller, Pathfinder y Víctor (CELADE, 1970). Una prueba de su carácter eugenésico es que mientras en América Latina tenían como principal objetivo disminuir las tasas de natalidad, los Planned Parenthood desarrollados en las familias blancas norteamericanas ensayaban métodos para alentarlas a tener cada vez más hijos.↵
- Al respecto tomaremos la conceptualización que hace Grossberg de “mapas de territorialización” (Cit. en Delrio y Pérez, 2011: 241).↵
- Para profundizar en el estudio de los planes de Ramos Mexía para la Patagonia ver Ruffini (2008).↵
- Nos referimos a la versión que ubica al “indio” patagónico como resultado de una invasión de origen chileno.↵
- Ver al respecto Navarro Floria (2011).↵