Mariel Bleger[1], Ayelén Fiori[2] y Malena Pell Richards[3]
Son muchas las veces que nos preguntamos sobre los dolores, las muertes y los engaños que aparecen en las entrevistas y conversaciones realizadas durante nuestro trabajo de campo. Los grupos, personas y comunidades mapuche con los que caminamos tienen un pasado anclado en un hecho trágico como lo son las campañas militares realizadas en Norpatagonia durante fines del siglo XIX. Estos relatos dolorosos se actualizan en el presente y se manifiestan, por un lado, en las conversaciones que mantenemos y por otro, en las noticias que nos rodean, mediatizadas por un discurso donde prima el supuesto de que algunas vidas son “más matables” que otras. También en ellas se da a entender que algunas vidas son más vulnerables que otras, incluso que algunas violencias perpetradas en los cuerpos que llevan adelante luchas territoriales estarían bajo un manto de justificación por la exposición a la que se someten.
Este trabajo surge de la necesidad de replantear nuestra escucha y lo que hacemos con ella. Permitirnos ser afectadas a través de los dolores que nos comparten representa para este escrito la posibilidad de que aquellos hechos que a simple vista parecen contexto lleguen al centro de la escena como tragedias personales y colectivas. Las mismas moldean y construyen trayectorias y modos de ser y estar en el mundo. Partiendo de esta consideración, se vuelven relevantes para el ejercicio que implica producir conocimientos antropológicos, tal y como intentaremos reflejar en este capítulo.
En los últimos años distintos trabajos han profundizado en la relación performativa del dolor para con las historias de vida (Carsten, 2007) centradas en reflexionar sobre las experiencias del sufrimiento (Das, 1995). Al mismo tiempo, son muchos los escritos dónde se abordan dichas situaciones y se reconoce el potencial político cuando logran crearse comunidades emocionales (Jimeno, 2007) y estas son llevadas al discurso público o habilitado. En esta misma línea, también existen trabajos que realizaron reflexiones en torno a los silenciamientos y al dolor en los procesos de recuerdo y olvido (Connerton 1989, Dwyer, 2009; Berliner, 2005). Estas reflexiones académicas ponen particular atención al modo en que las historias o recuerdos tristes performan narrativas y contextualizan ciertos modos de ser y estar en el mundo. Por último, mencionamos a quienes hacen énfasis en las tristezas como contexto o escenarios desde los que se desprenden narrativas basadas en aquellos dolorosos testimonios (Pollak, 2006; Benjamin, 1999; Ortega, 2008, 2011) en tanto sus aportes también orientan nuestras reflexiones.
Desde la perspectiva de los estudios sobre la memoria, se nos hace innegable el potencial político de ésta cuando se entraman diferentes historias que hasta el momento de su narración habían pasado desapercibidas o que se encontraban escabullidas en esos recovecos de olvidos, silencios y secretos. Por ello, nos valemos de los aportes de Ana Ramos (2016) quien recentra el potencial que tienen estos recuerdos para devenir en nuevas configuraciones emotivas, actualizar ontologías políticas (Blaser, 2009) como también luchas epistémicas (De la Cadena, 2008). Asimismo, nos basamos en diferentes reconstrucciones de performance según nuestros campos e interlocutores. Estas performances pueden agruparse en narrativas, opiniones, explicaciones, prácticas ritualizadas como ceremonias o actos públicos como también en la expresión de emotividad. Los procedimientos analíticos de la Etnografía de la Performance —Hymes (1972), Bauman y Briggs (1990), entre otres— consisten en abordar una determinada práctica —discursiva o no— como una expresión poética de comunicación con un alto grado de reflexividad. Esta etnografía no solo sirve para el análisis sino también para la identificación y reconstrucción de los eventos significativos en el proceso de trabajo de campo, por ejemplo, al preguntarnos cuándo las acciones están orientadas a objetivar un determinado “asunto” para que pueda ser material de reflexión para la audiencia (Turner, 1988).
Con estos trabajos en mente, anclamos nuestra reflexión desde una perspectiva propuesta por la combinación entre una antropología de la performance y los estudios de la memoria. Nos detenemos a pensar las implicancias que tienen los modos en que son transmitidas las tristezas y tragedias personales en los relatos y personas con las que trabajamos. Partimos entonces de las lecturas que nos han permitido pensar estas tristezas como parte inseparable del contexto de producción académica. Sin embargo, establecemos en el siguiente capítulo una serie de momentos y reflexiones realizados desde el trabajo antropológico donde a menudo se ponderan otros modos de transmisión de saberes dejando los relatos tristes en el ámbito de lo privado, de lo informal y de lo que muchas veces denominamos “excesos”.
Este capítulo se organizará principalmente en tres momentos que distinguimos del siguiente modo. Comenzamos con la identificación de un hecho trágico y un pasado en común que se presenta como un rastro o semilla (Halbwachs, 2004) de aquel inicio donde se remontan las primeras tristezas. Luego, nos detenemos en los momentos donde la angustia y el dolor inundó las contadas y escenarios con y en los que trabajamos. De esta manera, analizaremos y reflexionaremos sobre el quehacer antropológico frente a estas situaciones. No tanto sobre los modos de producir conocimiento a partir de estos relatos, sino sobre cómo los famosos lentes de la teoría quedan obsoletos si no se ven intervenidos por la emocionalidad de quien decide usarlos. Por último, y en un intento por estar a la altura de los espacios formativos por los que circulamos —como el Encuentro Patagónico de Teoría Política— al final de este escrito esbozamos nuestros aportes a lo que consideramos una revisión metodológica situada desde los territorios y sentires que recorremos.
Contextualización de un “evento crítico”
Las tres autoras formamos parte del Grupo de Estudios sobre Memorias Alterizadas y Subordinadas (GEMAS) y nuestras investigaciones están ligadas a los trabajos de memoria que vienen realizando personas y colectivos mapuche de diferentes lugares de Norpatagonia. Más allá de las múltiples particularidades que tienen nuestros campos, este trabajo surgió de la necesidad de poner en diálogo nuestras investigaciones. Como mencionamos antes, las personas con las que trabajamos suelen identificar como el inicio de los despojos, tragedias e injusticias del presente a las campañas militares del Estado argentino sobre este territorio. Así, gran parte de las memorias se estructuran en torno a este evento de violencia profundamente destructivo y sus repercusiones en el tiempo. Este evento crítico (Das, 1995) fue uno de los acontecimientos más violentos y devastadores que ha sufrido el pueblo mapuche. En diálogo con las lecturas de Veena Das, Janet Carsten (2007) señala que tales eventos se caracterizan por irrumpir en la vida cotidiana y resquebrajar los mundos locales alterando y destruyendo las formas de acción, de ser, de habitar y entender el mundo. Como es profundizado por muches colegas, incluso por nosotras en publicaciones previas (Bleger y Fiori, 2019; Ramos, 2020), en el presente este acontecimiento tiene consecuencias tangibles que siguen operando incluso en la vida cotidiana. A menudo, bajo grandes categorías como genocidio o tragedia, anudamos nuestros trabajos y construimos desde allí etnografías comparativas. Sin embargo, bajo estas grandes categorías, el dolor de las víctimas se estandariza y se generaliza, las heridas se vuelven invisibles y las voces poco audibles. Como consecuencia de este tipo de eventos traumáticos, el silencio suele ser la respuesta para sobrevivir a tanto dolor. Estas experiencias traumáticas se vuelven indecibles para las víctimas de los acontecimientos y emergen de manera subterránea en las nuevas generaciones ante experiencias reiteradas de violencia, discriminación o despojo en el presente.
Establecido entonces aquel inicio, o evento que parece haberlo estructurado ulteriormente, nos encontramos con la particularidad de cada una de nuestras inmersiones en el campo. Nuestres interlocutores suelen ser mujeres que llevan adelante recuperaciones territoriales, familias que han sido desalojadas y motorizan procesos de reconstitución como comunidad en distintos paisajes, como también colectivos y familias que buscan restaurar marcos de conocimiento silenciados como lo es la lengua mapuche (mapuzugun). Aún en escenarios disímiles y lejanos, este evento crítico que inició hacia 1880 es el punto de partida –o el comienzo– de la desestructuración a partir del cual creemos que se enlazan las tristezas del pasado y del presente. Lejos de buscar realizar una genealogía del dolor, buscamos tomar tres contextos donde las tristezas (íntimas y cotidianas) emergen en cada uno de nuestros campos. Ponemos en palabras, entonces, diferentes escenificaciones de lo que en nuestros recorridos etnográficos ocurre.
Por un lado, mujeres mapuche que llevan adelante recuperaciones territoriales suelen narrar, en las conversaciones que sostenemos, distintas escenas de su vida que dan cuenta de lugares de violencia que han tenido que soportar. Teniendo en cuenta la heterogeneidad de sus relatos y evitando caer en homogeneizaciones reconocemos esos puntos en común. Estas tristezas hondas son causadas por parte del Estado, las fuerzas policiales o la violencia machista exacerbada por el alcohol en sus propios hogares. Muchas de estas mujeres reconocen que “la conquista se les subió a los cuerpos a muchos de nuestros hombres”. En estos relatos donde la búsqueda de un mejor vivir está como horizonte han sido incontables las veces que las descripciones de violencias perpetradas sobre los cuerpos, la pérdida de hijos, las expresiones de racismo más crudas intervienen sus historias.
En segundo lugar, nos encontramos con algunas familias que habiendo sido desalojadas y expulsadas de sus territorios en el pasado y obligadas a vivir en contextos de pobreza en la periferia de la ciudad buscan, en el presente, rearmarse como comunidad en un nuevo territorio. Estas personas suelen narrar distintas escenas de violencias, pérdidas y sufrimientos que han tenido que soportar a lo largo de su historia de vida. La aparición de nuevos sucesos de violencia, engaños y la amenaza de un nuevo desalojo por parte de terratenientes emerge en sus relatos y se entremezcla con las memorias de sufrimientos y dolores del pasado.
Asimismo, en el andar con organizaciones, comunidades y personas mapuche que buscan restaurar marcos de conocimiento silenciados como lo es el mapuzugun (lengua mapuche) la conciencia de esos eventos trágicos a veces es narrada y muchas otras se expresa en silencios. A medida que intenta hacerse presente en un desplazamiento desde espacios familiares y ceremoniales más pequeños a otras audiencias, la palabra en lengua se escabulle de la mayor parte de la población mapuche y mapuche tehuelche, a quienes sus derechos lingüísticos les han sido —y en la actualidad les suelen ser— arrebatados.
En la vida cotidiana de estas personas, la violencia y el dolor se vuelven realidades tangibles: pueden ser contadas como “historias tristes de los antiguos” o como relatos de violencia doméstica, temores a ser nuevamente despojados o experimentadas como vergüenza frente a la imposibilidad de aprender la lengua. En este sentido nos preguntamos: ¿qué continuidades históricas podemos establecer cuando el relato de las violencias del pasado reaparece, irrumpen, son visibles y se encarnan en experiencias cotidianas?
Al intentar comprender los significados de las violencias perpetradas contra el pueblo mapuche nos damos cuenta de que desde la academia rara vez alcanzamos a comprender los lenguajes del dolor que atraviesan las memorias de nuestres interlocutores. En breve, la categoría evento crítico (Das, 1995) nos permite abordar con mayor profundidad los contextos que estimulan las memorias de los grupos con los que trabajamos. Especialmente, vislumbrar por qué sus proyectos de memoria suelen ser trazados en términos de “restauración” de vínculos, de relacionalidades y de conocimientos de un mundo que les ha sido arrebatado. En el siguiente apartado, nos adentramos en nuestras reflexiones en torno a la comprensión de dichos significados y momentos valiéndonos de nuestros recorridos etnográficos para enmarcar las teorizaciones subsiguientes.
Narrar la tragedia
Hace ya un tiempo, durante las conversas que nacen cuando la academia se distrae, comenzamos a compartir lo que nos sucede como jóvenes antropólogas cuando nuestres interlocutores se entristecen al recordar sus antepasados o lloran al compartirnos alguna injusticia actual. Lo primero que evidenciamos es la naturalización u omisión ante esa conmoción. Hay una especie de “no dicho”, quizás heredado disciplinariamente, de filtrar las incomodidades, los dolores de panza, las tristezas, cuando producimos conocimiento o transmitimos a nuestros colegas lo vivido. De algún modo retomamos aquella sorpresa que recibió la disciplina cuando se hicieron públicos los diarios de campo de Bronislaw Malinowski[4] y rápidamente surgieron análisis reflexionando sobre el quehacer antropológico y la importancia de nuestro sentir al momento de investigar. Su difusión formó parte del puntapié para empezar a pensar la importancia de la reflexividad en las prácticas etnográficas. Sin embargo, creemos que aún existen espacios de vacancia para estas reflexiones: ¿Qué hacemos con las tristezas que irrumpen y performan las narrativas con las que trabajamos?
Al empezar a hablarlo entre nosotras entendimos que estas situaciones suelen ser puestas en el plano de lo individual, de lo privado, casi como un momento de excepción en las entrevistas. Sucede que cuando escenas como las retomadas irrumpen pocas veces son traídas a nuestras producciones de escritos académicos. Incluso, lo que primero atinamos a hacer es apagar el grabador. Por un lado, se siente como una especie de invasión a lo íntimo, especialmente sí conocemos poco a la persona que tenemos frente. Por otro lado, encontramos que son pocas las herramientas que tenemos para trabajar sobre esos momentos. Así se vuelven instantes que quedan relegados, devienen los llamados excesos de los que casi no hablamos.
En nuestros diferentes escenarios la adversidad suele estar presente, no así la tristeza. Cuando aparece, lo hace sin permiso y no suele ser planificada. No hablamos aquí de un hecho triste que es narrado, sino de la tristeza como emoción, como lenguaje que construye un pacto silencioso con nuestro lugar de oyentes. Puesto que esa herida que allí se nos revela está constituyéndose a su vez en, tal como expresa el famoso dicho: en “el lugar por donde entra la luz”. En nuestro caso esa luz se convierte en una suerte de agente iluminador que evidencia una carencia metodológica en nuestra propia práctica mientras nos muestra también la forma en la que esa tristeza nos estructura la escucha para con esa persona durante el tiempo que ese encuentro dura.
Usamos el término de iluminación siguiendo a Walter Benjamin (1999), en un sentido amplio en el cual estos momentos nos invitan a repensar nuestra trayectoria, otras conversaciones o entrevistas, incluso otras preguntas que habíamos andamiado al mismo tiempo que realizamos conexiones futuras con otros intereses. Estas nuevas inquietudes surgen de lo que, a partir de ese momento de iluminación, se vuelve cognoscible y pensable para nosotras en tanto antropólogas, y es lo que nos orienta a refinar nuestras prácticas. Por ello mismo, nuestra búsqueda por dar un paso más allá de una objetivación de nuestra reflexividad en un sentido más acostumbrado para plantear otros ordenamientos en lo que respecta a la producción de conocimiento en sí misma y los aportes que estos eventos y emociones impensadas nos proponen. Sobre esto, volveremos en el siguiente apartado del escrito.
Sin embargo, antes de avanzar, queremos mencionar nuestro reconocimiento a la posibilidad de nombrar y contar con el concepto de “ser afectada” tal cual lo esboza Jeane Favret-Saada (2013). Sus aportes son insumos para nuestros diálogos de una manera en la cual seguimos la propuesta de la antropóloga, al mismo tiempo que nos identificamos en su camino y decisiones metodológicas. Al igual que ella, reconocemos que nos dejarnos impactar por esos mundos que se/nos transmiten mientras intentamos que los mismos devengan para nosotras aprehensibles –considerando muy poco el discurso y centrándonos en lo no-dicho–. De aquí se desprende nuestro interés particular por evitar corrernos del sentido común dónde el llanto es trágico, dónde corta el discurso o nubla la palabra, para hacer el esfuerzo por reconocer qué es lo que esa emoción transmite.
Nuestro desafío reside entonces, en poder comprender esos sentires en los propios contextos dónde emergen. Por un lado, haciéndonos responsables de que a veces son nuestros propios intereses investigativos los que terminan llevando una conversación, y por ende a nuestres interlocutores a ese lugar. Por el otro, porque al clausurar, invisibilizar o considerar exceso estas irrupciones solo abordamos parcialmente estas angustias más profundas y constitutivas de muchas luchas y procesos de restauración. De aquí se desprende nuestra intención de que estos sentires sean el texto, que formen parte de nuestros corpus al volverse discurso, y de considerar el reto que supone en un nivel metodológico reconstruir, contextualizar y encuadrar constantemente dichas angustias. Para dar cuenta de este asunto, ilustraremos algunos momentos de iluminación en el campo que nos llevaron a plantear estas reflexiones.
En el marco de encuentros de aprendizaje en inmersión de la lengua mapuche (koneltun) es recurrente en los saludos de bienvenida o en las despedidas la presencia del llanto, en convivencia con la alegría o el orgullo de lo aprendido. Está constante aparición de las angustias del presente, que llegan de la mano con las de las personas del pasado, orientan los discursos que se comparten. A veces se intenta fortalecer a la persona que trata de sobrepasar las lágrimas y poner en palabras su sentir, la mayoría de las veces se respeta esa necesidad de comunicar de ese modo. No se hace sentir vergüenza a la persona que se emociona así, y se siguen respetando los turnos de habla. Volviendo a los aportes de la teoría de la performance (Bauman y Briggs, 1990) esto nos lleva a reflexionar también en el reconocimiento de les enunciadores o portadores de esos mensajes de sus audiencias. Muchas veces, incluso exteriorizan que son espacios propicios para “descargarse” porque las personas presentes pueden entender lo que sufren. Este es el caso de una joven asistente a dicho encuentro quien entre lágrimas dijo:
Yo vine sola acá, nadie de mi familia quiere aprender, dicen… ¿para qué querés revolver eso… ¿qué sentido tiene? ¿Cuántos de nosotros ahora volvemos y no tenemos con quién hablar?… es muy triste eso…por eso me apena irme… (y sigue llorando y así termina su turno de habla) (Registro de Koneltun Pichi Leufu, Río Negro, 2019).
En vistas de esbozar una reflexión metodológica sobre nuestros encuentros, reconocemos que la particularidad de los mismos reside en nuestra preocupación conjunta de ciertos tópicos los cuales buscamos comprender, pensar sobre o desde, también para y por “el campo” en un sentido etnográfico. Esto es, un ir venir de preguntas y reflexiones que a veces surgen en espacios definidos como académicos –en todas sus multiplicidades– y otros que conforman “el campo”. Consideramos necesario hacer una breve aclaración: aquí, tomamos esta idea de campo como aquel recorrido que se va desplegando a medida que somos guiadas por distintas preguntas, en el acompañamiento de ciertas luchas, reivindicaciones y personas (Ingold, 2011; Marcus, 2001). Un “campo” que se encuentra distante al de la teoría antropológica más clásica y que hoy en día puede definirse como “estallado”, pues sus límites, o ahora bordes, son tan difusos como móviles. Está particularidad de nuestras prácticas académicas nos lleva a sostener una “vigilancia epistemológica” (Bourdieu et. al., 2008) que trae aparejada el desafío personal o político de llevar adelante investigaciones cuyos aportes no se limiten únicamente a un mundo u a otro (academia vs campo). Y siguiendo está propuesta, nos lleva a repensar cómo nuestras escuchas y nuestros encuentros se ven transformados en ciertas situaciones dónde, por ejemplo, irrumpe el dolor, la angustia o el llanto.
En los escenarios embestidos por conflictos territoriales suele suceder que nos compartan recuerdos dolorosos sobre circunstancias similares que han vivido los abuelos y abuelas en un pasado no tan lejano: “mis abuelos fueron desalojados”, “mi abuela sabía llorar cuando recordaba”. Cuando un relato inicia con este tipo de expresiones está introduciendo el asunto a tratar como algo que ocurrió en el pasado y dejó mucho dolor. Las lofche o familias mapuche que en el presente inician procesos de recuperación territorial o de reorganización como comunidad sufrieron en el pasado desalojos violentos y situaciones de pobreza producto del despojo. Al relatar los conflictos y dificultades que emergen de estos conflictos territoriales suelen traer al presente las tristezas y dolores del pasado que se entremezclan con las emociones recientes. Este es el caso de una anciana mapuche quien entre lágrimas recordaba lo que sucedió cuando la policía entró a su domicilio y le hizo un allanamiento:
A veces hacía antes (tejer en dos agujas) para mi hijito pero desde que él descansó no hago más nada… Me quedan muchos recuerdos, el otro día le dije a la policía cuando levantaron el recado, le dije son todas cosas de mi hijo. Re mal me quede…” (entrevista personal, I. C. Laguna Larga, Chubut, 2020).
El relato entremezclado del recuerdo de su abuela, el allanamiento policial, la angustia ante la situación inminente de un desalojo y la tristeza por la pérdida de su hijo en ese territorio, parecieran ser fragmentos inconexos ante una mirada ajena. Sin embargo, nuestres interlocutores llevan consigo la marca de esos acontecimientos dolorosos que emergen, se estructuran y se develan de formas creativas como parte de un argumento. El desafío aquí radica en lograr atender a los modos singulares y complejos en que nuestres interlocutores van hilvanando sus dolores, padeciendo y percibiendo las violencias, recordando sus pérdidas y procesando los duelos.
Nos parece necesario clarificar que, si bien solemos prestar atención a los modos de expresión que cada epistemología indígena trae consigo (las fuerzas del lugar, los mensajes de pu gen, la espiritualidad y la lucha) sin darnos cuenta al hacerlo dejamos de lado otros modos de comunicar o transmitir que están también trayendo conocimientos encuerpados. Dentro de esta supuesta apertura y permeabilidad ante esos otros modos de ver y percibir los mundos, la tristeza, como emoción liminal, nos ha regalado esa iluminación de la que hablábamos anteriormente.
Cuando las mujeres que llevan adelante recuperaciones territoriales narran sus historias de vida son muchos los momentos en los que los trabajos de memoria emprendidos por ellas se articulan con distintos momentos o vínculos que fueron marcando el rumbo de sus caminos hasta llegar al presente desde el que se narran:
Hay momentos oscuros en la vida, cuando nada tiene sentido, cuando los golpes y las mentiras son el pan nuestro de todos los días…la mujer mapuche aguanta y aguanta, pero hay momentos en los que nos sale la fuerza para decir basta y que se vaya todo al demonio (Entrevista personal, D.B San Carlos de Bariloche, Rio Negro, 2021).
Las violencias ejercidas sobre los cuerpos de las mujeres son muchas veces anudamientos de dolores y tristezas que padecen. Cuando la tristeza inunda un relato muchas veces por respeto o por circunscribir la emocionalidad al ámbito de lo privado o lo íntimo fraccionamos esa parte del relato como si frente a tanta emocionalidad no pudiésemos construir nuevos conocimientos. Pero serán justamente esas tristezas las que nos han permitido renovar la urgencia de una vigilancia epistemológica en nuestro modo de tamizar los saberes que se ponen en juego cuando nuestres interlocutores nos cuentan sus vidas. Es en base a evitar relegar las situaciones que introdujimos al texto, delineamos a continuación algunas reflexiones sobre cómo pensar estos dolores como producción de conocimiento.
Dolor y producción de conocimiento
La forma en que titulamos este capítulo parte de la necesidad de atender a los modos en que nuestres interlocutores narran la tragedia, apropiarnos de ese momento en tanto y cuanto dejamos de querer tamizar la emoción de la teoría para “florecer” hacia una construcción de sentido. La misma se orienta a dar respuesta a la posibilidad de pensar que eso que allí sucede es un intercambio real de saberes. No es menor el hecho de que, para transmitir la tristeza, hay que poder objetivarla y encuerparla para así volverla un saber comunicable y audible para otres. En otras palabras, nuestra pregunta radica en la producción del conocimiento, puesto que aquí, como dijimos anteriormente, no estamos haciendo una genealogía del dolor, sino más bien, tomamos otro camino. Este desvío se desprende de las ideas explicitadas antes en relación con las transformaciones que derivan de los dolores, angustias y silencios, como también de nuestras propias reflexiones para con nuestra práctica académica y los espacios que desde nuestro lugar como antropólogas ocupamos.
De este modo, hablamos tanto de una vigilancia epistemológica como una metodológica, en la cual nuestro corpus teórico se basa no sólo en aquellos ángeles con los que forcejeamos (Hall cit. en Restrepo et al., 2010) –quienes brindan sus perspectivas y conocimientos en diferentes campos disciplinares– sino que también es el mismo llanto el que constituye nuestro corpus. Para nosotras, está decisión metodológica tiene dos momentos, el primero, lo trabajamos especialmente en el apartado anterior, y tiene que ver con el cese del relego de dicho sentir, la no concepción de esa irrupción de emotividad como un exceso. El segundo momento, y sobre el cual quisiéramos ahondar ahora, indudablemente implica concebir como un aporte en el área de lo epistemológico al sentir, ya que finalmente las teorías encarnan esos dolores y viceversa. La explicitación de este movimiento pendular a la hora de producir conocimiento antropológico situado nos abre paso a la posibilidad de acompañar las luchas que llevan adelante nuestres interlocutores. Para que este recorrido de lado a lado sea sostenido en el tiempo, demanda poner en palabras nuestro objetivo por considerar en igualdad o buscar una simetría (Latour, 2007) entre las teorías académicas con aquello que sucede en el campo.
Tal como intentamos mencionar a lo largo de este capítulo, no es nuestra formación disciplinar la que nos lleva a catalogar como exceso o algo sumamente íntimo estos momentos. Reconocemos que principalmente son nuestras concepciones más arraigadas al sentido común sobre eso que se imbrican en nuestra práctica. Así es como incluir en nuestros escritos sobre estas situaciones muchas veces nos avergüenza, porque nos sentimos invasoras de espacios que nos remiten a lugares muy íntimos, podemos sentir que sobrepasamos algún límite o incluso porque no es nuestra intención –o más bien no queremos– concebir que estamos llevando un lugar triste a quien nos está confiando su palabra. En el mismo sentido que Leslie Dwyer (2009) ha cuestionado las propias valoraciones occidentales de los silencios. Una vez quitado el manto del sentido común occidental sobre los silenciamientos, Dwyer los reconoció como cargados de sentidos culturales y políticos. Del mismo modo, buscamos provocar ese mismo desplazamiento respecto a la angustia. No hacemos esto, por supuesto, sin antes reflexionar el sentido de esta práctica.
Y aquí es dónde volvemos al principio de nuestro texto: los eventos críticos sobre los cuales pensamos y los que se reconocen como el germen de injusticias y violentamientos en el presente. Estos son en sí mismos tan angustiantes como lo son estructurantes a un nivel político para el Pueblo mapuche, en tanto, una vez que se exteriorizan y comparten aúnan historias que parecían individuales a heridas más amplias que son ahora compartidas y que calan en lugares muy similares al ser el correlato de esas trayectorias ligadas al genocidio indígena de finales del siglo XIX.
En otras palabras, abordar de este modo “lo trágico”, trae en algún punto un cierto alivio cuando se concibe la posibilidad de seguir transmitiendo, comunicando y compartiendo esas historias sin la necesidad o constricción de que aquello que se quiera comunicar esté únicamente narrado en palabras Al mismo tiempo que, al ser angustias que se comprenden son iluminadoras cuando se comparte con audiencias que reconocen de dónde vienen, que tienen interés por comprenderlas o mismo que permiten ver reflejadas sus vidas o las de sus antecesores en ellas. Incluso cuando sobran las palabras, su ausencia y la presencia del llanto, por ejemplo, pueden motorizar luchas y proyectos a futuro. A nosotras, nos invitan a desafiar nuestros modos de abordar nuestros intereses y la manera en los cuales los reflejamos en espacios académicos como este compendio.
Conclusiones y reflexiones finales
Durante el proceso de armado de este capítulo, una de nuestras reflexiones más recurrentes nos lleva a plantear lo siguiente: no hay angustias o dolores a priori. Esto quiere decir que, el dolor irrumpe y no sabemos a veces por qué. Sin embargo, una de nuestras pocas certezas es que esos dolores nos conmueven, y al pensar sobre nuestras prácticas esto nos direcciona a concebir indudablemente una teoría afectada por esa conmoción.
La vergüenza, la angustia, el dolor de la pérdida suelen ser circunscritos al plano de lo individual o lo privado cuando emergen en una entrevista o una conversación. Lejos de eso, y como quisimos mostrar en este trabajo, encontramos en estas “historias tristes” (Ramos, 2017) como un momento de producción de otro tipo de conocimiento habilitado por el sentir.
Las emociones desbordan las categorías analíticas que estamos acostumbradas a usar, “tragedia”, “genocidio”, “despojo”, haciendo lugar a lo micro, lo íntimo, lo sensible. “Hacer lugar” a las emociones constituye una oportunidad de ponernos en una relación más simétrica con nuestres interlocutores, de involucrarnos con esos dolores que nos son compartidos. Compartimentar nuestras emociones de nuestro “quehacer” puede ocurrir incluso casi como una estrategia o mecanismo para lidiar con dichas situaciones y enormes categorías: generamos una división entre “yo-investigadora” y “yo-la persona humana y vulnerable” (Theidon, 2011), pero está separación es simplemente una ficción. De este modo, estas recurrentes escenas, nos interpelan a construir espacios más permeables de conocimiento donde lo “teórico” no se piense separado de lo “emocional”. Párrafos más arriba retomamos la metáfora del tamiz, y en estas palabras finales volvemos a ella para ilustrar lo que en este trabajo quisimos analizar. Casi a modo de manifiesto, lo que queremos explicitar en estas líneas es que nuestras perspectivas, epistemologías, metodologías o simplemente insumos teóricos en su generalidad, serán tamizadas por la diversidad de situaciones que suceden en nuestros campos, incluso aquello que excede al discurso, pero no por ello deja de ser texto.
A modo de síntesis, este capítulo surge de la necesidad de empezar a realizar un movimiento inverso al acostumbrado, dónde la teoría no es impune en tanto nos negamos a deambular nuestras preguntas de investigación únicamente con nuestros lentes teóricos sino también aquellos del sentir. Creemos que solo así, dejándonos conmover por el sentir, nuestros campos se vuelven legibles, sólo así se puede, en conjunto, pensar respuestas acordes y sensibles al lugar de su nacimiento.
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- CONICET – Instituto de Investigaciones en Diversidad Cultural y Procesos de Cambio (IIDyPCa) / Universidad Nacional de Río Negro (UNRN).↵
- CONICET – Instituto de Estudios Sociales y Políticos de la Patagonia (IESyPPAT) / Universidad Nacional de la Patagonia San Juan Bosco (UNPSJB).↵
- CONICET – Instituto de Investigaciones en Diversidad Cultural y Procesos de Cambio (IIDyPCa) / Universidad Nacional de Río Negro (UNRN).↵
- Su diario cubre el periodo de su vida que va desde 1914 a 1915, y de 1917 hasta 1918. Fue escrito sin ánimos de publicarse reflejando su cotidianidad mientras realizaba su investigación en las Islas Trobriand de Melanesia, en Papúa Nueva Guinea. Fue publicado en 1967.↵