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4.1. El discurso conservador del derecho y la ética

El retorno del derecho

El retorno de la política y la afirmación de su carácter intelectual sostenido por la filosofía badiouana es una respuesta directa a las implicancias despolitizadoras del lema del “retorno del derecho” y de su vertiente el “retorno de la ética” instalados por la filosofía occidental desde mediados de los años ochenta y que se han transformado en la concepción hegemónica.

En ese sentido, Badiou se ocupa de abordar las implicancias filosóficas (es decir, dentro de lo que denominará posteriormente una “metapolítica”) de la relación entre derecho y política en su texto “Derecho, estado, política”, publicado en la segunda parte del ya mencionado libro D’un désastre obscur. Droit, Etat, Politique (1991, citado como DDO). En el contexto del triunfo de la democracia capitalista occidental que desecha la aspiración a la universalidad de la idea de emancipación comunista (declarada como una utopía peligrosa), se plantea a qué idea o autoridad de significación universal puede recurrir Occidente para erigirse en representante de la Humanidad y legitimar sus intervenciones en el resto del mundo.

Según Badiou, una de las formas de satisfacer esa inquietud que proponen los “filósofos políticos” apólogos del capital-parlamentarismo consiste en retomar al concepto de derecho como un pasaje obligado. Es decir, hacer uso de la maniobra liberal de enaltecer al Estado de derecho y a los derechos humanos. De este modo, la nominación jurídica de los deberes y libertades individuales sustituye a la escatología revolucionaria como forma ideal de universalidad. Cuando la filosofía política académica trata el tema del derecho no coloca entonces a la filosofía bajo condición de la política subjetiva, sino que subsume a esta última a una forma política institucional particular, el Estado democrático asentado en el derecho.

La “filosofía política”, como filosofía del estado de derecho, enuncia su propia posibilidad como ligada a la existencia de una forma particular de estado, y se compromete contra otra (el difunto estado “totalitario”) (CO: 226).

Por eso, Badiou se cuestiona sobre las implicancias filosóficas de que en la actualidad el derecho se considere una categoría fundamental de la política y realiza, ante todo, un examen del derecho como categoría del Estado, el llamado Estado de derecho. Su análisis es, en primer término, un análisis ontológico de la relación entre derecho y Estado a partir las categorías desplegadas en EE, principalmente el concepto de “estado de la situación”, homologable a la gestión estatal. El Estado, cuyo propósito es asegurar las partes de la situación o de una nación, cuando es un Estado “de derecho” se rige por una cuenta que “no propone ninguna parte particular como paradigma del ser-parte en general […]. O también, ningún privilegio explícito cifra o codifica las operaciones por las cuales el estado se relaciona con los subconjuntos delimitados en la situación ‘nacional’” (CO: 227).

En consecuencia, la cuenta no es validada por una parte específica, sino que sólo puede serlo por las reglas formales del derecho, aplicables igualmente “para todos”. Esto, señala Badiou, suele llevar a la creencia de que en un Estado de derecho sus reglas valdrían para cada uno de los individuos y que esta protección de la esfera individual lo distingue del dominio totalitario de una parte autoproclamada. Sin embargo, como ya sostuvo en EE, la ontología badiouana muestra que ninguna regla estatal concierne a esa singularidad infinita que es un individuo. Debido a que todo Estado (ya sea “democrático” o “totalitario”) sólo tiene en cuenta a las partes, para tratar con la infinidad concreta de un individuo, debe reducirlo a lo Uno de la cuenta. En el lenguaje matemático-ontológico esto equivale a considerarlo como singleton: un subconjunto del cual ese individuo es el único elemento (DDO: 56)[1]. Por lo tanto, la relación del Estado de derecho con los individuos no es real, sino una abstracción. El individuo es contado por un sistema de reglas, a diferencia de cuando se lo evalúa a partir de su pertenencia a un subconjunto o grupo particular, como sucede en el Estado socialista.

Cuando se examinan las consecuencias filosóficas de esta caracterización del Estado, a partir de la consideración de Badiou de que la filosofía bajo condición de la política debe evaluar qué relación tiene la política con la verdad (¿qué es la política como procedimiento de verdad?), se comprueba que, si bien todo procedimiento de verdad es un proceso reglado, éste no es coextensivo a su regla y ninguna regla garantiza un efecto de verdad. Él no es reducible a un análisis formal en tanto está anudado al advenimiento de un sujeto.

Cuando el imperio estatal de las reglas es el trasfondo de la política, sostiene Badiou, ella no es un procedimiento de verdad, puesto que la única legislación interna en un sistema de derecho es funcionar sin importar su posible relación con la verdad (CO: 228). Esto se expresa empíricamente en el hecho de que los Estados de derecho occidentales ligados a la regla aséptica del derecho son relativistas o escépticos, y no aspiran intrínsecamente a verdades ni se vinculan con una idea afirmativa. Por su parte, los Estados socialistas burocráticos rechazaban explícitamente la formalidad del derecho. Al fundar su cuenta justamente en una parte (Partido, clase) o subconjunto que mantendría con la verdad un vínculo privilegiado, desde el punto de vista filosófico, la identificación de estos Estados con la política no anulaba toda relación con la verdad. En ese sentido, esos Estados eran compatibles con una filosofía que afirma que en la política es uno de los ámbitos donde se producen verdades. A la vez, esto no quita que para Badiou, como ya se señaló, apuntar a la absolutización de una verdad en el terreno de la política, tal como lo intentan esta clase de Estados a través de la conformación de una filosofía “oficial”, puede llevar a consecuencias desastrosas.

En resumen, en ambos tipos de Estado lo que se entiende por política se confunde con la gestión estatal, pero la concepción de la filosofía que portan es distinta. En Occidente, señala Badiou, la filosofía predominante es relativista y funciona como un complemento ideológico (o “suplemento del alma”, en términos de Bergson), a la vez que sus lucubraciones son limitadas por la objetividad de las reglas del capitalismo y de la democracia. En cambio, en el Este europeo, ella era concebida como una filosofía de Estado, monista y dogmática. Asimismo, esta diferente concepción de la relación del Estado con la filosofía dispone el lugar del derecho. En los Estados democráticos, existe cierta indiferencia del Estado hacia la filosofía y se ubica al derecho como una categoría política central. A la inversa, un Estado desde el que se pregona una filosofía “oficial” sería al parecer un Estado de no-derecho (DDO: 62).

Empero, por opuestas que sean las máximas de estos dos tipos de políticas estatizadas, las consecuencias para la filosofía son siempre negativas puesto que, en vez de ejercer su acto de captura de verdades, ella se fusiona con la pura opinión o con un dogma estatal vacío de contenido real. En ese sentido, Lazarus (2002: 195) señala que hay dos formas de fusión de la filosofía a la política estatizada: la mencionada forma estalinista que fusiona la filosofía al Estado-partido a través de la formulación del materialismo dialéctico, y la que está constituida por la filosofía política anexionada al Estado-multipartidista a través de las categorías de opinión, de democracia y de derecho.

Así es como el rol del filósofo también se ve doblemente desdibujado. Por el lado de Occidente, a causa del sometimiento de la política al derecho estatal y al rechazo anticipado de toda pretensión de verdad como “totalitaria”, es muy difícil diferenciar la logomaquia del sofista (como la de los “nuevos filósofos”) de la dialéctica del filósofo que busca la verdad. Por su parte, en los países socialistas burocratizados no se distingue al filósofo del funcionario y, tendencialmente, la filosofía se identifica con los pronunciamientos del líder. En tanto se considera que el Estado-partido concentra el proceso político de la verdad, ese lugar de enunciación es lo que valida el enunciado “filosófico” (lo cual podría conducir a un desastre). Según Badiou, lo que se visualiza en ambas situaciones es que el filósofo pasa a depender de la política estatizada y su rol es usurpado al ser confundido con sus dobles: el sofista ecléctico y el tirano dogmático (DDO: 64).

Asimismo, para Badiou la crisis del Estado-partido del socialismo también afecta al Estado-partidos (en plural) del parlamentarismo ya que, en última instancia, la crisis se origina en el agotamiento del supuesto milenario que identifica a la política con el Estado, una vez que esa idea se llevó en el siglo XX al corazón de un proyecto emancipatorio: “El fin de ese monstruo, el comunismo de Estado, arrastra en su caída y desvitaliza a toda subjetividad política que pretenda […] aparear la coacción estatal con la universalidad liberadora” (DDO: 68).

La visión badiouana que plantea la autonomía de la política tiene por evidente que la política que condiciona a la filosofía es un procedimiento subjetivo cuyos pensamientos, acciones y decisiones de ninguna manera pueden reducirse a la opción por un determinado tipo de Estado (que, actualmente, sería preponderantemente uno “de derecho”), debido a que “(e)l Estado no es ni su eje primero ni su encarnación” (DDO: 65). La filosofía debe, por lo tanto, evitar subsumirse a la política estatal, ya sea en su versión revolucionaria dogmatizada como en su versión jurídica liberal.

Desde esta perspectiva, una vez ocurrida la descomposición de los Estados socialistas, la filosofía badiouana considera que uno de sus blancos de ataque debe ser la incorporación del derecho como una temática central de la filosofía política occidental. Según Badiou, es claro que la ley, el estado de derecho o los derechos humanos no inventan propiamente ningún pensamiento de la política y, en ese sentido, no hay nada en esta “juridización” de la política que pueda ser de interés para ser captado por la filosofía[2].

En definitiva, la filosofía debe registrar que la política real yace en pensamientos y prácticas efectivas que se sustraen al Estado y, en esto caso, es al interior de estas políticas en las que es posible enunciar otra clase de “derechos” que atiendan verdaderamente a la singularidad de las personas. En efecto, dentro de un procedimiento político (subjetivo), el cual posee su intelectualidad propia, la palabra derecho puede designar un derecho sin Derecho objetivo, expresado mediante prescripciones políticas subjetivas que contradicen la legalidad imperante, tal como lo hace un grupo de inmigrantes que proclama que ellos tienen “derechos”, aunque la legalidad estatal no los reconozca.

La moral y la ética como ideologías

Althusser sostiene en la introducción al Curso de filosofía para científicos (del que participa Badiou) que la ética o moral es una ideología que suele ser un subproducto de una ideología mayor, tales como la ideología religiosa (sobre todo en el Medioevo) o la ideología política y jurídica burguesa, en la modernidad. La moral funciona entonces como un complemento ideológico que adquiere un rol fundamental en aquellos momentos históricos en que se requiere utilizarla para sostener ciertos “valores” que serían más difíciles de defender recurriendo abiertamente a la ideología principal, dado que se revelaría su carácter ideológico (por ejemplo, el respeto a la propiedad privada). Es decir, la moral es “recuperada” en aquellas circunstancias en las que la religión, la política o el derecho vacilan y la ideología dominante la precisa como medio para reasegurar su predominio ideológico (Althusser, 1985: 90-91). Asimismo, la filosofía, en su mayor parte idealista, suele ser funcional a la ideología dominante y fortalece en esas circunstancias el tratamiento filosófico de temas morales.

En esa línea estructuralo-marxista, en una entrevista-debate sobre la relación entre filosofía y moral con Michel Henry[3] (difundida en enero de 1966 en el programa Le temps des philosophes), Badiou sostiene que la forma universal de las prescripciones morales responde a necesidades prácticas. Es decir, se coloca como “deber moral” aquellas conductas que la estructura social demanda de los individuos a los que contiene para su óptimo funcionamiento. En ese marco, el papel del individuo en la conformación de esas normas “objetivas” que rigen sus acciones es escaso. Por su parte, la tarea de la filosofía consistiría para él en elaborar una crítica “genealógica” de la moral establecida, dar cuenta de sus verdaderos fundamentos en el mundo histórico concreto que la modela y condiciona, en lugar de pretender justificarla teóricamente (tal como lo hace la ética normativa).

Badiou mantendrá la interpretación típicamente marxista de las normas morales o éticas como un instrumento ideológico durante todo su trayecto filosófico posterior, aún en los setenta, cuando –como señaló anteriormente– se distancia de su ex maestro. En pleno reflujo de la oleada revolucionaria y del activismo militante que siguió al Mayo francés, durante una clase de su seminario de finales de 1977 (publicada en Teoría del sujeto), Badiou plantea la creciente influencia intelectual en su país de lo que caracteriza como una nueva ideología ética, impulsada en su mayor parte por los llamados “nuevos filósofos”, que expresa el distanciamiento de cualquier tipo de proyecto político revolucionario.

La ética de esta corriente se distribuye entre una moral de los derechos (afirmar la vida del individuo contra la abstracción mortal del Estado) y una política del mal menor (afirmar los parlamentos del Oeste contra los totalitarismos del Este). La ambición comunista, desear la política de masas más bien que el arbitraje humanista-jurídico, es juzgada criminal (TS: 205).

En la última década del siglo XX, tras la caída del muro de Berlín, se presenta un contexto aún más desfavorable para el pensamiento de las políticas de emancipación. La apertura de un supuesto continuum histórico de reinado incuestionable de la democracia capitalista, además de la mencionada revalorización de la categoría de derecho, se traduce al ámbito intelectual y académico en un fortalecimiento del campo de la ética dentro de la filosofía: el llamado “retorno de la ética”.

En este escenario, la intervención de Badiou se plasma en 1993 con publicación de L’éthique, essai sur la conscience du mal (en adelante, citado como LE); un ensayo concebido desde un primer momento como un arma de ataque frente a los postulados del “moralismo académico”. Según él, el “retorno de la ética” se liga a una concepción particular de este concepto de la filosofía que lo emparenta con la idea de moralidad, por lo cual se entiende que el discurso ético tiene la capacidad de evaluar comportamientos y situaciones humanas en relación con ciertos principios[4]. Allende eso, de modo similar a los setenta, Badiou caracteriza a los elementos ideológicos fundantes de esta corriente intelectual que tiene como correlato el desplome del compromiso revolucionario.

Muchos intelectuales […] desprovistos ya de los grandes referentes del marxismo se han convertido en política en defensores de la democracia parlamentaria y de la economía de tipo capitalista, mientras que “en “filosofía” han redescubierto las virtudes de la ideología constante de sus adversarios de la víspera: el individualismo humanitario y la defensa liberal de los derechos contra todas las coacciones del compromiso organizado (LE: 28).

En ese sentido, lo que Badiou considera la ideología ética dominante en las últimas décadas se aboca principalmente en teorizar en favor del respeto de los derechos fundamentales de todo ser humano o, subsidiariamente, de los derechos del ser viviente. Se trataría de una nueva versión de la vieja doctrina de los derechos naturales que presupone la existencia de un ser humano universal y un amplio consenso en torno a la posesión de ciertos “derechos”: derecho de sobrevivir, de no ser maltratado, de disponer de ciertas libertades “fundamentales” (de opinión, de identidad, de elección de sus representantes, etc.).

Por eso, un primer cuestionamiento lanzado por Badiou a esta ética consensual atañe a la concepción antropológica que le subyace. En principio, ella postula un sujeto “universal” de modo que cualquier mal que le afecte sea también universalmente identificable. Sin embargo, Badiou advierte que el supuesto sujeto universal del discurso humanitario se halla en verdad escindido al relacionarse con el mal: por un lado, se da cuenta de un ser humano pasivo que lo padece y, por otro, de un sujeto activo que identifica y determina el riesgo o el sufrimiento, para luego disponerse a “intervenir” y detenerlo. En consecuencia, Badiou considera que la ética dominante actúa como legitimadora de cierto orden político internacional, pues la figura activa se correspondería con la del “hombre blanco occidental” que tendría derecho de injerencia en el extranjero para proteger a otros que sólo son considerados desde la condición inactiva de víctimas (LE: 37). Se presenta entonces al intervencionismo como una cuestión de defensa de los derechos humanos que es compatible, paradójicamente, con una desvalorización de las víctimas. Emulando a Sartre, Badiou vincula así a las injerencias por causas humanitarias con un espíritu colonialista, esa autosatisfacción occidental que considera al resto del mundo como una sub-humanidad (E. 38). Es decir, en la ideología ética occidental, la temática de los derechos humanos constituye una falsa universalidad, en realidad, hay víctimas, por un lado, e intervencionistas, por otro.

Asimismo, Badiou subraya que la ética dominante mantiene una concepción eminentemente biologicista del ser humano, lo cual explica que su propósito fundamental sea la preservación de la vida. Para Badiou, esta asimilación del ser humano con su sustancia animal o su corporeidad pierde de vista aquello que él considera su singularidad en el mundo de lo viviente, aquello que lo hace otra cosa que un ser-para-la-muerte, esto es, su capacidad para subjetivarse a través de su involucramiento con un acontecimiento (como los de la política) que le permitiría abrir un proceso de transformación de la situación existente y acceder a una verdad. Se puede señalar entonces que uno de los propósitos de la filosofía badiouana es ofrecer una ética de defensa de la “verdadera vida”, en tanto entiende la dignidad de la vida humana más allá de lo biológico porque contempla otras posibilidades antropológicas, incluso la posibilidad de alcanzar la condición simbólica de “inmortal”.

La idea de mal radical y su saldo conservador

Badiou considera que el objetivo privilegiado de la ética contemporánea es delimitar el mal porque ella concibe a los derechos humanos ante todo como derechos al “no-mal”: preservar la vida, el cuerpo, la identidad, la cultura, etc. Por esta razón, afirma que se trata de una ética negativa o puramente defensiva, en la cual el concepto de “Mal es aquello a partir de lo cual se define el Bien, no a la inversa” (LE: 54). Para sustentar esta perspectiva negativa, la ética construye su consenso, primordialmente, en el carácter supuestamente “evidente” del mal, puesto que siempre ha sido parecido sencillo identificar aquello que se consideraría malo por sobre lo que sería bueno. Sin embargo, más allá de apoyarse en esta evidencia superficial, Badiou sostiene que, para lograr la identificación consensual del mal, la ética académica radicaliza su discurso y se esfuerza por establecer la existencia de un mal radical. Como se sabe, en la tradición filosófica esta expresión remite originalmente a Kant, quien la utilizó para referirse a una propensión de la voluntad a desatender los imperativos de la ley moral que en su visión se desprendían de la razón humana[5].

En su apropiación por la ética contemporánea, la idea del mal radical tiene su referencia y ejemplificación fundamental en un fenómeno histórico del siglo XX: el Holocausto[6]. Según Badiou, en cuanto ejemplo, este crimen cumple una doble función. En principio, es abordado por esta ética como una ejemplaridad negativa, en tanto indica aquello que no debe repetirse y ser impedido. Al mismo tiempo, mantiene la función normativa de todo ejemplo, pues el exterminio nazi indica la medida inigualable de un Mal difícil de describir. Esta doble función del caso del Holocausto permite que éste pueda ser declarado impensable y excepcional en tanto forma extrema de Mal y, a la vez, ser invocado repetidamente en aquellas circunstancias históricas en las que se quiere “concientizar” a la opinión pública respecto de la aparición del mal. En suma, el crimen nazi es el ejemplo límite e incomparable del Mal del que la humanidad ha sido capaz, pero, a la vez, cualquier nuevo “crimen” puede ser comparado con éste o ser su imitación (comparación que se efectúa usualmente desde una perspectiva occidental).

(E)sta paradoja es en realidad la del [concepto de] Mal radical mismo (y, a decir verdad, de toda ‘puesta en trascendencia’ de una realidad o de un concepto). Es necesario que aquello que constituye la medida no sea mensurable y que, sin embargo, sea constantemente mensurado (LE: 95).

Para salir este círculo Badiou propone entonces abandonar la idea de la existencia de un Mal absoluto e impensable. En lugar de recurrir a conceptos trascendentes y equívocos, su tesis es que el exterminio nazi, justamente en cuanto suceso irreductible, requiere ser localizado para ser comprendido, lo cual significa, ante todo, pensar la singularidad del nazismo como una forma extrema de una política criminal, pero posible. Esto es a lo que se negarían quienes “después de Auschwitz” caracterizan teológicamente lo sucedido a través de ideas como la del mal radical; se resisten a pensar la política con todas sus implicancias, lo que incluye la posibilidad de que existan tipos de políticas cuyas categorías y prescripciones subjetivas sean criminales (LE: 97)[7].

Asimismo, si la barbarie nazi es tributaria de una política singular, la tarea de pensar sus elementos debe ser asumida eminentemente por la política; pero como no hay política “en general” que pueda hacer este examen, Badiou señala que eso sólo puede hacerse desde el punto de vista de otra política. En ese sentido, considera que la forma política encarnada en las democracias occidentales estaría inhabilitada para esa tarea en tanto que en ellas se suele designar, incluso legalmente, a ciertos grupos como invasores o peligrosos (ya sea el inmigrante, el “incivilizado”, el “delincuente”, etc.) en relación con una comunidad ideal, de modo que estos gobiernos no se distinguen esencialmente de la referencia nazi a un “problema judío”[8]. Las políticas de emancipación serían entonces las encargadas de pensar esta cuestión y crear nuevas categorías para elucidarlas (tarea ligada, a su vez, a la de repensar la emancipación).

El discurso filosófico, por su parte, puede ciertamente colaborar en esta labor de pensar el horror a través de algunas categorías, tal como lo hace él mismo en este libro cuando señala que, como todo proceso político, el nazismo implica una forma de subjetivación particular, ligada a una promoción de una identidad cerrada y conquistadora, a través de un discurso dogmático que puede incorporar artilugios filosóficos.

En ese sentido, desde Manifeste pour la philosophie, Badiou se distancia de la consideración iniciada por Theodor Adorno de que la tremenda magnitud de los crímenes del siglo XX –cuyo paradigma es lo sucedido en “Auschwitz”– implica una especie de interrupción del pensamiento a raíz de que habría líneas de continuidad entre aquella barbarie y el régimen de “racionalidad” occidental. En esa dirección –apunta Badiou– se ha llegado a asumir que, como portadora de la tradición intelectual de Occidente, le correspondía especialmente a la filosofía pronunciarse sobre lo sucedido, al punto de que ella misma ha decidido declararse culpable[9] (una actitud de autoincriminación que no tomaron políticos ni científicos). La adopción de esta mala conciencia por parte de la filosofía también sería fruto de la percepción de sus carencias, en tanto ella, constreñida a pensar el nazismo, comprueba sus limitaciones para realizar esa labor y deduce de allí la impensabilidad del crimen. De este modo, este nuevo impasse apuntala la consigna –ya mencionada– del “fin de la filosofía” (MAN: 9).

En cambio, Badiou, sin dejar de reconocer que la filosofía no es posible en todo momento, sostiene que no es admisible otorgar la victoria pírrica al nazismo de paralizar al pensamiento, pues ese sería el cumplimiento de uno de sus principales objetivos, y, a la vez, tampoco cree que mantener desde la filosofía un estado de estupefacción por los crímenes ocurridos sea un justo homenaje a sus víctimas: “la vigilancia intelectual de esta estupefacción […] prolonga los efectos devastadores de las operaciones criminales” (Badiou, E1992b: 24).

En general, para el filósofo francés es necesario abandonar toda clase de discurso ético o filosófico que impida el tratamiento y la comprensión política del fenómeno del mal[10]. Formular la existencia un Mal impensable y absoluto se corresponde más bien con una perspectiva de tipo religiosa (una teología débil), lo cual explica que al analizar la cuestión del mal se la relacione recurrentemente con la problemática de la teodicea[11](que, por ejemplo, se pregunta: “¿por qué Dios permitió esto?”). La tesis badiouana es que el abordaje por la ética contemporánea de la cuestión del mal es conservador porque pretende poner límites infranqueables al intento de pensar el nazismo y las nuevas formas del mal en política.

Empero, el aspecto conservador de esta ética que Badiou destaca con especial énfasis es que, al centrarse en la determinación del Mal, ella muestra su rechazo o incapacidad para nombrar o querer un Bien en el campo de la política, por temor a los posibles “males” que pueda conllevar su realización, pues se supone que toda iniciativa colectiva de cambio revolucionario, además de utópica, es sospechosa de dar lugar al regreso del “terror totalitario”. Esta es la tesis (característica de los “nuevos filósofos”) de que “todo querer el Bien conduce a un desastre y que la línea justa es siempre la de resistencia al Mal” (LM: 76). Se trata de un pensamiento circular que parte de la idea de que el Mal es efecto de un querer descarriado del Bien; por lo tanto, el Bien “verdadero” consistiría en negarse a desearlo. Por este motivo, la agitada promoción de una ética de los droits de l’homme, entendidos como sus derechos al “no-mal”, reflejan para Badiou la conformación de un “consenso” dogmático que tendría por objetivo real legitimar el predominio de la democracia capitalista occidental a escala mundial y censurar moralmente las ideas propias de una política de emancipación (LE: 39)[12]. De este modo, la ética contemporánea con su ideología humanitarista del “mal menor”, ofrece una visión limitada de la política, sometida a lo que la forma de gobierno dominante considera “lo posible”, lo cual constituye un fuerte factor de resignación subjetiva y de aceptación del statu quo como una fatalidad social[13]. En suma, el dominio de la ideología ética occidental difumina la singularidad de la política como un pensamiento-práctica inventivo y autónomo, lo que equivale a destituir a la política como procedimiento de verdad.

En última instancia, vale agregar, además de su conservadurismo contra toda invención o afirmación, para Badiou la ética dominante en Occidente es también nihilista a raíz de que su impotencia característica está corroída por una pulsión de muerte[14]: “su convicción subyacente es que lo único que verdaderamente puede sucederle al hombre es la muerte. Y es cierto, en efecto, en la medida en que se nieguen las verdades” (LE: 63). Paradójicamente, el énfasis en el aspecto biológico del animal humano equivale a negarle la humanidad misma porque no concibe que pueda intentar otra cosa más que perseverar en su ser. Por eso, la concepción occidental de la dignidad humana se acotaría hoy al tratamiento y administración de la muerte, tal como muestran los debates sobre la “muerte digna” (eutanasia) o, a nivel global, el recurrente tema de las intervenciones humanitarias en el extranjero.

La ética de los procesos de verdad: ¡continuar!

El rechazo de Badiou al conservadurismo del discurso resignado y hasta nihilista de la ética “defensiva”, se complementa con el despliegue de su propia concepción de la ética, del Bien y del Mal en el marco de una filosofía que aboga por el retorno de la categoría de verdad. En esa línea, al igual que la mayoría de su obra en los años noventa, intenta extraer las consecuencias del dispositivo teórico y conceptual expuesto en EE, tentativa que implica ciertos riesgos (LE: 16).

En primer término, Badiou considera que no existe una “ética en general” regida por principios a priori al modo kantiano y enraizados en supuestos atributos “universales” de un sujeto abstracto (como su racionalidad) que permitirían analizar cualquier situación. Según él, lo único que es universalizable dentro de las situaciones humanas son las verdades a las cuales asocia con el concepto de Bien, y sostiene que sólo hay ética de los eventuales procedimientos de verdad de donde estas verdades proceden ya que, sólo en dichas circunstancias (procesos de invención que se dan en el ámbito de las ciencias, del arte, de la política o del amor) un animal humano es convocado a decidir y a devenir así un sujeto en el cual la verdad hace su camino (Badiou, E1994).

Para Badiou entonces sólo es legítimo hablar de una ética cuando alguien se constituye en sujeto de un procedimiento de verdad, lo cual requiere –como ya se desarrolló– la ocurrencia de un acontecimiento, ese plus que sobreviene imprevistamente dentro de una situación y revela su inconsistencia: “Un sujeto, que sobrepasa al animal (pero el animal es su único sostén) exige que algo haya pasado, algo irreductible a su inscripción ordinaria en ‘lo que hay’. A este suplemento, llamémoslo un acontecimiento” (LE: 70). En fin, un acontecimiento es aquello que induce la composición de un sujeto porque invita a un individuo a vivir de un modo diferente al habitual e incorporarse con todo lo que “es” (su cuerpo, sus capacidades, etc.) en la trayectoria de construcción de una verdad (política, científica, artística o amorosa)[15]. Para un sujeto, ser fiel al acontecimiento consiste en la decisión de comenzar a valorar la situación desde el punto de vista del suplemento acontecimiental. Este sujeto comprometido se convierte así en sostén de un procedimiento de verdad a través de una recomposición de sus prácticas y pensamientos a la altura de esa irrupción novedosa.

En el resto de las situaciones de la vida ordinaria, se puede señalar que desde la perspectiva badiouana lo que se encuentra son las normas morales que guían la conducta de los individuos según los requerimientos de la estructura social y que formarían parte del saber de la situación. La moral se asienta entonces en mandatos externos, mientras que la ética subjetiva se vincula a la decisión sin garantías de un sujeto que surge en relación con acontecimientos y procesos cuyos caracteres novedosos sólo pueden advertirse retroactivamente.

En efecto, debido a que el vínculo que une al sujeto con un acontecimiento es de carácter aleatorio e indecidible (lo cual no implica que no deba ser decidido), Badiou va a desarrollar, después de polemizar con la ética dominante, una ética del sujeto de un procedimiento de verdad: la “ética de las verdades”. En primer término, advierte que, si bien la fidelidad del sujeto al acontecimiento puede estar inspirada por la atmósfera de novedad que lo rodea, cuando ha pasado esa afección inicial y subjetivante, se presentan nuevamente las necesidades cotidianas de supervivencia. La dificultad de mantener ese grado de compromiso y disciplina del sujeto con el desarrollo de las consecuencias de un acontecimiento exige entonces una elección consciente de fidelidad. Es decir, pertenecer a la composición del sujeto de una verdad depende de una ruptura continuada que se sobrepone a la conservación de sí mismo, por lo cual Badiou considera que se requiere de una ética para dar consistencia a dicha ruptura.

La regla de esta consistencia subjetiva reside en poner la perseverancia de lo que es consciente, al servicio de la extensión y duración de lo desconocido e imprevisible surgido con el azar del acontecimiento. La ética de las verdades realiza así un llamado excepcional a continuar siendo sujeto manteniendo en la situación su fidelidad original a un proceso que por su misma esencia se presenta al ser humano como una dislocación de sus intereses inmediatos. Por ello, la máxima formal de la ética badiouana en relación con la novedad es, básicamente, no ceder, una máxima de coraje: “Persevera en la interrupción. Captura en tu ser lo que te ha capturado y roto” (LE: 78)[16].

En definitiva, ante la tentación de volver a lo habitual y conocido, se presentaría un conflicto constante en el individuo entre el principio “animal” del interés y el principio subjetivo de fidelidad. Por eso, Badiou señala que la “consistencia ética” se manifiesta de manera ambivalente como interés desinteresado: por un lado, se relaciona con el interés al precisar los recursos de la perseverancia, constitutivos de todo viviente; por el otro, es radicalmente desinteresada, pues se asienta en el principio de fidelidad a un arduo proceso que lo desliga del mero interés de perpetuación inerte y hedonista del animal[17].

La traición y el simulacro del acontecimiento

El énfasis de la ética badiouana por la búsqueda de las verdades o el Bien no significa que no se proponga abordar el origen del Mal y la forma de evitarlo pero, a la inversa del discurso ético dominante, coloca a ese Bien como el punto de partida para poder comprender este fenómeno. En efecto, el mal es considerado por Badiou un “efecto posible del Bien mismo”, es decir, una dimensión de un trayecto de verdad, lo cual implica que el mal se vincula a la existencia de sujetos y no es un producto de la ignorancia del animal humano (LE: 92). Por ese motivo, la ética badiouana identifica tres posibles figuras del mal que se vinculan con tres aspectos de dicho proceso de verdad: la traición (relacionada con el sujeto), el simulacro (asociado al estatuto del acontecimiento), y el desastre (vinculado a la verdad).

Por un lado, la ética de las verdades puede fracasar cuando la fidelidad de quienes se involucraron en su proceso se desalienta o entra en “crisis”. En efecto, debido a la mencionada indecibilidad inherente a todo procedimiento de verdad, siempre es posible que ocurra una traición (de allí la pertinencia de formular una ética subjetiva). Pero, para Badiou, la traición no significa simplemente la renuncia del individuo a continuar en el proceso de una verdad, sino que ella consiste, sobre todo, en la negación de la ruptura que lo había capturado. Se traiciona el propio devenir sujeto al convertirse en un negador del proceso de verdad en el que uno se había comprometido (como los militantes renegados o los amantes desencantados). En efecto, el traidor o infiel (es decir, un “ex”-fiel) desecha la propia ruptura y se abandona a lo que Lacan designa el “servicio de los bienes”. A este acomodamiento confortable a “lo que hay”, Badiou contrapone su ética de coraje y resistencia.

En esa línea, Badiou utilizará más adelante el concepto de termidoriano como una categoría filosófica que designa la subjetividad política de quienes se constituyen en la cesación de una secuencia, al aprovecharse de la precariedad inherente a todo proceso político vinculado a principios subjetivos. El termidoriano desdibuja estas convicciones (volviéndolas así incomprensibles o irracionales) por el principio objetivista y calculable del interés, coextensivo al aseguramiento y emplazamiento de la situación (AM: 99). En cambio, en la perspectiva badiouana, la política significa una ruptura con lo que es y comienza, para quien se compromete con ella, con una ruptura consigo mismo y su interés individual.

Por otro lado, Badiou identifica la posibilidad del Mal en lo que denomina el simulacro de un acontecimiento que inclusive puede dar lugar al terror. Los rasgos formales del simulacro son los mismos que copia de un verdadero acontecimiento, en tanto es una ruptura que es nombrada y conmina el despliegue de la fidelidad de un sujeto, pero se diferencia en que su contenido es un léxico de la plenitud o sustancialidad, tal como sucedió en la “revolución” obrada por el nazismo. “De tal manera, [mediante este léxico] se supone que el ‘acontecimiento’ hace advenir al ser y nombra, no el vacío de la situación anterior, sino su completitud” (LE: 111). Por lo tanto, no se trata entonces de un verdadero acontecimiento (siempre singular y situado) que apunta a la universalidad en términos genéricos, sin asentarse en un múltiple particular; sino, por el contrario, de la absolutización de un conjunto cerrado como una comunidad o nación basado en la suposición de cierto rasgo común (una raza o una predilección divina)[18]. Asimismo, la fidelidad subjetiva ligada a un simulacro apunta a reforzar y absolutizar esta particularidad que se enaltece y, por ende, a eliminar aquello que no puede ser incorporado (enemigo que en el caso del nazismo fue designado con el nombre de “judío”). Por eso, Badiou señala que esta fidelidad fanática se plasma en el ejercicio del terror, es decir, la posible reducción de todos a su ser-para-la-muerte (LE: 111)[19].

Como única respuesta a este peligro, Badiou encomienda al sujeto cultivar un sentido de “discernimiento” para no quedar plegado a un falso acontecimiento (LE: 126). Sin embargo, esta respuesta permite entender las críticas de la que ha sido objeto la teoría del simulacro puesto que, de acuerdo a la definición badiouana, el simulacro se distingue del verdadero acontecimiento por pretender señalar la plenitud de una situación y no relacionarse con el vacío, se trata de una diferencia que se expresa en la irrupción del acontecimiento mismo. Como señala Laclau, si el acontecimiento es indiscernible y depende de una decisión, no hay entonces un contenido previo al interior de una situación que le permitan al sujeto distinguir a un verdadero acontecimiento de su simulacro. Es decir, esta distinción presupone saberes que no pueden advertirse desde los lugares de enunciación que presenta el dispositivo teórico badiouano en EE (Laclau, 2004: 3). Por ende, sería posible adherir de “buena fe” a un falso acontecimiento.

Por eso, en una rica entrevista con Bosteels en 1998, Badiou reconoce como insuficiente su alusión a la facultad de discernimiento que requeriría la identificación de un simulacro de acontecimiento, basada en el reconocimiento del vacío que sería intrínseco a todo lo que ocurre en la estela de un acontecimiento.

Es siempre posible objetar que allí volvemos a una especie de archi-conciencia, o a alguna facultad de discernimiento entre el vacío puro y el vacío lleno [por parte del sujeto]. Al final, entonces, quedamos atrapados aún en una teoría según la cual hay una archi-percepción del Mal (Badiou, E2003a: 78).

Como se verá más adelante, parte de su esclarecimiento al problema de la “falsificación” de un acontecimiento implicará reformular su concepción del acontecimiento para concebirlo como un cambio objetivo, y, sobre todo, la ampliación de su teoría del sujeto a una pluralidad de figuras[20].

En relación con este tema de las contrafiguras del sujeto fiel, es fundamental no perder de vista que Badiou afirma la tesis –ya esbozada en los setenta en su texto De l’idéologie– de que la condición de posibilidad del nazismo son las revoluciones políticas realmente acontecimientales y universalmente destinadas (LE: 111). Desde esa perspectiva, se observa que este simulacro es una invención criminal que busca responder a la novedad que se construye desde un acontecimiento revolucionario, la Revolución de Octubre de 1917[21]. Por eso, hay rasgos generales del simulacro, tales como su invención de un lenguaje sustancial para exaltar una particularidad (aria, judía, musulmana, etc.), que se retomarán más adelante cuando se trate de caracterizar a otra clase de figuras subjetivas, contrarias al acontecimiento.

La posibilidad del desastre y el intento de moderar las verdades

Por último, Badiou reencuentra la posibilidad del Mal en relación con el surgimiento de las verdades. Recuperando la distinción –establecida en EE– entre la “lengua de la situación” identificada con los saberes de la situación o las opiniones y la “lengua sujeto” ligada al sujeto involucrado en un procedimiento de verdad, la ética badiouana señala la posibilidad de que la potencia total de una verdad pueda recomponer y suplantar a todas las opiniones o saberes de su situación por la autoridad de la lengua de la verdad, es decir, que “que la totalidad de la situación objetiva se deja disponer en la coherencia particular de una verdad” (LE: 119).

En ese sentido, en su “Conferencia sobre la sustracción” del año 1991 (publicada en Conditions) explica, en conformidad con su ontología, que la verdad es “poco dicha” porque está marcada por el inconmensurable desfasaje entre la propia infinitud de su ser y su recaída en la finitud del saber a través de un acto finito del sujeto. Sin embargo, a pesar de que el ser genérico de una verdad jamás se presente como tal plenamente, desde el punto de vista subjetivo se sabe formalmente de su infinitud y se puede ficcionalizar o hipotetizar un universo en el cual la verdad alcance su totalización genérica. Esta hipótesis implica entonces un forzamiento del “poco decir” de la verdad para ficcionalizarla en un “todo decir” (CO: 184).

Asimismo, esta voluntad de nombrar a toda costa en nombre del acabamiento de la infinita genericidad de una verdad, puede considerar que aquello que hay de singular en toda singularidad, es decir, la parte de ser sustraída a la nominación llamada por Badiou el innombrable de esa situación, constituye un obstáculo a su dominio en esa situación (CO: 185). Es decir, el peligro es que una verdad inacabada pretenda convertirse en una autoridad total de la situación y exprese su voluntad de nombrar a cualquier precio. En suma, este deseo excesivo que puede surgir en el trayecto de una verdad, es muestra de la figura del Mal que Badiou denomina desastre, ya mencionado anteriormente. Más concretamente, un desastre puede destruir aquello que sustenta al sujeto de todo proceso de verdad: su base animal. Así, se desvirtúa el propio proceso dado que, como ya se mencionó, la consistencia ética que éste requiere es una perseverancia en la novedad que también toma sus recursos del interés y deseos humanos, es decir, presupone siempre la existencia del animal humano (LE: 121).

En este escenario, el dispositivo teórico badiouano de principios de los noventa postula un límite ético al forzamiento de una verdad. Hay un punto de retención a la potencia de las verdades porque que en toda situación hay lo innombrable de una verdad, el elemento que no debe ser forzado por la lengua-sujeto.

El filósofo tiene entonces según Badiou como tarea fundamental determinar y custodiar ese punto innombrable que posee cada tipo de procedimiento de verdad para que ésta no sea convertida por un sujeto en una autoridad total[22]. En el caso de la política emancipatoria, considera que su innombrable propio es la comunidad en su sentido sustancial: “toda tentativa de nombrar políticamente una comunidad induce a un Mal desastroso” (LE: 123). La prueba de ello son los efectos criminales de la pretensión nazi de formar una comunidad “aria” y otras identificaciones nacionalistas, religiosas o raciales que conducen a fenómenos similares.

Por otro lado, es preciso admitir que es difícil sustentar este principio ético de moderación al interior de un procedimiento de verdad ya que, tal como se aprecia en el cientificismo exacerbado o en el desastre de las políticas “totalitarias”, existe siempre un deseo de omnipotencia de la verdad de quienes son sus militantes. Esto autoriza el interés por profundizar en la pertinencia de esta cláusula ética de la filosofía badiouana, tema que será examinado más adelante en esta Tesis. Por lo pronto, luego de dar cuenta aquí de la crítica de la filosofía badiouana al enaltecimiento del derecho y a la ética como formas de subordinación de la potencia de la política, en el próximo apartado se desarrolla cómo Badiou pone en cuestión los principales postulados de la filosofía política “consensual” que ha dominado el ambiente académico en las últimas décadas.


  1. En la Crítica del Programa de Gotha, Marx trata la cuestión del derecho en términos similares cuando al abordar la cuestión de la transición de un modo de producción capitalista a otro socialista (condicionado aún por el primero), se plantea qué sería una distribución equitativa. Mientras que en el capitalismo se considera que la distribución es equitativa en tanto está regulada por el derecho (burgués), en un contexto de transición, la distribución de bienes debería regirse en principio de acuerdo al trabajo de cada cual. Sin embargo, Marx advierte que esa forma de regular la distribución está presa de una limitación burguesa. “En el fondo es, por tanto, como todo derecho, el derecho de la desigualdad. El derecho sólo puede consistir, por naturaleza, en la aplicación de una medida igual; pero los individuos desiguales (y no serían distintos individuos si no fuesen desiguales) sólo pueden medirse por la misma medida siempre y cuando que se les coloque bajo un mismo punto de vista y se les mire solamente en un aspecto determinado; por ejemplo, en el caso dado, sólo en cuanto obreros, y no se vea en ellos ninguna otra cosa, es decir, se prescinda de todo lo demás. Prosigamos: un obrero está casado y otro no; uno tiene más hijos que otro, etc., etc. A igual trabajo y, por consiguiente, a igual participación en el fondo social de consumo, uno obtiene de hecho más que otro, uno es más rico que otro, etc. Para evitar todos estos inconvenientes, el derecho no tendría que ser igual, sino desigual”. En efecto, se puede pensar que este derecho que regula la distribución lo que hace es aplicar una única medida o escala sobre aquello que es una multiplicidad, sólo toma en consideración un aspecto determinado de la multiplicidad de cada persona es. Para Marx, estas limitaciones inherentes a la concepción burguesa del derecho son inevitables en el capitalismo y también en la transición hacia una sociedad comunista, son parte de los “dolores de parto” de una sociedad nueva, pero adelanta que la distribución debería regirse por un derecho “desigual”, en el sentido que atienda a la singularidad: “¡de cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades!”. Cfr. Marx, K. (1977). Critica del programa de Gotha, Moscú: Editorial Progreso.
  2. Asimismo, Badiou señala que el Estado de derecho contemporáneo, si bien parece circular entre lo objetivo (la legalidad estatal, una Constitución, etc.) y lo subjetivo (los derechos individuales), ejerce una clase de violencia propia (diferente a la del no-derecho) que consiste en imponer un “consenso” –ya mencionado– que naturaliza la forma de gobierno basada en la representación democrática y la defensa de la economía capitalista, excluyendo a quien no se acopla esa visión (ideología).
  3. La entrevista deviene de hecho debate porque Badiou interviene en oposición a la idea de Henry de que la moral se asienta en una normatividad anterior enraizada en la subjetividad, de la cual podría dar cuenta la fenomenología. Traducción al español de esta entrevista en: Gordillo, I. y Jasminoy, M. (2020) “¡Eso es una norma! El debate Henry – Badiou sobre ética y filosofía”, en Cadernos II. III Jornadas Internacionais Michel Henry e textos sobre Saúde Mental, San Pablo: Universidade de São Paulo, pp. 184-200.
  4. “En verdad, ética designa hoy un principio de relación con ‘lo que pasa’, una vaga regulación de nuestro comentario sobre las situaciones históricas (ética de los derechos del hombre), las situaciones técnico-científicas (ética de lo viviente, bio-ética), las situaciones sociales (ética del ser-en-conjunto), las situaciones referidas a los medios (ética de la comunicación). (…) se adosa a las instituciones y dispone así de su propia autoridad: hay ‘comisiones nacionales de ética’ nombradas por el Estado. Todas las profesiones se interrogan sobre su “ética”. Asimismo, se montan expediciones militares en nombre de la ‘ética de los derechos del hombre’” (LE: 25).
  5. Cfr. Kant, I. (2007). “Primer parte: De la inhabitación del principio malo al lado del bueno o sobre el mal radical en la naturaleza humana” en La religión dentro de los límites de la mera razón, Madrid: Alianza.
  6. Rancière (2011: 159) afirma que el nuevo gran relato que sustituye al de la revolución proletaria tiene por tema al Holocausto, con la particularidad de que este discurso tiene como centro un “acontecimiento” que no apunta al futuro, sino hacia el pasado.
  7. Asimismo, para Badiou la posibilidad de evitar la repetición de estos crímenes proviene no resulta de la insistencia en los dispositivos de la “memoria”, sino de que ellos sean pensados principalmente por la propia política (SI: 13). A veces, la memoria es incluso la mejor forma de olvidar la política, es decir, de no pensar políticamente lo que pasó.
  8. “Siempre hay algo monstruoso en determinar un Estado desde un punto de vista racial, mítico o religioso, o en términos más generales, apelando a una particularidad” (Badiou, 2006c: 215).
  9. Naturalmente, en esta postura tienen una incidencia fundamental el pensamiento de Heidegger y su vinculación con el nazismo, evaluado por autores como Lacoue-Labarthe: (2002) La ficción de lo político. Heidegger, el arte y la política, Madrid: Arena Libros. En cambio, Badiou considera que este gesto de autoincriminación en la filosofía contemporánea es demasiado presuntuoso, puesto que en él se descubriría, paradójicamente, una perspectiva de tipo hegeliana que sostiene la centralidad de la razón filosófica en la historia, por parte de pensadores que pretenden situarse en un horizonte post-hegeliano.
  10. “El encuentro entre el pensamiento y la exterminación de los judíos europeos es un imperativo, y este imperativo no tiene nada que ver con alguna clase de memoria sin concepto, ni con la mediación sobre el fin de los tiempos, ni puede ser articulado por la moralidad de la vida en común” (Badiou, 2006c: 200).
  11. Véase: Bernstein, Richard (2005). El mal radical. Una indagación filosófica. Buenos Aires: Lilmod.
  12. En ese sentido, Rancière en una conferencia titulada El giro ético de la estética y de la política considera que “consenso” no designa sólo un estilo de gobierno basada en la negociación o acuerdos, sino que “significa exactamente un modo de estructuración simbólica de la comunidad que evacua la representación del corazón de la política, o sea, el disenso” (2011: 140)
  13. Vale recordar que en TS, Badiou daba cuenta de las posturas pesimistas, entre las que se encontraba la denominada ética de la resignación que contenía un discurso “fatalista” (el otro tipo de discurso pesimista era el discurso nihilista).
  14. Para Rancière, el “retorno de la ética” que asola a la política y al arte no se reduce a que ellos “están hoy cada vez más sometidos al juicio moral que se refiere a la validez de sus principios y a las consecuencias de sus prácticas”, sino que más bien expresa “la constitución de una esfera indistinta en la que se disuelven la especificidad de las prácticas políticas o artísticas” (2011: 133-134).
  15. El andamiaje teórico construido por Badiou en EE para repensar el ser desde la perspectiva de lo múltiple sin Uno, permite concebir el ser del acontecimiento, del sujeto y de la verdad, es decir, afirma la precedencia de la ontología con respecto a la ética. Así, se contrapone al posicionamiento de Lévinas, quien considera que ambos términos son irreductibles: la ética es precisamente lo que nos permite salir del ahogo y la violencia de la metafísica totalizadora (Badiou, 2008d: 17).
  16. Esta conminación badiouana a persistir, al igual que la ética del militante político desplegada en TS, posee una clara influencia de la “ética del psicoanálisis” (Seminario VII) de Lacan, cuyo uno de sus principios fundamentales es “no ceder sobre su deseo”.
  17. Vale notar que el animal o individuo en un mundo está dado como un producto cuasi biológico y cultural, prisionero la mayor parte del tiempo de normas y necesidades en las que ser sujetos no es concebible, pero devenir sujeto jamás significa perder ese carácter animal, incluso puede pensarse que la conciencia de éste se hace más patente desde la perspectiva superadora de quien se arriesga a vivir comprometiéndose con una verdad.
  18. “De estas masacres ilimitadas deberíamos sacar la conclusión de que toda declamatoria introducción de predicados comunitarios en el campo ideológico, político y estatal, ya sea criminalizando o santificando, lleva hacia lo peor” (Badiou, 2006c: 161).
  19. Aquí Badiou no hace referencia al “terror” en el sentido revolucionario del término que funciona como un concepto de la política.
  20. “(E)n El ser y el acontecimiento volví en un sentido a una figura singular del sujeto. La construcción cuadripolar (coraje, ansiedad, superyó y justicia) en Teoría del sujeto permitió una configuración más amplia, y voy a volver a esta teoría de configuraciones…” (Badiou, E2003a: 78).
  21. En todo caso, Badiou señala en una entrevista reciente que el problema es que un verdadero acontecimiento que posee desde sus militantes una vocación universal (a diferencia de un simulacro) pueda ser reconvertida en un puro particular, tal como paso en relación con la secuencia ligada a la revolución de Octubre que, luego de su cesación hacia 1920, fue reconvertida por dogmatismo estalinista de modo que la clase genérica del comunismo pasó a designar a una clase sustancial (Badiou, 2013e: 66-67).
  22. El filósofo para caracterizar a cada procedimiento puede señalar su innombrable propio y su numericidad particular.


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