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América Latina: entre la democracia, la autocracia y el fin
del consenso democrático

Constanza Mazzina[1] y Roberto Bavastro[2]

Palabras clave: democracia, recesión democrática, partidos políticos, fuerzas armadas.

1. Introducción

Desde los años 80 y 90, la política comparada latinoamericana fue prolífica en el estudio de las transiciones desde un gobierno autoritario (O’Donnell, Schmitter & Whitehead, 1986) y de los problemas de la transición y consolidación democrática (Linz & Stepan, 1996). 

Mientras ocurrían estas transiciones, lentas, graduales, abruptas, negociadas, pactadas, controladas o revolucionarias, se escribían las páginas que aún hoy son nuestros pilares clásicos sobre el tema. Los inciertos regímenes de la tercera ola democratizadora reflejaron una amplia variedad de débiles e incompletas democracias adjetivadas (Collier & Levitsky, 1997). Y muchas de estas han enfrentado un “nuevo patrón de inestabilidad política” (Pérez Liñán, 2007), que se diferencia en un aspecto fundamental de los clásicos quiebres democráticos: la ausencia de breakdowns. Sin embargo, en no pocas democracias delegativas (O’Donnell, 1994), se ha venido observando un proceso de deslizamiento paulatino, pero persistente, hacia el autoritarismo. Para algunos se trata de un proceso de recesión democrática (Diamond, 2015), mientras que otros lo visualizan como una verdadera contraola autocrática (Lindberg & Lührmann, 2019). 

En estos treinta años, hemos visto un importante número de presidentes latinoamericanos democráticamente electos que no completaron sus mandatos. Desde el regreso a la democracia, la región ha vivido estas situaciones –desde Argentina, Bolivia, Ecuador, Perú o Brasil–, donde el “fusible” ha sido la finalización anticipada del ejercicio del mando presidencial. Ocurra esto por medio de su renuncia o de un juicio político, una cantidad de presidentes no han finalizado su gobierno. De alguna manera, este “nuevo patrón” destrababa el juego político y reencauzaba la institucionalidad democrática.

Pero el campo se ha ampliado: pareciera que hoy estamos frente a la crisis de la democracia. Esta crisis es más profunda y no atañe solo a la región latinoamericana. Se expresa en líderes que escapan a los controles democráticos que los llevaron al poder y en comportamientos de las elites políticas que rayan el autoritarismo. En esta línea, nos preguntamos entonces: ¿estamos ante el fin del consenso democrático? En este artículo presentamos la literatura y la discusión sobre el retroceso democrático y los argumentos que lo acompañan, para luego hacer hincapié en América Latina sobre el estado (o la salud) de la democracia esbozando algunos interrogantes y disyuntivas. 

2. La recesión o muerte lenta de la democracia

En los últimos tres lustros, una de las principales preocupaciones de la ciencia política ha sido la “recesión democrática”, es decir, el fin del avance de la democracia y el retroceso con respecto a la tercera ola de democratización (Diamond, 2015). Desde esta perspectiva, la democracia ha perdido terreno desde 2006, con casos tan disímiles como los de Hungría, Nicaragua, Rusia, Tailandia, Turquía, Polonia o Venezuela. De esta manera, para el año 2015, en que el Journal of Democracy publicaba un número titulado “Is Democracy in Decline?”, Larry Diamond presentaba su artículo “Facing up to the democratic recession”. Allí sostenía que “yet the picture is not entirely bleak. We have not seen a third reverse wave” (p. 153). Sin embargo, en 2019, Lindberg & Lührmann sostuvieron que una nueva ola de “autocratización” había llegado: “Less than 30 years after Fukuyama and others declared liberal democracy’s eternal dominance, a third wave of autocratization is manifest. Gradual declines of democratic regime attributes characterize contemporary autocratization”. 

En el ensayo “Enfrentando la recesión democrática”, Diamond sostuvo que alrededor del 2006 la expansión de la libertad y la democracia en el mundo se detuvo por mucho tiempo. Desde 2006 no ha habido una neta expansión en el número de democracias electorales, que ha oscilado entre 114 y 119 (alrededor del 60 % de Estados del mundo). El número de democracias electorales y liberales empezó a declinar después de 2006 y luego se acható. Desde 2006 el nivel de libertad en el mundo también se ha deteriorado levemente (Daimond, 2015, p. 142).

Diamond agregaba que desde el año 2000 había contado 25 fracturas de democracias en el mundo:

No solo a través de palmarios golpes militares o ejecutivos sino también a través de degradaciones sutiles en derechos democráticos y procedimientos[3]… Algunos de estos quiebres ocurrieron en democracias de baja calidad, y sin embargo en cada caso un sistema de libre y justa competencia electoral multipartidaria fue desplazado o degradado hasta un punto bien por debajo de los estándares mínimos (Daimond, 2015, p. 144).

Poco después, Thomas L. Friedman escribía en The New York Times “La democracia está en recesión”[4]. Allí, se hacía eco de las palabras de Diamond: Rusia con Vladimir Putin y Turquía bajo Recep Tayyip Erdoğan son visualizados como los abanderados de esta tendencia, junto a Venezuela, Tailandia, Botsuana, Bangladés y, entre otros, Kenia. Agregaba que los observadores de “Freedom House” han verificado que en el lapso entre 2006 y 2014 fueron muchos más los países que declinaron en sus niveles de libertad que los que efectivamente los mejoraron.

Diamond insistía en no ver a este estancamiento como un equilibrio, sino como un declive:

Uno puede ver la última década como un período de al menos incipiente declive de la democracia. Para hacer este caso, necesitamos examinar no solo la inestabilidad y el estancamiento de las democracias, sino también el incremento del declive de la democracia en lo que Thomas Carothers ha denominado países de la “zona gris” (que desafían la clasificación fácil de si no son democracias), la profundización del autoritarismo en las no democracias, y la disminución en el funcionamiento y la autoconfianza de las democracias ricas establecidas del mundo (p. 142).

Steven Levitsky y Daniel Ziblatt publicaron en 2018 un libro titulado Cómo mueren las democracias, donde afirman que, aunque los regímenes dictatoriales han desaparecido en gran parte del mundo, las democracias hoy “mueren” por otros medios. El peligro yace en que, mientras que antes el fin de una democracia tras un golpe de Estado era evidente e indiscutible, actualmente la descomposición comienza en muchas ocasiones con la manipulación de las urnas, y ese proceso de desmantelamiento puede ser incluso considerado legal al contar con la aprobación del poder legislativo o judicial. Hasta hace algunas décadas, sabíamos que un breakdown significaba el acta de defunción de la democracia.

Según lo expuesto por Levitsky y Ziblatt, incluso si no es sencillo reconocer a los líderes autoritarios, existen ciertas características que pueden denotar si efectivamente tienen una tendencia hacia el autoritarismo. Los autores, tomando en cuenta el trabajo de Juan Linz (La quiebra de las democracias), indican que deben contemplarse cuatro indicadores clave que permiten identificar a un líder autoritario: en primer término, el rechazo (o débil aceptación) de las reglas democráticas del juego; en segundo término, la negación de la legitimidad de los adversarios políticos; en tercer término, la tolerancia o el fomento de la violencia; y, en cuarto y último término, la predisposición a restringir las libertades civiles de la oposición, incluyendo los medios de comunicación (Levitsky y Ziblatt, 2018, p. 32). Cada uno de estos indicadores conlleva una serie de preguntas que permiten, según los autores, identificar desde temprano a un líder autoritario: para el rechazo de las reglas democráticas del juego, los autores preguntan si los políticos rechazan la Constitución o expresan su voluntad de no acatarla, si pretenden usar (o aprueban el uso de) medidas extraconstitucionales para cambiar el gobierno, como golpes militares, insurrecciones violentas o manifestaciones masivas destinadas a forzar un cambio en el gobierno, si sugieren la necesidad de adoptar medidas antidemocráticas, como cancelar las elecciones, incumplir o suspender la Constitución, prohibir determinadas organizaciones o restringir los derechos políticos o civiles básicos. El segundo indicador es la negación de la legitimidad de los adversarios políticos, aquí Levitsky y Ziblatt se preguntan si los políticos afirman que sus rivales constituyen una amenaza existencial, ya sea para la seguridad nacional o para el modo de vida imperante. Sobre la tolerancia o fomento de la violencia, los autores se preguntan por ejemplo si tienen lazos con bandas armadas, fuerzas paramilitares, con milicias, guerrillas y otras organizaciones violentas ilegales. Y al respecto de la predisposición a restringir libertades (incluidos los medios de comunicación), se inquieren si han apoyado leyes o políticas que restringen las libertades civiles (Levitsky y Ziblatt, 2018, pp. 33-35).

En la actualidad, no existe una única forma de degradar, vaciar, deteriorar la democracia, los casos analizados en Cómo mueren las democracias muestran que la lenta erosión de las poliarquías (Dahl, 1971) se produce “desde adentro”. Hoy, las democracias mueren en las manos de líderes electos que hacen uso y abuso del poder para subvertir los mecanismos democráticos a través de los cuales llegaron al poder; una a una van desmantelando las instituciones que definen a las poliarquías.

Andrés Malamud se hizo eco de este debate y en julio de 2019 publicó en Nueva Sociedad “¿Se está muriendo la democracia?”. El autor indica, al igual que Levitsky y Ziblatt, que, “hasta la década de 1980, las democracias morían de golpe [breakdowns]. Literalmente. Hoy no: ahora lo hacen de a poco, lentamente. Se desangran entre la indignación del electorado y la acción corrosiva de los demagogos.” 

Ya a mediados de los años 90, Guillermo ODonnell sostenía en un reportaje concedido a una publicación de la Universidad de Rosario: 

Se ve un deterioro y un desgaste institucional en el que ciertos atropellos terminan creando situaciones de erosión muy peligrosas, inclusive en el campo de las libertades políticas. Hay un avance del estilo autoritario muy marcado; debajo de la farandulización de la política hay una creciente erosión y desgaste de lo republicano. Esto podría metaforizarse como el peligro de la muerte lenta de las democracias: pasado el susto de muerte rápida por un golpe, el peligro ahora reside en la muerte lenta”. (O’Donnell, p. 122)

O’Donnell agregaba que

el otro juicio se refiere a la calidad de la democracia. Un sistema que carece de accountability y que respeta poco los derechos civiles, solo da lugar a una democracia de baja calidad y ello puede derivar en una correlación preocupante: a peor calidad, mayor probabilidad que de una manera u otra esa democracia deje de serlo, por ejemplo bajo la forma de muerte lenta (O’Donnell, p. 123).

Freedom House, la organización que analiza la situación de la democracia en el mundo, señala en su informe de 2018 que en los últimos años la democracia está en retroceso[5] (“Democracy is in retreat”) en todas las regiones del mundo, incluyendo países con sistemas democráticos estables y consolidados; incluso afirman que “the wave of democratization rolls back”. Esto mismo ha sido señalado recientemente en el informe de IDEA Internacional[6]

Los retrocesos democráticos modernos ocurren desde el interior del sistema democrático, a través de reformas legislativas y constitucionales y de decisiones políticas tomadas por mayorías democráticamente elegidas. El gradual vaciamiento de los pilares no electorales de las democracias en retroceso, finalmente daña los principios básicos de control popular e igualdad política de la democracia (IDEA Internacional, 2020, p. 5).

El informe comienza a contramano de la literatura que hemos desarrollado:

El número de democracias sigue aumentando. Este incremento se ha producido a pesar de la desaceleración de la expansión democrática mundial que se registra desde mediados de la década de 1990. De hecho, entre 2008 y 2018 el número de democracias siguió en ascenso y pasó de 90 a 97. Estos datos, por tanto, no respaldarían la hipótesis de una tercera ola “invertida” de democratización (es decir, una disminución significativa y sostenida del número de democracias) (IDEA Internacional, 2020, p. 5).

Sin embargo, luego afirman: 

A pesar de que los considerables logros democráticos observados en la mayoría de las regiones del mundo, y el continuo aumento en el número de democracias, no respaldan la hipótesis de una tercera ola “invertida” de democracia, existen otras señales preocupantes de erosión democrática. Esta situación se caracteriza por una serie de problemas, como la pérdida de calidad democrática tanto en las democracias más antiguas como en las de la tercera ola, y las dificultades para cumplir las expectativas de los ciudadanos, quienes exigen un desempeño democrático, social y económico de alto nivel y equitativo (IDEA Internacional, 2020, p. 9).

Así es que “el desempeño democrático y la calidad de muchas de las democracias de la tercera ola sigue siendo bajo; y la proporción de democracias débiles va en aumento” (IDEA Internacional, 2020, p. 10). Y luego señalan que “se observan cada vez más señales de retroceso democrático”:

El retroceso democrático, una forma específica de erosión democrática que implica el debilitamiento intencional del sistema de separación de poderes a través de restricciones a las libertades civiles, ha sido cada vez más frecuente en el último decenio. Los Índices del estado de la democracia en el mundo definen retroceso democrático como un debilitamiento gradual e intencional del control ejercido sobre las instituciones gubernamentales y de rendición de cuentas, acompañado de una disminución de las libertades civiles (IDEA Internacional, 2020, p. 14).

El Índice de Democracia (Democracy Index) de The Economist Intelligence Unit[7] (EIU) parece también confirmar esta tendencia. El índice comprende 60 indicadores en cinco categorías: proceso electoral y pluralismo, funcionamiento del gobierno, participación política, cultura política democrática y libertades civiles. El índice ofrece la siguiente clasificación: 

  1. Democracias plenas: 8,1 puntos o más.
  2. Democracias defectuosas: 6,1 a 8 puntos.
  3. Regímenes híbridos: 4,1 a 6 puntos.
  4. Regímenes autoritarios: 4 puntos o menos.

Este concluye que menos del 5 % de la población mundial vive actualmente en una “democracia plena”. Casi un tercio vive bajo un gobierno autoritario. En total, 89 de los 167 países evaluados en 2017 recibieron puntajes más bajos que el año anterior. Noruega sigue siendo el país más democrático en el ranking, una posición que ha ocupado desde 2010, y Europa Occidental cuenta con 14 de las 19 “democracias completas” que conforman el nivel más alto del ranking. No obstante, el puntaje promedio en Europa disminuyó ligeramente en 2017, a un promedio de 8,38 puntos sobre 10. 

Entonces, de acuerdo con el análisis del ranking, la democracia atraviesa un momento de crisis a nivel global. En pleno siglo XXI, aún existen 92 naciones que se pueden considerar como regímenes no democráticos (39 híbridos y 53 autoritarios). La EIU explica que esta situación se debe a que las instituciones políticas han perdido la validez que tenían en otras épocas, lo que se puede traducir como “un deterioro de la confianza en la democracia”.

Lo expuesto hasta este momento nos permitiría concluir que efectivamente estamos ante un retroceso democrático. Ahora bien, ¿qué sucede en América Latina?

3. La democracia en América Latina: ¿se está muriendo?

En los últimos años, una serie de fenómenos volvieron a poner en escena no solo las preguntas sobre la calidad de nuestras democracias, sino también sobre su propia supervivencia. Fenómenos tan diferentes como los que observamos desarrollarse en Brasil, Bolivia, Chile, Ecuador, México y, entre otros, Perú pusieron a la democracia en el centro de la escena: “el malestar en la democracia”[8]. En esta sección nos preguntamos sobre el estado general de la democracia en la región para luego hacer foco en tres issues: los partidos políticos, las FFAA y el rol de los Estados Unidos. 

Comencemos señalando que en América Latina la desconfianza de los ciudadanos en las instituciones democráticas ha sido señalada por Latinobarómetro en sus últimos informes. Marta Lagos, su directora, sostiene que “2018 fue un annus horribilis para la región”[9]. Estos resultados confirmaron que los latinoamericanos están como nunca antes insatisfechos con la salud de sus democracias y se inclinan cada vez más hacia modelos autoritarios. Si hasta 2017 el estudio identificaba una “diabetes democrática”, como una enfermedad invisible que termina por matar al enfermo desatendido, una reducción generalizada de todos los indicadores ha encendido alarmas más estridentes. El respaldo ha caído en 2018 hasta el 48 %[10], cinco puntos menos que el año anterior. En 2010, el índice de apoyo democrático alcanzó su valor más alto con el 61 %, pero desde entonces los gráficos muestran una curva descendente que no ha parado de caer. 

La erosión de la democracia no es fácil de cuantificar: Lagos lamenta que no pueda utilizarse un índice que advierta con claridad cuándo se está en peligro de muerte, como sí sucede con los números que denotan una recesión económica, por ejemplo. Advierte Lagos:

Este informe muestra altos niveles de ‘presión’ en varias democracias de la región que deberían servir de voz de alarma para que no aumenten los países no democráticos de la región. No se trata de revoluciones o de grandes acontecimientos sociales, sino más bien de la suma de hechos significativos que van conformando un cuadro muy nítido. Sin militares, sin armas, es más difícil reconocer la pérdida de democracia.

El estudio identificó que la reacción de aquellos que no se sienten dentro del sistema optan, entonces, por la indiferencia. Si este fue el “annushorribilis” no fue solo por la progresiva falta de respaldo a la democracia. Por primera vez desde que se realiza la encuesta, el 28 % de los consultados se declaró indiferente frente a la preferencia por una forma de gobierno en particular. Dice Lagos:

Prácticamente seis de cada diez personas consultadas señalaron que no votarían por un partido político, lo cual es una señal de debilidad de la democracia, que requiere de partidos políticos que representen las demandas de la población. Sin partidos, las democracias no funcionan.

La indiferencia se acentúa en los jóvenes de entre los 16 años y 26 años, otra señal de alarmas por sus consecuencias futuras. Son las personas que nacieron en democracia y no conocieron las penurias de los años de dictaduras militares. El informe realiza así un diagnóstico poco alentador del estado de la democracia en América Latina. El promedio regional de satisfacción con la democracia es de 24 %, el resultado más bajo para este indicador desde 1995, cuando comenzó a realizarse el estudio. Como ya hemos indicado:

[…] hasta hace algunos años veíamos que, si bien la democracia no resolvía todos los problemas, era preferible a otras formas de gobierno. En muchos casos, con el recuerdo aún fresco de las dictaduras y en medio de crisis económicas, la democracia se sobreponía, tenía capacidad de resilencia. Sin embargo, ya desde hace años los datos muestran que la preferencia democrática ha llegado a su fin. Hoy prevalece la insatisfacción generalizada con el funcionamiento democrático: para 7 de 10 latinoamericanos la democracia no funciona, solamente 2 de cada 10 se manifiestan satisfechos. La satisfacción con la democracia ha disminuido constantemente de un 44 % en 2008 hasta un 24 % en 2018, en ningún país de la región hay una mayoría satisfecha, solo en tres países este resultado se acerca a tener uno de cada dos ciudadanos satisfechos: Uruguay con 47 %, Costa Rica con 45 % y Chile con 42 %. En Brasil solo el 9 % está satisfecho, mientras en Nicaragua es 20 % y en Venezuela el 12 %. En este escenario, la democracia ha dejado de ser la única alternativa posible. Estamos a las puertas del fin del consenso democrático que primó en las primeras décadas de la transición democrática[11].

En el informe de EIU, en América Latina, con un puntaje total de 8,38 y 8,07, Uruguay y Costa Rica son consideradas como las democracias más estables de Latinoamérica, ocupando el puesto 15 y 20, respectivamente, en el mundo. En contraste, Venezuela y Cuba son consideradas en el ranking como regímenes autoritarios, con 3.16 y 3.00, y a escala mundial ocupan el puesto 134 y 142 respectivamente. 

Hasta aquí, nos hemos detenido en los números elaborados por diversas instituciones sobre la democracia en la región. Ahora nos preguntamos: ¿son estos nuevos fenómenos? En todo caso, ¿qué hay de nuevo y qué hay de viejo? Desde nuestra perspectiva, hay tres factores que debemos analizar en la búsqueda de respuestas: el papel de las fuerzas armadas, el de los partidos políticos y el rol de los Estados Unidos. A continuación, presentamos nuestras reflexiones al respecto.

4. Los partidos políticos en América Latina

Levitsky y Ziblatt (2018, pp. 21-43) caracterizan como “alianzas fatídicas” a la combinación de errores de cálculo estratégico de las élites, de sus ambiciones, temores, y aun de su propia desorientación, a consecuencia de querer aprovechar “políticamente” el descontento de la ciudadanía con el propio establishment y con los resultados (outcomes) de las democracias, incentivando o dando lugar a liderazgos de incipientes déspotas. Esta mezcla letal conspiró para que, subestimando la situación, terminaran entregando “voluntariamente las llaves del poder a un autócrata en alza” (Levitsky y Ziblatt, 2018, p. 23). Los autores remarcan: “En todos los casos, las élites consideraron que la invitación a tomar el poder ‘contendría’ al recién llegado, lo cual permitiría a los políticos convencionales volver a tomar el control. Pero sus planes fracasaron” (Levitsky y Ziblatt, 2018, p. 23). Para nosotros, es preciso hacer notar aquí que, en no pocos casos, se observa un verdadero proceso de dilución o disgregación de las élites que no solo potenció sus temores, sino que también exacerbó a sus sectores más radicalizados, incentivando las tácticas más extremistas del establishment

Al mismo tiempo, Levitsky y Ziblatt (2018) nos advierten que aun las constituciones bien diseñadas no pueden, por sí solas, garantizar la democracia, ni siquiera la república. Que cualquier constitución es siempre, necesariamente, incompleta. Y que ningún cuerpo normativo, ni manual de instrucciones, puede anticipar todas las contingencias ni prescribir todas las conductas (Levitsky y Ziblatt, 2018, p. 119). Por ello la importancia de las “reglas no escritas”. 

Precisamente, como ya ha señalado O’Donnell en “Otra institucionalización” (1996), se debe prestar particular atención al entramado de prácticas informales altamente rutinizadas que conviven con las prácticas e instituciones formales. En 2006, G. Helmke y S. Levitsky desarrollaron este enfoque teórico cuando editaron su libro Informal Institutions and Democracy. Lessons from Latin America, resaltando el rol que juegan las “instituciones informales” en el funcionamiento de todas las democracias y, muy particularmente, en los regímenes latinoamericanos. Así, Helmke y Levitsky potenciaron una perspectiva analítica, contrapuesta a la literatura más tradicional, que sostiene que las instituciones informales también pueden ser “funcionales” al contribuir a la resolución de distintos problemas que las instituciones formales no alcanzan a resolver o a procesar. 

En esta misma línea, argumentan Levitsky y Ziblatt (2018) cuando, observando las reglas del juego político del mismísimo Estados Unidos, resaltan la vital importancia que han tenido para la supervivencia de la democracia dos reglas no escritas de la política estadounidense: la “tolerancia mutua” y la “contención institucional” (Levitsky y Ziblatt, 2018, p. 122). La tolerancia mutua implica, al menos, la percepción y la creencia en la existencia de contrincantes legítimos (adversarios). La contención institucional presupone, en algún grado mínimo, la autolimitación y, además, la preservación del “juego” (tanto sobre sus reglas como sobre su iteración) y la de sus participantes, a fin de que siga teniendo sentido la participación en la “arena electoral”. Así, la tolerancia mutua y la contención institucional se retroalimentan ya que los líderes tienen más incentivos para contenerse cuando se reconocen como adversarios legítimos y se aceptarán como competidores cuando el costo de perder “el juego” no sea tan elevado que conlleve percibir al adversario como una amenaza que pone en duda la propia existencia (enemigo) (Levitsky y Ziblatt, 2018, pp. 122-138).

Aún en las democracias más desarrolladas, como subproductos de la ralentización del crecimiento, el estancamiento en la distribución de las rentas y la creciente desigualdad socioeconómica, se observan dos claras tendencias: por un lado, hacia la “radicalización extremista” de diversos segmentos sociales y, por el otro, hacia una crisis de pertenencia o “cuestión identitaria” (Fukuyama, 2018),

La creciente polarización partidista, particularmente ligada a la raza, la religión y la cultura, es una de las manifestaciones del incremento del fenómeno de la radicalización extremista. Esto conlleva importantes secuelas sobre las reglas de convivencia y el consecuente debilitamiento de las normas básicas de la democracia (poliarquía). La crisis identitaria se ve acentuada en los sectores sociales más postergados y aun en amplios segmentos de otros estratos sociales que se sienten cada vez más desprotegidos y sometidos a una creciente incertidumbre sobre su futuro y su bienestar. Ambas tendencias refuerzan los sentimientos antipartidos y antiestablishment, exacerbando el resentimiento de amplios sectores de la sociedad civil aun en las democracias más “formalmente institucionalizadas”.

Como señala Fukuyama (2018), nuestras democracias son hoy menos “elitistas” que en el pasado (en el sentido de que estas eran más fácilmente controladas por las élites) y, por ello, más “igualitarias”. Sin embargo, a modo de paradoja, esta “democratización” también ha acarreado una mayor incertidumbre no solo sobre la supervivencia de las poliarquías, sino también para las expectativas de bienestar de la ciudadanía. 

El creciente debilitamiento del establishment político más tradicional, y con ello la denostación de los partidos políticos, en un mundo cada vez más incierto, ha fortalecido el surgimiento de liderazgos autocráticos. En otros términos, los sectores más radicalizados del establishment pueden ahora beneficiarse apoyando a líderes extremistas para ganar elecciones. Así, a modo del “huevo de la serpiente” bergmaniano, el proceso de creciente aumento de la polarización partidista lejos está de ser la respuesta necesaria para resolver la crisis identitaria, sino que, además, conspira contra cualquier táctica que busque la moderación y el compromiso tanto al nivel de las élites como al de la ciudadanía en general. Como Linz observó en La quiebra de las democracias (1996), el entramado de incentivos que conlleva la creciente polarización partidista resulta en el “vaciamiento del centro” y en la inevitable “abdicación de los moderados”. 

5. Las fuerzas armadas

Para el año 2005, Thomas Clive señalaba en su ensayo “Comprendiendo la política latinoamericana: seis factores a considerar” (Understanding Latin American Politics: six factors to consider”) que una de las imágenes populares de América Latina que hay en los Estados Unidos y Europa es la de los militares interviniendo en la política. En la mayor parte de la región, después de la independencia, los militares reemplazaron a la corona como la fuerza suprema (ultimate en inglés) de la sociedad. En esta misma línea, el reciente artículo de Levitsky y Murillo (2020) nos recuerda

que los países latinoamericanos se caracterizaron por la inestabilidad política desde la independencia hasta finales del siglo XX. En ese periodo, la intervención militar era habitual y la amenaza de intervención era una potente arma disuasiva para los actores políticos. En la mayoría de los países de la región, las Fuerzas Armadas eran árbitros de los conflictos que dividían a sus sociedades.

Volviendo a Clive, sostiene que incluso después de más de veinte años de iniciada la tercera ola y del descrédito de muchos Gobiernos militares en los años 70 y 80, los militares no están lejos de la arena política y, a juzgar por el pasado, la región no está libre del retorno de regímenes militares (military rule). Para el autor, en estas sociedades, gran parte de la cultura política de las democracias liberales, incluido el propio ejército, es el control civil de las fuerzas armadas. Este elemento está presente en distintas definiciones de “democracia”, por ejemplo: en Mainwaring y Pérez Liñán encontramos que

las democracias son regímenes políticos: (1) donde el jefe de gobierno y la legislatura son elegidos a través de elecciones libres y justas, (2) que garantizan el sufragio casi universal para los adultos (a excepción de los inmigrantes no ciudadanos), (3) donde el gobierno y el Estado protegen las libertades civiles y los derechos políticos, y (4) donde los civiles controlan firmemente a las fuerzas armadas, y el crimen organizado, los grupos paramilitares y otros actores armados no influyen sobre las políticas del gobierno (Mainwaring y Pérez Liñán, 2016, p. 268).

También en Levitsky y Way, cuando identifican cuatro criterios mínimos para definir la democracia, estando nuevamente presente el control civil de las fuerzas armadas:

  • Los cuerpos ejecutivo y legislativo son elegidos a través de elecciones abiertas, libres y justas;
  • virtualmente todos los adultos tienen derecho a votar;
  • los derechos políticos y las libertades civiles, incluida la libertad de prensa, la libertad de asociación y la liberad de criticar al Gobierno sin represalias, son ampliamente protegidos;
  • las autoridades elegidas tienen autoridad real para gobernar y no están sujetas al control tutelar del ejército o a los líderes religiosos (Levitsky y Way, 2004, p. 162).

Sin embargo, para Clive esto no ocurre en América Latina, donde los militares se han visto a sí mismos como los salvadores de la nación con la obligación de intervenir en la política y gobernar si fuera necesario, como lo llamaba Stepan: “el poder moderador”.

Desde la década de 1960 hasta principios de la década de 1980, según Clive, los militares tomaron el poder durante períodos prolongados. Este motivo de los militares ha sido descrito como la “política de los antipolíticos”: un intento de subordinar la política a las necesidades técnicas de tratar asuntos urgentes. En el estudio de la política latinoamericana, esta fase posterior a 1960 de Gobiernos militares se conoce como “autoritarismo burocrático” y ha sido extensamente estudiada por Guillermo O’Donnell (1972). En esencia, se trataba de una alianza entre los militares, la burocracia y, en algunos casos, la comunidad empresarial para lograr diversos objetivos políticos y tecnocráticos que los militares pensaban que era esencial perseguir (Clive, 2005, pp. 7-8). Llegados a los años 80 y de la mano de las transiciones a Gobiernos democráticos, los militares ya no ocuparon un rol central en la política; sin embargo, en estos años hemos visto cómo han vuelto a tener un rol fundamental: las fuerzas armadas sostienen el régimen de Nicolás Maduro, las fuerzas armadas bolivianas forzaron a Evo Morales a presentar su renuncia, las fuerzas armadas en Brasil tuvieron un rol protagónico durante las elecciones y también en el Gobierno de Bolsonaro. En un reciente artículo, Levitsky y Murillo (2020) destacan la “tentación militar en América Latina”. Refiriéndose al caso boliviano, los autores observan que

la posibilidad de golpear la puerta de los cuarteles ofrece una alternativa a la negociación democrática. Esto reduce los incentivos de los políticos para buscar compromisos y para invertir en el funcionamiento de las instituciones democráticas. Es decir, se podrían volver a generar ciclos de inestabilidad institucional como el que experimentó la propia Bolivia entre 1920 y 1980, periodo en el que sufrió 13 golpes militares […] Es por ello que el riesgo de un retorno al arbitraje militar significaría echar por la borda el esfuerzo de construcción democrática que, con zigzagueos, encararon la mayor parte de los países de la región en las últimas décadas. Esta posibilidad es especialmente preocupante dado el aumento en el apoyo de la opinión pública a los militares. Según el Proyecto de Opinión Pública de América Latina de la Universidad Vanderbilt, el promedio de apoyo a los golpes militares en América Latina es 39 % en respuesta al incremento del crimen, y 37 % como reacción al aumento en la corrupción. Más aún, el creciente prestigio de las Fuerzas Armadas contrasta con el desprestigio de los partidos políticos en la opinión pública regional.

Lo mismo fue señalado en el informe de 2018 de Latinobarómetro: entre las instituciones en las cuales más confían los latinoamericanos, se encuentran las fuerzas armadas y la policía (44 y 35 %), siendo el congreso y los partidos políticos las instituciones de mayor desconfianza (21 y 13 %, respectivamente).

6. El rol de los Estados Unidos

En el 2019, en un artículo publicado en El Estadista[12] (2019), señalamos que una parte de los estudios sobre la democratización, los que se concentran sobre los factores internacionales, remarcan los impactos, propósitos y alcances del interés de los Estados Unidos en la promotion de la democracia y sus valores como parte de su estrategia de influencia y hegemonía. Las tres vías en las que la arena internacional puede impactar sobre el proceso de democratización a nivel nacional son por “contagio”, “control” o “consentimiento”. Para L. Whitehead (1996), la fórmula de “consentimiento” es vital porque observa que la democracia solo puede sobrevivir allí donde el consentimiento subsiste.

Frente al escenario actual de transición en la estructura de poder mundial, nos planteamos aquí algunos interrogantes respecto de los desafíos que se vislumbran a partir del cambio en el posicionamiento internacional de los Estados Unidos de Norteamérica. Puntualmente, observando la “Doctrina Trump” en términos de “retiro” o “desentendimiento” por parte del actual Gobierno de los Estados Unidos de su política de “enlargement” de la democracia y defensa de los valores democráticos.

En 1990, tras la caída del Muro de Berlín, el presidente George H. W. Bush anunciaba su Iniciativa para las Américas, y en 1992, su sucesor, el expresidente Bill Clinton, estableció tres prioridades en materia de política exterior:

  • actualizar y reestructurar las capacidades militares y de seguridad en América,
  • elevar el rol de los asuntos internacionales económicos, y
  • promocionar la democracia en el extranjero.

Al siguiente año, la administración Clinton promocionó el NAFTA (Tratado de Libre Comercio de América del Norte) y la nueva ronda de Uruguay que, en 1995, daría lugar a la Organización Mundial del Comercio (OMC). En esta época Clinton decidió consultarle a Anthony Lake, su asesor de seguridad, para que seleccionara un eslogan para su doctrina, que expresara su nueva visión. La estrategia de Lake, siguiendo a D. Brinkley (1997), consistió en consolidar la base democrática, ayudar y alentar la democracia donde sea posible, contener los regímenes que se oponían a la democracia y perseguir objetivos humanísticos. Entonces, lo que Lake propuso fue la idea de “expansión democrática”, denominándolo “Democratic Enlargement”.

El expresidente Clinton creía que el “enlargement” debía concretarse en aquellas naciones que se estaban convirtiendo en democracias de mercado abierto y en todos los países que adoptasen los valores occidentales sobre la diversidad étnica, protección de los derechos ciudadanos y cooperación para detener el terrorismo. Durante su presidencia, se puso en marcha la Cumbre de las Américas. En la primera reunión, realizada en 1994 en Miami, se redactó una Declaración de Principios y un Plan de Acción que fueron firmados por los 34 jefes de Estado y de Gobierno participantes. La Declaración de Principios estableció un pacto para el desarrollo y la prosperidad basado en la preservación y el fortalecimiento de la comunidad de democracias de las Américas. Por lo tanto, le encargaron orientar mayores esfuerzos a la promoción de los valores democráticos y al fortalecimiento social y económico de los regímenes democráticos ya establecidos. En el Plan de Acción se definió que todos los Gobiernos reconocían a la OEA como el principal organismo hemisférico para la defensa de los valores y de las instituciones democráticas.

La política “pro democracia” tuvo su continuidad con B. Obama. Como señala Jorge Domínguez (2010) en “La política exterior del presidente Barack Obama hacia América Latina”, se puede afirmar que la administración Obama retoma la política de Estado en defensa de la democracia y los derechos humanos en América latina. Este “retorno” puede ser identificado, según este autor, en tres momentos diferentes: primero, durante la reunión de la OEA en Honduras en el año 2009, cuando el expresidente Obama insistió y logró (como parte de cualquier proceso de reactivación de la membresía en la OEA) que Cuba cumpliera con los requisitos que imperan sobre los miembros del organismo según lo establecido en la Carta Democrática de la OEA; segundo, también en ese año, cuando catalogó como “ilegal” el golpe de Estado en Honduras contra Manuel Zelaya, dejando entrever de esta manera la prioridad que poseía el principio de no intervención en los asuntos internos para el expresidente norteamericano; y, por último, la política del Gobierno de Obama en relación con Colombia, que apoyaba y celebraba los éxitos que obtuvo el expresidente Uribe durante su gestión en términos de narcotráfico, seguridad, estabilidad política y desarrollo económico.

Con la llegada de Donald Trump, este consenso prodemocrático parece haber llegado a su fin. Como destaca A. Molteni en un artículo reciente,

la hegemonía liberal se basaba en la difusión de la democracia, en el orden económico multilateral y en la vigencia de las instituciones internacionales concebidas para lograr la cooperación pacífica entre los estados. Tal estructura fue sostenida, hasta la llegada de Donald Trump, por cualquiera de las grandes fuerzas políticas estadounidenses. Pero la llegada del actual jefe de la Casa Blanca viene precedida de otro. Sostiene que todo lo anterior es hoy, o lo fue siempre, un mal negocio para Washington[13].

Este “mal negocio para Washington”, que implica no solo la desconfianza hacia el multilateralismo y las instituciones internacionales, sino también el abandono de la política de enlargement, responde a la estrategia de realineamiento de los Estados Unidos producto de lo que E. Llenderozas[14] caracteriza como “la rotación del eje de poder mundial del Atlántico al Pacífico”. Este realineamiento geopolítico mantiene los intereses económicos norteamericanos, pero se “desentiende” de los intereses políticos que ligaban a la política exterior de Washington con la promotion de la democracia y los derechos humanos.

7. Comentarios finales

Como comentario final compartimos dos citas, la primera de Aníbal Pérez Liñán (2017) en su artículo “¿Podrá la democracia sobrevivir al siglo XXI?”:

La capacidad de la democracia para subsistir en el siglo que viene dependerá de su poder para dar respuesta a los desafíos sociales creados por la relocalización industrial, resistiendo al mismo tiempo la tentación del radicalismo. Como nunca antes en la historia moderna, los dilemas de los países centrales se acercan hoy a los dilemas de la periferia (Pérez Liñán, 2017, p. 45).

Hacemos nuestras sus palabras y advertimos, como Levitsky y Murillo lo hicieron recientemente, que,

si la ciudadanía percibe dificultades para sostener el orden público, las fuerzas de seguridad que prometen “orden” se vuelven más atractivas a sus ojos. Si ante la polarización los políticos sucumben a la tentación militar, es más difícil construir instituciones democráticas. Este es un momento crucial para la región. Las democracias latinoamericanas no son ya tan jóvenes y ante el proceso de desaceleración económica han demostrado claras limitaciones para dar las respuestas que pretende la ciudadanía. Con una opinión pública descontenta con la elite política, a la que en muchos casos respeta menos que al Ejército, y en un contexto de protestas crecientes y dificultad para mantener el orden, la tentación militar pareciera aumentar y, con ella, los riesgos para la estabilidad democrática en la región (Levitsky y Murillo, 2020, p. 9).

Abogar por la construcción (o reconstrucción) de prácticas informales tan importantes para la convivencia democrática como la “tolerancia mutua” y la “contención institucional”, sin la imprescindible reconstrucción o transformación de los partidos políticos, es un formidable desafío para nuestras poliarquías. Evitar atajos que en el pasado fueron moneda corriente resulta una guía imprescindible en la toma de decisiones en el contexto inmediato y futuro. Finalmente, las democracias modernas, como las nuestras, aún siguen siendo “democracias de partidos” y los partidos son los “guardianes de la democracia” –como expresaron Levitsky y Ziblatt–.

Bibliografía

Brinkley, D. (1997). “Democratic Enlargement: The Clinton Doctrine”. Foreign Policy (106), 110-127.

Clive, T. (2005). “Understanding latin american politics: six factors to consider”. Dis p onible en https://bit.ly/2KjaWq5.

Collier, D. y Levitsky, S. (1997). “Democracy with Adjectives: Conceptual Innovation in Comparative Research”. World Politics, Vol. 49, 430-451, abril de 1997. Disponible en https://bit.ly/2VK9fIB.

Dahl, R. (1971). La poliarquía. Participación y oposición. Madrid. Tecnos.

Diamond, L. (2015). “Facing Up to the Democratic Recession”. Journal of Democracy Vol. 26, n.º 1, enero. National Endowment for Democracy and Johns Hopkins University Press.

Domínguez, J. I. (2010). “La política exterior del presidente Barack Obama hacia américa Latina”. Foro Internacional, Vol. I, n.º 9, abril-junio, México.

Fukuyama, F. (2018). Identity: The Demand for Dignity and the Politics of Resentment. Farrar, Straus and Giroux.

Helmke, G. & Levitsky, S. (eds.) (2006). Informal institutions and democracy. Lessons from Latin America. Baltimore. Johns Hopkins University Press.

Levitsky, S. & Murillo, M. V. (2020). “La tentación militar en América Latina”. Nueva Sociedad, n.º 285, enero-febrero de 2020.

Levitsky, S. & Ziblatt, D. (2018). Cómo mueren las democracias. Buenos Aires. Ariel.

Levitsky, S. & Way, L. (2004). “Elecciones sin democracia. El surgimiento del autoritarismo competitivo”. Estudios Políticos n.º 24, Medellín, enero-junio.

Lindberg, S. & Lührmann, A. (2019). “A third wave of autocratizationishere: what is new about it?”. Democratization 2019, Vol. 26, n.º 7, 1095-1113.

Linz, J. (1996). La quiebra de las democracias. Madrid. Alianza Editorial.

Mainwaring, Scott & Pérez-Liñán, Aníbal (2016). La democracia a la deriva en América Latina”. Revista POSTData 20, n.º 2, octubre 2015-marzo 2016, 267-294.

Malamud, A. (2019). “¿Se está muriendo la democracia?”. Revista Nueva Sociedad, n.º 282, julio-agosto 2019.

O’Donnell, G. (1997). “Hoy ser progresista es ser liberal, y viceversa”. Entrevista realizada por Hugo Quiroga y Osvaldo Iazzetta. Estudios Sociales, Revista Universitaria Semestral, Año VII, n.º 12, Santa Fe, Argentina, 1 semestre de 1997, 119-133.

O’Donnell, G. (1996). “Otra institucionalización”. Revista Ágora, n.º 5, invierno, Buenos Aires, 5-28. 

ODonnell, G. (1972). Modernización y autoritarismo. Buenos Aires. Paidós.

Pérez Liñán, A. (2017). “Podrá la democracia sobrevivir al siglo XXI?”. Nueva Sociedad, n.º 267, enero-febrero.

Whitehead, L. (1996). The International Dimensions of Democratization. Oxford UniversityPress, 3-25.


  1. Doctora en Ciencia Política (UCA), Mg. en Economía y Ciencia Política (ESEADE). Realizó su posdoctorado en el Instituto Barcelona de Estudios Internacionales (IBEI, Barcelona, España). Especialista en política latinoamericana, dicta cursos de maestría y doctorado en diversas universidades de la Argentina y en el exterior. Es columnista en medios de comunicación y consultora. Correo electrónico: conimazzina@yahoo.com.ar.
  2. Politólogo (UBA), M. Phil. in Latin American Studies (Oxford), profesor de Sistemas Políticos Comparados y de Política Latinoamericana (UBA). Correo electrónico: roberto.bavastro@gmail.com.
  3. En el texto original en inglés: “I count 25 breakdowns of democracy in theworld —not only through blatant military or executive coups, but also through subtle and incremental degradations of democratic rights and procedures that finally push a democratic system over the threshold into competitive authoritarianism”.
  4. Disponible en https://nyti.ms/2wQi7CW.
  5. Disponible en https://bit.ly/3cxbYL9.
  6. Disponible en https://bit.ly/2wSSqBM.
  7. Véase https://bit.ly/34NUyYb.
  8. Este fenómeno incluye también a una amplia variedad de “viejas poliarquías”, como los Estados
    Unidos, Francia, Italia, Gran Bretaña, entre otras.
  9. “El fin de la tercer ola de democracias”, Marta Lagos en https://bit.ly/2Vmx6hk.
  10. Véase https://bit.ly/2xMhcnv.
  11. Véase https://bit.ly/2VCce4A.
  12. El Estadista. “La doctrina Trump y el fin del consenso democrático”. Dispinible en https://bit.ly/2zhChXt.
  13. Véase https://bit.ly/3eA3yVb.
  14. Véase https://bit.ly/2VNRjM2.


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