La puja de poder entre Irán y Arabia Saudita
Fernando Laborde[1] y Agustín Claret[2]
Palabras clave: geopolítica, Medio Oriente, Irán, Arabia Saudita, islamismo.
1. Introducción
El lugar que los imperios modernos y las potencias contemporáneas le asignaron históricamente a Medio Oriente en el diseño de sus políticas de poder es innegable y al mismo tiempo entendible. Más que en cualquier otra región del mundo, la disputa por el poder no solo se da en el plano territorial, sino fundamentalmente en el plano de lo simbólico y de las identidades. La “guerra fría” regional en la que actualmente están envueltos la República Islámica de Irán y el Reino de Arabia Saudita es un claro ejemplo de eso.
La región está atravesada por disputas que exceden las fronteras nacionales y que involucra una sobreposición de identidades etarias y religiosas mucho más antiguas y poderosas. Esto deriva en que los conflictos sean sumamente complejos y que estén determinados por un gran número de variables. Por una cuestión de extensión, en este artículo nos concentraremos solo en el conflicto que enfrenta a la República Islámica de Irán y al Reino de Arabia Saudita, y que tiene su epicentro geográfico en el golfo Pérsico. Como ya dijimos, la disputa entre estas dos potencias regionales no solo se da en el plano geopolítico y territorial, sino también en el plano simbólico, particularmente en lo que se refiere al control de las poblaciones que adhieren a distintas ramas del islam, el cual es considerado un actor fundamental en los procesos sociopolíticos de Medio Oriente.
Adicionalmente, veremos que la intensidad del enfrentamiento entre estos dos países está relacionada al juego de alianzas que estos supieron construir no solo con las grandes potencias, sino también con una infinidad de grupos que operan en distintos niveles y con diferentes recursos. Entender cómo funcionan las alianzas de Irán y Arabia Saudita con estos actores es fundamental para la comprensión de los ciclos de tensión y distención en toda la región.
2. Orientalismo del siglo XXI
Hace cincuenta años atrás, el intelectual palestino-estadounidense Edward Said hacía un análisis crítico en su libro Orientalismo [3]sobre cómo Occidente en los últimos siglos, atendiendo a sus propios intereses, construyó una idea imparcial de lo que describió como Oriente. Said describe cómo la hegemonía de una Europa cristiana y expansionista que extendía sus dominios cada vez más hacia el sur y el este contribuyó a que estas percepciones construidas por una mezcla de observación, imaginación, subjetividad, e intereses de académicos, políticos y aventureros europeos se institucionalizaran en distintos ámbitos de poder y, con el tiempo, se convirtieran en “verdades” ampliamente aceptadas y difíciles de refutar, tanto en el mundo académico como en círculos políticos y sociedades occidentales en general. La institucionalización del orientalismo, sistematización de esa práctica, permitió legitimar el dominio europeo no solo en el plano militar, sino también en el simbólico. En prácticamente todas las dimensiones del orientalismo, se parte de un plano moral de superioridad europea para abordar las costumbres, los procesos políticos, la religión, e incluso la historia de los pueblos que habitan desde el actual Marruecos hasta Filipinas. En términos criollos, apelando a Domingo Sarmiento, se utiliza una lógica de “civilización y barbarie” a la hora de describir las sociedades que habitan estas regiones, alimentada por corrientes de pensamiento como el positivismo, en el cual se apoyará el cónsul general británico en Egipto Lord Cromer para afirmar que existen razas gobernantes y razas sometidas, intentando darle cierta legitimidad a la política británica expansionista de ultramar. Increíblemente, en sus definiciones incluía a los turcomanos dentro de razas gobernantes y al mismo tiempo excluía a los árabes, presumiblemente basándose en la distribución de poder en el Medio Oriente del siglo XIX.
Los europeos entendieron perfectamente el valor estratégico y simbólico del Medio Oriente, una región que tuvo mucho que ver con la construcción de una identidad occidental cristiana. Un ejemplo de eso es el innegable interés demostrado por gobernantes como Napoleón en el legado de la civilización egipcia, y el interés en general de las potencias europeas por consolidar su hegemonía en esta región clave del desarrollo de la civilización occidental. Luego de la disolución del Imperio otomano como consecuencia de la Primera Guerra Mundial, el orientalismo habilitó un marco de legitimización para que el Reino Unido y Francia se convirtieran en regentes de gran parte de los exdominios otomanos en el Levante y Mesopotamia, donde actualmente encontramos a Siria, Líbano, Palestina, Jordania, Israel e Iraq.
Sin embargo, en paralelo a este proceso de colonización de corta duración disfrazado con el nombre de Mandatos, se da un proceso de construcción de identidades nacionales en torno a los nuevos territorios y Estados surgidos después de la Primera Guerra Mundial, y que obtendrían su plena independencia luego de la Segunda. En forma simultánea, el mundo sería testigo también del surgimiento del nacionalismo árabe, que entre los años 40 y 80 del siglo XX traspasaría las fronteras de los Estados árabes para sobreponerse a las identidades nacionales. Asimismo, dado el reciente surgimiento de muchos de estos Estados, no es para nada extraño percibir, por ejemplo, cómo algunos de los Estados de la península arábiga aún se encuentran en pleno proceso de construcción de una identidad nacional, así como otros atraviesan un proceso de desintegración de ella, como el caso de Iraq.
Es importante tener en cuenta que en gran parte de Medio Oriente, a excepción de Israel, las identidades nacionales se sobreponen con un sinfín de otro tipo de identidades relacionadas a la religión, pertenencia tribal, cultura, etnia y demás factores. Esto provocará que en la práctica las fronteras entre Estados sean borrosas, especialmente en momentos donde la autoridad estatal se encuentra debilitada, como en el caso de la guerra civil del Líbano entre los años 1975 y 1990.
Volviendo al orientalismo como “guía de Occidente para pensar el Oriente”, a pesar del surgimiento de nuevos Estados soberanos que lograron organizarse y conseguir el reconocimiento de la comunidad internacional como iguales, y que lograron construir una identidad sólida basada en la historia escrita por ellos mismos, en muchos ámbitos occidentales, e incluso en el propio “Oriente”, aún predominan ciertas ideas y máximas institucionalizadas por el orientalismo aggiornadas a nuestros tiempos. Estas percepciones convertidas en “verdades” gracias a la repetición durante cientos de años son utilizadas por actores poderosos para legitimar la intervención en los asuntos internos y regionales del Medio Oriente, tratando de imponer una agenda basada en sus propios intereses. Es decir, la utilización de estas “verdades” construidas falazmente a partir de la institucionalización del orientalismo sirve como una base argumentativa para conseguir el aval de las sociedades y los sectores políticos responsables por la toma de decisiones. Uno de los casos más visibles al respecto es la invasión norteamericana a Iraq en el año 2003. El proceso de legitimización de esta ante la sociedad norteamericana fue gradual y utilizó tanto argumentos referidos a la seguridad, como argumentos acerca de la posesión jamás comprobada de armas de destrucción masiva por parte del régimen iraquí y argumentos morales referidos a la incapacidad de establecer regímenes democráticos por parte de los países árabes, por lo cual era esencial que Occidente operara de guía para llevar a cabo esta tarea.
Considerando esto, es inevitable estudiar cualquier conflicto en la región sin antes tener que lidiar con el sistema de ideas establecido por el orientalismo. Por eso, a la hora de analizar la relación conflictiva entre Arabia Saudita e Irán, es importante tener en cuenta en qué medida nuestro abordaje está siendo afectado por el orientalismo, y a partir de ello realizar los ajustes necesarios para entender las verdaderas raíces y derivaciones de este conflicto.
3. Islamización del Medio Oriente
En la década de 1970, el secularismo político comenzó a perder el monopolio de la autoridad en los países árabes, Irán y, más recientemente, incluso en Israel y en Turquía. Este proceso favoreció a movimientos de corte religioso con fuerte presencia en las bases sociales, y permitió que estos tuvieran cada vez mayor influencia en la política. El proceso de islamización de las sociedades en Medio Oriente, salvando Israel, se da como consecuencia de sucesivos fracasos militares y económicos por parte de Gobiernos árabes seculares, así como también por el fracaso del proyecto nacionalista árabe. En el caso de Irán, se pone en marcha con los movimientos antimonárquicos desatados contra el Sha Reza Phalevi a finales de la década de 1970 debido a los altos niveles de corrupción y represión.
Si bien la islamización de las sociedades habilitará el acceso al Gobierno a movimientos religiosos solo en Irán y en la Franja de Gaza –con el ascenso al poder de Hamas a través de elecciones democráticas en el año 2005–, en el resto de los países los resurgidos movimientos religiosos con amplias bases sociales van a tener el acceso restringido a los sectores de gobierno. De esta manera, ejercerán el poder de abajo hacia arriba, controlando cada vez más las calles y presionando a los Gobiernos seculares para imponer sus agendas. La respuesta de la mayoría de estos Gobiernos seculares fue el fortalecimiento del aparato de seguridad, como lo hizo Saddam Hussein en Iraq o Hosni Mubarak en Egipto. El verdadero activo de estos grupos no es el control del gobierno, sino de la comunidad musulmana de piadosos, o devotos del islam. A pesar del fortalecimiento del aparato represivo de los Gobiernos seculares, vamos a apreciar cómo grupos como los Hermanos Musulmanes en Egipto reaparecieron nuevamente en la escena social, quienes llegaron a su punto máximo en el año 2012, cuando lograron imponer a su candidato Mohamed Morsi en las primeras elecciones presidenciales democráticas de Egipto. También se puede percibir en el caso del surgimiento de Hezbolá en Líbano, producto de la guerra civil y la desprotección de las comunidades chiíes en este país.
Sin embargo, es muy importante tener en cuenta que estos movimientos que apelan a la voluntad de Dios muchas veces tienen un fuerte carácter nacionalista y étnico que se fusiona con distintas ramas del islam para forjar identidades bien marcadas, como por ejemplo el Hamas palestino.
Cuando alguno de estos movimientos se encuentra obstaculizado para imponer sus agendas en el plano político, es común que acudan a la violencia. Este accionar puede generar que algunos segmentos de consumidores de información, ayudados por intereses mediáticos, asocien parte del sistema de valores de estos grupos minoritarios con prácticamente todo del islam. A partir de esta asociación, nuevamente se da un proceso de construcción de lo que muchos erróneamente consideran lo que es el islam, justamente asociándolo al accionar violento de estos grupos minoritarios. De esta manera, asistimos a lo que tranquilamente podría llamarse un “orientalismo del siglo XXI”, que incluye el condimento xenófobo. Estas percepciones también revivirán el altruismo occidental, autopercibiéndose como garante de la libertad y la democracia, dos lanzas que le permitirá ingresar en la región con la autoridad moral que los ciudadanos de Occidente exigen.
En el caso de la República Islámica de Irán, los Ayatolás se impusieron por sobre el resto de los actores del movimiento antimonárquico que, derivado en movimiento revolucionario, derrocó al Sha en el año 1979, lo que habilitó el reemplazo de un Gobierno monárquico secular por un Gobierno basado en las leyes islámicas. Es decir, en el caso de Irán, el proceso de islamización se llevó a fondo, permeando en todas las capas de la sociedad iraní, incluyendo el control del gobierno.
A diferencia de Irán, en el Reino de Arabia Saudita gobierna la monarquía fundadora del reino y unificadora de la península. El poder de la familia Saud reside en dos pilares fundamentales: los recursos económicos y su alianza con el clero wahabita. Esta última es lo que le permite al monarca poseer el control de las calles y de la sociedad en general. El costo que debe pagar es el cumplimiento de un estricto islam, tanto por parte de la clase gobernante como de sus súbditos. Esto le traerá más de un dolor de cabeza con su principal socio internacional, Estados Unidos.
Una característica en común que tendrán estos dos regímenes es que ambos apelan a los marcos legales y costumbres de la corriente del islam que practican para fundamentar su legitimidad como líderes de Estado.
Esta afirmación nos lleva a la pregunta: ¿a través de qué comunidad musulmana Arabia Saudita e Irán pretenden extender su poder en la región? Es decir, ¿a qué base social y religiosa apelan ambos países para lograr dicho cometido? Para contestar esta pregunta, es importante entender primero cómo está conformada la umma, o comunidad de creyentes del Islam.
4. Chiíes y suníes: mucho más que diferentes interpretaciones del islam
Apelar exclusivamente a las diferencias de interpretación del islam por parte de las corrientes chií y suní para explicar los actuales conflictos al interior de la umma sería un error. Los conflictos entre ambas comunidades fueron forjados a lo largo de los siglos, y, si bien tienen sus raíces en la puja de poder derivada de la muerte del Profeta y la disputa por su línea sucesoria, tomarán dimensiones que se extienden más allá de las distintas formas de practicar el islam.
La muerte del Profeta dio inicio a un proceso de apropiación y continuación de su legado al interior de sus filas. Por un lado, se encontraban aquellos que reconocían al yerno del Profeta, Alí Ibn Abi Talib, como legítimo sucesor, mientras que los suníes se inclinaron por darle su apoyo a Abu Bakr, suegro del Profeta y quien finalmente lograría el consenso de la comunidad para ser proclamado Califa, muy a pesar de los seguidores de Ali. Bakr fue sucedido por Umar y Uthman, quienes continuaron con su línea legalista intrínseca del islam suní, que es una abreviación para denominar a la “gente de tradición y consenso”. Ambos fueron asesinados, y finalmente los sucedió Alí, quien también fue asesinado. Este último episodio generó una división aún mayor de sus seguidores respecto al islam suní. Esta división que originalmente tenía que ver con la línea sucesoria del Profeta se convertiría en una disputa por interpretar su voluntad, particularmente en lo relativo a las virtudes que un líder de la comunidad islámica debía poseer para acceder a esa posición. Con el tiempo, cada una de estas corrientes desarrollaría su propia retórica, expondría argumentos e identificaría sus propios héroes, o mártires, para construir una identidad propia distinta a la de la otra rama.
Una de las grandes diferencias sobre la que se construyeron estas dos corrientes es que, mientras que la interpretación del islam por parte de los suníes se centró fundamentalmente en un sistema de leyes basadas en el Corán, los chiíes utilizaron como fuentes adicionales las prácticas del Profeta y el legado de los once imames que lo sucedieron, entre los cuales se encuentran Ali y Husayn, nieto del Profeta. Este último cumpliría un papel fundamental en la construcción épica del chiismo a partir de su martirio en la batalla de Kerbala, donde junto a un puñado de hombres se enfrentó contra el ejército del Califa. Desde entonces, el martirio como máximo acto de fe y sacrificio es una característica fundamental del chiismo. Tanto el martirio de Husayn como toda la épica construida alrededor de él, así como también alrededor de Ali, dieron al chiismo una construcción heroica de su identidad plagada de sacrificios. Este proceso no encontró correlato alguno en el sunismo, que construiría su identidad en torno a las glorias del Califato Omeya y del Califato Abasí, cuyas expansiones estuvieron directamente relacionadas a la propagación del islam.
Asimismo, las diferencias iniciales entre estas ramas no solo se limitaron a quién debería suceder al Profeta, sino también a la autoridad y competencias de sus sucesores. Mientras que para los suníes el sucesor del Profeta debía cumplir el rol de líder de la comunidad islámica, sin necesariamente contar con las condiciones proféticas y la relación especial que el Profeta tenía con Dios –dado que el sunismo considera que el mensaje de Dios puede ser escuchado e interpretado por todos los creyentes–, el chiismo considera que la comunidad de creyentes necesita de guías espirituales de condición divina capaces de interpretar las verdades más profundas de la religión, invisibles al ojo del creyente ordinario. Es a partir de esta diferencia que la figura de los sucesores del Profeta, los imames, cobran particular relevancia para el chiismo. Asimismo, dada la altura espiritual de los imames, y posteriormente de los ulemas y ayatolás, el chiismo considera que estos deben ser los encargados de dirigir la comunidad no solo en el plano espiritual, sino también en todos los aspectos de la vida comunitaria, incluyendo las normas sociales y la política. A lo largo de la historia, se puede apreciar esta diferencia fundamental en la figura de los califas suníes, quienes siempre estuvieron más asociados a la figura de emperadores guerreros y guardianes de la tradición y el islam, más que a líderes espirituales. Esto tiene que ver con que los califas eran considerados sucesores del Profeta, pero sin gozar de su carácter divino, a diferencia de los imames chiíes, que se consideran subregentes de él y gozan de su herencia divina. Estas diferencias conllevan a que, como dijimos antes, en el islam suní el Califa, o líder de la comunidad, no necesariamente tenga que ser una persona religiosa, es decir, capaz de interpretar los textos sagrados, a diferencia del universo chií, en el cual la figura del imam es equivalente a la de líder.
Estas diferencias fundamentales nos ayudan a entender la fuente de legitimidad tanto de la monarquía saudí como del régimen de los ayatolás iraníes. Según lo que describimos arriba, el líder de la comunidad de creyentes sunís, en este caso la monarquía saudí, no necesariamente tiene que poseer dotes divinas para gobernar, siempre y cuando cumpla su obligación de garantizar la aplicación del dogma religioso, que se encuentra a cargo de los clérigos wahabitas. Esta característica propia del sunismo nos permite comprender cómo en un país donde se practica el islam suní más ortodoxo, y donde este dictamina los comportamientos sociales, es posible que gobierne una monarquía no compuesta por líderes religiosos. Por otro lado, la relación directa entre liderazgo religioso y político que el chiismo asigna a los líderes de la comunidad de creyentes nos ayudará a entender la fuente de legitimidad del Ayatolá Jamenei en Irán. Por más que en ninguno de los dos casos estas autoridades sean incuestionables –basta con recordar que en Irán gobernó una monarquía secular hasta 1979–, ambos regímenes descansan en la legitimidad provista por distintas interpretaciones del islam.
En términos políticos, desde la creación del Islam hace trece siglos, el mundo musulmán estuvo dominado mayoritariamente por califas, sultanes y líderes suníes. Los conflictos intersectarios que actualmente se perciben en países como el Líbano, Iraq, Yemen, Bahréin, e incluso en el este de Arabia Saudita, están en parte relacionados a cómo el sunismo impuso su hegemonía política en las comunidades chiíes a lo largo de la historia. Esto generó que muchas de estas comunidades hayan sido desplazadas a una posición sociopolítica inferior a la de sus pares suníes, sufriendo a veces opresión, primero por parte de los califas suníes y luego por líderes de los Estados modernos surgidos en el siglo XX, como fue el caso del Iraq de Saddam Hussein.
Por lo tanto, si bien el conflicto entre las dos principales corrientes del Islam tiene sus orígenes en el reconocimiento de la línea sucesoria del Profeta y de las diferencias en la interpretación del islam, con los años fue degenerando en un conflicto con raíces más profundas, que se extienden a aspectos del lugar que las comunidades chiíes ocuparon en el universo musulmán en términos sociales, políticos y económicos, e incluso en cómo estas comunidades fueron perseguidas durante siglos.
Luego de sufrir la persecución por parte de la dinastías árabes de los Omeyas y Abasidas, de turcomanos del Imperio otomano, y finalmente por parte de algunos Estados árabes modernos, a partir del siglo XVI las comunidades chiíes encontraron en Persia (actual Irán) un lugar donde propagarse, imponer su credo y construir política y socialmente una sociedad mayoritariamente chií. Esto fue posible gracias a la fundación de la dinastía Safávida con Ismail I, quien, desde el noroeste de Persia (actual Azerbaiyán), impuso el chiismo en ese territorio de forma que creó las condiciones para su proliferación en uno de los países más antiguos de la historia. La conversión al chiismo de las comunidades sunís de Persia fue gradual y no exenta del uso de la fuerza, aunque una de sus principales herramientas fue la propagación de las epopeyas de los mártires chiíes por todo el país. El establecimiento de regímenes políticos ligados tanto al sunismo como al chiismo, con el pasar del tiempo y los movimientos migratorios producto de las persecuciones de ambos bandos, generaron fronteras demográficas bastante bien delimitadas, incluyendo también bolsones demográficos compuestos por las corrientes minoritarias en ambos lados. Es por eso por lo que al día de hoy no resulta extraordinario que Irán sea mayoritariamente chií, así como tampoco que Turquía, el Levante, el Magreb y la península arábiga sean mayoritariamente suníes, sin mencionar los países musulmanes del este.
La condición política, económica y social inferior de las comunidades chiíes fuera de Irán generó que en países como el Líbano se organizaran alrededor de redes comunitarias de carácter político y militar, como el Movimiento Amal y el Hezbolá, o recientemente alrededor de las Fuerzas Populares de Movilización (FPM) en Iraq, aunque estas también incluyen otros componentes religiosos.
5. Evolución del balance de poder a partir de las alianzas históricas de ambos países
Teniendo un panorama más claro de cómo está distribuido el poder en la comunidad islámica de Medio Oriente, nos introduciremos en cómo Irán y Arabia Saudita se proyectan hacia el exterior, quiénes son sus aliados, y el papel que juegan estos en la construcción de poder de ambos actores.
Luego de las catástrofes de la primera mitad del siglo XX, Estados Unidos ocuparía en Medio Oriente el lugar dejado por las potencias europeas, por momentos disputado también por la Unión Soviética. Pero, a diferencia de sus pares europeos, su abordaje sería mucho más pragmático, concentrándose más que nada en el potencial económico de la región, particularmente en la explotación de sus reservas de hidrocarburos y en su potencial geopolítico para contener a la Unión Soviética en su frontera sur. Con el tiempo las prioridades irían cambiando, y, como parte del esquema de poder estadounidense una vez finalizada la Guerra Fría, el apoyo a Israel y al Reino de Arabia Saudita, dos de sus aliados fundamentales, se convertiría en una prioridad para asegurar su hegemonía. La relación con el primero es sólida y cuenta con un gran consenso en ambas partes, lo que no podemos afirmar para el caso de Arabia Saudita. La relación entre el Gobierno de Estados Unidos y la familia Saud es estratégica e incuestionable, pero sumamente compleja cuando se tiene en cuenta el peso del islam en la sociedad saudí, y la mala imagen del Reino que posee gran parte de la sociedad norteamericana, particularmente luego de los atentados del 11 de septiembre del 2001, donde 15 de los 19 atacantes eran saudíes. Si nos remontásemos a la década del 1970, podríamos sumar a la ecuación a otro aliado fundamental de Estados Unidos en la región: el Irán del Sha Reza Pahlevi.
La relación de Estados Unidos con Irán hasta 1979 fue un “cortar y pegar” de la política exterior norteamericana de la segunda mitad del siglo XX, orientada a apoyar Gobiernos anticomunistas títeres a lo largo y ancho del globo. Durante esos años el factor legitimador del apoyo norteamericano no era tanto la libertad y la democracia, sino más bien el combate a la expansión del comunismo en todos los frentes. En esta lucha no importaba qué tipo de prácticas aplicaban los aliados para llevar a cabo dicho cometido, ni en política exterior ni en política interior. Irán cumplía un rol fundamental en la disputa por la hegemonía con la Unión Soviética al formar un cinturón de contención, junto con Turquía y Pakistán, en la frontera sur de esta. De esta forma, el Gobierno del Sha forjó estrechos vínculos con Washington desde los mismos inicios de la Guerra Fría. El compromiso era tal que la CIA, junto con los servicios secretos británicos, orquestaron un golpe de Estado en 1953 para derrocar al primer ministro Mohammad Mosaddeq, líder nacionalista que amenazaba la autoridad del Sha, los intereses petrolíferos del Reino Unido y Estados Unidos, y la estrategia de contención de este último en Asia Central. Aún más, Irán era uno de los principales receptores de equipamiento militar norteamericano durante los años 70, e, irónicamente, Estados Unidos sería el promotor del plan nuclear iraní iniciado en la década del 50. Mientras la relación entre ambos Gobiernos fluía de manera natural, la relación del Sha Mohammad Reza Pahlevi con su pueblo presentaba serios problemas. Los altos niveles de corrupción, los onerosos gastos de la monarquía, la represión ejercida a disidentes por parte de la Savak, la policía secreta del Sha, sumado a ciertos desajustes en la economía, alimentaron los movimientos antimonárquicos que terminaron por derrocarlo en 1979 a través de la Revolución islámica. Eventualmente, los cañones de la revolución dispararían hacia el papel que había cumplido Estados Unidos en su apoyo al régimen dictatorial del Sha y por brindarle asilo, supuestamente para realizar un tratamiento médico, además de haber promovido el golpe de Estado de 1953. El ala más radical del movimiento revolucionario, liderada desde el exilio por el Ayatolá Ruhollah Jomeini, llevaba la condena a Estados Unidos más allá, acusandolo en el plano moral y acuñándole el mote de “Gran Satán”. Finalmente, Jomeini se impondría por sobre el resto de los actores del movimiento y pasaría a liderar la recién nacida República Islámica de Irán, tras lo cual transformó la monarquía en una teocracia. La relación con Estados Unidos daría un vuelco de 180 grados, asociando a este con gran parte de los males que había sufrido el pueblo iraní durante los Gobiernos del Sha, y agravando aún más la relación con una toma de rehenes en la embajada norteamericana en Teherán que duró 444 días.
De esta manera, Irán pasó de ser un aliado estratégico de Estados Unidos a una fuente de antiamericanismo, una amenaza a la estabilidad de la región y una fuente de propagación del islam político. Las relaciones entre ambos países jamás volverían a recomponerse.
Asimismo, la Revolución islámica fue el punto de partida del conflicto con Arabia Saudita. La misma esencia de la revolución no respetaba fronteras y amenazaba seriamente a los Gobiernos seculares árabes de la región acusándolos de usurpadores, y en particular a la monarquía saudí en su rol de protectora de los lugares sagrados del islam y de portadora de sus banderas.
Por otro lado, el vínculo entre Arabia Saudita y el Gobierno norteamericano se remonta prácticamente a los orígenes del reino, cuando en 1933 este otorgó una licencia de explotación de hidrocarburos a la compañía California-Arabian Standard Oil Corporation (CASOC), que en 1944 se transformó en Arabian American Oil Company (ARAMCO), una de las compañías más grandes del mundo en términos de facturación, y proveedora del 10 % del petróleo mundial. Sin embargo, esta alianza estratégica tendría que sobreponerse a las dinámicas regionales que atentaron contra su estabilidad, particularmente durante la crisis del petróleo de 1973, producto de la paralización en la producción de crudo y del embargo de petróleo árabe impuesto a aquellos países que apoyaron a Israel en la guerra de Yom Kipur, incluido Estados Unidos, así como también a la amenaza que el nacionalismo árabe promovido por el Egipto secular de Nasser representaba. El debilitamiento de este durante la década del 70 le permitió a la casa real saudí contar con un mayor margen de maniobra para estrechar vínculos con la potencia del norte sin tener que brindar explicaciones a sus vecinos árabes sobre su relación con el principal aliado de Israel. Al mismo tiempo, con Egipto fuera del tablero de poder regional, le permitió erigirse como líder indiscutible del mundo árabe apoyándose, en gran parte, en la construcción de redes de asistencia financiera para el resto de países musulmanes gracias a sus exorbitantes ingresos por la explotación del petróleo.
Frente a este escenario, a fines de los años 70 la Revolución islámica modificaría el esquema de poder. La condena de Jomeini a Estados Unidos ponía nuevamente al reino frente a una posición incómoda ante la comunidad musulmana, y al mismo tiempo amenazaba el liderazgo de esta en el plano espiritual. Además de la casa real, el clero wahabita de la península también consideraba la expansión del mensaje de Jomeini una amenaza a su posición en el plano religioso. De esta manera, la fractura religiosa al interior del islam pasó nuevamente a un primer plano.
Al año siguiente, entre otras razones por temor a que la Revolución se expandiera hacia suelo iraquí amenazando su poder, Saddam Hussein invadió Irán, lo cual dio inicio a una prolongada y sangrienta guerra. Esta le daría aire a la monarquía saudí al disminuir la posibilidad de expansión de la Revolución islámica en el mundo árabe, particularmente en las comunidades chiíes. Tanto Arabia Saudita como otras monarquías árabes denunciadas por los revolucionarios como Gobiernos ilegítimos, apoyarían a Hussein, encapsulando la Revolución en su propia frontera con Iraq.
Paralelamente, la invasión soviética a Afganistán, llevada a cabo pocos meses después de la Revolución islámica, le proveería al régimen saudí una válvula para liberar la presión ejercida por el creciente extremismo islámico que se extendía al interior de la península, amparado por un wahabismo cada vez más inquisitorio respecto a la relación del reino con Occidente. La invasión de un país musulmán por parte de la Unión Soviética para sostener un Gobierno comunista generó una masiva migración de combatientes muyahidines de países musulmanes hacia las montañas afganas, especialmente de aquellos pertenecientes a la península arábiga, de forma que descomprimió la presión sobre sus propios Gobiernos.
Desde los tumultuosos fines de los 70 hasta ahora, la región atravesó un sinfín de conflictos y reordenamientos de la balanza de poder. Pero hay ciertas alianzas, como la de Estados Unidos y Arabia Saudita, que sobrevivieron al paso de los años, incluso a pesar de la participación mayoritaria de ciudadanos saudíes en los atentados del 11 de septiembre del 2001. También el reino fortaleció su liderazgo dentro de la comunidad suní y frente a Gobiernos donde esta corriente del islam es mayoritaria. Sin embargo, perdió dos aliados clave en la contención de Irán: el Iraq de Saddam Hussein y el Afganistán del Talibán. Si bien en la práctica los talibanes han recuperado el control en Afganistán, su relación con Arabia Saudita no volvería a ser la misma, debido a la fuerte injerencia de Occidente. En el caso de Iraq, la pérdida fue total, dado que los cambios en la configuración de poder interno volcó fuertemente la balanza en favor de las comunidades chiíes, de estrecha relación con Irán, de forma que se marginó a los sunís que habían controlado al país políticamente a lo largo de la historia y desde su independencia en los años 30. Irónicamente, la caída tanto del régimen talibán como del régimen de Hussein fue producida por las invasiones norteamericanas del 2001 y 2003, respectivamente. Asimismo, el reino ha financiado extraoficialmente a grupos insurgentes que operan en Siria, con el objetivo de derrocar al régimen de Bashar al Assad. Pero no es la única alianza extraoficial que ha establecido. La desintegración del nacionalismo árabe e incluso del panarabismo ha generado las condiciones para que Israel se convirtiera en un socio encubierto de Arabia Saudita en sus intentos por erosionar la influencia iraní en la región, objetivo compartido por el Estado judío. Por supuesto que este objetivo común no se ha plasmado en ningún tipo de acuerdo, pero es sabido que ambos países cooperan para detener la creciente influencia iraní en Siria que ejerce a través de Hezbolá.
El caso de la República Islámica de Irán es muy diferente, ya que a partir de 1979 se ha visto obligada a redefinir su esquema de poder regional, y por lo tanto a buscar o generar nuevos aliados. Luego del impasse de la guerra con Iraq, durante los gobiernos moderados que sucedieron a la muerte de Jomeini y hasta que el Ayatolá Jamenei se consolidó en el poder, Irán realizó varios intentos de reinsertarse en el mundo con distintos niveles de éxito. Pero el aliado más importante del régimen iraní no se encontraría en el plano político-gubernamental, sino en el plano político-religioso. El régimen forjará una red de alianzas con organizaciones chiíes de toda la región, incluyendo la más poderosa de ellas, el Hezbolá libanés, creado a partir de la guerra civil libanesa, así como también con el movimiento Amal, también libanés. Esta red le permitiría extender su poder más allá de sus fronteras, presionando a los actores políticos desde abajo hacia arriba, es decir, desde las comunidades chiitas aliadas al régimen iraní hacia los Gobiernos. Esta dinámica entre el Gobierno teocrático chiita iraní y las comunidades de la misma corriente solo puede ser comprendida cuando se tiene en cuenta la segregación de muchas de estas comunidades en sus países de origen. El caso más reciente, y sumamente relevante, es el de las comunidades chitas en Iraq.
Como mencionamos antes, la invasión norteamericana a Iraq en el año 2003 no solo removió al dictador Saddam Hussein, sino que también reconfiguró el esquema de poder iraquí que había funcionado por más de 70 años, desde su fundación como Estado moderno, y del que Hussein había sido una parte fundamental desde la década del 60. El desplazamiento de las jerarquías iraquíes suníes del poder habilitó a que la mayoría chií ocupe ese vacío. Tanto las comunidades kurdas como las chiíes de Iraq habían sido relegadas, e incluso oprimidas fuertemente por las clases políticas suníes que históricamente gobernaron el país. Mientras en el norte los kurdos buscaban cada más autonomía respecto a Bagdad, desde el sur las comunidades chiitas empezaron a reconstruir el Estado iraquí a partir de las cenizas del régimen. Este proceso es conocido como el “renacer chií”[4]. La aparición del grupo fundamentalista suní Estado Islámico en Iraq y el Levante solo generó que la hegemonía chií en la nueva política de Iraq se trasladase también a una hegemonía militar. Esto fue debido a que una de las principales fuerzas que combatió al Estado Islámico, y que eventualmente lo derrotó, fueron las Unidades de Movilización Popular (UMP), milicias mayoritariamente chiíes. De manera casi inevitable, el renacer chií en Iraq traería consigo la injerencia de Irán en el nuevo esquema de poder del país mesopotámico, aunque los líderes religiosos del chiismo iraquí, como el Ayatolá Ali al-Sistani, muy influyente en la comunidad chií a nivel mundial, o el clérigo Muqtada al-Sadr, quien a partir de su movimiento posee un gran control de las calles e incluso cuenta con su propia milicia, no siempre se alineen con el régimen de los Ayatolás del país vecino. Ambas partes tienen bien en claro la relación de dependencia mutua. Un claro ejemplo del estrecho vínculo entre la nueva política iraquí e Irán fue la participación del recientemente asesinado general iraní Qasem Soleimani, figura fuerte de los Cuerpos de la Guardia Revolucionaria Islámica (a la cual pertenece las fuerzas Quds, unidades especiales para guerra no convencional en el extranjero), en la organización, adiestramiento y operación de las UMP. Si bien el Gobierno de Iraq aún tiene que lidiar con la presencia militar norteamericana en el país, es sumamente consciente de que la estabilidad de Iraq depende mucho de Irán y de su influencia en los sectores mayoritarios del país. De esta forma, invadiendo Iraq y desplazando a Saddam Hussein del poder, Estados Unidos derribó un muro de contención al avance iraní que, junto con países como Israel y Arabia Saudita, habían tratado de mantener durante décadas.
Sin embargo, la extensión del poder iraní en la región no se va a dar por la propagación de su doctrina revolucionaria, como Jomeini hubiese deseado, sino más bien por el empoderamiento de las comunidades chiíes, así como también por tratarse de una alternativa a otras potencias regionales como Arabia Saudita o Turquía a la cual grupos y movimientos que operan en la región pueden acudir. Este sería el caso de Hamas y de Yihad Islámica, ambos palestinos, que, ante la pérdida de apoyo por parte de los Estados árabes respecto a la causa palestina, a pesar de ser movimientos suníes, encontraron un aliado en el Irán chií. Otro aliado de estas características son los hutíes en Yemen, que, si bien pertenecen a la rama zaidí del islam chií, forjaron una alianza de carácter estratégico basada en el debilitamiento del enemigo común que representa Arabia Saudita.
Una de las alianzas más longevas heredadas del Irán del Sha es la acuñada con el régimen de la familia al-Assad. Hay dos razones fundamentales que funcionaron como pilares de esta alianza a través de las décadas: originalmente, el acercamiento entre Hafez al-Assad y el Sha se dio a raíz de la rivalidad que ambos países tenían con el Iraq de Saddam Hussein, que se intensificaría mucho más luego de la Revolución; y en segundo lugar, luego de esta, Irán alinearía posiciones con Siria respecto a Israel, identificándolo como uno de los principales enemigos de la comunidad musulmana. Esta alianza rendiría sus frutos luego de que estallara la Primavera Árabe en el 2011 y Siria se sumergiera en una sangrienta guerra civil que perdura hasta el día de hoy. Cuando el régimen de Bashar al-Assad, hijo de Hafez, se encontraba al borde del colapso, la participación de unidades del Hezbolá, apoyado por Irán, y de unidades iraníes de las fuerzas especiales Quds inclinó la balanza a favor del régimen.
Por último, sería inviable la supervivencia económica del régimen iraní sin el aporte de China, y en menor medida de Rusia. Las relaciones con este último van más allá del intercambio comercial, siendo socios en la defensa del régimen sirio, así como también en la negociación por contratos de defensa para la provisión de los sofisticados misiles antiaéreos rusos S-400. Si bien Irán es una potencia regional, es también una pieza más del tablero geopolítico mundial disputado entre Estados Unidos y China, al que Rusia trata de retornar como un actor de peso. Sin embargo, por el momento, la política de expansión china tiene un carácter netamente comercial y de construcción de influencia política a través del financiamiento de infraestructura, descartando la opción militar en esta región. Debido a su peso económico, China se puede dar el lujo de hacer caso omiso a las sanciones impuestas por Estados Unidos a Irán, convirtiéndose en una línea de vida para este.
6. ¿Qué actores regionales juegan fuerte en Medio Oriente?
Actualmente, existen cuatro potencias regionales que se encuentran en condiciones de disputar áreas de influencia en Medio Oriente: Turquía, Israel, Arabia Saudita e Irán. Egipto también perteneció a esta categoría hasta la década del 80, momento en que con el presidente Sadat adoptó una política de “Egipto primero” y firmó los acuerdos de paz con Israel, abandonando así las banderas del nacionalismo árabe que había portado desde los años 50 con el presidente Nasser. Asimismo, desde la caída del Imperio otomano, Turquía limitó sus ambiciones territoriales al control absoluto de la península de Anatolia, Rumelia (la Turquía europea), el control de los estrechos, el oeste del Cáucaso, y el distrito de Iskenderun (o Alejandreta) en la zona del Levante, concentrándose más en la construcción de un Estado moderno y en acercarse a Europa que en reconstruir su legado en Medio Oriente. Solo en los últimos años Turquía retomó un rol preponderante en la región a partir de una postura más nacionalista e islámica adoptada por el presidente Erdogan. También, los cambios producidos en la balanza de poder regional debido a los conflictos en Siria e Iraq y el reposicionamiento kurdo en esos países, así como la crisis de refugiados sirios que migran hacia Turquía, hicieron que fuese inevitable el no involucramiento turco en los conflictos de esta región. Respecto a Israel, su política regional está limitada a garantizar su propia seguridad, incluyendo toda operación orientada a neutralizar amenazas de sus vecinos y a extender su posición hegemónica sobre tierras reclamadas por palestinos.
A diferencia de Turquía e Israel, que ejercen su poder de forma limitada en espacios geográficos bien identificados, tanto Arabia Saudita como la República Islámica de Irán intentan expandir su hegemonía en los planos geográfico, geopolítico y espiritual. Un componente importante de los orígenes de este conflicto está relacionado al liderazgo de la comunidad musulmana y al poder regional que eso conlleva.
Es imposible obviar que la estrategia de seguridad de Irán está estrechamente relacionada a la expansión de su poder más allá de sus fronteras geográficas. Por lo tanto, sin contar con aliados externos poderosos, la canalización de su poder a través de determinadas comunidades chiíes esparcidas por la región convierte a estos sectores de la sociedad en aliados fundamentales para consolidar la hegemonía regional iraní. En contrapartida, Arabia Saudita porta las banderas del islam suní no solo por ser el guardián de los sitios sagrados de Meca y Medina, sino también por su alianza estratégica con el clero wahabita, rama más ortodoxa del islam suní y sucesores de la escuela jurista hanbalí, quienes ostentan profesar el islam puro. Pero la variable más inmediata que contribuye al posicionamiento del Reino Saudí como una potencia regional es su poder económico, que lo capitaliza en poder político a través del apoyo financiero a otros países musulmanes.
Ganar el favor de las comunidades que habitan estas tierras será más que en cualquier otro conflicto una tarea fundamental para garantizar la seguridad de estos países, especialmente para Irán, donde el apoyo de las comunidades chiíes representa un eslabón fundamental en su estrategia militar y de seguridad, nivelando el déficit percibido en el plano tecnológico-militar.
7. ¿Nos dirigimos hacia un conflicto abierto por la hegemonía regional entre Arabia Saudita e Irán?
El punto de partida para construir una respuesta a este interrogante debería partir de la siguiente afirmación: el golfo Pérsico es la espina dorsal de la economía de ambos países, así como de sus regímenes, y pilar fundamental de la seguridad energética del mundo.
Para enfatizar aún más esta afirmación, cabe agregar que en términos demográficos, si bien el chiismo representa solo el 15 % de la comunidad de creyentes del islam a nivel mundial, la mayoría de ellos se encuentra en torno al golfo Pérsico, donde la proporción es de poco más del 40 %.
Sin embargo, argumentar que se trata de una disputa entre facciones del islam sin tener en cuenta el componente social, político y económico que caracterizan a ambas comunidades en los distintos países musulmanes sería minimizar los orígenes de este conflicto. Como vimos anteriormente, es necesario recordar que la división entre suníes y chiíes, al correr los siglos, se convirtió más en una división sectaria, e incluso de clase, que religiosa. El relegamiento de las comunidades chiíes a estatus de ciudadanos de segunda, el no acceso a la política y a la administración pública, e incluso la persecución y asesinatos masivos de sus seguidores perpetrados hace apenas algunos años por Saddan Hussein, sumados a la demonización de su culto por parte de altos clérigos del islam suní, forjaron como contrapartida un fuerte sentido de comunidad que hoy se ve traducido en su organización transfronteriza en todos los planos, desde el religioso hasta el militar, y que ha encontrado en Irán un punto de partida para su expansión política. También, la organización jerárquica que contempla el chiismo, ubicando en el tope de la pirámide a las autoridades religiosas, que también son autoridades políticas, genera que las bajadas de línea a la comunidad tengan una voz claramente identificable y calificada. Esta dinámica no encuentra su correlación en el sunísmo, donde la autoridad religiosa se encuentra más dispersa, aunque el clero wahabita saudí reclame ser el legítimo portador de sus banderas. Para percibir la descentralización del sunísmo en materia religiosa, solo cabe recordar la autoproclamación de Abu Bakr al-Baghdadi como Califa de Estado Islámico, posición vacante desde la caída del Imperio otomano hace más de cien años, la cual fue rechazada por el clero suní en general.
Por eso consideramos importante no caer en el simplismo de catalogarlo como un conflicto entre dos corrientes religiosas, sino como la evolución de una fractura al interior del Islam que degeneró en un proceso de segregación social, económica y política de la comunidad chií a lo largo de los siglos, y que hoy se traduce en la lucha de dos regímenes, en algún punto representativos de sus comunidades, por imponer su hegemonía en el sentido amplio de la palabra. Como acertadamente dijo Itxaso Domínguez de Olázabal, especialista en Oriente Próximo de la Fundación Alternativas: “No se trata de bloques religiosos, sino de Estados que buscan expandir su influencia. El sectarismo es una herramienta política de odio que se activa o desactiva cuando conviene, aunque es cierto que los chiíes arrastran su victimismo desde la cuna. Es inherente en ellos”[5].
En la actualidad, la política de Estados Unidos en contra del régimen iraní y pro monarquía saudí está inclinando la balanza hacia este último en términos diplomáticos. Pero estas acciones, contrariamente a cumplir con el objetivo deseado de debilitar al régimen teocrático, lo están fortaleciendo. Un indicador de esto son los resultados de las elecciones legislativas del pasado 21 de febrero, donde, como era de esperarse después de la retirada de Estados Unidos del acuerdo nuclear y su posterior estrangulamiento de la economía iraní, los halcones de la política persa obtuvieron un mayor número de bancas que los moderados del presidente Hasán Rohaní en la Asamblea Consultiva Islámica, órgano legislativo iraní. La elección de este último en las presidenciales del 2013 había abierto una ventana para acercar posiciones con Occidente, que tanto Obama como Europa no dudaron en aprovechar. Para entonces, el pueblo iraní había demostrado una voluntad de cambio político eligiendo al candidato del Partido de la Moderación y el Desarrollo, el candidato más moderado y reformista de los permitidos por el régimen, luego de 8 años de gobierno del halcón conservador Ahmadineyad. Casi de manera automática, se iniciaron conversaciones, primero con Europa y luego con Estados Unidos, para llegar a un acuerdo que permitiese levantar las sanciones económicas al régimen a cambio de que este limite su plan nuclear exclusivamente a usos civiles. El acuerdo final se firmó en el año 2015 bajo el nombre de Plan de Acción Integral Conjunto, más conocido como el Acuerdo Nuclear, firmado por los cinco integrantes permanentes del Consejo de Seguridad más Alemania por un lado, e Irán por el otro. Este establecía serias limitaciones a las capacidades iraníes en el enriquecimiento de uranio y producción de plutonio, instancias necesarias para la construcción de una bomba nuclear, a cambio del levantamiento de sanciones económicas impuestas al régimen durante los últimos años. Tanto Israel como Arabia Saudita se opusieron fuertemente al acuerdo argumentando que las limitaciones a las capacidades nucleares iranís no eran suficientes, y que el acuerdo también debía incluir el programa de misiles balísticos y las operaciones de grupos apoyados por Irán en el exterior. Durante toda la negociación, el ministro de Relaciones Exteriores iraní Mohammad Zarif, responsable de estas por la parte iraní, manifestó que un acuerdo solo podría ser alcanzado siempre y cuando se limitara al programa nuclear. La oposición israelí y saudí al acuerdo estarían basadas en la preocupación legítima por las capacidades extranucleares de Irán para operar en la región que el acuerdo no había incluido, pero también en el deseo de que el régimen iraní continuara siendo un paria internacional, sumado a la fría relación del primer ministro israelí Netanyahu y el rey Salman con la administración Obama. El acuerdo prometía un retorno de Irán a los mercados internacionales y a la diplomacia global, esperando también un fortalecimiento de las corrientes políticas moderadas y reformistas al interior del país y, por lo tanto, un debilitamiento de los sectores más radicales del régimen teocrático. Pero las elecciones presidenciales del 2016 en Estados Unidos cambiarían todo.
La llegada de Trump a la Casa Blanca en el año 2017 trajo consigo un drástico giro en la política norteamericana respecto a Irán, que acercó su postura a las posiciones de Israel y Arabia Saudita con relación al acuerdo. Desde la campaña presidencial, Trump venía denunciando el acuerdo como insuficiente, y ya había manifestado su voluntad de renunciar a él. Una vez en la presidencia, en mayo del 2018 Trump cumplió con su promesa. A partir de ese momento, la tensión entre ambos países y sus aliados en la región no dejó de escalar, hasta llegar a su punto crítico con el asesinato del general Qasem Soleimani, comandante de la fuerza Quds, el 3 de enero de 2020. En tres años se pasó de una política de acercamiento con Obama, a una política de estrangulamiento del régimen con Trump.
Soleimani no solo era una figura clave en la política y en el esquema de seguridad iraní, sino también en la geopolítica regional. Fue el arquitecto y estratega de la expansión del poder iraní en Medio Oriente. Reconocido incluso por Estados Unidos, triunfó en cada empresa militar que se le fue asignada. A él se le atribuye el diseño de la estrategia y combate contra el Estado Islámico en Iraq, lo que incluye el establecimiento de las UMP, así como también el despliegue de fuerzas Quds y del Hezbolá en Siria para apuntalar al régimen de al-Assad, y el aprovisionamiento de material bélico (nunca reconocido) a los rebeldes hutíes en Yemen. También es considerado héroe nacional por su papel en la guerra con Iraq, el combate contra las drogas en la frontera con Afganistán, e incluso se reconoce su valor en la colaboración con Estados Unidos para combatir al régimen talibán luego de la invasión norteamericana del 2001.
Teniendo en cuenta este tablero, se podría decir que la obra de Soleimani de los últimos años fue parte del argumento esgrimido por Trump para su salida del Acuerdo Nuclear; Estados Unidos, junto a Israel y Arabia Saudita, exigían justamente el desmantelamiento de toda esta arquitectura de redes de combatientes que se extiende desde Irán hasta el Mediterráneo, atravesando Iraq, Líbano y Siria, y a la península arábiga, particularmente a Yemen. Soleimani era un activo importantísimo para Irán, al mismo tiempo que un blanco de alto valor para sus contrincantes.
Otra de las exigencias de Trump para retomar negociaciones con Irán es el desmantelamiento de su programa de misiles balísticos. La capacidad actual de este programa no afecta directamente la seguridad de Estados Unidos, pero sí amenaza seriamente la seguridad de sus aliados más importantes en la región. Las preocupaciones respecto a la seguridad de estos dos países son sumamente comprensibles, así como las razones iraníes para no renunciar a este programa. Luego de haber renunciado a parte de su programa nuclear, Irán considera que su capacidad misilística es el último recurso de disuasión ante la amenaza de un ataque exterior. Si bien este no es capaz de alcanzar objetivos de largo alcance, podría tranquilamente atacar objetivos en todo el golfo, en la península arábiga, incluyendo la base militar norteamericana más grande de Medio Oriente localizada en Catar, y en Israel. Es por eso por lo que, desde que se iniciaron las negociaciones del Acuerdo Nuclear en el año 2013, Irán ha insistido en dejar fuera de las negociaciones su plan balístico, y difícilmente cambie de postura al respecto.
La arquitectura de seguridad de la República Islámica es una de las más complejas del mundo, algo que comparte con Israel. Esta no se limita a hipótesis de conflicto convencionales, sino que prevé una serie de amenazas que van desde un ataque con armas nucleares, hasta atentados de grupos yihadistas. Haciendo un mapa de amenazas al régimen iraní, podemos apreciar que desde el año 2003 sus vecinos tanto al este, Afganistán, como al oeste, Iraq, estuvieron ocupados militarmente por Estados Unidos, su principal rival desde 1979 y el cual podría utilizar estos países como plataformas para una eventual invasión a su territorio. Un poco más allá de sus vecinos inmediatos, también tanto al este como al oeste, Pakistán e Israel poseen armas nucleares con sus respectivos vectores de entrega. Aunque si bien ambos países son enemigos del régimen, particularmente Israel, del cual son conocidas las operaciones del Mossad y los planes de bombardeos a infraestructura estratégica en territorio iraní, en el caso de Paquistán la relación es menos conflictiva y fluctúa según la coyuntura, además de que su estrategia de disuasión nuclear está dirigida exclusivamente a India. Asimismo, en los últimos años aparecieron nuevas amenazas no convencionales, como el Estado Islámico, que en el año 2017 llevó a cabo una serie de atentados en Teherán, nada menos que en la Asamblea Consultiva Islámica y en el mausoleo del Ayatolá Jomeini.
Por último, por lo que venimos desarrollando, Arabia Saudita se presenta como la mayor amenaza al poder iraní dentro del mundo musulmán. Parte de la estrategia de seguridad de la República Islámica contempla la extensión de su poder militar y político a toda la región a través del apoyo a distintos movimientos, buscando debilitar a Arabia Saudita allí donde las condiciones se lo permitan, por ejemplo en Yemen, donde el Reino Saudí y los Emiratos Árabes Unidos se encuentran empantanados en una costosa guerra contra los rebeldes hutíes, apoyados por Irán, desde el año 2015. En contrapartida, el reino financia grupos rebeldes como el movimiento Nour al-Din, comprometidos con derribar al régimen de al-Assad en Siria. Actualmente, podemos observar una dinámica de “guerras subsidiarias”, o guerras proxy, en las cuales el enfrentamiento entre ambos países nunca se da en forma directa, y en las que muchas veces ni siquiera participan fuerzas regulares de ellos, sino que se da a través de terceras partes que responden a ambos regímenes. De esta manera, vemos cómo en Yemen los hutíes se enfrentan directamente a la coalición liderada por Arabia Saudita, incluyendo fuerzas regulares, tal como las fuerzas Quds iraníes se enfrentan a las milicias rebeldes sirias financiadas por la casa Saud, y como en Iraq milicias chiíes han combatido abiertamente con milicias suníes una vez derrocado Saddam Hussein.
Asimismo, a partir de su esquema de alianzas y extensión de su poder, Irán ha conseguido establecer un corredor de influencia hasta el Mediterráneo, y, a pesar de las últimas protestas en contra de la influencia iraní en Iraq que precedieron al asesinato de Soleimani, ha logrado mantener su presencia y hegemonía en el sur y en la capital de este país.
En el plano diplomático, la situación iraní es tan frágil como en el plano económico, dado que la creciente escalada de tensiones con Estados Unidos, agravada por una serie de atentados a buques petroleros e instalaciones de ARAMCO ocurridas el año pasado que apuntan a Irán, derivó en mayores sanciones que asfixian la economía iraní. Como respuesta a esto, el régimen ha optado por retomar parte de sus actividades de enriquecimiento de uranio como medida de presión para que las restantes partes firmantes del Acuerdo Nuclear cumplan con lo establecido en materia económica. Solo para tener una idea de la magnitud del efecto de las sanciones, se estima que la economía de Irán presentará un crecimiento negativo del orden del 9 % este año. Al interior del país se considera al Acuerdo como un fracaso, potenciando al ala más dura de la política iraní identificada con el Ayatolá Jamenei.
Mientras tanto, el príncipe heredero saudí Mohamed bin Salmán (MBS), nombrado en el 2017, luego de encarcelar a una parte considerable de sus primos y de consolidar su poder, ha iniciado una política de acercamiento al mundo a partir de ciertas concesiones en lo referente a las costumbres. Esta tibia liberalización de los hábitos en el reino produjo rechazos en el clero que pronto fueron opacados por la carismática figura del príncipe heredero. También se encargó de modernizar y agrandar el poderío militar a partir de compras de armamento y equipo por miles de millones de dólares (recientemente cerró un acuerdo de defensa con Estados Unidos por un monto de 130 mil millones de dólares). Sin embargo, la compra masiva de armamento, sumada a su involucramiento en el escándalo por la tortura y asesinato del periodista saudí crítico del régimen Jamal Khashoggi, representa traspiés en su intento por limpiar la imagen del reino. Mientras tanto, Arabia Saudita sigue haciendo valer el peso de sus arcas en organismos internacionales, en sus relaciones bilaterales, y particularmente en su relación con el resto de los países musulmanes. Actualmente, la relación con Estados Unidos es tan fluida que por momentos es este país el encargado de tomar represalias frente a operaciones iranís en el golfo y en territorio saudí.
Ambos países son sensibles a cualquier cambio en el contexto internacional, así como también determinantes en él, debido a su control sobre la mayor reserva energética del mundo. Por tal motivo, nadie espera el desencadenamiento de un conflicto abierto en el golfo, y mucho menos lo desean los países que se encuentran entre ambas potencias regionales. Frente a este escenario, Omán se propone como mediador cada vez que hay una escalada de tensión, intentando generar políticas de acercamiento desde el interior de la comunidad islámica sin tener que recurrir a Europa o a potencias extrarregionales.
Pero, para evitar mayores tensiones, es importante saber quiénes juegan fuerte puertas adentro, es decir, con quién hay que negociar, a quién dejar satisfecho y, fundamentalmente, prever la evolución del poder de aquellos actores que pueden cambiar el curso de una negociación o de un compromiso. En el último proceso de distensión generado en la región a partir del Acuerdo Nuclear, muy pocos previeron la posibilidad de que este sea dinamitado desde la parte norteamericana, sino que más bien se esperaba que los conservadores del régimen iraní sean aquellos que aceleren su denuncia.
Respecto al esquema de poder interno de ambos países musulmanes, existe una idea generalizada sobre la homogeneidad del poder político. Sin embargo, es un error pensar que al interior de ambos regímenes hay consensos absolutos. Es interesante ver cómo, mientras que en Irán el poder moderado apoyado por una parte importante de la población representa una amenaza para el poder religioso gobernante, en Arabia Saudita se da a la inversa. Aquí, a pesar de ser una monarquía islámica, el núcleo del poder religioso no lo encontramos en la familia real, sino en el clero wahabita. Lo importante de esto es que en Arabia Saudita el pulso de la opinión pública está marcado por los sermones de las autoridades religiosas, por lo que tranquilamente estas tendrían el poder de movilizar las bases de creyentes si lo considerasen necesario, e incluso de operar en la clandestinidad, como lo hace reiteradamente a espaldas del régimen a través de sus fundaciones. La llegada de Bin Salman al poder y su política de flexibilización de ciertas leyes islámicas lograron por el momento sortear un enfrentamiento directo con el clero y mantener la histórica alianza en pie. Pero aún queda como interrogante conocer hasta dónde llegará la flexibilización del régimen, así como también hasta qué punto el clero está dispuesto a tolerar tales reformas y el cada vez mayor acercamiento con Estados Unidos en áreas que van más allá de lo comercial. De todas formas, mientras el reino continué gozando de su sólida economía, difícilmente veamos un cambio en el esquema de poder interno.
Mientras que el único actor de la política saudí es la familia real compuesta por más de 4 mil príncipes que ocupan cargos públicos, la estructura del sistema político iraní es totalmente distinta. Para empezar, Irán dispone de una dirigencia política que ha sabido acomodarse a los vaivenes del país, ya sea en su forma de monarquía parlamentaria, de monarquía absoluta, o de teocracia. A pesar de estar bajo el ojo vigilante de Jamenei, existen ciertos márgenes de maniobra y mecanismos que permiten a aquellos moderados tolerados por el régimen jugar un rol fundamental en la construcción política de la República Islámica. Los últimos 7 años del presidente Rohaní, así como los años 90 del pragmático presidente Rafsanyaní, dan muestra de que, dentro de los márgenes del gobierno revolucionario, se pueden generar espacios alternativos al rigorismo de los Ayatolás. El esquema político iraní es sumamente complejo y está dividido en dos tipos de órganos, los electos por el pueblo y los no electos. Dentro de los primeros, tendremos al presidente y a los Majlis, o representantes legislativos de la Asamblea Consultiva Islámica. También el pueblo elige a los miembros de la Asamblea de Expertos, órgano sumamente importante porque será quien elija al Líder Supremo, quien a su vez tendrá veto sobre candidatos a la presidencia o a la Asamblea Consultiva Islámica. La joven República Islámica, hasta el momento, ha tenido solo dos líderes supremos, su fundador el Ayatolá Jomeini, y el actual líder el Ayatolá Jamenei, quien tiene 80 años. Al mismo tiempo, el pueblo ha demostrado, a través de manifestaciones en las calles, cierto cansancio respecto al régimen, siendo probablemente la más importante de ellas la llamada Revolución Verde producida en el año 2009 luego de la denuncia de elecciones presidenciales fraudulentas en favor del conservador Ahmadineyad. Hay autores como Hamid Dabashi [6]que plantean que esta fue una precursora de la Primavera Árabe, que estallaría dos años después. En esta configuración de poder, hay que tener en cuenta que el control de las Fuerzas Armadas y de los Cuerpos de la Guardia Revolucionaria Islámica, que tienen como misión proteger al régimen, se encuentra bajo el Líder Supremo.
Desde mediados del año 2019, las calles de Irán se encuentran abarrotadas de protestas motivadas por la crisis económica que está atravesando a raíz de las sanciones impuestas por Estados Unidos, lo que fractura a la sociedad entre aquellos que culpan a este país, aquellos que atacan al presidente moderado por haber firmado el Acuerdo Nuclear truncado, y aquellos que disparan directamente contra el régimen. Adicionalmente, enero del 2020 trajo una serie de eventos increíbles que convulsionó los cimientos de la sociedad iraní. Primero, el asesinato de Soleimani en Bagdad perpetuado por un dron norteamericano reunió una multitud de iraníes en las calles en la mayor muestra de antiamericanismo de los últimos años, opacando las protestas de semanas atrás por la crisis económica. En segundo lugar, antes que se secaran las lágrimas derramadas por el mártir Soleimani, y luego de la represalia del régimen con un ataque de misiles a bases norteamericanas en Iraq, en lo que creyó ser un ataque norteamericano de misiles, la Guardia Revolucionaria derribó un avión de pasajeros ucraniano con ciudadanos de esta nacionalidad, canadienses y más de 90 iraníes. Este suceso nuevamente generó una ola de protestas contra el régimen y su brazo armado. Recientemente, el triunfo de los sectores más conservadores en las elecciones legislativas nos brinda un nuevo indicador de la reconfiguración del poder interno. Aunque hay que decir que estas contaron con miles de candidatos vedados por el régimen y con un porcentaje bajo de participación.
En el plano interno hay dos cuestiones a tener en cuenta para el futuro de Irán: la edad del Ayatolá Jamenei hace prever que en los próximos años se dé un proceso de transición que no necesariamente deposite el poder en los Ayatolás; y en segundo lugar, las protestas contra el régimen generalmente están lideradas por los sectores más jóvenes de la sociedad, de la cual más del 40 % tiene menos de 25 años.
8. A modo de cierre. Proyección del conflicto
Nadie espera que en el corto plazo se lleve a cabo un enfrentamiento directo entre estas potencias regionales. Todas las partes tienen mucho que perder, y ninguna está preparada para afrontar los costos políticos y humanos. Arabia Saudita ha demostrado en Yemen que, a pesar de las cuantiosas sumas de dinero gastado en equipamiento militar, no está preparada para un conflicto abierto con un país de las dimensiones de Irán. Si los rebeldes hutíes representan un dolor de cabeza, un enfrentamiento contra un ejército de medio millón de combatientes, con redes extendidas por todo Medio Oriente, con probada experiencia en el campo de batalla, y con capacidad misilística, sería una catástrofe para el reino.
Por otro lado, Irán difícilmente soporte la embestida de una coalición militar internacional de países árabes liderada por Arabia Saudita y apoyada militarmente por Estados Unidos (probable configuración de un frente para enfrentar militarmente a Irán). Tampoco lo soportaría el régimen en términos políticos. Respecto a Estados Unidos, el asesinato de Soleimani hizo sonar todas las sirenas en el Congreso norteamericano. Un conflicto directo de este con Irán, o subsidiado a través de Arabia Saudita, difícilmente sea apoyado por el Congreso, y mucho menos por los ciudadanos luego de las experiencias en Afganistán e Iraq. Trump podría extender su estrategia de estrangulamiento económico a una mayor presión en el plano militar con el objetivo de hacer caer al régimen a través de la coerción. Pero esta estrategia ya demostró que lo único que lograría sería fortalecerlo aún más, como se vio con el asesinato de Soleimani.
Asimismo, muy probablemente Europa tendría que soportar una nueva oleada de refugiados producto de la desestabilización de un país de nada menos que de 80 millones de habitantes, lo que generaría desplazamientos masivos de personas por todo el Medio Oriente y este continente.
Volviendo al inicio del apartado anterior, el golfo Pérsico es la espina dorsal de ambos regímenes y un activo fundamental de la seguridad energética del mundo entero. El régimen iraní, más frágil que el saudí por todo lo que vimos anteriormente, difícilmente se perpetúe luego de un conflicto de esta magnitud. Por más que el ala conservadora del régimen mantenga una retórica beligerante, la moderada represalia lanzada por el asesinato de Solemaini contra bases norteamericanas dan cuenta de que los gobernantes iraníes son conscientes de lo que un conflicto así significaría.
Finalmente, es probable que el conflicto entre ambos países se perpetúe a través de guerras de baja intensidad, guerras proxy, a través de las cuales ya vienen combatiendo desde hace años. Asimismo, se buscará continuar debilitando al régimen iraní por distintas vías, y probablemente el próximo período de distensión o tensión de este conflicto esté relacionado a cambios en la estructura de poder interno de Irán, ya sea por un giro hacia una reforma o por un endurecimiento del régimen.
Bibliografía
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Said, Edward (1979). Orientalism. Nueva York: Vintage.
Dabashi, Hamid (2012). The Arab Spring: The End of Postcolonialism. Nueva York: Zed Books.
Le Monde Diplomatique (2013). 1 Explorador, Tercera serie, Irán: En el centro de las tormentas.
Keddie, Nikkie R. (2006). Las raíces del Irán moderno. Buenos Aires: Grupo Editorial Norma.
Gaddis, John Lewis (1989). Estrategias de la Contención. Buenos Aires: Grupo Editorial Latinoamericano.
- Licenciado en Relaciones Internacionales de la USAL, de donde es profesor de dos seminarios: Historia Política Argentina, y Geopolítica de Medio Oriente. Además, posee estudios de posgrado en Seguridad Internacional, Desarme y no Proliferación. También trabaja en la Comisión Nacional de Energía Atómica, realizando el seguimiento de, entre otras cosas, regímenes de no proliferación y seguridad nuclear. ↵
- Licenciado en Relaciones Internacionales y actualmente cursando un máster en Estudios de Asia Pacífico. En el presente se desempeña como profesor universitario dando clases de Historia Política Argentina, Medio Oriente y Asia Pacífico en la Facultad de Ciencias Sociales de la USAL. Versado en temas de Medio Oriente y Asia, no solo se interiorizó en el conocimiento teórico de estas regiones tan atrapantes, sino que además tuvo la oportunidad de complementar el conocimiento teórico con experiencias prácticas en ambas regiones. Asimismo, actualmente se desempeña como especialista en temas de energía, energía nuclear y renovables.↵
- Said, Edward (1979), Orientalism, Vintage, Nueva York.↵
- Nasr, Vali (2006), The Shia Revival: How Conflicts within Islam Will Shape the Future, WW Norton and Company, Nueva York.↵
- Véase https://bit.ly/2VpHsgB.↵
- Dabashi, Hamid (2012), The Arab Spring: The End of Postcolonialism, Zed Books, Nueva York.↵