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2 La escuela encarnada[1]

M. Dolores del Rio[2]

“No existe educación sin sociedad humana y no existe hombre fuera de ella.”

(Freire, La educación como práctica de la libertad, 2009)

Resumen

El trabajo plantea las bases que la ontología de E. Levinas podría aportar para repensar el enfoque de la “responsabilidad social corporativa” en una institución como la escolar.

La ética como relación fundamental permite replantear este concepto que llega desde el ámbito empresarial y cuya praxis se encuentra, de alguna manera, teñida de la visión que este sector le provee.

La RSC (responsabilidad social corporativa) surge como respuesta. Y como respuesta a un reclamo, a un cuestionamiento externo a la voluntad institucional. Surge de la necesidad de estas organizaciones de generar un cierto consenso en su imagen pública, de ponerse en contacto de forma “amigable” con la comunidad.

Desde esta óptica, aún en el ámbito educativo, la responsabilidad social se liga a las actividades “extracurriculares” o de “extensión”, planteadas desde una cierta vocación altruista de ayuda de algunas personas a otras a las que se considera “necesitadas”.

El planteo de Levinas permite enmarcar la conciencia social de la propia actividad en el terreno de lo fundamental en lugar de lo accesorio. Permite plantear la relación social en la base de la institución escolar y no como un apéndice de sus objetivos y actividades.

La propuesta consiste en visibilizar el rol propio de la escuela en el ámbito de la construcción de lo social y lo político en el hombre, que le otorga un marco primario de responsabilidad y una actividad específica.

Palabras claves:

Responsabilidad – Levinas – institución escolar – educación social y política


Introducción

El presente trabajo pretende esbozar las bases que la ontología de E. Levinas podría aportar para repensar el uso de la llamada “responsabilidad social corporativa” de una institución como la escolar.

La ética como relación fundamental permite replantear este concepto que llega desde el ámbito empresarial y cuya praxis se encuentra, de alguna manera, teñida de la visión que este sector le provee.

La RSC (responsabilidad social corporativa) surge como respuesta. Y como respuesta a un reclamo, a un cuestionamiento externo a la voluntad empresarial. Surge de la necesidad de estas organizaciones de generar un cierto consenso respecto de su imagen pública, de ponerse en contacto de forma “amigable” con la comunidad en la que están físicamente inscriptas (Carrol, 1999).

Si bien en los últimos años hay una cierta superación de la visión netamente comercial o de marketing de las actividades englobadas bajo este respecto, tal como se refleja en el espectro académico (cfr. Garriga, E. y Melé, D., 2004 y Argnadoña, 2011), es notable que el marco de las intervenciones sociales que se dan mantienen el formato propio de ese marco teórico.

En el ámbito educativo la responsabilidad social se liga a las actividades “extracurriculares” o de “extensión”, planteadas desde una cierta vocación altruista de ayuda de algunas personas a otras a las que se considera “necesitadas”.

El planteo de Levinas permite enmarcar la conciencia social de la propia actividad en el terreno de lo fundamental en lugar de lo accesorio. Permite plantear la relación social en la base de la institución escolar y no como un apéndice de sus objetivos y actividades.

1. El problema del origen y la definición de la RSC

La RSC analizada desde los años 50 en el ámbito empresarial tuvo numerosas definiciones y enfoques muy diversos (Carrol, 1999).

Para la revisión de estos enfoques se toma al estudio de Garriga y Melé (2004) que señala cuatro grandes grupos de teorías dentro de las cuáles podrían inscribirse las posturas sobre la RSC: las instrumentales, la políticas, las integrativas y las éticas[3].

En el primer grupo se conjuntan las teorías que señalan la relación entre un comportamiento ético y responsable del negocio y las ganancias generadas. Ese enfoque de medición del desempeño socialmente responsable desde la ventaja del desempeño financiero es el que más claramente marca que el fondo rentable de la RSC como estrategia.

Las versiones “políticas” se centran en el poder que las corporaciones tienen o pueden alcanzar en la sociedad y el uso responsable de este poder desde el reconocimiento de sus derechos y deberes sociales. Esto mantendría a estas organizaciones dentro del ámbito de la legalidad.

En el tercer grupo estarían representadas aquellas teorías que asumen la RSC desde el stakeholder management, esto es, desde la satisfacción de los grupos de interés que pueden ejercer algún tipo de presión sobre la institución siempre, en última instancia, desde la visión de la sustentabilidad económica de la empresa.

Finalmente, un cuarto grupo que entiende esa relación entre empresa y sociedad desde la ética. La corporación debería asumir sus obligaciones sociales como obligaciones éticas por encima de cualquier otra perspectiva. Sin embargo, en la mayoría de las teorías reseñadas dentro de este grupo, subyace la idea de que la responsabilidad social consiste en atender a los “efectos secundarios” de las decisiones management.

En el mejor de los casos, en la propuesta del “management case” de Argandoña, la responsabilidad del directivo incluye las consecuencias de sus acciones sobre los demás y sobre él mismo, es decir, atiende a la posibilidad del desarrollo de virtudes personales y de medir los resultados de sus decisiones en el largo plazo y no sólo en lo inmediato.

Aún así la responsabilidad se concibe como una consecuencia, como una atención a las circunstancias y grupos en los que recae la acción. Como si el todo social en el que la corporación está inmersa fuera un actor subsidiario de su misión e intereses: un ámbito de realización personal o corporativo. De alguna manera siempre subyace el interés de

“darle un valor estratégico a la responsabilidad social a su vez alineada y en consonancia con la estrategia económica de la empresa.” (Toro, 2006)[4]

Ese valor estratégico significa comprender en qué medida la RSC genera ventajas competitivas, se convierte en un diferencial y añade valor a la empresa. Entendiendo la empresa como una organización con el lucro como fin principal, se comprende que se vea necesario poner la RSC en función del objetivo primordial (Drucker, 1984, pág.62 citado en Carrol, 1999, pág. 286)

Así se alinea una cierta performance social con la performance económica de las actividades. Si bien hay un intento creciente de acercar la RSC al core del negocio, no hay duda de que el core sigue siendo el negocio mismo y lo social, cuanto más, un recurso estratégico en función de esos beneficios.

Una metafísica de la responsabilidad en Emmanuel Levinas

E. Levinas (2002) señala dimensiones de la responsabilidad que invierten su posicionamiento en la actividad humana. La responsabilidad es para este autor causa más que consecuencia de la relación social.

La responsabilidad aparece en la ética clásica fundamentalmente como una consecuencia. Responsable es aquel que responde por las actividades ya realizadas, las decisiones ya tomadas, las palabras ya dichas. Aristóteles en el libro III en su Ética nicomaquea la refiere como contrapartida de la acción voluntaria, es decir, de aquello que el hombre ve como bueno y decide hacer.

Para Kant el hombre es responsable en la medida en que es libre. Y el hilo lógico sigue desde la libertad a la autonomía, de la autonomía a su dignidad, de la dignidad a su racionalidad. Es en la Metafísica de las costumbres donde queda perfilado que la moralidad es la relación de las acciones con la autonomía de la voluntad.

Levinas revierte el planteo desde la prioridad ontológica del Otro sobre el Mismo. El fundamento de la ética levinasiana es el cuestionamiento de la espontaneidad del Mismo por parte del Otro. El Mismo se relaciona con el mundo desde el morar “en lo de sí”, primordialmente desde la posesión. En ese sentido, en la situación originaria, el Mismo implica una relación con el mundo desde el egoísmo.

Es la aparición del rostro del Otro, especialmente cuando en ese rostro se evidencia la necesidad, lo que cuestiona la posesión del Mismo, cuestiona su egoísmo. La libertad es la posibilidad del Mismo de manejarse en el mundo, poseyéndolo y comprendiéndolo.

“Tal es la definición de libertad: mantenerse contra lo Otro a pesar de la relación con lo Otro, asegurar la autarquía de un Yo.” (Levinas, 2002, pág. 70)

La existencia del Mismo es su propia libertad, su ámbito de poder.

Pero la libertad como posición originaria del hombre entraña un riesgo: el riesgo de la inhumanidad. Levinas lo advierte en un pasaje de reflexión, como un llamado de atención histórica en el entramado de Totalidad e infinito:

“[…] una experiencia aguda de lo humano enseña, en el siglo xx, que los pensamientos de los hombres son conducidos por las necesidades, que implican sociedad e historia; que el hambre y el miedo pueden vencer toda resistencia humana y toda libertad. No se trata de dudar de esta miseria humana -de este imperio que las cosas y los malvados ejercen sobre el hombre- de esta animalidad. Pero ser hombre es saber que es así. La libertad consiste en saber que la libertad está en peligro. Pero saber o ser consciente, es tener tiempo para evitar y prevenir el momento de inhumanidad. Este aplazamiento perpetuo de la hora de la traición -ínfima diferencia entre el hombre y el no hombre- supone el desinterés de la bondad, el deseo de lo absolutamente Otro o la nobleza, la dimensión de la metafísica.” (pág. 59)

La existencia del Mismo se torna ingenua si se detiene en el vivir “para sí”. El Otro cuestiona la posesión que origina el gozo egoísta del Mismo, cuestiona por tanto, su libertad, y se planta frente al Mismo pidiendo una escucha y una repuesta. El rostro del otro cuando se manifiesta en su debilidad e indigencia, cuando se muestra en el pobre, en el extranjero, en la viuda, exige esa respuesta.

Una libertad que puede tener vergüenza de sí misma funda la verdad. El recibimiento del Otro es el comienzo de la conciencia moral, que cuestiona mi libertad “en tanto que yo no soy inocente espontaneidad, sino usurpador y asesino.” (Levinas, 2002, pág. 106)

En el Yo se podría dar la felicidad egoísta y completa, pero algo impele al hombre hacia el Otro: el “Deseo”, al que el hombre es capaz de sacrificar su felicidad. Deseo no es necesidad: el deseo parte del Otro –“es una aspiración que lo deseable anima” (Levinas, 2002, pág. 85)- y la necesidad, en cambio, parte del sujeto. Ese deseo generoso lleva en la ética el nombre de “Bondad”.

La moral, por tanto, no podría reducirse nunca a la intimidad de la conciencia personal. Si bien la libertad constituye la esencia del Mismo, esa libertad no es de ninguna manera una “propiedad”, de la que pueda hacer uso a su antojo. No es indeterminación, ni siquiera autodeterminación. El Mismo recibe su libertad de la afirmación del Otro. El Otro se torna Señor, sobre el cual el yo no tiene poder. La captación primaria pre-objetiva es la de la propia indignidad moral: la propia subordinación al otro.

La necesidad del Otro se convierte en parámetro de la libertad. El Otro está sobre el Mismo, se impone como Señor: el Otro es principio y límite de la libertad moral. Como se da una imposibilidad metafísica de prescindir del Otro, se da la misma imposibilidad moral de hacerlo. La única posibilidad de anular al Otro, que se presenta frente a yo cuestionándolo, es matarlo: anularlo. Ahí es donde surge con fuerza la inmoralidad del asesinato y, por tanto, de eliminar al Otro como Señor de la propia libertad.

El ser-uno-para-el-otro o el vivir-para-el-otro como concepto base del entramado social brinda la certificación de no abuso del poder. Esa definición del papel de cada uno viene a garantizar el respeto de la justicia y de la correlación entre deberes y derechos. Se opone a la visión de la sociedad como un conjunto dentro del cual cada uno pueda buscar sus propios intereses y, mucho menos, servirse del otro.

El mundo mismo se presenta para el autor como algo que se constituye o bien frente a la posesión del gozo, o bien frente a la donación al otro. El yo del hombre se constituye en la relación. La relación social es la base de configuración del hombre.

“La relación social no es una relación cualquiera, una de tantas otras de las que pueden producirse en el ser, sino su último acontecimiento.” (Levinas, 2002, pág. 234)

El yo se constituye desde el Otro como alteridad radical. La relación no inhiere en una sustancia ya constituida, modificándola. La relación constituye esa sustancia de manera que la hace ser tal.

Responsabilidad no es consecuencia de un acto, responsabilidad es la situación originaria del hombre. El yo no termina siendo responsable de sus actos, no responde frente al que reclama las consecuencias de la acción. “Es” responsable y en esa responsabilidad está investido. La presencia del otro clama por el yo: por sus posesiones, por su tiempo, por su vida. No hay hombre fuera de esta relación. No hay vida humana que no sea profundamente responsable.

La responsabilidad “es” situación, acontecimiento del hombre. Pero la toma de conciencia de esa responsabilidad es progresiva: es aprendizaje. Un aprendizaje como el del recién nacido que explorando su cuerpo y las posibilidades de su cuerpo descubre su potencialidad. Así el hombre, en la vida social tiene la necesidad de explorarse y descubrir en sus potencialidades el Deseo y la Bondad.

Parte de este aprendizaje es espontáneo, se da por inmersión. Valga la redundancia, la socialización del hombre se produce en el medio social. Y el aprendizaje social del hombre también. Si bien la familia es la primera instancia social, la comunidad escolar brinda un primer espacio de apertura al otro fuera del lazo biológico o afectivo del ámbito familiar.

2. Un nuevo sentido de RSEd

En primer lugar se hace necesario establecer qué tipo de institución es la escuela para poder iniciar un análisis sobre su responsabilidad social. En qué medida la institución escolar es responsable en lo social o de lo social dependerá de cómo se la entienda.

H. Arendt (Arendt, 1996) señala que la escuela, como institución educativa de acogida, no se encuentra inserta propiamente ni en el ámbito de lo privado ni en el de lo público, sino en esa zona intermedia de lo social.

Desde la perspectiva de la administración escolar, la escuela es una institución propiamente pública que nace como respuesta a las necesidades sociales del hombre.

“La institución escolar es un servicio público que se brinda a la comunidad, por tanto, todas las escuelas son públicas. Las escuelas, ya sean estatales o privadas, son públicas en tanto cumplen un papel un servicio (sic) de bien social a la comunidad.” (Perrone, G. y Propper, F. V., 2007, pág. 175)

Pondrían tomarse otras líneas teóricas, pero siempre queda señalado el interés comunitario de la educación. Ese interés comunitario se entiende desde una noción amplia de la educación como

“proceso por el cual todo humano se incorpora al patrimonio cultural de la comunidad en la que va desarrollándose su existencia” (Castillejo Brull, 1991, pág. 179).

El patrimonio está constituido por aquello que la sociedad en su conjunto considera que hay que proteger y conservar para la posteridad.

La educación es un modo de acceso a la sociedad, la iniciación en un código, en una serie de reglas y creencias. Educación como sinónimo de socialización, o como uno de sus modos, es

“proceso de transmisión de valores, normas, creencias y comportamientos” (Ander-Egg, 2000, pág. 103).

La educación es el medio más importante para preparar a los individuos a la vida social. Su finalidad misma es ayudar a constituir o desarrollar ese ser social que es el hombre. Es a través de la educación que el hombre adquiere la noción y la relevancia de las instituciones sociales, políticas, económicas en las que, por el hecho de vivir en una comunidad humana, está inmerso.

La sociabilidad es connatural al hombre. Sus necesidades, la fragilidad de su constitución física, la falta de autonomía que arrastra durante sus primeros años lo ponen de manifiesto. Pero si la vida en sociedad es parte de la naturaleza humana, también lo es su vertiente cultural.

El hombre no es sólo fruto de sus esfuerzos personales. Cada uno recibe el trabajo que generación tras generación la humanidad hizo para el porvenir. Cada generación deja su herencia a la que viene detrás, los resultados de la experiencia humana se conservan y se transmiten desde la tradición oral y escrita, desde el arte y los monumentos figurativos, desde los utensilios y los medios de comunicación y producción. El terreno natural se va cubriendo de este modo de un rico cultivo que va aumentando sin parar:

“[…] esta acumulación no es posible más que en el interior y por obra de una sociedad. Ya que a fin de que la herencia de cada generación pueda conservarse y añadirse a las demás, es menester que exista una personalidad moral que dure por encima de las generaciones que van pasando y que vaya vinculando unas con otras: y esta es la sociedad.” (Durkheim, 1976).

La sociabilidad humana no es abstracta. La sociedad se da, para cada hombre, en un tiempo y un espacio determinados, no sólo “espacial” y “temporal” sino culturalmente. A cada hombre toca inscribirse en un momento histórico, en una etapa de la historia en la que la humanidad busca constituirse en sociedad, en espacio común de desarrollo.

Ser social implica también ser histórico y cultural, hay una serie de “situaciones dadas” a la vida cotidiana del hombre que son parte de su “mundo de la vida”. Ese es un aspecto de la vida social: la vida nos es dada en una sociedad con sus reglas, con sus normas y con sus instituciones. La escuela prepara la “lectura del mundo” (Freire, 1996, pág. 57). El mundo sociocultural en el que el individuo se ve inmerso al nacer tiene su propio discurso, un “discurso social” (Angenot, 2012). Su comprensión y su lectura requiere la adquisición de un código, del conocimiento de unas ciertas convenciones, de un “estado del arte” de las cuestiones tanto científicas (unos conocimientos técnicos) como sociales (unas ciertas normas, reglas y creencias muchas veces no escritas sino implícitas en las prácticas). Ese código es el que brinda la educación.

La educación asegura a los hombres una mínima comunidad de ideas y sentimientos, sin los cuales es imposible cualquier sociedad, en este sentido, “la educación es una función esencialmente social” (Durkheim, 1976).

La sociabilidad es natural, la mutua dependencia y la mutua necesidad es propia del hombre. Pero las determinaciones políticas, sociales, jurídicas, económicas en las que la sociedad cristaliza, no. La contrapartida de ese estar situado culturalmente, en la posición que otros hombres determinaron para el individuo, es su propia capacidad de transformación de lo cultural y social.

Si la sociedad humana históricamente situada es fruto de la cultura, esto es, del trabajo del hombre, es responsabilidad del hombre conocerla y adaptarse, pero es también responsabilidad del propio hombre desarrollarla y transformarla.

Parte de la función educativa consiste en ayudar al individuo a superar su propia individualidad, su propio egoísmo original, su inclinación a satisfacer inicialmente sus propias necesidades y deseos para pensar y hacer lo social o, en su caso, para re-pensarlo y re-hacerlo.

La educación como proceso de concienciación, es tanto toma de conciencia de la propia posición, como de las propias posibilidades de modificarla. Esas posibilidades están insertas en el todo social y su concreción está condicionada por él. Dicho de otra manera, llevar a la práctica esas modificaciones implica crear sus condiciones de posibilidad.

El ámbito en el que se crean es la política:

“un ámbito del mundo en que los hombres son primariamente activos y dan a los asuntos humanos una durabilidad que de otro modo no tendrían” (Arendt H. , 1997, pág. 50)

La educación para la política

La preocupación política es la preocupación por el espacio común. El Diccionario de Política (Bobbio, R.; Matteucci, N. y Pasquino, G., 1998, pág. 1222) señala que, en sentido, clásico política es la

“esfera de todo lo que afecta la vida de la polis, incluye todo tipo de relaciones sociales, de tal modo que lo ‘político’ coincide con lo ‘social’.”

Implica poder superar la preocupación del hombre por sí mismo, para ocuparse del mundo. Si se entiende al hombre como un individuo que tiene que sobrevivir a través del tiempo que le toca, en un mundo que le toca, la única preocupación de la educación será prepararlo para su adaptación: las competencias y destrezas necesarias para hacerse, en la medida de lo posible, de unos bienes que son escasos.

Si, en cambio, se entiende al hombre como un ser destinado a adaptar al mundo en el que vive en función de las necesidades de todo el grupo social, despertar la vocación política del hombre es la primera función de la escuela.

En consonancia con la metafísica de Levinas y desde la postura de Arendt, puede entenderse que

“la política nace en el Entre–los–hombres (…) surge en el entre y se establece como relación.” (Arendt H. , 1997, pág. 46)

La relación está en la base de la vida política del hombre. Estar abierto al otro, estar primordialmente atento al otro es la fundamentación. Hay seres políticos en la medida en que hay comunidad. Un individuo aislado no “tiene” vida política, no tiene vida en comunión con otros.

La educación para la relación es la base de la educación política, ser-con-otro es un aprendizaje; el aprender a vivir juntos que sugiere el infome Delors:

“Aprender a vivir juntos desarrollando la comprensión del otro y la percepción de las formas de interdependencia -realizar proyectos comunes y prepararse para tratar los conflictos- respetando los valores de pluralismo, comprensión mutua y paz.”

Una visión amplia de lo que es la política permite sacudir mitos y leyendas en torno a la noción de educación política. La propuesta de una educación para la política entraña un temor. Y un temor fundado cuando se entiende la política como burocracia de los partidos políticos o partitocracia (nombre que acuñara Gustavo Bueno) Durkheim advierte sobre esa posibilidad:

“La Escuela no puede ser cosa de un partido y el maestro faltaría a sus deberes si se pusiera a hacer uso de la autoridad de que dispone para arrastrar a sus alumnos al surco de sus simpatías partidistas personales por muy justificadas que a él le parezcan que son.” (Durkheim, 1976, pág. 106)

El temor al dogmatismo, a la “bajada de línea” es uno de los prejuicios que llevan a dudar de la importancia de preparar en la escuela para la intervención política. El otro es la “huida hacia la impotencia” (Arendt H. , 1997, pág. 51) es el temor de tener que actuar o el deseo de no tener que actuar.

La educación como socialización tiene riesgo de domesticación si no es acompañada por la educación para la mirada crítica y la intervención. Estas expresiones frecuentes en el ámbito marxista no se ciñen sin embargo a esa concepción filosófica y política.

La escuela, particularmente la que se gestiona en el ámbito privado, corre el riesgo de crear sujetos preparados sólo para la vida privada y con algún barniz cultural de ética y ciudadanía. Pero esa escuela no está cumpliendo con su misión, con su principal responsabilidad social que es preparar a los hombres para la acción.

Las siguientes palabras de Paulo Freire podrían ser leídas desde todos los horizontes teóricos, como una llamada a salir del inmovilismo al que lleva esa privatización del modelo cultural y social:

“Una de las condiciones necesarias para convertirnos en intelectuales que no temen al cambio es la percepción y la aceptación de que no hay vida en la inmovilidad. De que no hay progreso en el estancamiento. De que si soy, de verdad, social y políticamente responsable, no puedo acomodarme a las estructuras injustas de la sociedad. No puedo, traicionando la vida, bendecirlas. Nadie nace hecho. Nos vamos haciendo poco a poco, en la práctica social en que tomamos parte.” (Freire, 1996, pág. 97)

La voluntad de transformación de la realidad social es un objetivo con frecuencia olvidado por la escuela, aunque estuvo en la base de su surgimiento histórico en la Argentina. La responsabilidad por lo social no es algo que finalmente compete también a la escuela, sino su misión más profunda, la más irrenunciable.

Depende de la concepción de hombre, de la que deriva una concepción de escuela y de educación, se verá más o menos sesgada la noción de su responsabilidad social. Un pequeño excursus histórico permitirá establecer el papel de la educación como instrumento para la formación de ciudadanos conscientes de su papel y de su importancia.

Breve trayectoria de institución escolar en la Argentina

Desde el primer momento de la independencia de las colonias americanas, a principios del S. XIX, se vio la necesidad de organizar las instituciones para proveer la educación del pueblo. Hasta el momento, la mayor parte de las escuelas estaban en manos de congregaciones religiosas. Pero los distintos caudillos regionales se hicieron cargo de dicha organización y empezaron a desarrollarse “Juntas protectoras de Escuelas”. En muchas provincias, estas juntas estaban formadas por vecinos que se hacían responsables de la recaudación de impuestos, la administración de fondos y la atención de niños pobres, así como de la erección de nuevas escuelas en los distintos distritos (Puiggrós, 1998).

La organización de los establecimientos educativos, de lo que hoy se llama nivel básico y medio, en forma de “sistema escolar” y la implantación de los principios de gratuidad y obligatoriedad se desarrollaron en Buenos Aires bajo el gobierno de Rivadavia (Puiggrós, 1998). En el mundo, la “Escuela” se constituía como forma educativa hegemónica, como de las mayores construcciones de la modernidad (Pineau, 1996). Ya en la primera escritura de la Constitución Argentina, en 1853, consta que las provincias deben asegurar la educación primaria y que el Congreso debe dictar planes de instrucción general y universitaria.

Cuando en 1856 Sarmiento asume el Departamento de escuelas de la provincia de Buenos Aires se generaliza la instrucción básica. La escuela tiene su propio espacio, un espacio público, constituido y garantizado tanto por el Estado como por los beneficiarios (Montenegro, 2012). Sarmiento (presidente de la Argentina entre 1868 y 1874) concibe la educación como el factor prioritario en el proceso de cambio y modernización, tomando fundamentalmente el modelo anglosajón que pudo conocer directamente en Norteamérica (Tedesco, 1993). La función pública de la enseñanza se transfirió pronto en función política desde la que tendió a formar hombres aptos para cargos políticos, convirtiéndose en patrimonio de una elite (Tedesco, 1993).

Desde la visión de Sarmiento, la institución educativa tiene una finalidad rectora que define y circunscribe sus objetivos: instaurar la civilización. Cuando en 1845 Sarmiento escribe Facundo, bajo lema “Civilización vs. barbarie”, divide el estilo educado de la ciudad de Buenos Aires -con flujo continuo de inmigrantes- más europeizada y “civilizada”, de las ciudades provincianas, donde lo retrógrado – la barbarie- caracterizaba al indio y al gaucho con sus resabios coloniales.

La expansión de la escuela pública tiene el objetivo de reproducir la cultura, transmitirla y configurar la vida social desde la formación intelectual. Esa posición dio a los actores educativos un lugar de privilegio en la sociedad. La transmisión de los saberes culturales, la historia, la tradición y la ciencia daban a la escuela un lugar preponderante como agente de la cultura. (Finocchio, 2009)

La expansión de la escuela como forma educativa hegemónica se considera como el cambio pedagógico y social más profundo en el paso del siglo XIX al XX. En la mayoría de las naciones, y la Argentina no fue la excepción, la educación básica se volvió obligatoria y la escuela se convirtió en sinónimo de progreso. Esto motivó una creciente homologación entre escolarización y proceso educativo. Huelga decir, que la escuela queda erigida en el agente fundamental de la educación social y política.

En el S. XXI la escuela moderna entra en crisis, como entra en crisis la sociedad moderna. El modelo hegemónico globalizado de la economía y la exclusión de vastos sectores de la población piden una atención especial en una institución social relevante como la escuela. Señala Carlos Cullen (1998) que una constante, tanto en los diagnósticos de crisis como en las propuestas de transformación educativa, es la necesidad de reformular la función social de la escuela:

“En realidad, se trata de enseñar la convivencia como problema de ciudadanía, es decir, de pertenencia a un orden público común” (Cullen, 1998, pág. 40)

La escuela hoy no puede escapar de esa misión y de ese desafío de poner o mantener en vigencia lo público. No puede cerrar los ojos a la sociedad, que desde dentro y desde afuera, la constituye.

Conclusiones

El auge de la Responsabilidad Social como práctica empresarial puede ser una moda más, un modo de filantropía o de esconder o maquillar las malas prácticas corporativas. La escuela, y en esto probablemente hay más riesgo en las escuelas de gestión privada, no puede sumarse a una moda así. No puede hacer de la Responsabilidad Social Escolar una fachada de buena voluntad para encubrir falencias propias o prácticas académicas o administrativas incongruentes.

El repaso histórico y teórico de la noción de RSC nos permite sostener que lo propio de la escuela no es realizar “acciones de responsabilidad social”, entendidas como subsidiarias de su misión educativa. Es necesario pasar de la responsabilidad como consecuencia, como “imputación reactiva” a la responsabilidad como causa, como “compromiso proactivo” (Vallaeys, 2006) Se trata de dejar de pensar la responsabilidad de lo que ya fue hecho o a ser responsable como lo que debe ser hecho.

La función originaria de la escuela es educar para la responsabilidad social, que debe ser entendida desde este marco teórico como educación para un obrar humano, educación para la humanidad. No es respuesta a un reclamo externo, no es un mínimo de legalidad exigible ni la búsqueda altruista de la propia “tranquilidad moral”. Es, más bien, la responsabilidad por el otro como el sentido último de toda acción moral.

La relación entre teoría y práctica de la responsabilidad social así comprendida quiebra cualquier pretensión de independencia. No se puede educar teóricamente para la responsabilidad social ni se puede alejar la práctica de la profundidad teórica si caer en su vaciamiento.

Sin duda, es la familia el primer ámbito de socialización y de educación para la vida social. Pero el paso siguiente corresponde a la institución educativa donde se completa ese proceso de socialización.

La propuesta de este nuevo concepto de responsabilidad social es la no-indiferencia. La misión social de la escuela, su primera responsabilidad en el entorno social, su principal impacto sistémico sería la educación del hombre para la no-indiferencia.

La educación para la no-indiferencia empieza en el propio grupo de pares, en el primer ámbito en el que se adquiere un rol social. La no-indiferencia con el otro necesita ser educada en el momento mismo en que la psicología evolutiva del hombre empieza a darse cuenta de que hay otro, otro yo, “otro que yo” en términos de Levinas.

El otro que llama a la responsabilidad, que me saca de la propia inmovilidad, del habitar en lo de sí, en la posesión y el gozo del mundo, una llamada que va desde compartir hasta hacerse cargo. Es otro modo de entender la propia identidad, identificando el sí mismo en primer lugar con “el responsable por el otro”.

Es la ética de la generosidad radical. “La ética, ya por sí misma, es una ‘óptica’.” dice Levinas (Levinas, 2002, pág. 55) Y es la óptica que necesita el hombre para no dar la espalda al rostro del otro que llama, que pide, que exige desde la propia presencia.

Educar en la no-indiferencia es tender puentes primero desde adentro del aula que es el primer encuentro con el otro que supera el grupo familiar. Los alumnos tienen que aprender a relacionarse, convivir, respetar y aceptarse, primero en el propio grupo de pares, en la interacción con docentes y directivos, y desde ahí con toda la comunidad.

A medida que la conciencia social del individuo le permite superar el ámbito del propio grupo, de los lazos de la amistad y del compañerismo con el otro que no es yo, pero que es otro como yo, comienza la educación en la no-indiferencia del ciudadano. Es necesario hacer tomar conciencia de esa inmersión en el medio social que trasciende el propio grupo de pertenencia: familia, amigos, grupo de pares, escuela; para asumir el todo social.

Educar en la no-indiferencia parte de la inmersión en un clima de no-indiferencia. Son los padres en primer lugar, pero, en seguida, los educadores, los directivos de las instituciones educativas el primer agente modelo de la responsabilidad por el otro. El ejemplo cercano y concreto de los educadores, la fijación de objetivos prosociales claros, un ambiente relativamente benigno y la promoción de procesos de cooperación en todos los ámbitos y niveles de actividad escolar permiten generar una auténtica educación para la responsabilidad social. Se necesita una práctica cotidiana e integral y un fuerte proceso reflexivo acerca de esas prácticas para que se llegue realmente a internalizar la responsabilidad social como un modo de vida.

La escuela como institución y el interés comunitario de la educación, determinan el lugar que lo social, lo político debe ocupar en la agenda de esas instituciones. Y político significa, en este marco, lo que quería decir para el mundo clásico: las cuestiones sociales y morales que son de común preocupación y determinación para las personas. Eso implica modificar o actuar sobre aquello que no es propio de alguien sino que es compartido, que afecta a una sociedad completa o a grupos que la forman.

La educación para la ciudadanía no puede limitarse a un espacio curricular. Aprender a ser con otros, a vivir en sociedad es aprender conocimientos y habilidades. Es aprender a participar, o sea, a ser parte de un sistema educativo, político, social, económico y cultural, y una parte activa. Es sí un espacio para aprender a construir lo público.

Cada uno tiene que aprender a verse como agente del entramado social, como responsable de él:

“De aquí la importancia de no reducir el concepto de ciudadanía a una categoría meramente jurídica o meramente sociológica. Ante los enormes desafíos de nuestros tiempos es conveniente que pensemos, una vez más, que la ciudadanía no es sino un nombre posible, con enorme carga histórica, para la subjetividad ético-política del hombre. El tema en cuestión es cómo entendemos la condición de ser agentes morales y políticos, y hasta dónde la comprensión de la ciudadanía determina, simula o simplemente anula esta condición que nos define.” (Cullen, 2008, pág. 27)

Una ética relacional y una visión sistémica sientan las bases para la comprensión del sí mismo como agente. Agente de las propias acciones y “agente” de las propias omisiones.

La escuela está llamada tanto a hacer cultura como a construir sociedad. Ser parte del mundo, educar para el mundo real es misión de una escuela encarnada: una escuela situada territorial y temporalmente en el espacio social. Se trata de enseñar a ser ciudadanos en situaciones reales y no en situaciones ideales de habla y realización. Es necesario recuperar una enseñanza ligada con las prácticas sociales y con las diferencias reales de situación social.

La educación no puede ser quedarse en información, en contenidos, en datos. En la sociedad del conocimiento es necesario aprender a interpretar el mundo, pero también es necesario que ese mundo sea interpretado desde la intersubjetividad. Responsabilidad es ver el impacto de las propias acciones y omisiones desde del otro, sea otro individual o sea el otro en su conjunto social.

La institución educativa tiene ese desafío de educar para lo social, para la conciencia y la responsabilidad anticipada: para la pre-visión de impacto y la participación pro-activa. Es, sobre todo, motivar para el liderazgo social y político, que lleva a superar la propia comodidad, la propia zona de confort para acudir a generar el cambio político donde sea necesario para una sociedad más justa.

La virtud y los valores personales se ponen en juego no sólo en el ámbito privado. No basta con ser buenas personas y salvar los propios intereses. No bastan las buenas intenciones a la hora de actuar, no basta con la intención de no hacer daño. Se trata de hacer todo lo que está al alcance, personalmente y con la participación comunitaria, para que la sociedad sea más humana.

La no-indiferencia supera el ámbito personal de responsabilidad. Implica la necesidad de regularse mutuamente para un bien común. Implica la vigilancia sobre los propios efectos negativos, que por acción u omisión, se generan en el entramado social. Pero implica también un posicionamiento radical desde el otro como primer móvil de la acción ética personal y social.

Volviendo a Levinas, educar para la no-indiferencia es educar la vulnerabilidad. Es educar para el dolor que implica verse cada uno responsable del otro, de asumir los efectos colaterales negativos –muchas veces ocultos- que las propias acciones generan. Ese dolor es terapéutico, saca al sí mismo de la indiferencia y permite poner remedio.

Ver el rostro del otro que sufre, y que sufre por acción u omisión propias, duele. Sólo el ocultamiento del rostro sufriente por la masificación, por la asunción de las condiciones sociales, políticas, económicas como algo dado o necesario puede proteger la indiferencia. La responsabilidad de la escuela no es paliar ese dolor, es despertarlo. Es enseñar a sufrirlo, enseñar a quitar la costra de la indiferencia que el yo está siempre intentando generar para no sufrir, para poder gozar del propio mundo, según la propia libertad y el propio interés.

La responsabilidad debe ser educada frente al riesgo de inhumanidad. La advertencia sobre la posibilidad de la traición que genera la libertad “por el hambre y el miedo” debe ser hecha por el educador.

Responsabilidad social escolar es enseñar a superar el vivir como ciudadanos atemorizados, con miedo al ser del otro, con miedo a la invasión de los otros en lo propio. Es al contrario, enseñar a asumir al otro como algo propio, sus necesidades como propias, sus carencias como propias. Y a asumir que si no se pueden resolver a nivel personal es porque la acción comunitaria, política, es necesaria para poder hacerlo.

Las llamadas acciones de responsabilidad social no deben ser abolidas, pero son medios: están en el orden táctico. Está claro que la acción social permite desarrollar caracteres solidarios y comportamientos altruistas, estilos de vida relacionales positivos y competencias que permitirán el desarrollo de emprendimientos sociales innovadores. Sin embargo, los actos solidarios, como actos aislados y especiales -no cotidianos- no se naturalizan. Es necesario que la educación de la responsabilidad social adquiera en las instituciones educativas un estatuto estratégico, que se formen ciudadanos socialmente responsables, dispuestos a involucrarse en los procesos políticos, dispuestos a participar de lo público como de algo propio.

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  1. Incarnated school.
  2. Universidad Austral, Escuela de Educación, mdelrio@educ.austral.edu.ar.
  3. Siguiendo la taxonomía de Argandoña (2011) se podrían denominar: legal case a las versiones políticas, social case a la gestión de stakeholders, moral case a las éticas y business case a las instumentales.
  4. Aún en el enfoque ético que propone Argnadoña (2011) “managment case” permanece el resabio de la ética consecuencialista, tal como el autor asume explícitamente, aunque de un modo moderado. En el análisis de la ética de Levinas podrá percibirse la prioridad ontológica de la ética centrada en el Otro y no en el yo (el Mismo), aún en el caso de su perfeccionamiento moral.


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