Otras publicaciones:

9789877230666-frontcover

9789871867974-frontcover

Otras publicaciones:

9789877230048-frontcover

9789877231076_frontcover

24 ¿Fue la Revolución Rusa un evento histórico-filosófico?

Omar Acha[1]

Resumen

¿Cuál es el estatus contemporáneo de la Revolución Rusa, en el contexto de su centenario? Se ha sostenido que marcó al siglo veinte. ¿Cuál es su sobrevida después de su muerte? La memoria de la Revolución Rusa ha sido también considerada un pasado cerrado. En la modernidad la revolución fue constitutiva de la reflexión filosófica sobre el concepto de historia (en Kant, en Hegel, en Marx). ¿Ha cesado esa eficacia conceptual cuando el horizonte de la revolución se ha cerrado en un marco “presentista”? En esta ponencia analizaré diferentes posibilidades de pensar la posterioridad de la Revolución Rusa desde una reflexión filosófico-política sobre lo histórico.

Introducción

El centenario de la Revolución Rusa de 1917 evoca los dilemas, inequívocamente debatibles, de su interpretación. El acontecimiento/proceso revolucionario constituyó desde fines del siglo XVIII un tema decisivo para la Filosofía de la Historia y para la historiografía. En Kant, Hegel y Marx, y por cierto no fueron los únicos, hallamos al tema de la revolución ocupando un lugar decisivo en el entramado conceptual en que configuraron sus nociones de historia, razón, progreso y emancipación. Todavía esas huellas pueden ser observadas en las filosofías de la historia del siglo XX, aunque es cierto que otros acontecimientos como las guerras y los genocidios ocuparon un lugar decisivo. No obstante, también las guerras y los genocidios fueron vinculadas con las consecuencias intencionales o no intencionales de las revoluciones. De allí que persevere vigente la interrogación kantiana respecto de la Revolución Francesa (¿cuál es su signo histórico?), en las que se enlazan, respecto de la Revolución Rusa, preguntas sobre el sentido de la historia, la incidencia del hacer humano en la misma, la peculiaridad de la política, y conceptos centrales a la constitución de “lo moderno” como tiempo, revolución y emancipación.

El objeto de este trabajo es reflexivo. Se pregunta por el evento de la “Revolución Rusa” en el contexto del centenario de su advenimiento. Preguntarse por la eventualidad involucra problematizar su ocurrencia histórica. No se trata de esclarecer qué fue la Revolución Rusa, sino sobre todo de poner en la palestra qué supone su representación como evento, esto es, como novedad en la historia.

La puesta de relieve de la representación como tal conduce a cuestiones bien conocidas en torno a la flotación semántica entre 1) re-presentar un conjunto de hechos referidos como “la Revolución Rusa” sin que esa misma revolución pierda estabilidad como tal conjunto y 2) asumir que existe un desacuerdo entre maneras alternativas e incluso antagónicas de generar imágenes interpretativas del evento que no preexisten, como tales, a las operaciones constructivas de su representación. Es indiferente al respecto la asunción de compromisos ontológicos, pues cualesquiera ellos sean (y es legítimo sostener alguna posición), no generan causalmente las imágenes interpretativas concretas.

El camino adoptado por este trabajo avanza en la segunda línea de elaboración teórica sobre la representación de la Revolución Rusa como evento revolucionario. Lo que está en cuestión en este momento centenario de la RR es, justamente, qué representaciones están en disputa en la producción de discursos sobre ella.

Con la meta de aportar elementos para una reflexión este trabajo sigue la siguiente secuencia: la primera sección elabora la concepción de “evento histórico-filosófico” que, según mi criterio, es pertinente para el asunto general de las revolución en las representaciones históricas y de la RR en particular; la segunda sección evalúa las estrategias de argumentación en las representaciones alternativas de la RR en la perspectiva de una asunción de su complejidad, la que se encuentra socavada por su unilateralización. Respecto de esta última posibilidad, por razones nada paradójicas, convergen tanto las representaciones apologéticas como condenatorias del evento.

En las conclusiones hacia una representación abierta de la RR situaré las representaciones habilitantes de una semiótica histórico-filosófica. Una representación abierta supone, como explicaré luego con mayor detalle, la posibilidad de nuevas narraciones y la inscripción de los legados de la RR en proyectos histórico-políticos cuyos alcances no están definidos de antemano.

¿Qué es un evento histórico-filosófico?

Entiendo por evento histórico-filosófico una representación filosófica de una novedad histórica. Esa representación es descriptiva y evaluativa. Restituye un acontecer empírico coligado en torno de un conjunto de sucesos de naturaleza diversa pero con un alcance político. La pregunta de este trabajo pertenece entonces tanto al territorio de la filosofía de la historia como al de la filosofía política. Pero también supone una evaluación del carácter, validez o alcance del acontecer revolucionario. En la confluencia de la naturaleza descriptiva y evaluativa de la representación filosófica de un evento descansa la posibilidad de establecer el agrupamiento narrado de los acontecimientos como dador de sentido de una época. Un antecedente de este proceder se encuentra en la conocida noción kantiana del signo histórico, específicamente propuesta por el pensador de Koenisberg para representar el lugar de la Revolución Francesa en el proceso de la Ilustración.

La mera interrogación no puede ser planteada, empero, sin una actualización de su pertinencia en una época como la nuestra donde el juicio de una posthistoria ha sido enunciado. Las catástrofes humanas (guerras, genocidios) han suscitado la convicción de la obsolescencia de la historia como proceso con un sentido, y más particularmente con una direccionalidad progresiva. Una figura de ese diagnóstico es la del presentismo expuesta por F. Hartog. Hay que decir que tales saldos han sido enunciados más de una vez en la historia de la cultura occidental, pero luego de varias décadas se revelaron como afirmaciones apresuradas o ilusorias de una experiencia generacional.

Por otra parte, sin por ello revitalizar la idea de un sentido de la historia, el proceso de globalización pone en cuestión la disgregación “postmoderna” que heterogeneizaba lo real para descubrir una multiplicidad gozosa o peligrosa, según los casos. La concentración de los capitales en sus configuraciones transnacionales, el desarrollo de las fuerzas productivas en términos de unificación tecnológica con una indudable oligopolización del saber (Microsoft, Monsanto, por ejemplo), la constitución de grandes grupos de interés relativamente estables como la Comunidad Europea, los BRICS, la persistencia del poder norteamericano y el muy disminuido pero no destruido poder ruso, parecen confirmar lo que una fenomenología de los consumos sugiere: hay un mundo en el que las diferencias contribuyen a su direccionalidad regida por la acumulación capitalista. Todo esto no sugiere que la unidad carezca de matices o divergencias internas, ni que esté exenta de crisis. Por el contrario, heterogeneidad y crisis se han constituido en la normalidad de la persistencia de una sociedad capitalista global equivalente a un mercado mundial. Lo que hace treinta años aspiraba a ser un análisis crítico en términos de fluidez y diferencia ha devenido un aspecto de la reproducción de lo mismo.

Con todo, es cierto que si hay mundo, ese mundo no es historia con un sentido progresivo. Las dificultades que revela la sociedad capitalista luego del cierre de su ciclo glorioso del lapso 1945-1975, el crecimiento de la desigualdad y la dualización de todas las sociedades en las que la más concentrada riqueza coexiste con un mar de pobreza, las razones que abonan a la tesis de un indetenible colapso ecológico, se suman con trazos poco escatológicos a los argumentos antes mencionados respecto de la fractura de lo que Löwith llamó meaning in history, para conducirnos a una concepción de la historia mundial bajo el régimen del retorno de lo mismo o una lenta degradación.

¿Esto conduce a anular la relevancia de la pregunta de un evento histórico-filosófico? Podríamos decir que lleva más bien a lo contrario, es decir, a la imperiosa necesidad de formular ese tipo de preguntas. En efecto, si la “realidad” solo augura la continuidad de lo mismo o la decadencia en el mediano plazo, la ruptura de la norma emerge como una exigencia. Pero no en términos dialécticos, tal como quiso representarla la tradición marxista. Es que las razones que abogan por un cambio sistémico no son pocas, pero no es creíble que la sociedad capitalista en su devenir global haya creado a sus “enterradores”. Las contradicciones del sistema son evidentes, aunque no lo son las fuerzas transformadoras. Las izquierdas han devenido conservadoras o reformistas, con reformas de corto plazo y reversibles. Las derechas se han tornado más agresivas y amenazantes. En ese contexto las vindicaciones de cambios “históricos” son escasas e inverosímiles. Son “ideas” sin conexión dialéctica con las situaciones estructurales en las que surgen. Por lo tanto, pierden capacidad de explicar y explicarse. Las figuras teóricas radicales sostenidas en las imágenes del 68 parisino son reveladoras al respecto. Sea porque no apelan a sujetos sociales constituidos en los marcos socioeconómicos existentes (pues remiten a la heterogeneidad o a la construcción discursiva), sea porque el cambio emerja como “acontecimiento” inexplicable.

La definición de un evento histórico-filosófico solicita una filosofía de la historia en la cual tal evento adquiera un sentido. Sin una noción de historia al menos epocal, la determinación del sentido histórico, y por lo tanto de su significado filosófico, se disuelve en un relato desarticulado. La única posibilidad de imprimir un sentido al evento, en ausencia de una filosofía de la historia, es el recurso a la reconstrucción emic de lo que los actores históricos empíricos generaron durante o después del evento (textos políticos o literarios, memorias e historias de la revolución o del exilio). Sin embargo, los artefactos articulados gracias a la colecta de las voces “nativas” de ese evento solo pueden aspirar, en sus formulaciones más logradas, a una versión débil de la representación. Las voces nativas pudieron perfectamente haberse dado representaciones, las que permanecen en el ámbito de lo múltiple y por lo tanto potencialmente disperso o contradictorio. El carácter de evento histórico-filosófico se disgrega en la multiplicidad de relatos. No es arbitrario en el argumento escéptico de lo diverso el antagonismo con lo histórico-filosófico. ¿Exige la consistencia de lo histórico-filosófico la evacuación de la diversidad de representaciones y la concurrencia de versiones diferentes? La respuesta a esta pregunta define los términos en que la interrogación en la filosofía de la historia se sitúa respecto de los diagnósticos contemporáneos sobre el agotamiento del horizonte moderno de la Historia y la Revolución. Es conveniente elaborar esta cuestión así sea brevemente, pues el reparo es importante.

En efecto, desde un conjunto de análisis producidos en Occidente durante los últimos cuarenta años es posible detectar la idea compartida de una caída civilizatoria en la que se desmorona la credibilidad, o el prejuicio, de categorías centrales de la modernidad. Esta afirmación no debe ser confundida con la desaparición de esas categorías. Se vincula más bien con su crisis, esto es, la mutación en su eficacia práctico-simbólica en el mundo social. Entonces, se trata más bien del modo en que constituye las concepciones viables entre los sujetos humanos. Los conceptos que emergen son inciertos, requieren en general prefijos que matizan otras nociones previas de las que son formaciones parasitarias.

Así ocurre con la postmodernidad, la posthistoria, la historicidad cíclica, la heterogeneidad o el presentismo. Todas ellas son o bien figuras derivativas de conceptos anteriores levemente modificados (en general en la lógica de la metonimia, post) o negaciones vacilantes de atributos asignados a lo moderno. Si bien cada uno de esos términos pertenece a contextos argumentativos de distinta configuración, todos componen un cuadro opuesto a lo que usualmente atribuyen como rasgos definitorios de lo moderno: la continuidad histórica y sus fracturas, el progreso y la racionalidad histórica, la evolución de la sociabilidad humana gracias a las dificultades que habilitan un aprendizaje, etcétera. El “sentido de la historia” y la Revolución (o su versión atenuada pero no necesariamente incompatible, la Reforma) involucran una idea de Historia que se ha revelado o descubierto implausible. Es insuficiente detectar inconsistencias analíticas en formulaciones como las recién esquematizadas. Por ejemplo, el señalamiento de que todas ellas están aún subordinadas a un concepto de historia continúa, el que habilita la descripción de una nueva época, distinta de la precedente, con rasgos notoriamente divergentes. La identificación de la nueva época solo es posible si coexiste con la identificación de otra época que ha cesado, y por ende perteneciente a una Historia.

Asumir la complejidad del objeto

La RR ha sido durante largas décadas objeto de las más densas controversias político-intelectuales. Aquí las vinculo con un guión porque ambas facetas conceptuales y estratégicas nunca se disgregaron. Una vez concluido el recorrido histórico de la RR (hay distintas cronologías que difieren respecto de cuándo concluyó dicha revolución), la escisión desideologizadora no parece más sencilla.

En lo que sigue desarrollaré cuatro tópicos de actitudes problemáticas antes el legado de la RR. La primera es la repulsa del acontecer revolucionario como deriva peligrosa y repudiable. La segunda es la idealización de un modelo de revolución ajeno a la experiencia histórica. El tercero es la disgregación entre aspectos del curso revolucionario en el que se los separa arbitrariamente de acuerdo al criterio del análisis preferido. Luego plantearé conclusiones para la reconsideración de lo revolucionario como posibilidad abierta e índice de nuestra finitud social.

El problema de la revolución como instancia crucial de la constitución de la noción de historia en tanto historia universal o historia del mundo, ha sido un asunto ampliamente presente en las elaboraciones relativas al surgimiento de la filosofía de la historia. Quizás el nombre más representativo sea el de Reinhart Koselleck, con la condición de filiar su pensamiento en un profuso consenso contrarrevolucionario que halla en la noción “moderna” de revolución la fractura de la tradición que habilita, irresponsablemente, la senda del cambio radical y del terror. Por supuesto, esa narrativa no es la única viable. De hecho, uno de los puntos fuertes de la “opción decolonial” propugnada por autores como Walter Mignolo y Enrique Dussel (perspectiva que aquí no es asumida in toto) consiste en mostrar la parcialidad eurocéntrica de construcciones como las koselleckianas donde la temporalidad presuntamente europea se adopta como el tiempo de lo histórico. A partir del análisis decolonial, el proceso de la colonización proporciona claves decisivas que no son solo relevantes para la composición europea de la “filosofía de la historia”, sino para la historia cultura latinoamericana de los últimos cinco siglos. Como sea que fuere, por razones que merecerían un estudio específico, es de todos modos cierto que la idea revolucionaria se constituyó en la clave de bóveda de la representación filosófica de la historia en todo Occidente. Para retomar la objeción decolonial, no es difícil argumentar que para un escritor sudamericano como Juan Bautista Alberdi en la década de 1830, también la revolución constituía el horizonte del pensamiento de una historia que aspiraba a hallar el “espíritu nacional”. Contraparte de esa ubiquidad del objeto revolucionario fue el espíritu contra-revolucionario que lo acompañó desde su mismo nacimiento. Todavía hoy nos encontramos con ese espíritu, el que cuenta con la hegemonía discursiva donde afirma que las derivas de las revoluciones siempre fueron desastrosas, totalitarias, terroristas.

Pienso que el conocimiento histórico no nos permite derivar respuestas a la polémica sobre las revoluciones. Solo nos provee informaciones e interpretaciones controvertibles sobre su ocurrencia. Las revoluciones y las contra-revoluciones, entonces, suceden. ¿Tiene sentido debatir axiológicamente sobre procesos inherentes a la emergencia de la modernidad? Seguramente sí. Pero los debates no pueden ser saldados en términos de conocimiento histórico. Son debatibles racionalmente en el ámbito de las divergencias políticas. Entiendo que esta aclaración habilita despejar algunas opciones simplificadoras que encuentran en lo revolucionario el mal o su comienzo.

Su opuesto es la idealización de las revoluciones. La “identidad” revolucionaria (esto es, la asunción del “soy” o “somos” del partido de la revolución como rasgo constructivo de una subjetividad) tiende a sesgar la representación de la complejidad de los procesos revolucionarios como “partera” o “locomotora” de la historia. La crisis estratégica en que se encuentra inmersas las izquierdas en el último medio siglo ha mellado la seducción de la identidad revolucionaria –denominación que quiero distinguir con claridad respecto de la adopción de la posibilidad revolucionaria como una orientación política–. Respecto a lo que estoy elaborando aquí, la concepción de la Revolución Rusa como evento histórico-filosófico, sin una formulación teórica y por ende explícita, las izquierdas han recurrido en estos años que rodearon al centenario, a una doble actitud que involucran, por un lado, la reivindicación del hecho revolucionario sin asumir las tensiones en su significado, sea en el plano político como en el conceptual.

Sin embargo, no ha sido la única actitud. Se observa otra en apariencia más crítica y sofisticada, incluso renovada, pero que en realidad es todavía más arbitraria. Es la que considera viable establecer qué sí recupera de la revolución y qué rechaza de la misma. Así las cosas, pareciera razonable preservar la memoria política de la revolución de febrero de 1917 con el derrocamiento del zarismo, el rechazo de la guerra mundial, el surgimiento del gobierno republicano, etcétera. En cambio, rechaza la disolución bolchevique de la Asamblea Constituyente, la creación de la Cheka, la represión en Kronstadt, Stalin, etcétera. Esa disección entre lo bueno y lo malo carece, en mi opinión, del esfuerzo teórico, conceptual e incluso político para pensar la historicidad del fenómeno en sus diversas aristas. Puede ser útil para construir una idea del propio deseo político, pero sin duda es improductivo para pensar la dificultad de la historia y el carácter de la Revolución Rusa como evento “histórico-filosófico”. Por eso en esta ponencia he intentado justificar que si la “filosofía de la historia” como ejercicio arbitrario de constitución a priori de un sentido de la historia es una tarea agotada, no lo está la pregunta por el sentido de los acontecimientos.

Conclusiones

La anécdota no es verídica aunque su significado es verosímil. Cuando en 1972 el presidente norteamericano Richard Nixon visita China, pregunta al dirigente Xu En-Lai cuál es a su criterio el legado de la Revolución Francesa. El mandatario chino responde que es muy pronto para saberlo. Más allá de las evaluaciones ligadas a la historia reciente en que la Unión Soviética era todavía una realidad vigente, es demasiado pronto para saber qué queda de la Revolución Rusa. Estamos sin embargo condenados a pensar sus legados para habilitar una reflexión, no solo respecto del acontecimiento 1917 sino también, y quizás sea lo más urgente, para pensar a nuestra época y a nosotras y nosotros mismas.

Es cierto que las décadas que nos separan del fin más tardío de los propuestos para concluir la Revolución Rusa, 1991, nos muestran un panorama problemático para quien considere sin frivolidad el lenguaje de la revolución. Restringiendo el análisis a América Latina, el levantamiento zapatista de 1994 renuncia de antemano, seguramente con razón dadas las concepciones de sus actores como la relación de fuerzas existentes, a presentarse como una revolución universal y modélica. La autodeterminación y las modalidades de construcción de contrapoder propias de esa pugna indígeno-campesina por la dignidad es otra cosa que una Revolución en términos modernistas, aunque sea difícil discutir que su emergencia pertenece a lo revolucionario. Algunas variantes del ciclo de los “gobiernos populares” de los inicios del siglo XXI, principalmente, los casos venezolano, ecuatoriano y boliviano, emplean en algunas de sus fracciones o momentos el discurso de la revolución.

El más convincente es la Revolución Bolivariana, especialmente a la luz del intento (por el momento fallido) de constituir “comunas” de poder popular. La revolución chavista ha sido interpretada como un caso de populismo latinoamericano, una suerte de peronismo radicalizado. Pero la diferencia reside en que el gobierno bolivariano introduce a veces nociones de socialismo e incluso de un “socialismo del siglo XXI”. Sin embargo, no es difícil percibir que, con todas sus complejidades, su carácter revolucionario está coartado por su sistema económico extractivista y la consecuente primacía estatalista en que las relaciones de producción persisten intactas. Se puede oponer a estas consideraciones su carácter idealista pues presupone un concepto de verdadera revolución que, desde luego, no está en ninguna parte. Con todo, en la indeterminación de “la revolución” en Venezuela puede ser vista la imprescindible vigencia de un vocabulario para representar la convicción de que desafíos radicales todavía despiertan el concurso necesario de lo revolucionario.

La repulsa de la revolución en tanto voluntarismo mesiánico y peligroso, ante el cual es preferible la prudencia de los cambios moderados y responsables, pues la actitud revolucionaria involucra un extremismo inadecuado a los hechos –lo que podríamos llamar la tesis de Edmund Burke– no puede ser verificada como un temperamento avalado por los estudios históricos. En primer lugar porque las revoluciones han sido, hasta ahora, sucesos en los que una multiplicidad de procesos y eventos habilitaron la emergencia de un acontecimiento disruptor general. Siempre se pueden trazar líneas de antecedentes, sea de la Revolución Francesa, de las revoluciones de las independencias latinoamericanas o de la Revolución Rusa. Pero esas líneas no logran el estatuto de una explicación. Usualmente es el hecho revolucionario como tal el que genera sus propios pasados e ilumina una narrativa de los mismos hasta conectar con lo acontecido en la revolución. Así los revolucionarios franceses inventaron sus deudas con los philosophes. En el caso latinoamericano de las revoluciones de principios del siglo XIX incluso la denominación de “independentistas” es claramente retrospectiva. Los actores solo de manera muy marginal estaban convencidos de que llevaban adelante un corte irreversible que terminaría en nuevos estados nacionales. ¿Acaso quienes participan en la Revolución Cubana, en un movimiento complejo, tienen el plan de derrocar al gobierno dictatorial de Fulgencio Batista para avanzar hacia una transformación socialista? Ciertamente no. Que algunas fracciones plantearan esa posibilidad en modo alguno caracteriza a los años previos de la política cubana, incluso entre las izquierdas.

La revolución crea a los revolucionarios socialistas como fuerza histórica al imponerles objetivamente salidas a situaciones inexorables. ¿Obedece esto a una inmadurez política latinoamericana? Lo mismo ocurre entre febrero y octubre de 1917, pues el primero no estaba destinado a ser el segundo. Las justamente célebres “Tesis de abril” leninistas son otra cosa que la constatación de que la revolución soviética está ya en acto junto a la revolución burguesa. El breve texto es una intervención intelectual y política dentro de un maremagnun de eventos en cambio permanente donde los bolcheviques tienen escasa incidencia, como lo demuestran los sucesos del mes de julio, hasta que el desmoronamiento del propio gobierno provisional abre las puertas a un poder de izquierdas más decididas. Solo en algunas encrucijadas del proceso histórico los individuos y grupos muestran capacidad de definición. Lo más habitual es que la revolución dependa del movimiento de las masas.

Las revoluciones son sociales en el sentido de que son irreductibles a las previsiones humanas. Es lo que las distingue de acciones políticas tales como los golpes de Estado. Las revoluciones participan de la experiencia histórica de lo que podemos denominar el mundo moderno en formación, el mundo burgués, y nada hace prever que la forma actual globalizada elimine de su porvenir la posibilidad de revoluciones. Por el contrario, tal vez por el mismo vector globalizante hoy experimentado las revoluciones por venir sean más radicales que las sucedidas en los siglos precedentes. Es imposible descartar que se experimenten revoluciones futuras ante las cuales la Revolución Rusa palidezca como un “ensayo general” portador de huellas de la sociedad que sus protagonistas más lúcidos decían superar. Eso sería poco sorprendente, pues así como la Revolución Francesa fue para las izquierdas del siglo XIX el molde de lo revolucionario luego desplazado por una experiencia más universal, a la Revolución Rusa (derrotada como lo fue la Francesa) puede caberle un destino similar. La diferencia, desde luego, es que en la Revolución Francesa sus metas históricas consisten en la consolidación política de una clase ascendente en el poder social, mientras que la Revolución Rusa expresa la insurrección de clases dominadas.

En cualquier caso, no sabemos si habrá una revolución futura que subvierta “el estado de cosas existente”. No podríamos saberlo. Esto no elimina la relevancia de las prácticas revolucionarias ni el papel de la voluntad política o cultural en lo histórico. Pero sí sitúa su función subordinada en matrices de la acción que por lo común superan largamente a los sectores de vanguardia.

Una revolución no es un hecho tampoco inevitable, ni sus consecuencias están contenidas en sus inicios. Eso es justamente lo que se verifica en las experiencias latinoamericanas. Las eficacias postergadas de la Revolución Rusa encuentran en el movimiento comunista una fuerza que intenta prolongar el proceso soviético, si no siempre su agencia revolucionaria, sí el apoyo local a la “patria socialista” dentro de un abanico mucho más complejo. Así ocurrirá que, como en otros espacios, el trotskismo y el maoísmo se declaran herederos de los impulsos revolucionarios de un régimen luego burocratizado o revisionista. El guevarismo también hará de Marx y Lenin predecesores de una estrategia novedosa. Escisiones de izquierda en movimientos nacionalistas, como la izquierda en el peronismo de las décadas de 1960 y 1970, generaran fórmulas sorprendentes, reveladoras de las eficacias incontenibles del acontecimiento revolucionario.

La Revolución Rusa es un parteaguas en la historia latinoamericana. Los avatares de las izquierdas, las derechas, el nacionalismo, el catolicismo social y político, los populismos, serían incomprensibles con la sustracción de ese acontecimiento, los efectos estatales y las pugnas intestinas entre las izquierdas a que dio lugar. Ello se entiende porque su emergencia en Rusia obedecía a circunstancias que caracterizan también, mutatis mutandis como suele suceder, a la región latinoamericana.

La ocurrencia de la Revolución Cubana produce una conexión con el hecho revolucionario ruso, si se quiere devenido en otra cosa con el estalinismo. Sin embargo las eficacias universalizantes de lo revolucionario parasitan fenómenos que se pueden adscribir a dinámicas de nacionalismo populista tal como el aprismo, la izquierda peronista o las tensiones inherentes a la Revolución Boliviana de 1952. En suma, la posterioridad de la Revolución Rusa en América Latina participa de su historia. Como la banda de Moebius, es interna y externa al mismo tiempo.

Ahora bien, ¿dice esa posterioridad del futuro presente, es decir, puede intervenir en nuestras acciones teolológicas (por supuesto, la de quienes se propongan una crítica radical de la sociedad capitalista)? En nuestra época de Restauración en la que un diagnóstico conservador como el del presentismo es plausible, todavía no podemos visualizar una reapertura del horizonte de posibilidades. A la Revolución Rusa podemos pensarla, evaluarla, complejizarla, pero no usarla para fines prácticos de algún modo filiables con la política y la imaginación que un siglo atrás uso otras revoluciones para realizar una diferente. Es imposible predecir cuándo se modificará el cierre del horizonte. Por el momento cabe pensarla en su complejidad y no bajo el registro perezoso de seleccionar de su curso aspectos positivos. Elegir los consejos de obreros y soldados sin incorporar sus dificultades para el sostenimiento de la guerra civil en ciernes, por ejemplo, no solo hace una mala historia. Deshistoriza el acontecimiento. Asumir el drama de su historia, en cambio, habilita una reflexión que no se dirija solo al pasado, como en la autopsia de la “idea comunista” esbozada por F. Furet (también a costa de un examen unilateral). La respuesta a la pregunta de esta ponencia es, entonces, la siguiente: la Revolución Rusa es un evento histórico-filosófico si su preteridad es rescatada por la reflexión y la acción teleológica para hacer de ella una huella, entre otras huellas, de un todavía desconocido afán revolucionario, futuro. 


  1. UBA/CONICET/CIF. Email: omaracha@gmail.com.


Deja un comentario