Las infanci@s en (el) juego en la expansión audiovisual
Camila Bejarano Petersen (FBA-UNLP)
Introducción
Habitamos un mundo en el cual las pantallas, dispositivos, relatos se despliegan de modo cotidiano y continuo, asociado al fenómeno de la expansión audiovisual y la inmediatez. Televisores en el bar, celulares en las salas de espera del pediatra, tablets en el auto, videojuegos mientras esperamos el colectivo. Encendiendo un aparato accedemos a un fabuloso mundo de sonidos, imágenes, libros, películas, videos caseros, series de tv, videojuegos, redes sociales. ¡Basta un click! y ahí estamos, conectados, consumiendo discursos. Potencialmente, no hay intermitencia, ni espera: quiero, veo/quiero, escucho/quiero… ¿juego? De cara a nuestros pequeñ@s el fenómeno nos interpela pues ese flujo de sentidos no es neutral y la modalidad con la que se vinculan los pequeños (y nosotros) tiene efectos en nuestra manera de estar en el mundo. ¿Es lo mismo apantallarse que disfrutar las pantallas? ¿Qué lugar le damos al juego? ¿Qué juegos habilitan y qué juegos generan los pequeños? ¿Qué cuerpos configuran nuestras tramas cotidianas? Posiblemente el desafío esté en abordar estas dinámicas sin la pereza del dinosaurio o la ingenuidad que impulsa a la fascinación tecnológica, interpelando los grados de porosidad que atraviesa a las pantallas.
El cuerpo y la maravilla
El recorrido que propongo se conecta con el juego y las infancias. Ya estoy grande, pero en cierto modo va a tener cierta dimensión autoreferencial. Esa condición es consciente: el juego permite modos de inscripción simbólica que nos organizan de modo diferencial. Como el arte permite transformar el mundo y en ese movimiento, instauran expansiones simbólicas complejas. Como vengo del campo de la narración y lo audiovisual, me gustaría empezar describiendo una escena a modo de relato: De pequeña me fascinaba el juego de transformar una silla en nave espacial. La cosa era así: con esfuerzo y estrategia subía una pequeña silla de madera a la cama alta de la cucheta, la ponía horizontal y desde la altura (que se me antojaba enorme) el tiempo se detenía por la magia del juego. En cierto modo, podría hablar de un tiempo ingrávido. Sin peso, sin tensión: un tiempo de aire. Dice el diccionario: “Efecto que produce, especialmente en el cuerpo humano, el hallarse fuera del campo gravitatorio de la Tierra”. Y nos regala este ejemplo: “la ingravidez de los astronautas”.
Pero un día, después de subir la silla y organizar el territorio: la nave duró poco. La silla con su madera, su función, su impaciencia de silla… no quería jugar a ser nave. Ese día fue triste. Era confuso pues aparentemente era la misma silla, la misma cama, la misma disposición de los objetos. Entendí que algo cambiaba. El lector dirá: “ah... estabas creciendo“. En ese momento no tuve esa lectura, pero podría decir que inscribió una marca, una huella. Es por esa inscripción que aquella experiencia no fuera devorada por la fugacidad y el olvido. Por suerte mi infancia fue extensa y encontré otros artefactos y territorios en los que el jugar habilitaba estas dimensiones de la ingravidez. La silla marcó un punto, pero hubo otras escenas en las que el peso de los objetos manifestó su resistencia. Resistencia que, desde luego, era la que yo (también) proyectaba.
¿Qué tan natural y necesario nos parece el vínculo entre el paso a la adultez y el paulatino abandono de nuestra capacidad de juego? ¿Por qué es así, por qué debería ser así? Sabemos que la categoría de infancia, al igual que la de familia, adultez y adolescencia son construcciones sociales complejas y dinámicas, por ello podríamos preguntarnos qué rasgos propicia esta época a las infancias. Postman, citado por Duek identifica un proceso de adultización de las infancias urbanas contemporáneas, “signadas por maneras de experimentar el mundo vinculadas con otras edades” (2003, p. 24).
Desde luego, en el territorio de un mismo país, incuso en una misma época, no se puede apelar a una idea homogénea de infancia. No es lo mismo una infancia configurada en la ciudad que una en el ámbito de la ruralidad agraria pampeana o vinculada a prácticas culturales de los pueblos originarios. Tampoco, en el espacio de la ciudad, es igual el desarrollo en condiciones de cuidado, nutrición y acceso a la cultura que el experimentado en situaciones de vulnerabilidad. Ahora bien, en la ciudad y en relación a las pantallas, tanto los sectores socialmente acomodados como los más desfavorecidos ostentan un contacto más o menos fluido con diferentes dispositivos asociados a las pantallas, en particular celulares, tablets y televisiones. Y ciertas modalidades del vínculo no son necesariamente (tan) diferentes, aunque sí lo sean ciertas alternativas en el uso del tiempo libre que complementan el contacto con las pantallas (por ejemplo: acceso a talleres de arte, deporte, fuera del horario escolar).
Las notas que aquí se presentan son desarrollos iniciales de una investigación en curso. Los interrogantes planteados guían el recorrido resultado de una experiencia como niña ─amante de la tele y posterior cinéfila─ que fui, como madre y como adulta que trabaja con pequeñ@s en el taller de cine Globo Rojo[1]-que se dicta en una casita de apoyo familiar en el barrio de Tolosa, La Plata. Esa condición de cierta autoreferencia, poco impulsada por la academia, me parece necesaria pues funciona como zona de mirada que organiza este trabajo. Desde ya que no pretendo proyectar mi pura subjetividad como saber objetivo, ni postular que (mi) infancia era la de antes. En mi caso, una infancia marcada por el exilio de mis padres tras la dictadura militar de 1976 no sería, justamente, el modelo que proyectaría. Y, aunque no hubiera sido así, no me interesa analizarlo en términos de modelos y de normativizaciones, sino todo lo contrario. Lo que me interesa es exponer cierta normalidad asociada a modalidades que devienen hegemónicas en nuestro vínculo con las pantallas. Lo normativo nos llega, muchas veces, en forma de estados ineludibles: la idea de la evolución tecnología como un progreso inevitable.
Por otra parte, tampoco puedo o quiero, despojar esa experiencia personal como si el juego fuera de otros. Porque el juego impone a la experiencia como potencial de conocimiento, y en eso ─al menos─ me gustaría ser coherente. Mi perspectiva proviene del cine, del arte y la semiótica, me propongo un diálogo oblicuo donde el juego y su vínculo con el arte son centrales en tanto que dimensión(es) de exploración estética que operan como frontera entre realidades psíquicas y realidades externas, nexo entre un mundo y el mundo del otro, dimensión asociada a la configuración corporal y simbólica. En ese vínculo opera la categoría de creación y de escala. En torno al juego y al arte podríamos referir a Winicott, Piaget, Pavlosvky, pero tomaré en particular a un autor que opera en la fundación de un pensamiento urdido en las fronteras: Vigostky 1986, [2012]). Como no soy psicóloga, ni psicopedagoga, ni socióloga mi propuesta no se adentra de modo central en dichos encuadres, aunque refiere a resultados de investigaciones vinculadas. En tal sentido, conviene precisar que abordo estas cuestiones en torno a la primera infancia: lo que ocurre entre uno y seis años. Es decir, lo que en términos tradicionales recorta lo que Piaget definió como estadio sensomotor ─juego funcional o de ejercicio─ y preoperacional ─juego simbólico─ (Piaget, 1951). Otro factor de recorte delimita infancias urbanizadas, coincidente con lo que señala Carolina Duek (2013), quien lo aborda desde la sociología en torno a la relación entre juegos, infancias y pantallas.
Dicha autora refiere a las infancias entre pantallas. En mi caso me interesa la oscilación dada entre dos términos: pantallas e insolación. Ese vínculo ya establece cierto posicionamiento asociado al problema de lo que en arte es «la escala». Este concepto define el “tamaño o proporción en que se desarrolla un plan o idea”. En relación a la representación sería: “Tamaño de un mapa, plano, diseño, etc., según la escala a que se ajusta”. Es notable la tautología a la que remite la definición. Podemos añadir, para ayudar a clarificar, que la escala es una relación. No es un dato en sí, sino en relación con otra cosa. En un mapa es la relación entre el territorio tridimensional real y su representación en el papel (ej. 1 cm equivale a 1km). La escala puede referir, entonces, a una relación entre magnitudes (de distancia, de cantidad, de temperatura, de tamaño, de peso, entre otras).
Decimos que en el campo del arte la escala adquiere un valor fuertemente significativo, cosa que podemos remitir a la historia misma del cine. Como se sabe, el relato sobre la emergencia de cinematógrafo afirma que fue presentado en sociedad por los Hnos. Lumière en un cafetín de París en el año 1895. Sin embargo, el principio mecánico-óptico de su funcionamiento ya había sido desarrollado por Edison y Dickson en su kinetoscopio. Se trataba de un dispositivo de visionado individual a pequeña escala que se accionaba con una moneda. Basado en el mismo principio de la reproducción del movimiento a partir de la sucesión de imágenes fijas con una ligera variación (fotogramas), la principal diferencia respecto de la invención de los Lumière está en la escala: el mayor tamaño de la pantalla y la condición colectiva del visionado. Es interesante que hoy asistamos a una suerte de retorno a la escena de visionado individual que habilitan los dispositivos móviles y que un factor de su éxito esté dado por la escala, asociado a la posibilidad de la deriva (trasladarse con las pantallas)[2]. Una suerte de expansión de las pantallas como extensiones del cuerpo.
Dilemas y enfoques
Pantallas y deseo
Ante la polémica que suscita, cada vez, la emergencia de una nueva tecnología y la lectura de sus efectos en la sociedad no es posible obviar la descripción de Eco (1968) quien analiza de la dinámica según los pares apocalípticos e integrados. En el análisis de los medios esa dinámica se puede conectar con dos lecturas. O la supuesta neutralidad del medio (modelo de Shanon y Weber) o la sobre-determinación del medio (modelo de el medio es el mensaje de MacLuhan). Como señalamos antes, nos interesa pensar el fenómeno actual, introduciendo matices en torno a la festividad con la que, ciertos enfoques, proyectan a las pantallas como maravillas superadoras de lo que llaman anacronismos. O, por el contrario, respecto de la mirada que afirma el carácter absolutamente negativo ─la caída de toda humanidad─ a raíz de la introducción de las tecnologías digitales en nuestras vidas. En relación con el pasado, abordar esta emergencia intentado superar la dicotomía del a favor o del en contra implica considerar que no todo lo nuevo es necesariamente superador de lo pasado, y que no todo pasado es, necesariamente, mejor. Pero además, implica entender que, a pesar de los intentos de un lado u otro por marcar estas emergencias como novedades absolutas, se trata en verdad de procesos complejos siempre ligados a cierta esfera del pasado. En términos semióticos sería el concepto de que todo texto parte de otro texto (Genette, 1989; Verón, 1998), y como hemos visto en relación al cine la novedad de los dispositivos móviles también se conecta con formas del pasado ─visionado individual del kinetoscopio─.
La dinámica de apocalípticos o integrados introduce la polémica en dos niveles. Por un lado, la cuestión valorativa en torno a los efectos de estas nuevas tecnologías; y por otra, la manera de pensar el vínculo entre pasado, presente y futuro. El aspecto valorativo podría sintetizarse en el modo en que se piensa a la infancia. Sería, en términos de Duek (2012), si las nuevas tecnologías ¿propician mejores o peores condiciones para el desarrollo de las infancias? La autora recupera, a su vez, la inquietud que formula Buckingham en términos de la relación entre infancias, poder y mercado: infancias empoderadas o explotadas. La televisión, y antes el cine, habían suscitado estos debates. Una posición que evite la dicotomía podría afirmar que en sí las tecnologías no son ni buenas ni malas, y que las consideraciones sobre sus efectos deben hacerse a la luz del análisis particular del tipo de prácticas, modalidades de producción e intercambio y de textos específicos. Recuerdo, en tal sentido, un librito que el estado mexicano dedicaba a la relación de los niños con la televisión. Era pequeño e incluía dibujos, aunque era en principio para adultos. A mí me gustaba porque decía que la televisión no era mala, pero que los adultos debían acompañar a los pequeños y delimitar qué programas podían ver. Parecía razonable acompañar y guiar las elecciones. Tendría 6 años cuando me encontré con ese cuadernillo y recuerdo que sentí un alivio: yo amaba la televisión y, por contradictorio que pareciera, había cierta relación vergonzante. Amaba ver televisión, pero se suponía que era mala. Por el contrario, Duek relata el caso de un niño que al ser entrevistado en relación a los juegos preferidos y practicados refirió en particular a aquellos vinculados a las pantallas. La madre del pequeño, cuando éste no escuchaba, necesitó aclarar que no era cierto. Que realizaba otros juegos y deportes. El gesto de esta madre me recuerda, en cierto modo a mi percepción vergonzante[3], aunque en este caso no opera en el niño, pero sí en el adulto. Duek plantea “no nos interesaba lo que fuera o no cierto, sino la manera en que él eligió los juegos y las prácticas cotidianas que, por diversos motivos, sentía que lo identificaban” (2013, p. 60). Cuando la autora plantea este posicionamiento teórico, lo hace en función de un vínculo que establece ─y que desea investigar─ en torno al mundo de los juegos y juguetes, que se caracteriza por el lazo metonímico (por contigüidad) entre tener y ser. Tener y ser, lo que a su vez ─de acuerdo a Rabello de Castro─ vincula al gusto con la construcción de la identidad: a mí me gusta/yo soy (1986, [2012], p. 19). Ahora bien, este vínculo parece no ser, estrictamente, novedoso. ¿Cuál sería la singularidad actual?
Desde la perspectiva semiótica el dispositivo genera efectos de sentido, aunque no los sobredetermina. Un rasgo particular la de la actualidad se conecta con la convergencia: con la posibilidad de que dispositivos y lenguajes que antes delimitaban prácticas y materialidades específicas, ahora confluyen en el universo de la digitalidad y sus múltiples plataformas (Scolari, 2008; Fernández, 2018). Antes, por ejemplo, el cine se diferenciaba de la televisión porque el primero implicaba siempre un desplazamiento del espacio privado al público (ir a la sala de cine, pagar una entrada, compartir el visionado con otros que no conocemos) y una dimensión vinculada al cambio de escala: el mundo proyectado en una pantalla de amplias dimensiones, sonido envolvente. En tanto que la televisión, a la que llamamos de modo familiar tele, caracterizaba la posibilidad de una transmisión en vivo, delimitado a un espacio privado (ej. en casa), en una pantalla pequeña. Así como el cambio de escala (pantalla grande o chica) es relevante en términos semióticos y estéticos (de efectos de sentido), otro aspecto ligado a la actualidad es la potencial ausencia de la intermitencia. Nuevamente la escala. Por ejemplo, a diferencia de las interrupciones o intervalos que la grilla televisiva determinaba hasta los ´90, en la actualidad el flujo continuo, las 24 hs del día, posibilita un acceso constante a las pantallas. Entonces, por un lado, flujo continuo; por otro, la ubicuidad de dispositivos móviles que me permiten llevar las pantallas a donde vaya; la fragmentación de la oferta audiovisual ─a la que refiere Duek─, introducen como novedad la exigencia de autoregulación (del niño y del adulto) en el vínculo con las pantallas. A diferencia del funcionamiento que regulaba la grilla televisiva: un ratito antes de las 9 encendíamos el televisor y mirábamos el movimiento de manchitas negras y blancas (como hormiguitas) resultado de la ausencia de transmisión. A las 9 aparecía la señal de ajuste, el logo del canal ─la paloma de canal 9 libertad─: teníamos una hora de dibujos animados seguido de un extenso período de programación diversa hasta las 16.00 o 17.00 que comenzaba un nuevo segmento especialmente diseñado para público infantil. En la actualidad se asiste a un pronunciado desplazamiento del interés de los jóvenes y chicos por la pantalla televisiva ─y su grilla─ y una proximidad creciente de ofertas ligadas a las plataformas mediáticas y a la modalidad on-demand: lo que es interesante en términos de la cualidad de elección, pero también es complejo en relación al problema de generar espacios entre un deseo y su satisfacción, en particular en pequeños. La espera, la demora, el silencio se tornan opciones cada vez más difíciles de sostener para los adultos, y en demandas cada vez más intensas de los chicos.
Elegir
Conversaba con la mamá de una nena de 4 años que, en un taller de cine para chic@s, me había escuchado preguntar por los tutoriales. Hace un tiempo he detectado que a los pequeños les gusta ver tutoriales, y que son de su interés quieran o no hacer determinado objeto o actividad. Opera, en esos programas, una lógica proto-narrativa (sucesión y transformación) que les resulta muy atractiva. La mamá, mostrando cierta alegría y sorpresa de que se tratara de un consumo cultural abrazado por los pequeños, y del cual su hija también formaba parte, añadió que también le gustaban los you-tuber. Me interesó saber cuáles eran los que prefería y cómo los había conocido. Me aclaró, como una delimitación importante: “You Tube tiene un you tube kids. Bueno, viendo tutoriales ciertos you tuber seguían en la lista de reproducción”. Así los conoció. Es decir, que la madre elegía la plataforma y con ella una selección de obras, aunque no fuera del todo consciente de esa elección de contenidos (“algunos ni los conozco”).
En este punto podríamos plantear que nunca se es demasiado libre en la elección y que siempre elegimos en términos de un repertorio que habilitan los mercados del arte y la cultura. Es cierto. Pero también es cierto que un aspecto interesante de la fragmentación y la multiplicidad de espacios de circulación de la oferta audiovisual es la posibilidad de cierta diversidad. Poder elegir, por ejemplo, entre un canal para chicos que incluye publicidades (Disney Junior) o uno que no lo hace (Paka-paka). Elegir, por ejemplo, canales que plantean esquemas de programación en los que se acentúa le fragmentación, brevedad y velocidad (en Disney Junior en un segmento de 15 minutos se asisten a por lo menos dos cortes publicitarios y el desarrollo de piezas audiovisuales de muy breve duración que se alternan al programa mayor). O bien, decidir si verán series o películas completas sin cortes publicitarios. Mientras escribía este trabajo en las redes comenzó a circular información sobre Momo, un virus que se filtraba en la programación para niños disponible en internet ─como la plataforma you tube kids─ y que, además de ofrecer un rostro inquietante de ojos desorbitados, indicaba a los pequeños que debían hacer acciones violentas hacia otros o contra sí mismos. Algunos testimonios que circulaban por whatsapp referían al hecho de que habían advertido que sus hijos volvían a hacerse pis encima, tenían pesadillas y miedo, pero que no supieron el origen de esos cambios hasta que conocieron a Momo y supieron que sus hijos lo habían conocido un tiempo antes. Momo puso en evidencia el hecho de muchos adultos ofrecen las pantallas a sus hijos pequeños sin acompañamiento sostenido.
Elegir es tomar posición frente al mundo. Así, si bien tenemos cierto margen de elección, cierto menú de obras que privilegiamos tanto en términos cualitativos como cuantitativos, en la primera infancia elegir debería asociarse a acompañar. En este punto, el discurso festivo suele sancionar las posiciones de los adultos que restringen ciertos contactos. “Cómo no le vas a dejar ver ese programa que tooooodos ven”, “tarde o temprano le va a llegar”, “qué posición retrógrada”, hasta el “no podés evitar lo inevitable”. Es decir, sentencias que rechazan la elección (por demodé), minimizan los alcances de la restricción (por absurda), y establecen la ineficacia del gesto (por lo inevitable). Pero los adultos elegimos, en la medida de nuestras posibilidades, de qué modo nutrir, de qué modo abrigar, de qué modo cuidar ─poniendo límites, alentando también─, a nuestros pequeños. ¿Por qué, entonces, pensamos que lo que los textos, discursos, obras, programas que consumen no son parte de esa nutrición que nos ocupa? Ello no implica pensar a las infancias como pasivas ante los estímulos (modelo de la jeringa hipodérmica), sino que aún frente a la actividad de lectura, interpretación y reinterpretación que ejercen en el encuentro con las ofertas de las pantallas, ciertas condiciones (por cantidad y por aspecto cualitativos) se vinculan más o menos, a la expectativa que tenemos de una nutrición amorosa. Considerando, además, la cuestión de los modelos identificatorios que los medios y plataformas mediáticas ofrecen y ejercen ─como normas o ideales─ parece necesario re-jerarquizar el rol del adulto como dosificador, guía, acompañante del encuentro con los medios. Y también, el lugar del deseo y modelos del adulto que se proyectan sobre los hijos. Hace unos años, cuando realizamos un prototipo de videojuego didáctico sobre historia del cine, en el cuadernillo orientado a los docentes describíamos su rol como el de un cicerone, que es el nombre que recibe el guía de un museo.[4]
Este rol adquiere particular relevancia en relación al segmento etario al que nos referimos en este trabajo. Un bebé de un año no elije que le den un celular como modo de aquietar un llanto, así como uno de tres años no demanda a los gritos un celular en la sala del pediatra si antes no hubo múltiples ocasiones en las que el adulto introdujo la pantalla como objeto relacionado a la (no) espera. Esto se vincula a tres cuestiones que hemos puesto de relieve:
- La posición de los adultos (sus prácticas y sus deseos) frente a las pantallas.
- El número creciente de horas y el contacto cada vez a más temprana edad que caracteriza la relación con las pantallas de las infancias urbanas.
- La creciente soledad que caracteriza al encuentro de los pequeños con las pantallas.
Jugar hoy
Le pregunté a una nena de 6 años qué le gustaba más de las actividades extra-escolares que realiza en la semana: música, destreza y natación. Me respondió que le gustaban mucho dos movimientos que hace en destreza. Le pregunté ¿por qué? Respondió: “¿Viste que soy inquieta? Bueno, Porque estoy más tranquila cuando hago eso”. Me interesé y seguí indagando: ¿En qué lugar estás más tranquila? Respondió casi sin pensar: “En destreza”. Indagué un poco más: ¿cómo sabes eso? Respondió después de un suspiro: “Porque es donde menos gritan”. Ese podría haber sido un final perfecto, pero seguí preguntando: ¿por qué pensás que sos inquieta? Me dijo: porque tengo muchos juegos que terminar.
Cuando Buckingham se pregunta si estamos propiciando infancias empoderadas o explotadas, introduce una valoración: el deseo de propiciar infancias con la capacidad de elegir. Como hemos dicho, la libertad tiene sus restricciones, operaron antes y lo seguirán haciendo. Aun así, considero que ese aspecto introduce una discusión central: ¿qué tanto eligen nuestras infancias exponerse o no a las pantallas? En general los adultos afirman que la demanda viene de los pequeños, y si bien es cierto que a partir de cierta edad manifiestan su deseo ─a veces con una insistencia que implica una enorme paciencia por parte del adulto que no accede instantáneamente al pedido de programas─ entiendo que la condición de esa demanda viene, al menos inicialmente, de los adultos. Por ejemplo, cuando propician muy tempranamente el recurso de la pantalla como un juguete no regulado. El ejemplo de la sala de espera del pediatra me parece significativo: antes de sentarse a esperar, el adulto saca el celular y se lo entrega u ofrece al bebé para que no se inquiete. Que no se inquiete es: que no se aburra, que no joda, que no llore. Pero también es: que no se tire al piso, camine, mire a la gente en la sala, toque, recorra. Si esta modalidad se diera solo en la sala de espera del pediatra sería una exageración interrogar sobre sus alcances. Pero sabemos que la cantidad de horas a las que están expuestos son cada vez más (entre 4 y 6 horas diarias), y cada vez a más temprana edad. Por eso retomo la pregunta lanzada al inicio: ¿de qué manera las pantallas establecen dinámicas de configuración espacio-temporal en el intercambio social que facilitan unas corporeidades y no otras? ¿Qué pasa con el cuerpo en esa dinámica? ¿Dónde queda el cuerpo como materia, como masa, como energía, como textura, como dimensión simbólica? Son algunas preguntas que dispararon mi interés. Como señalé antes, para pensar la relación entre juego y creación tomaré en particular un autor que opera en la fundación de las fronteras: Vygotsky (2012). Como ocurrió con muchos de los autores rusos vinculados al formalismo y al constructivismo, su mirada sobre el arte como disciplina productora de conocimiento, permitió importantes revisiones. En particular, respecto de lo que nos ocupa, podemos señalar: a) La revalorización global del arte, jerarquizado sus alcances; b) La integración de la creatividad y el juego a la esfera misma de la creación científica o cognitiva ─en todo descubrimiento─ se revela una instancia creativa, por lo que arte y ciencia no se oponen, sino que ─potencialmente─ se complementan; c) La transformación de las prácticas pedagógicas en arte, que dejaron de pensarse como una actividad meramente espontánea; d) Al jerarquizar al arte y establecer su vínculo con formas de conocimiento: relocalización de la enseñanza de arte, no (sólo) como práctica asociada a la manualidad o la decoración, sino como actividad asociada al desarrollo simbólico. En tal sentido, Vygotsky describe a la creación como un tipo proceso diferente del que introduce la imitación:
“Toda actividad humana que no se limite a reproducir hechos o impresiones vividas, sino que cree nuevas imágenes, nuevas acciones, pertenece a esta segunda función creadora o combinadora. El cerebro no sólo es un órgano capaz de conservar o reproducir nuestras pasadas experiencias, sino que también es un órgano combinador, creador; capaz de reelaborar y crear con elementos de experiencias pasadas nuevas normas y planteamientos. Si la actividad del hombre se limitara a reproducir el pasado, él sería un ser vuelto exclusivamente hacia el ayer e incapaz de adaptarse al mañana diferente. Es precisamente la actividad creadora del hombre la que hace de él un ser proyectado hacia el futuro, un ser que contribuye a crear y que modifica su presente” (1986 [2012], p. 13-14).
El juego, como la creación, involucran esta capacidad de transformar que señala Vygotsky. Hacer que una silla se convierta en nave, que un palito espada, que una caja en tren requiere de una enorme capacidad de abstraer la función mimético-realista de dicho objeto y proyectarlo hacia una escena en la que lo habitual deja su sentido obvio y admite la complejidad de un mundo otro. Jugar y crear devienen así, potencialmente, en un reinventarse. En el período sensomotor el juego se desarrolla como modo de organización del cuerpo: el movimiento, el peso, la distancia, la gravedad, el espacio, las texturas, las temperaturas de los objetos del mundo son exploraciones que paulatinamente traman esquemas corporales y permiten la adquisición de destrezas (por ejemplo, la motricidad fina). Las pantallas, justamente, no ofrecen esa materialidad. Son superficies bidimensionales que crean la ilusión de volumen y pueden ofrecer texturas visuales, pero se orienta a desactivar la posibilidad del movimiento del cuerpo del niño y de su exploración táctil, de la percepción de su propio cuerpo en un espacio, en una superficie.
Es curioso que a partir del Renacimiento los sentidos de la vista y del oído se consideraran como los sentidos nobles, intelectuales: los sentidos de la distancia. A diferencia del tacto, el olfato y el gusto no requieren del contacto con el fenómeno. Se los piensa como sentidos impolutos, no sometidos a la necesidad o a la restricción de la naturaleza. Es curioso que esa supuesta dignidad del sentido de la vista y el oído se asociara a actitud estética que el público aprendería: la contemplación (Shiner, 2001). La temprana presencia de las pantallas en las infancias introduce esa modalidad contemplativa como lazo privilegiado. Algunos programas, caso de Dora la exploradora, introducen una suerte de instancia interactiva planteando preguntas y dando un tiempo de silencio en el que personaje queda inmóvil mirando a la pantalla, antes de responder, en el que se espera que el niño responda. Sólo hay una respuesta correcta, la de Dora.
Frecuentemente se señala que la digitalidad y el modo en que nos vinculamos con sus posibilidades ha venido a borrar muchas fronteras y límites como la diferencias entre cine, tv y videoclub, entre espacio público y privado, entre tiempo de trabajo y tiempo de ocio. En particular me interesa situar, y en lo posible re-dibujar, la frontera entre modalidades de juego en relación a los múltiples sistemas de signos y sus materialidades. Como afirmaba Benveniste (1974), al analizar el lugar de la lengua entre los sistemas de signos, hoy podríamos decir que contamos con diversas lógicas y materialidades semióticas para expandir nuestras posibilidades semióticas, no para hacerlas decir a todas lo mismo y de modo equivalente. En tal sentido, podríamos apelar a una convergencia digital que no debería operar como una homogenización de nuestra complejidad. Es allí donde el problema de las escalas es central.
El arte y juego ofrecen modos complejos, dinámicos, no lineales, exploratorios de la expansión simbólica, vital para los sujetos en general y en particular para las infancias. La experiencia de la magia, de silla que con su peso y volumen desafía la lógica mimética para convertirse en lo que el niño quiera que sea, introduce la posibilidad de la transformación (como desarrollo cognitivo) además del disfrute inmediato. Decíamos antes que la inquietud de Buckingham se conecta con la capacidad de elegir como un atributo ponderado positivamente, del mismo modo, podríamos señalar el derecho al juego diverso, desapantallado. Incluso, el derecho al silencio, al no estímulo, al aburrimiento son dimensiones de esas infancias empoderadas. Entiendo que ─a veces─ el silencio, el aburrimiento habilitan otros movimientos, o incluso, la posibilidad del hacer nada. La pausa permite, en arte, ver y también podemos decir que, para crear, se necesita tiempo y pausa, además de un trabajo sostenido en un cierto período. Conversando con docentes de nivel inicial manifiestan como rasgo de la época la creciente dificultad de los estudiantes de atender, escuchar, ocupar su atención en una tarea o actividad por períodos de tiempo significativos. Refieren a impaciencia. Se dice que los canales orientados a público infantil plantean esa dinámica fragmentaria de sucesivos estímulos diversos en poco período de tiempo, como un modo de mantener el interés de sus pequeños espectadores.
Cuerpo y encantamiento
Mientras escribía recordé el film documental Las Sábanas de Norberto (Khourián, 2013) que ofrece el retrato y universo de Norberto Butler, un hombre que se encuentra postrado desde la infancia. El documental termina con un niño pequeño que llora mientras enormes fajas van cubriendo su cuerpo. Niño-momia. Recordé, a su vez, que una abuela me refirió que hasta los 50´ en algunos lugares era habitual envolver a los pequeños inmovilizando sus extremidades porque se creía que de ese modo evitaban malformaciones en la columna. Hoy nos parece insensato. Y, sin embargo, si pensamos a los dispositivos como ámbito de creación de sentidos, como habilitando y limitando unas ciertas materias significantes, una cierta producción de discursos, unas ciertas prácticas sociales, las pantallas y el modo en que algunas infancias son expuestas sin regulación, sin intermitencia, si nutrición ─en el sentido de la elección del menú o repertorio─, operan hoy como esas fajas. Cuerpo y lazo, cuerpo y atadura, la inmovilidad no es la ingravidez del juego.
Entiendo que son múltiples los modos en que las infancias interactúan con las pantallas, como el juego de crear poesía a partir de los errores que crea el corrector ortográfico, o la posibilidad de que dos primos, que viven en diferentes países, jueguen a las escondidas a través de una videollamada, o la introducción de los personajes y situaciones de una serie en el juego de roles. Entiendo también, como señala Duek (2012) que los juegos tradicionales no han desaparecido ni de la casa, ni de la escuela, ni del barrio. E insisto: no creo que todo pasado sea mejor. Simplemente me interesa poner el acento en la relación con las pantallas propiciada a pequeños para los cuales el cuerpo y su interacción con los fenómenos del mundo es central. Por ejemplo, los niños pequeños después de un rato de ver televisión empiezan a moverse, buscar juguetes, hacer otra cosa mientras ven la pantalla. En general, salvo que se apague, el pequeño permanecerá en esa red: sin poder jugar a otra cosa, sin dejar de ver televisión, pero sin ver, sin apagar el dispositivo. Alguna vez escuché que esa modalidad, sumada en otros casos a la presencia de otras pantallas se ponderaba positivamente en términos de multi-tasking. Comprendo que en cierto momento del día la capacidad de atender a fenómenos diversos de manera simultánea sea bueno y necesario. Pero propiciarlo como modo de habitar el mundo, ¿es un signo de habilidad y capacidad de adaptarse al mundo que vivimos? Advierto un vínculo entre la ubicuidad de las pantallas y el modo en que paulatinamente la exigencia de productividad desplaza a la del ocio y juego como dimensión necesaria, legítima y saludable. La vida adulta, entre otros aspectos, involucra un pronunciado abandono de la capacidad de juego. El período de la vida en que jugar es valioso, legitimado, asociado al encantamiento del mundo es significativamente breve. En tal sentido, recuperando la frase de Vigotsky la cuestión del juego, del cuerpo, de su espesor en la primera infancia permite modos de habitar el mundo en los que exista la demora, la pausa, el detenimiento. Instancias espacio-temporales imprescindibles para la creación. Porque el que sobrevive, sobrepoblado de estímulos, no tiene estrategia.
Bibliografía
Bejarano Petersen, C. y Cirigiliano M del C (2014). El juego del Cicerone, Cuadernillo para docentes del videojuego Viajando en un tren de sombras, inédito, La Plata.
Benveniste, E. (1974). Problemas de lingüística general II. México: Siglo XXI [1997, 14º ed. Cast.]
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Duek, C. (2013). Infancias entre pantallas. Buenos Aires: Capital Intelectual.
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Fernández, J. L. (1999). Los lenguajes de la radio. Buenos Aires: Atuel.
Genette, G. (1989). Palimpsestos. Madrid: Ed. Taurus. [1ra ed cast.]
Scolari, C. (2008). Hipermediaciones. Elementos para una teoría de la comunicación digital interactiva: Barcelona: Gedisa.
Shiner, L. (2001) La invención del arte. Barcelona: Paidós [2da ed. 2004]
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Vigotsky, Lev (1986) Imaginación y creación en la edad infantil. Buenos Aires: Nuestra América [2da ed. Cast. 2012]
- Puede verse parte de nuestra producción en: https://bit.ly/2SFrC0c↵
- Fernández describía la deriva como un rasgo que distinguía al dispositivo radiofónico, que permitía, escuchar radio mientras, por ejemplo, se pasea por la ciudad en auto o bicicleta. En el año 1999 ese atributo distinguía aún a la radio de la televisión. Fernández (1999).↵
- La categoría de gusto vergonzante ha sido desarrollada por el semiólogo argentino Oscar Steimberg, quien refiere a un espectro de consumos culturales que se perciben como prácticas poco elevadas o deslegitimadas.↵
- Cicerone: ´Persona que actúa de guía con los visitantes de algún lugar, especialmente con turistas, y les muestra y explica lo más relevante del mismo´. Esta palabra también se usa para definir guías de museos. Consideramos que en relación a ciertas dinámicas dadas por las TIC y en el caso de nuestro videojuego en particular, el rol de docente puede pensarse de esta manera: como guía, como orientador. Incluso: como administrador de los obstáculos. en Bejarano Petersen, C. y Cirigiliano M del C (2014) El juego del Cicerone, Cuadernillo para docentes del videojuego Viajando en un tren de sombras, inédito.↵