Guillermo Celentano y Agustín Chiberry
Palabras claves: las consignas, la tarea, los practicantes, lo que incita a compartir, un espacio donde expresarse libremente, cuerpo y movimiento en construcción.
Un jueves a la mañana, me encuentro paseando con un amigo en una típica plaza de pueblo pequeño. Nos asombra la prolijidad, parece todo salido de una postal: el césped cortado muy parejo, muchas flores diferentes y coloridas, bancos, algunos juegos y un pequeño playón que completa el escenario. Enfrente, hay una iglesia, un Banco Nación, la municipalidad, un par de bares y una heladería.
De pronto, la plaza se llena de sonidos, risas, murmullos; dos maestras, un profesor y una profesora llegan con dos grupos de estudiantes, la clase de educación física está por empezar. Entonces decidimos cruzar al bar, y en una mesita de afuera nos disponemos a desayunar mientras la clase oficia de nuestro inesperado show…
Lo primero que nos llama la atención son los preparativos previos a la clase: una maestra toma una pelota y juega a los pases con un grupo de nenas y nenes que se suman espontáneamente; otro grupo, la mayoría varones, toman pelotas y conos y arman un “metegol va al arco”; otro grupo de nenas toman una soga elástica y comienzan a saltar, y al rato se suman varios varones, ahora deciden saltar en grupos casi ocupando toda la soga; los profesores acomodan las botellas de agua y la ropa, la otra maestra saca el mate de una mochila. En ese preciso momento, los profesores se juntan y hacen sonar el silbato, de pronto todos dejan lo que estaban haciendo y se paran enfrente de su profe para empezar la clase, y devuelven los materiales que tomaron para jugar antes de que empezara la clase. La maestra que jugaba con los chicos recibe un par de buzos y, luego de ponerlos junto al resto de la ropa, se sienta a tomar mate con su compañera…
Cada grupo inicia la clase. Con la profesora están los más grandes, ante indicación les estudiantes comienzan a trotar por los límites de la mitad del playón, mientras la profesora va sacando pelotas y se las alcanza, inmediatamente comienzan a pasárselas entre ellos, con los pies, con las manos. De pronto la profesora interrumpe esa actividad, y les pide que se agrupen de a tres, cada trío con una pelota. Los estudiantes se dispersan y, cuando todos estuvieron listos, la profesora anuncia: “A ver quién puede pasar la pelota con un pique y que llegue a las manos de un compañero”. Listos, hace una pausa y dice “¡Vamos!”. Podemos ver casi tantas combinaciones como grupos, hay algunos que usan las dos manos, otros una sola, hay quienes tiran la pelota, la toman y otros la hacen picar cerca del receptor. Mientras acomodo las medialunas que acaban de llegar, mi amigo me dice: “Esto es un espanto… ¿Cómo les va a decir “quién puede”? Qué pasa si alguien no puede, es discriminatorio, no todes van a ser deportistes…”. Interrumpo su análisis con un “Daaale”. Y le digo: “Me parece que estás exagerando”. De pronto la profesora detiene la tarea y les pide a todos: “A ver quién se anima a pasarla como Juan”. Seguidamente, Juan muestra un pase que pica a un par de metros de su receptor y llega a las manos. Mi amigo espantado ahora redobla su planteo inicial y dice: “Un horror. ¿Y si alguien no se anima, le cuesta o no le sale? Se sentiría mal, triste, como si no encajara, es restrictivo, expone innecesariamente a les chiques, es un mensaje tremendo…”.
La profesora camina entre los grupos, los alienta permanente con frases como “¡Buena!”, “Muy bien”, “Fijate en cómo te parás”, “Cuidado con el resto de los grupos” y va cambiando de formas de pasar la pelota.
Mientras, me dispongo a tomar mi jugo de naranja, y comento a mi amigo: “Che, yo no los veo deprimidos, todos juegan, se ríen, comparan sus desempeños, se apoyan entre ellos, se cargan y se burlan, pero siguen entusiasmados, sin peleas ni traumas aparentes”. Mi amigo asiente, y dice: “La verdad que la profesora no parece un monstruo, tiene siempre una sonrisa, parece que disfruta la clase, les alienta, cuando algo sale mal, vuelve sobre sus pasos y acompaña hasta que salga mejor, y es cierto, se les ve contentos y contenidos”.
Le llega a mi amigo el ristretto que pidió a última hora para realzar el sabor, y damos lugar al mozo, que, al ver nuestros movimientos casi robóticos y automáticos estando absortos en el show de la plaza, levanta también la vista, sonríe grande y añade: “El gran show de los martes y jueves, gran trabajo de los profes, solemos tener muchos clientes como ustedes” (nos vuelve a sonreír amablemente y se retira). Nos miramos y nos distraemos un segundo con tan potente aroma que despide esa tacita. Volvemos la vista al escenario verdoso y recorrido con avidez de acá para allá por estudiantes, y decidimos saber qué es del otro grupo que estaba con el profe.
Giramos la cabeza para ver y lo primero que nos llama la atención es que tanto estudiantes como profesor se mueven como un cardumen. Tratamos de prestar más atención. El juego consiste en que todos los estudiantes corren a un mostrador imaginario a comprar helados, el profesor transformado en heladero les ofrece conos imaginarios de frutillas, dulce de leche, tiramisú, tramontana, vainilla, pero… cuando grita “¡¡Zapallo!!”, todes corren hasta una línea marcada con sogas, y al que atrapa mágicamente se transforma en heladero y lo ayuda a convertir a toda la clase en “heladeros”. En total seis veces fueron y vinieron, ya sea como compradores o como vendedores, todes sonriendo, gritando… Mi amigo algo irritado interrumpe el silencio del café diciendo: “Este”, y señala al profe, “parece el Flautista de Hamelin, lleva a todes de les narices, no me extraña que dando clases así cuando crezcan voten todes al populismo”. Me sonrío y, luego de hacer una pausa, respondo: “Pará, exagerado, tienen 5 o 6 años, ¿qué esperas? A esa edad no pueden trabajar distinto, cada chico está aprendiendo a ponerse en el lugar del otro, por eso siguen consignas masivas. ¿Te imaginás 30 librepensadores haciendo cosas diferentes en una misma clase? Sería inmanejable…”.
De pronto el profe los reúne, toma las sogas y hace una línea que divide su sector en dos zonas, una de un cuarto del espacio y otra que ocupa el resto de él. Les mira y dice: “Ahora vamos a jugar a ‘mancha por tiempo’”. Todos festejan, hay algunos abrazos, voces eufóricas y algunas pequeñas persecuciones de alegría mientras el profe retira las sogas. Entonces el profesor elige a dos para que dividan dos bandos. Cuando todos forman parte de un grupo, los dos elegidos juegan “piedra, papel y tijera” para elegir quién arranca. Finalmente gana un rubiecito, que elige perseguir, entonces se colocan en hilera uno detrás del otro, detrás de la soga, y el resto de los chicos se dispersan por el resto del espacio y comienzan a jugar.
El juego apenas comienza y resuena con gran fuerza y claridad la arenga de los equipos. Podemos oír algunos con nitidez: “¡Dale, más rápido, más rápido!” o “Uoooo eeeeesa mira cómo esquiva!”. El equipo que se encargaba de atrapar era fenomenal, se movían como sincronizados, si bien el alboroto y el desparramo del bando contrario hacían un buen trabajo, los perseguidores se lucían como si fuese su terreno de juego, como jugando de local.
Se cumple el tiempo y el profe indica cambio de roles. Dicen un numero en voz alta, que pretende ser el recuento de atrapados, y el profe responde en voz alta para que el emisor que está lejos escuche: “¿No se te infló demasiado el globo…? Digo… me parece que hay que restarle algunos”. Se ríen entre algunos… y el profe modifica el número. Arranca la segunda parte, mi amigo y yo estamos expectantes. ¿Cómo responderán ahora con los roles cambiados? No sabemos si pedir otro cafecito o… “Preparadooos…”, se oye la voz del profe como locomotora lejana, “listoooos…”. El profe sostiene el suspenso más de lo normal y se empiezan a oír recriminaciones y bullicio para que empiece. “¡Juego!”. Debo decir que hacía tiempo que no veía a personas compartiendo con tal entusiasmo, tan metidas en algo, sin ningún disturbio. Lo miro a mi amigo con cara de asombro y me sorprende encontrarlo con la misma cara. Tantos estudiantes juntos compartiendo un juego que involucra a todos, rebasan risas, silbidos, entusiasmo, alegría. Realmente estamos ante una obra de teatro de altísimo nivel, y, dibujándoseme una sonrisa, pienso, el teatro bien puede llamarse “Placita central de un pueblo del interior” y la obra “Un jueves cualquiera por la mañana”.
Finalizando la clase, el profe llama la atención del grupo, hace un par de preguntas, dos o tres estudiantes levantan la mano, se incorporan y salen del grupo correteando alegres para perderse de vista. Se ve que el profe queda atento. Los persigue con la vista y luego vuelve al grupo, que estaba ya sentado, claramente habían anunciado que se estaba terminando la clase. A los poquitos minutos, regresan los estudiantes, ya más despacio en su andar y con las manos juntas, pareciera que llevan algo muy valioso, de mucho cuidado, no quieren que se viera, ni que se caiga. Eso que traen es algo que reparten entre el grupo y comen, hasta al profe también le toca su ración. Observamos que algunos estudiantes intentan tocar con la mano o los dedos a otres. No pudimos con la curiosidad y, al terminar la clase, fuimos a la plaza para investigar. Se nos dibujó una sonrisa enorme al ver que habían estado juntando moras de unos árboles que compartieron y comieron en grupo, algunas pisadas con manchas recientes completaban la evidencia.
De vuelta en nuestra mesa, varios pensamientos en voz alta comienzan a ser discutidos; mi amigo rompe el hielo y dice: “Está bueno que en una clase se movilicen tantas cosas, peeero, si mi hije trae la remera manchada de moras a casa todos los días de educación física, vendríamos a hablar con le profe, imagino una fila de madres/padres quejándose ante le directore”. Y contesto: “Sí, es cierto, me parece riesgoso, pero si intento pensar en clave de un niño, cómo no disfrutar de un espacio compartido donde puedo expresarme con todo el cuerpo, gritar, correr, compartir, competir, pensar estrategias individuales y colectivas. Es raro, parece como si, al salir de la solemnidad de un salón donde están sentados en sillas uno detrás del otro, se inaugurara un espacio-tiempo distinto”.
Esas reflexiones son abruptamente cortadas porque llega otro grupo de estudiantes. Se adelanta mi amigo a comentar la llegada: “Mirá, llegan les de la segunda quincena”. Reímos. Estos son más grandes, algunos más altos que la profesora, vienen sin acompañantes y, como los grupos anteriores, en un banco dejan camperas y botellas de agua y lentamente ocupan la mitad de la plaza que aparentemente tienen asignada.
La clase comienza muy distinta. No hay juegos; un grupo con la profesora se dispone en ronda, el otro con el profesor, dispersos. La clase ahora tiene un matiz distinto, ambes profesores muestran y los alumnos copian y ejercitan, sigue habiendo dialogo y distintas voces, algunos chistes o cargadas que no alcanzamos a oír. Mi amigo interrumpe mis observaciones sumamente irritado: “Esto parece la colimba… Están llevando a les estudiantes de las narices, ¿de qué libertad me hablan? Esto parece el ejército, les aburre y les trata como a soldades”. “Pará, extremista, no es tan así, están precalentando, seguro que ahora viene algo intenso”. “Se, see… intensos son les policíes vestidos de profesores”. “Ja, exagerado, no es tan grave”.
En una mitad de la clase, los alumnos se colocan de a dos y comienzan a trotar a un ritmo bastante rápido. Al minuto, el profesor los para, les indica que con dos dedos se busquen la frecuencia como les enseñó, les indica no usar el pulgar, toma su cronometro y dice “Tiempo”. Los alumnos le indican la cifra que les dio, y ahora el profesor les dice: “Caminen, tomen aire por la nariz y lentamente expúlsenlo por la boca”. Cuando se cumple alrededor de un minuto, el profesor suena el silbato e indica ahora dos minutos de trabajo. Los chicos retoman el trote. Mi amigo ahora dice: “Ves, es de manual, el profesor suena el silbato y elles corren, parecen el perro de Pavlov, suena la campanita y el perro saliva, con les estudiantes suena el silbato y elles corren, un espanto…”. Sacude la cabeza de lado a lado y se coloca la palma de la mano en toda la cara.
Pasan los dos minutos, se repite la escena de tomar la frecuencia, en esta pausa se observan diálogos e interacciones, y nuevamente suena el silbato, el profesor ahora indica a voz alta que el bloque es de tres minutos.
Al cabo de un tiempo, los diferentes grupos comienzan a confundirse, el profesor ocupa el centro del patio y les dice: “Recuerden que cada uno debe trotar a su ritmo, si necesitan pasen al grupo que está adelante, y si nos separamos mucho regreso por los costados hasta el último grupo y allí sigo, listos, vamos”.
Mi amigo dice: “No puedo creer, el profesor se dio cuenta de que son estudiantes y no soldades…”. Me sonrío y le propongo que observemos al grupo de la profesora.
En la otra mitad, estuvieron precalentando y la profesora les indica trotar dos vueltas. Mientras lo hacen, la profesora marca seis zonas distintas con conos; al terminar la primera tarea, la profesora les indica que se dividan en ocho grupos y ayuda a armarlos. Hay cargadas y sonrisas cómplices. Una vez que todos los grupos están conformados, la profesora les dice: “Vamos a hacer un circuito de fuerza”. No podemos escuchar muy bien, porque se encuentran muy alejados de nuestra mesa, pero, una vez que la profesora dejó de hablar, todos los grupos se mueven hacia los conos que demarcan el inicio de cada sector. La profesora toma el silbato, lo suena dos veces continuas y todos comienzan a trabajar. El circuito tiene dos instancias donde trabajan fuerza de brazos, dos donde hacen ejercicios de piernas saltando o haciendo pasos exagerados, otros dos sitios donde hacen abdominales y, para completar, dos instancias en las que hacen boca abajo lo mismo; la profesora lo llama “espinales”.
Al cabo de un minuto, suena el silbato y la profesora grita “¡Pausa!”. Los chicos dejan de trabajar y automáticamente comienzan a hablar. Hay quien se tira con ramitas o busca fastidiar a algún compañero. De pronto, el silbato interrumpe la escena, no hay más tiempo de descanso, otra vez a trabajar, cada grupo retoma los ejercicios asignados. Mi amigo no aguanta más y me dice: “Listo, cartón lleno, el desprecio de la educación física por lo correcto es enfermizo; primero les manchan la ropa con las moras, ahora que se tiren al suelo de espaldas, que se tiren de panza para hacer las infernales [“espinales”, le corrijo]. Encima como transpiran se hace un chocolate insoportable…”.
Estudiantes y profesora siguen trabajando, suena el silbato y cambian de estación, lo hacen abrazados, conversando. Cuando se cruzan con otro grupo, hay espacios para intercambios muy variados, pero todo en una atmósfera de libertad, y control.
Pedimos la cuenta, antes de irnos paso al baño, mi compañero me espera en la puerta mirando fijamente la clase, que ya se transformó en un partido de hándbol. La profesora es el árbitro, hay quienes juegan y quienes como nosotros hacen de espectadores, solo que elles parecen también estar jugando, ya que alientan, se abrazan y hasta bailan…
Mientras caminamos, mi amigo dice con una voz un tanto quebrada: “Definitivamente esta gente [refiriéndose a les profesores] parecen salidos de un loquero, pero me encanta que en la escuela exista un lugar donde vivir les cuerpes, que se pueda gritar y reír con ganas, que no esté mal burlarse de algo que salió mal; después de todo, la vida está llena de momentos y no todos serán como se esperan, está bueno que ofrezcan una misma tarea para todes, pero que acepten las diferentes maneras que sus estudiantes lo llevan a la práctica. Está bien, acepto que lo de ensuciar las ropas es algo desafiante… pero bueno, forma parte de la mística de un espacio compartido, creado a partir de la suma de momentos como un rompecabezas para armar”.
Llegamos al semáforo, cruzamos la calle hasta el auto, lo abrimos y, antes de arrancar, nos preguntamos: ¿existirá una única educación física? En la radio suena cumbia, nosotros seguimos pensándolo…
Referencias bibliográficas
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