Marcelo Husson
Palabras claves: educación física, sonidos, consignas, vínculos, arenga, alumnos.
La enseñanza de la educación física escolar asume muchas formas y permite en ocasiones poner en práctica la negociación de espacios de trabajo, la comparación de particularidades en el modo de abordar los contenidos y muchas charlas informales antes y durante de cada clase, sobre todo cuando compartimos los espacios de práctica. El relato recupera una parte de esa tradición, ocurre en un playón y gimnasio municipal, donde varios colegios secundarios dictan las clases de educación física.
Esa mañana, un profesor recién llegado ensaya un modo de transmisión de sus consignas que no va a pasar desapercibido. De pronto, al silbato del tren y su estridente bocina, a las recurrentes frenadas bruscas de algún vehículo que no vio a tiempo las lomas de burro, se suma una especie de coro en movimiento, que, al ritmo por momentos de cumbias pegadizas, o preguntas y respuestas que simulan las que circulan entre un instructor del ejército y sus oficiales, invade el lugar.
Enseguida comienzan, entre los profesores que observan el cuadro, diferentes comentarios. Hay quien dice: “A quién se le ocurre correr, elongar, hacer abdominales cantando…”. Otro colega argumenta: “Los llama por el apellido, los trata de usted, usa monosílabos y apodos… Y este ¿de dónde salió?”.
Ajeno a estos comentarios, la clase cantada sigue su curso, el profesor comienza cada tarea desde una exhortación grupal que se inicia más o menos de este modo: “A ver, titanes, vamos a trotar en tres hileras… Lo van a hacer lento, prestando atención a los apoyos, primero apoyo los talones, luego la planta del pie y me despego del piso con la punta de los dedos… Listos, titanes, ¡ya!”. Los chicos se disponen a trabajar y son sorprendidos por un canto que primero surge como una arenga y luego se transforma en una especie de canto de guerra. Dice más o menos así: “Los titanes vamos a trotar, sin esfuerzo no vamos a mejorar, con alegría y dedicación cada vez me siento mejor”. Un efecto extraño se apodera lentamente de la clase, las consignas expresadas de este modo consiguen, salvando las distancias, lo mismo que aquel flautista de la fábula, concentran la atención de todos los alumnos en la clase, disipan las distracciones, unifican a todos en torno a una tarea y recupera sonrisas y miradas cómplices… Todos los martes y jueves esta escena comenzó a volverse habitual en el playón, comenzamos a acostumbrarnos a ese enjambre ruidoso que cantaba mientras trabajaba en clase, esas voces empezaron a fundirse con los otros sonidos del lugar. Para nosotros el profesor pasó a llamarse simplemente “Titán”, y, cuando nos cruzábamos, nos saludábamos de la misma manera, como si perteneciéramos a una cofradía, éramos los titanes. Compartíamos solamente el apodo, a nadie se nos habría ocurrido cantar y gritar en la clase, pero esa forma, rara, poco habitual, controversial, daba excelentes resultados, por lo que pasó a ser una especie de sello, un diferencial de un profe distinto, que se atrevió a explorar un modo de comunicación no habitual, y esto no nos resultaba poca cosa… Con el transcurrir del tiempo, organizamos entre los colegas que compartíamos el espacio jornadas recreativas, torneos de atletismo, encuentros de hándbol, vóleibol y fútbol, integramos a los alumnos y a los colegios, pero cada profesor desde su impronta. Ese año llegó a su fin, y con él comenzó el receso de verano.
Al encontrarnos en un nuevo ciclo lectivo, empezamos las clases con nuevos grupos y comenzamos a observar que las clases del Titán comenzaron a parecerse cada vez más a las nuestras, lentamente fue perdiéndose esa arenga, ese coro móvil, si bien el sello de ese trato seco y por el apellido permaneció hasta hoy. Al séptimo año de la última clase cantada, un grupo ruidoso hace entrada al playón, con nuevas caras, distintas, y al frente un joven profesor que avanza hasta cruzarse con su viejo profesor, allí para a sus alumnos y les dice: “Hace nueve años atrás el Titán era mi profe”, y se abraza con nuestro protagonista; continúa diciendo a los alumnos: “Con él aprendí a trabajar con alegría y a amar esta profesión”. Le agradece a su mentor y continúa con sus alumnos a dar su clase. Junto con ella volvieron viejos sonidos a formar parte del espacio compartido. Cotidianamente estamos al frente de nuestras clases, y creemos que la intencionalidad de nuestra transmisión produce los efectos de aprendizaje que buscamos o plasmamos en una planificación, en un libro de temas. A veces nuestros alumnos nos hacen devoluciones impensadas, que nos demuestran que ciertas formas de comunicar resultan tan importantes o más que el contenido del mensaje que pretenden dar a conocer… Me pregunto en cuántos playones más, en cuántas clases de educación física más en este momento se estará redefiniendo la manera de vincularse con los alumnos con la simple intención de agregar una motivación a la clase, algo que la haga disfrutable y un espacio donde querer estar. Sin lugar a dudas, esa tarea es titánica…