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Novena narrativa: Rocky V

Pablo Arean

Palabras claves: espacios compartidos, responsabilidad civil, manejo de la energía, el valor de un consejo.

Algunos inicios en nuestra profesión son extraños, y operan en nosotros como la tinta de un tatuaje que nos hace visibles situaciones vividas que fueron huellas imborrables, tanto como el sobrenombre que me acompaña desde mi primera experiencia como profesor… Mis colegas me llaman “Rocky V”, y no es porque además de profe sea boxeador, ni siquiera por mi fuerza, que no es mucha, sino porque, al mes de trabajar en mi primera escuela, tuve una interesante “pelea” que dio origen a la mitad de mi apodo.

Todo transcurrió en una escuela céntrica de la ciudad de La Plata, que posee los tres niveles del sistema educativo, inicial, primario y secundario, los cuales comparten un mismo edificio. Este hecho desde siempre ha marcado la necesidad de coordinar el uso de las instalaciones y la circulación de los alumnos y alumnas; por tal motivo hay múltiples instancias de articulación y convivencia, solo que a veces la coordinación y la convivencia son aspiraciones difíciles de conseguir.

Yo era un joven profesor recién recibido y compartía el patio con seis profesores más. Las siete clases se desarrollaban los días lunes, miércoles y viernes. En esas tardes la primaria tenía prioridad. Los martes y jueves, el secundario tenía el codiciado patio para sus clases.

Por un mes aquello de la convivencia fue cierto, pero, un viernes de junio, sorpresivamente todo el espacio estaba ocupado. Una cancha completa de vóley había sido usurpada por una extraprogramática del secundario. Todos mis compañeros del primario ocupaban el resto del patio. Mi 1.° B era el más lento en llegar al patio porque tenía una alumna integrada con disminución visual. Cada viernes de junio, la escena fue la misma: llegar al patio y no tener lugar. Entonces empezaba mi peregrinaje, era terminar la clase en el aula o en una galería. Los chicos protestaban, yo me enojaba, y reclamaba, pero mis tibias quejas a la directora no surtían ningún efecto.

De pronto, un viernes no aguanté más y puse a todo 1.° B en el centro de la cancha que ocupaban los chicos y las chicas del secundario. Inmediatamente, comenzaron las discusiones, los chiques del primario les decían a sus pares del secundario que era su espacio, mientras otros se reían o hablaban y hasta algunos les ataban los cordones a sus hermanes o conocides. Una vez más me dirigí al responsable de la materia extraprogramática y comenzamos a conversar bastante enérgicamente. Como no parecía que prontamente nos pusiéramos de acuerdo, se acercó el coordinador de los profesores, tomó del hombro al profe del secundario y se retiraron un par de metros. Mis alumnes me miraban ansiosos, yo les sonreía nervioso, y en eso sentí por primera vez mi apodo, “Tranquilo, Rocky, el patio es tuyo…”.

A partir de ese día, no solo mis colegas me llamaban Rocky, lo hacían también los alumnos, pero faltaba todavía la última parte del apodo, el “V”, que me llegó inesperadamente…

Resulta que mi última clase era la más dinámica de todas, claro, tenía dos primeros muy numerosos, dos segundos muy demandantes y, para terminar la jornada, el quinto grado. Entonces yo jugaba con ese grado, hacíamos minideporte y circuitos de habilidad. El profesor que compartía esa parte del patio conmigo siempre me decía: “Pará un poco, no seas animal, siempre con el último grupo hay que ser más cauto, los chicos ya se van, no pueden irse tan transpirados. Si te pasa algo, te tenés que quedar más tiempo, hay que ir sobre algodones. Haceme caso, yo sé por qué te lo digo…”.

Al principio me decía a mí mismo “Ojalá que nunca me pase volverme tan amargo”, y seguía con mi propia manera de abordar esa proverbial y deseada última clase.

Con el transcurrir de las clases, comencé a reparar que tenía que cerrar un poco antes la tarea, ya que siempre alguien o bien quería tomar agua, o bien se olvidaba un buzo, a veces un pequeño golpe o una disputa con un compañero retrasaba mi llegada al aula, y los chicos salían últimos y yo con ellos.

Estas cosas me hicieron replantear la energía que le otorgaba a esta clase. Con mi cambio de actitud, todo empezaba a marchar mejor, aunque de todos modos el viejo profesor que compartía el patio conmigo me decía: “Reconozco que has progresado Rocky, lo vas a entender el día que se lastime alguien y te tengas que quedar a vivir en la escuela”. Internamente me decía: “A este no hay nada que le caiga bien…”.

Pero, como si fuera una maldición de la educación física, finalmente un viernes casi me tuve que quedar a vivir en la escuela. Resulta que, jugando un partido de hándbol, cuando faltaban diez minutos para terminar la clase, al arquerito de un equipo la pelota le pegó en los dedos y se los dobló. Inmediatamente, llantos y muestras de dolor. Soné el silbato para detener el partido, fui a asistir al arquerito y le dije a Tomás (el más responsable de la clase): “Llamá a la seño que un compañero se lastimó”. A partir de ese momento, la seño se ocupó del resto de la clase y yo de Matías, mi arquerito lastimado, que tenía los dedos índice y mayor hinchados y con un color violeta. La directora me acercó el cuaderno de actas, la secretaría me pasó el teléfono y a los diez segundos yo estaba hablando con la mamá de Matías. Le conté lo que había sucedido, y ella me dijo: “No puedo salir ya del trabajo, mi marido está en Buenos Aires”. Me pasó su número de celular y me indicó una clínica donde trabajaba su médico de cabecera. Mientras llenaba el acta, llamaron a un servicio de ambulancias. A los veinte minutos, la ambulancia llegó. Lo revisaron y nos informaron que había que llevarlo a un hospital para hacer placas.

La directora le acercó el acta al médico de la ambulancia para que llenase los papeles. Una vez que terminaron de cerrar el acta, agarramos mi mochila y la de Matías, y salimos en la ambulancia para la clínica que indicó la mamá, mientras la directora cerraba la escuela.

La ambulancia nos dejó en la guardia de la clínica y a la media hora la madre pudo salir del trabajo y se nos unió. Finalmente, nos atendió un traumatólogo, que, luego de ver las placas, dijo con voz lacónica: “Amigo, casi casi pasó a mayores, fue una pequeña fisura, vas a poner dos palitos de helado en cada dedo, unirlos con cinta, solo se va a soldar si no molestamos la zona; si duele, mamá, le das medio ibuprofeno cada 8 horas y va andar bárbaro”.

Respiré aliviado, la mamá me agradeció la compañía, firmó el acta y me preguntó: “¿Necesitas que te acerque a tu casa?”. Yo respondí con vergüenza: “No se preocupe, vivo acá nomás”. Mientras caminaba, miré el reloj: eran las nueve y veinte. Entonces me repetía a mí mismo: “Ni loco le cuento al vinagre de mi compañero…”.

La próxima clase ya todos estaban enterados de mi aventura. Nadie me dijo nada, solo agregaron el V a mi apodo Rocky, para recordarme para siempre la última clase de una jornada de tarea…



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