Guillermo Celentano
Palabras claves: educación física, patio, espacio de trabajo, rutina escolar.
Una profesora en las Prácticas de Enseñanza solía decirnos: “Cada escuela es un mundo, no esperen el lugar de trabajo ideal, porque ese sitio no existe”. Mientras entrego la declaración jurada que me designa como profesor en Educación Física en la Dirección de la Escuela… de Florencio Varela, ni siquiera puedo llegar a imaginarme que voy a comprobar los dichos de mi profesora de prácticas. Cumplidas las cuestiones administrativas, Carmen, una de las porteras, me acompaña a recorrer la escuela. Ya conocí la dirección y la secretaría, pegado a ellas se encuentra un aula pequeña que es el equipo orientador y junto a ella un aula más grande con un cartel pintado a mano: “Biblioteca”. Estas dependencias ocupan el límite lateral del colegio, y son cincuenta metros, protegidos por un techo de dos metros que forma una galería sin paredes laterales. A los costados hay tres salones por lado, con el mismo techo, y la galería descubierta. Enfrentados a esos tres salones, hay un espacio descubierto a modo de patio de alrededor de ocho metros y otros tres salones con idéntico tamaño y disposición. Las tres aulas que dan a la calle se continúan con un paredón; en medio, un portón muy grande y otro paredón, y se repiten las mismas galerías y las seis aulas, solo que en los laterales se encuentran la cocina y un pequeño comedor; enfrentados al portón de entrada, hay un pequeño depósito de materiales, una sala de maestros y, dos metros por delante y al centro, el mástil con la bandera.
Cuando pregunto a Carmen dónde trabajaré yo, ella me señala desde el portón hasta el mástil e incluso el espacio descubierto en medio de los salones. Estamos hablando de un espacio de treinta metros de largo por quince de ancho, y laterales de diez por ocho; hay once rejillas para escurrir el agua, una justo en medio de la escuela y las restantes en cada esquina para colectar el agua de los minitechos conectadas con desagües de chapa.
Finalmente me quedo solo. Comienzo a recorrer el patio imaginando qué tareas podría hacer con relación al espacio disponible en las distintas clases, cuando dos personas golpean el portón de entrada. Como nadie atiende, me acerco, levanto la mirilla y compruebo que es el proveedor, que viene con insumos para el comedor. Le abro, el hombre me pregunta: “¿Y vos quién sos?”. “El nuevo de educación física”, le digo. Me da la mano, me dice muy apurado: “Bienvenido, espero que te vaya bien”. Sin esperar mi respuesta, coloca dos bolsas de papa, una de cebollas, una de zanahorias en un carro y se dirige a la cocina. Un joven apenas mayor que mis alumnos avanza con dos atados grandes de cebollas de verdeo y dos bolsas de morrones. El portón permanece abierto. Una vez que descargan las cosas en la cocina, regresan a una camioneta por más mercadería (fideos, dos cajas de puré de tomate, lavandina, detergente). Esta vez la cocinera los acompaña cansinamente hasta el portón. Mientras tanto, la puerta de 3.° A se abre fuerte y golpea contra la pared, salen despedidos tres alumnos, que comienzan a correr por el patio; su maestra les grita enérgicamente desde la puerta del salón, pero ellos no escuchan, ya son “libres”.
Mientras los chicos corren, el proveedor le acerca a la cocinera una factura, ella la revisa, le firma el original y conserva la copia. Saluda con la mano a sus dos visitantes, que prosiguen raudamente con sus visitas a otras escuelas. La cocinera me mira y me dice: “Es así mijito, ya estamos hartas de decirle a la dire que nos haga un cuartito al lado del portón… pero ella… nada…”. Me sonríe amablemente y sigue su camino a la cocina.
Vuelvo a revisar mis oficinas al aire libre y al cabo de un par de corridas los alumnos que se escaparon reparan en mí; se acercan despacio y me preguntan: “¿Y vos quién sos?”. Les respondo: “El nuevo de educación física”. Ellos al unísono responden: “Copado, este año vamos a jugar al fútbol, ¿nos vas a llevar a los torneos?”. Hago una pequeña pausa y respondo: “No sé, vamos a ver como se portan…”.
Los chicos se ríen, y seguimos conversando. Les pregunto: “¿Dónde hacen educación física?”. Me señalan la parte central del patio y me dicen “Allá”. Uno de los alumnos me dice: “Hace dos años íbamos a un campito acá a dos cuadras, pero después de un fin de semana largo vinieron unos de atrás del arroyo y armaron un asentamiento, un garrón…”.
Se abren las puertas simultáneamente de dos salones y salen las maestras con sus tazas y dos bolsas; los chicos se comentan: “Ahí van la de 6.° y la de 5.° a tomar su cafecito a la biblioteca y criticar a todos”. Una vez que las maestras entran a la biblioteca, les alumnes de 5.º y 6.º comienzan anticipadamente el recreo; faltan siete minutos, pero a nadie parece importarle. Los chicos de pronto me abandonan y se unen a los demás; lentamente comienzan a salir al patio todos los grados a jugar y caminar libremente, ya no hay nadie en los salones, y de pronto suena estridentemente el timbre, anunciando el inicio formal del recreo…
Ese día tuve una primera referencia de lo que sería trabajar en el corazón del colegio; desde mi lugar fui testigo privilegiado del funcionamiento de la escuela, por momentos fui quien abría el portón a padres, maestros y proveedores, fui árbitro de boxeo separando alumnos que no estaban en mi clase, di clases con público, cuando faltaba una maestra o alguien empezaba anticipadamente el recreo, fui cadete de la directora y la secretaría alcanzándoles libros de actas y comunicados a las maestras, barrí el patio y escurrí el agua para poder trabajar dignamente, corrí las cosas del proveedor para poder seguir trabajando y, además, di clases de educación física…
Cuando me pongo a pensar en aquellos días trabajados en la 40, me imagino a Foucault conversando conmigo: “Estimado colega, esta vista a su alrededor es lo que yo llamo ‘panóptico’”… Y de pronto vuelvo al comentario de mi vieja profesora de Prácticas de la Enseñanza y me repito: “Cuánta razón tenía…”.