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La construcción del concepto formal de “poder constituyente” en el Estado liberal conservador

Rubén Martínez Dalmau[1]

Introducción

A partir de finales del siglo xviii y durante buena parte del siglo xix, las oligarquías conservadoras europeas y americanas, temerosas de la potencialidad de transformación que habían demostrado los procesos constituyentes democráticos de Norteamérica (1776-1787), Francia (1789-1795) y, siguiéndolos, España (1810-1812) y las independencias latinoamericanas (a partir de 1811), construyeron un aparato teórico para defender un concepto conservador de “poder constituyente” vaciado de cualquier capacidad transformadora. La posición conservadora, que, siguiendo a Roviró (2011: 145), podemos entender como la corriente de pensamiento que busca preservar y reactivar lo que una sociedad lleva vivido a lo largo de su propia historia, que coincide con su carácter propio, con lo esencial, y que se encuentra cristalizado en sus normas consuetudinarias, muestra terror ante cualquier alteración de la disposición histórica del poder que pueda suponer una variación profunda del statu quo. Se entiende, por lo tanto, que el poder constituyente sea considerado por los sectores más tradicionalistas como una amenaza permanente a la disposición del poder, por lo que es preciso sortearlo, evitarlo, impedirlo en cualquier caso en que pudiera cobrar vida.

El poder constituyente es impredecible y, como se había demostrado, podía poner patas arriba cualquier esfuerzo, por intenso que fuera, de conservar la tradición. Conservar la tradición forma parte de una ideología: significa, en esencia, mantener las estructuras sociales, económicas y políticas de poder. La posición conservadora era el exponente de la posición de las élites, que se rebelarían contra cualquier cambio social revolucionario para evitar con todas sus fuerzas que pudiera fructificar y modificar los cimientos de poder de la sociedad; en términos lassallianos, las relaciones fácticas de poder (Lasalle, 2021: 55). Se trataba, como sabemos, de la reacción conservadora frente a los avances populares y, por lo tanto, del temor que provoca la democracia en las oligarquías.

En este trabajo se expondrán los fundamentos de la construcción del concepto formal de “poder constituyente” y sus efectos. Se partirá de la reacción conservadora ante los avances emancipadores del liberalismo democrático, y se explicarán cuáles son los conceptos jurídico-políticos enarbolados por el liberalismo conservador con el objeto de justificar el concepto formal de “poder constituyente”, en particular la soberanía compartida, el nominalismo de los derechos constitucionales y el poder de reforma constitucional[2].

La reacción del Estado liberal conservador a los procesos constituyentes democráticos

La expresión contemporánea del poder constituyente, sin duda la más democrática de las manifestaciones constituyentes en el largo periodo de inicio y consolidación del Estado moderno, tuvo lugar durante las Revoluciones norteamericana y francesa a finales del siglo xviii. El liberalismo democrático que la sostuvo tanto en sus principios teóricos como materialmente –a la hora de apostar por la revolución luchando contra la tiranía, fuera esta una metrópoli colonial o un rey absoluto– constituía una corriente de pensamiento que hundía sus raíces no solo en la Revolución inglesa, que, a mitad del siglo xvii, abolió la monarquía absoluta y revolucionó al Estado, sino en varias corrientes de pensamiento anteriores, como el humanismo y la Ilustración. Apelaban a la legitimidad democrática como el eje en torno al cual conseguir la refundación del Estado (Rosanvallon, 2010: 52 y ss.) De hecho, la traslación de los dispersos poderes medievales a la figura del rey, quien finalmente se convirtió en el centro del poder político que daría paso al Estado moderno, había provocado permanentes resistencias alrededor de las legítimas aspiraciones democráticas de los más desfavorecidos.

Fue en esta expresión contemporánea del poder constituyente, las revoluciones a caballo entre el siglo xviii y el xix, donde surgieron muchos de los formantes de la ideología democrática que las sociedades han utilizado durante los últimos siglos para manifestar, en términos de Arendt (2006: 157), su poder de constituir: proceso constituyente, asamblea constituyente, constitución democrática, voluntad popular, poder constituido… Otros, como el concepto “pueblo”, fueron rescatados del pasado y actualizados en el marco de los nuevos relatos de legitimidad. Estas revoluciones profundizaron en la búsqueda de caminos hacia el adelanto social, y avanzaron dialécticamente frente a formas contramayoritarias de poder que dificultaban el avance democrático dentro de lo que Noguera (2012: 15 y ss.) ha denominado “binomio progreso-regreso”, entendido como maximización o minimización de los derechos. Como se ha escrito en otra sede (Martínez Dalmau, 2014: 101-102), las sociedades impulsan los procesos constituyentes democráticos para cambiar los fundamentos de su convivencia en común con la expectativa de alcanzar mejores condiciones de vida. Aspiraciones que no siempre concuerdan con las que prefiere la manifestación constituida del poder constituyente, conocida habitualmente como poder constituido; esto es, el gobierno en el más amplio de sus significados.

El continuum democracia-constitucionalismo y la tensión que desprende son un permanente y problemático interrogante en torno al cual se sitúan buena parte de las posiciones doctrinales de los últimos siglos. A pesar de que es difícil establecer consensos en torno al equilibrio en la relación entre la democracia y el constitucionalismo, lo cierto es que son el eje vertebrador del constitucionalismo democrático y están presentes desde los primeros debates del pensamiento liberal democrático[3]. El gobierno, por su propia naturaleza, suele preferir dinámicas reproductivas, con circulación de élites y permanencias en los centros de poder político de intereses particulares o de grupo, que no necesariamente coinciden con los intereses generales defendidos por el pueblo. Se trata de dos voluntades, la del pueblo y la del gobierno, diferenciadas, cuyo denominador común se sitúa justamente en la constitución democrática, entendida como la norma jurídica suprema del ordenamiento jurídico que dota de formalidad a la voluntad constituyente.

En definitiva, los procesos constituyentes que se dieron a finales del siglo xviii y que tuvieron continuidad durante las primeras décadas del siglo xix fueron constitucionales, por supuesto; pero también fueron, en su esencia, democráticos y, por ello, se sitúan, con sus particularidades y pasando de soslayo sobre los disensos académicos al respecto, en la sucesión de procesos históricos de lucha de los pueblos para conseguir sociedades más justas y libres. Encontramos su fundamento en varios postulados defendidos por el liberalismo democrático que pueden sintetizarse en tres: gobiernos subordinados a la soberanía popular, constitución como expresión de la voluntad del pueblo, y constitución como norma vinculante. Posiblemente, una de las frases que mejor sintetice estos principios básicos es la que enunció Hallett (2021) en el conocido alegato en defensa del pueblo de Rhode Island que pronunció en 1848: el pueblo tiene el derecho a establecer sus formas de gobierno y ello implica, por encima de cualquier cosa, determinar cuál ha de ser su constitución[4].

La reacción conservadora desatada a raíz de los avances democráticos de finales del siglo xviii y principios del siglo xix no se hizo esperar. La pérdida de poder por parte de las élites tradicionales a favor de grandes masas de población bajo el principio de la libertad y la igualdad hizo sonar todas las alarmas. Por un lado, como ocurrió en la mayor parte de Europa, después de la derrota de los ejércitos napoleónicos los monarcas abandonaron los litigios que los habían llevado a mantener centenares de guerras durante siglos, y labraron todo tipo de alianzas tácticas con un único fin: la conservación del poder, aunque conllevara renuncias y aceptaciones propias de los nuevos tiempos. El bautizo de esta nueva alianza monárquica tuvo lugar en el difícil pero finalmente concluido Congreso de Viena (1814-1815), donde las grandes potencias europeas quisieron reorganizar la estructura del poder, que había saltado por los aires con la Revolución francesa, y amortiguar los efectos que un proceso revolucionario de tal calibre hubiera podido tener en Europa; las potencias europeas, que habían estado tan divididas por intereses tan contrapuestos durante tanto tiempo, fueron capaces de ponerse de acuerdo en enfrentar el futuro juntas (De la Torre, 2015: 4 y ss.), porque de ello dependía la supervivencia del statu quo. En un primer momento, se apostó por el retorno al absolutismo, pero al poco tiempo esta solución se mostró inviable, y se abrió paso a la negociación con las poderosas burguesías.

La dinámica de pactos entre el rey y el parlamento cuajó después de las experiencias revolucionarias bajo la tutela ideológica del liberalismo conservador, entendido como una fisonomía en la familia del pensamiento liberal más cercana al pragmatismo económico que a las ansias de dejar en el pasado a un Antiguo Régimen que suponían, con razón, ya fenecido y propio de épocas superadas. Pero, dentro de un árbol genealógico producto de tan imprecisa generación, han cabido diferentes fisonomías del liberalismo, que Nino (1990: 19-20) sintetiza en dos grandes familias muchas veces enfrentadas:

El liberalismo, tanto en el plano de la teoría política, como en el de la acción política, aparece constantemente dividido en dos grandes ramas, las que no sólo se enfrentan entre sí, sino que incluso a veces se cuestionan mutuamente la legitimidad de su linaje: el liberalismo que podemos llamar conservador, que pone énfasis principalmente en la defensa del libre mercado y de la propiedad privada, y el liberalismo igualitario, que avala la posibilidad de redistribuciones de bienes y recursos y de interferencias en las transacciones privadas, si ello es necesario para promover la igualdad entre los individuos.

La evolución posterior del liberalismo conservador ya en el siglo xx concibió el surgimiento de las escuelas económicas conservadoras y el conocido como “ordoliberalismo”[5].

Y es en este plano donde hace su aparición el concepto formal de “poder constituyente”. El acuerdo de élites en el que participaron los liberales conservadores y, en el caso europeo, los monarcas constitucionales no tenía como objetivo la desaparición de la constitución, acción insostenible a largo plazo e incompatible con la estabilidad a causa del arraigo que había obtenido el concepto de “constitución” en las aspiraciones populares de libertad y justicia social. De manera mucho más perspicaz, el Estado liberal optó por conservar el esqueleto formal de la constitución y producir su vaciamiento material. Se trataba de impedir la acción emancipadora de la constitución democrática, para lo cual desde las élites liberales se pergeñaron de una batería de argumentaciones doctrinales, muchas veces especulativas, pero que contaron con el apoyo de las escuelas positivistas de la época.

Los cimientos del concepto formal de “poder constituyente” expuestos por el liberalismo conservador fueron principalmente tres, relacionados directamente con los postulados del liberalismo democrático que habían sustentado a las revoluciones liberales: devaluar el concepto de “soberanía popular”, apelar a la inaplicación directa de las normas constitucionales más progresivas –los derechos–, y albergar en el parlamento (burgués) la capacidad de decidir qué es la constitución.

Soberanía compartida, nominalismo constitucional y el poder constituyente constituido

Si el constructo teórico de la constitución democrática se había creado en torno al concepto de “soberanía popular”, que contenía el germen de la revolución en ella misma, la táctica conservadora no podía ser otra que atacar a la médula espinal del concepto: su sujeto y su indivisibilidad. En efecto, el fundamento de la construcción del concepto moderno de “soberanía” había ido de la mano del fortalecimiento del Estado moderno, que era lo que finalmente preocupaba a Bodino. Como afirma Marshall (2010: 254), Bodino

tenía en mente al rey como titular de la soberanía. No porque Bodino fuera un seguidor de la doctrina del Derecho divino para gobernar. Lo que a Bodino le interesó fue que el Estado conservara su unidad y estabilidad, frente a la amenaza que significaba la guerra religiosa.

Puesto que la construcción del Estado moderno se levantaba en torno a la figura centralizadora del rey como vértice del poder, la soberanía debía residir en el monarca. Cuando Rousseau alteró el sujeto de la soberanía, la atribuyó al pueblo, y construyó de ese modo el concepto contemporáneo de “soberanía” –“popular”–, mantuvo inmutable su cualidad de poder indivisible, porque de lo contrario se quebraría el constructo teórico de la relación pueblo-soberanía. La indivisibilidad es, por lo tanto, una condición intrínseca de la soberanía.

Pero, para conseguir su objetivo, esta condición debía ser negada por el pensamiento liberal conservador. Para la idea de pacto que subyacía en los acuerdos de élites en el liberalismo conservador, se rescató el concepto medieval de “constitución mixta”, traducido en el pacto monarquía-pueblo, que serviría de argumento para justificar en el siglo xix la relación entre el rey y el parlamento burgués: es la puesta en marcha de las teorías de la soberanía compartida entre el rey y el pueblo, este último representado en el parlamento. La consecuencia era previsible: el pueblo, desposeído de la soberanía, dejaría de ser pueblo en su significado de sujeto del poder constituyente para convertirse en un convidado de piedra en la relación pactada entre el rey y el parlamento.

Con la incorporación de los dos sujetos en los que residiría la soberanía, el rey y el parlamento, que no representa otra cosa que el sacramento final del acuerdo de élites, se conseguían dos efectos que arremetían directamente contra la línea de flotación del concepto de “soberanía”: cuestionar su cimiento democrático y, por lo tanto, desvirtuar la capacidad emancipadora de la constitución. No importaba que hubiera que falsear las teorías sobre el sujeto de la soberanía al igualar la posición como cosoberanos del monarca y del pueblo, que al final apuntaba hacia la mutación del concepto “soberanía” en todas sus expresiones. Como afirma Fernández Sarasola (2005), el principio democrático era

falsificado [por] el liberalismo doctrinario y su teoría de la soberanía compartida y del pacto Rex-Regnum. Circunstancia ésta que, como es lógico, no podría dejar de generar una serie de consecuencias para la vida del Estado constitucional. Consecuencias que, desde el punto de vista de la política práctica, fueron, ciertamente, nefastas en cuanto que venían a dificultar el desarrollo y definitiva consolidación de aquella forma política en Europa.

El paso siguiente lo conocemos muy bien: la juridificación del concepto “soberanía” y, con ello, su tránsito del mundo de las ideas políticas al espacio del derecho. Las consecuencias las conocemos también: el ámbito del derecho es por definición un espacio ordenado, jerarquizado, limitado; todo lo contrario del campo de la soberanía, que, puesto que alude al poder legitimador, es por naturaleza creadora y ordenadora. Cuando la soberanía involuciona de fuerza ordenante a fuerza ordenada, es, por necesidad, limitada por una fuerza ordenante que ya no es ella misma; pierde su capacidad generadora. Al final, de lo que se trata única y exclusivamente, como advierte Negri (2015: 31-37), es de controlar la irreductibilidad del hecho constituyente, de sus efectos, de los valores que expresa.

Un segundo elemento capital para la desmovilización del papel emancipador de la constitución residió en obstaculizar su aplicación directa e impedir, de esa manera, que se pudiera apelar a ella por parte de la ciudadanía a la hora de reivindicar sus derechos en el marco de la institucionalidad. El objetivo era quebrar el sentido de la constitución como una norma directamente aplicable (normatividad) y limitarla a su mínima expresión (nominalismo), evitando la aplicación directa de los preceptos más transformadores. La forma de la constitución podía ser grandilocuente y contener grandes avances en su escritura, pero, a la hora de la realidad, se imposibilitaría cualquier cauce político o institucional que sirviera para activar estas declaraciones jurídicas y convertirlas en procesos políticos transformadores. La sutileza viene dada en que la constitución está ahí, aparece con sus páginas, sus artículos, sus capítulos y sus grandes declaraciones de derechos, pero carece de la fuerza para desprenderse del campo del Sollen e internarse en el del Sein. Es una constitución exclusivamente formal.

Es cierto que no todo el contenido de la constitución podía ser nominal; eso haría de ella, de hecho, una constitución semántica, y rompería la estrategia del liberalismo conservador europeo[6]: mostrar la existencia de una constitución, pero vaciarla en lo posible de los efectos que la burguesía decimonónica consideraba amenazantes. Estos efectos residían en las partes dogmáticas de las constituciones, que incorporaban los derechos. El problema, de hecho, no estribaba en las normas constitucionales orgánicas (disposición de las cámaras, elección de los parlamentarios, procedimientos legislativos, función de los poderes ejecutivos…), que eran imprescindibles para mantener el abecé de la democracia representativa. Era, más bien, al contrario; la aplicación directa de estas disposiciones era imprescindible, porque daba sustento a la naturaleza pactada de la representación burguesa en el parlamento. El asunto era específicamente la eficacia directa de los derechos, que debía ser controlada por el parlamento para acomodarla a sus intereses. Este es el fundamento de la constitución nominal: que las partes dogmáticas de las constituciones, donde reside su potencial emancipador, queden desvirtuadas por la ley, que responde a los intereses del parlamento liberal. Las escuelas del positivismo ideológico colaborarían al máximo en este sentido con la santificación de la aplicación científica de las reglas, conformadas por silogismos, y la comprensión limitada de la efectividad de los derechos –estructurados internamente como principios, que requerirían, según sus tesis, de desarrollo reglamentario para poder ser aplicados por los poderes públicos, en particular por los jueces.

Se trata, en definitiva, de la conocida preeminencia del Estado legal frente al Estado constitucional propia del liberalismo decimonónico, que conscientemente relega los derechos a meros desiderátums, normas programáticas, que nos hablan de futuribles y no de derechos exigibles frente a los poderes públicos y, por lo tanto, presentes en las relaciones políticas.

En tercer lugar, last but not least, cabe destacar un elemento que se consolidaría como determinante para zanjar la condición monstruosa del poder constituyente: el poder de reforma de la constitución, que acabaría en manos del parlamento, o bien en exclusiva o bien –sumun del pacto monarquía/parlamento– en cooperación con el rey, en pleno ejercicio del principio de la soberanía compartida. La sustitución de las convenciones constituyentes en convenciones constitucionales fue desde luego una sutileza que apuntaba hacia el mismo lugar: la transferencia del poder de modificar la constitución desde el sujeto soberano hacia los “representantes” de la soberanía en el parlamento. Esta capacidad del poder constituido de sustituir la voluntad constituyente por la constituida obtendría diferentes denominaciones: “poder constituyente constituido”, “poder constituyente derivado”, o “poder de reforma”. El denominador común es el mismo: un poder formalmente legitimado por la constitución, limitado en ella y por ella, que permite a los poderes constituidos modificar el texto constitucional.

En definitiva, a través de la virtual soberanía compartida, de la inaplicación de los principios constitucionales, y del desempoderamiento popular producto de la pérdida por parte de las mayorías de la capacidad de decidir qué es la constitución, la condición monstruosa quedaba definitivamente conjurada; el “pueblo en uso de su soberanía” pasaba a recordarse como una pesadilla de otro tiempo una vez que se había convertido en “el rey y el parlamento en uso de su soberanía”. La constitución democrática propia del liberalismo revolucionario podría recordarse como una locura de juventud que debía permanecer en el pasado. El liberalismo había perdido cualquier esencia revolucionaria, lo que le permitiría abrazar el orden y la estabilidad como principios exclusivos de su acción política, con gran satisfacción de los poderes establecidos a los que ya pertenecían plenamente.

Conclusiones

El concepto formal de “poder constituyente” dotó de instrumentos que facilitaron el predominio del liberalismo conservador y profundizó en la brecha entre el Estado legal y el Estado real. Siguiendo la conocida distinción de García Pelayo (1948: 88), la libertad fue una libertad formal:

No existe más derecho que el expresado en la ley, la cual, por otra parte, no se exige que tenga un contenido determinado, sino que este puede ser de cualquier índole. El liberalismo sustancial se había convertido en liberalismo formal; el Estado de Derecho, en Estado legal.

Se trató, por todo ello, de una posición que obstaculizó el avance democrático, lo que supuso una involución en los derechos de las mayorías.

Es cierto que la construcción teórica del liberalismo conservador no fue homogénea, y, de hecho, se adaptó a los medios propios de cada ámbito. En las monarquías europeas, contó con una peculiaridad que no podía darse en los sistemas republicanos: la presencia del rey, que visibilizó más aún el acuerdo de élites. Mientras que en las repúblicas este acuerdo tenía lugar entre las diferentes familias liberales, en las monarquías se materializó en las monarquías constitucionales, en las que el rey acataba la constitución, pero mantenía sus funciones ejecutivas y su capacidad de decidir en uso de la soberanía compartida con el parlamento.

El concepto formal de “poder constituyente” y de “constitución” fue determinante en varios de los retrocesos en derechos de la época y en tiempos posteriores: la negación y represión de los mecanismos directos de participación popular, el menoscabo del carácter democrático de la constitución, o la falta de voluntad para integrar en el Estado las necesidades de las nuevas clases sociales perjudicaron la libertad y la justicia social. Estas se reclamaban en la calle, ante la falta de mecanismos institucionales que las atendieran. Los avances sociales se conseguían a empujones, y la semilla revolucionaria siempre estuvo presente. Las instituciones no respondieron a estas necesidades, o lo hicieron tardíamente para acallar las demandas sociales.

Bibliografía

Arendt, H., On revolution. Nueva York: Penguin Books, 2006. Edición en español: Sobre la revolución. Madrid: Alianza, 2013.

Colón-Ríos, J., La constitución de la democracia. Bogotá: Universidad Externado de Colombia, 2013.

De la Torre del Río, R., El Congreso de Viena (1814-1815). Madrid: Los Libros de la Catarata, 2015.

Dyson, K., Conservative liberalism, ordo-liberalism, and the State. Disciplining democracy and the market. Oxford: Oxford University Press, 2021.

Fernández Sarasola, I., “La influencia de Francia en los orígenes del constitucionalismo español”, 2005, en Forum historiae iuris, t.ly/GNe2s.

García Pelayo, M., “Constitución y Derecho constitucional (Evolución y crisis de ambos conceptos)”. Revista de Estudios Políticos, n.º 37-38, 1948, pp. 53-122.

Hallett, B. F., El derecho del pueblo a establecer formas de gobierno. Pireo: Valencia, 2021.

Lassalle, F., Sobre la esencia de la Constitución. Traducción y estudio preliminar de Carlos Ruiz Miguel. Valencia: Pireo, 2021.

Marshall Barberán, P., “La soberanía popular como fundamento del orden estatal y como principio constitucional”. Revista de Derecho de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, n.º 35, 2010, pp. 245-286.

Martínez Dalmau, R., “El debate sobre la naturaleza del poder constituyente: elementos para una teoría de la Constitución democrática”, en Martínez Dalmau, Rubén (ed.), Teoría y práctica del poder constituyente. Valencia: Tirant, 2014.

Nino, S., “Liberalismo conservador: ¿liberal o conservador?”. Revista de Ciencia Política, vol. 12, n.º 1-2, 1990, pp. 19-44.

Noguera, A., Utopía y poder constituyente. Madrid: Sequitur, 2012.

Picarella, L., Hallett. El derecho del pueblo a establecer formas de gobierno. Pireo: Valencia, 2021.

Rosanvallon, P., La legitimidad democrática. Imparcialidad, reflexividad y proximidad. Barcelona: Paidós, 2010.
Roviró, Ignasi, “El pensamiento conservador en la España del siglo xix: Jaime Balmes y Donoso Cortés”. Revista de Hispanismo Filosófico, n.º 16, 2011, pp. 145-162.

Sunstein, C.R., “Constituciones y democracias: epílogo”, en Elster, J. y Slagstad, R. (dirs.), Constitucionalismo y democracia. México: Fondo de Cultura Económica, 1999.


  1. Universitat de València, España. Correo electrónico: ruben.martinez@uv.es.
  2. El presente trabajo ha sido elaborado sobre la base de la siguiente publicación: Martínez Dalmau, Rubén, “La condición monstruosa: la construcción del concepto formal de poder constituyente en la contemporaneidad y su implicación en la libertad y la justicia social”, en Guadarrama, Pablo y Picarella, Lucia (eds.), Libertad y justicia social para el cambio social. Teoría y conceptos. Fisciano (Italia): NaSC Free Press, Università degli Studi di Salerno, 2022, pp. 369-390.
  3. Como el que protagonizaron Jefferson y Madison. Cfr. Sunstein (1999: 344 y ss.). Para una síntesis sobre el debate entre constitucionalismo y democracia, cfr. Colón-Ríos (2013: 27 y ss.).
  4. Respecto a la controversia en Rhode Island sobre la legitimidad de la Constitución del pueblo frente a los poderes plutocráticos del Estado, cfr. Picarella (2021).
  5. En general, cfr. Dyson (2021: 21 y ss.).
  6. En el caso norteamericano, cabe insistir, la estrategia fue la contraria: vaciar las competencias de los Estados a través del proceso de fortalecimiento de la federación por medio de la supremacía de la Constitución de 1787, lo que ya estaba en mente de los federalistas y se realizó por vía del único tribunal previsto en la Constitución federal: la Corte Suprema de Justicia.


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