Ángela Sierra González[1]
Introducción
Uno de los problemas más básicos de las democracias consiste en determinar a través de qué vía la ciudadanía debe participar en la gobernabilidad, habida cuenta de que esta involucra distintos intereses relacionados con los fenómenos sociales. En última instancia, la complejidad reside en encontrar el modo de “alterar significativamente la manera en la que se afrontan los problemas colectivos” (Dente y Subirats, 2014). Es elemental advertir que, a la hora de establecer estas vías –más allá de las conductas sociales–, se evalúan los intereses de sujetos colectivos de arenas políticas muy diferentes (ideológicas, regulatorias y redistributivas), construidas desde el principio con códigos, objetivos, procedencias, institucionalidades muy diversos, en estados plurinacionales y pluriculturales. En un contexto de marcas de identidad heterogéneas, las posibilidades de antagonismo están en relación proporcional con la desigualdad de intereses y los conflictos entre ellos. Así que esta cuestión ha devenido en un problema fundamental, descartada la unanimidad debido a la pluralidad de intereses existentes en la sociedad. Por ello, no pueden establecerse unos parámetros transversales de afinidad colectiva, con carácter general. Sin embargo, las políticas públicas han representado este espacio de afinidad, dado que se pretende alcanzar en ellas un lugar de encuentro en el que estos intereses puedan dejar de ser antagónicos. Pero este objetivo se ha revelado bajo el neoliberalismo como imposible. Fragmentada la comunidad, o perdida la comunidad, como señalan algunos autores, se precisa como cuestión básica de afinidad lo “público”. Si además entendemos lo “público” como un espacio común, donde se generan tanto conflictos como soluciones, podemos decir que una “política pública” es un conjunto de objetivos, decisiones y acciones que lleva a cabo un gobierno para dar solución a problemas que se consideran prioritarios en un contexto particular (Tamayo, 1997), pero el hecho relevante es que las políticas públicas se han convertido, bajo las democracias liberales, en disruptivas, en origen de confrontación, o al menos de fricción.
De ahí que, en las últimas décadas, se hayan construido intentos novedosos –no tanto, por cierto, como se pretende por P. Dardot y C. Leval (2015)– como el establecimiento de lo “común”, como una contrafigura de lo “público”. Un concepto que pretende adecuarse a una idea de lo colectivo, como lo que surge cuando seres humanos se reúnen para hacer entre ellos sociedad en función de intereses compartidos, entre los cuales no hay ninguno que supere en importancia e intensidad al de convivir. El espacio de lo “común” se identifica, por tanto, como ámbito de y para el libre acuerdo entre seres autónomos y emancipados que viven en cuanto se encuadran en lo colectivo, a través de intereses compartidos.
El objetivo de esta reflexión es encontrar los principios de consenso democrático bajo la contrafigura de lo “común”, único principio que permite garantizar una cierta unidad de lo político y de lo moral, así como reinventar la noción de lo “público” en un marco social de conflicto y polarización que aparece en progresión en las democracias “occidentales”.
La “invención” de las políticas públicas y su carácter proyectivo
Las “políticas públicas”, bajo las democracias liberales, han sido una respuesta a la pregunta de si el derecho es o no un factor de cambio social y hasta dónde puede alcanzar este cambio. En todos los paradigmas utópicos de la modernidad, los aparatos normativos aparecían como el instrumento de instauración de una sociedad ideal. Las políticas públicas, una sociedad mejor. Puede que las “políticas públicas” tengan unas pretensiones más limitadas, pero lo cierto es que, a través de estas, se ha perseguido un cambio de la gobernabilidad y de la misma sociedad en su conjunto. Por tanto, las políticas públicas tienen un carácter proyectivo. Estas emergen en un contexto de reorientación del Estado que implicó un cambio en el rol del derecho, según un modelo en el que el Estado se legitima manteniendo una estrecha relación con la sociedad y respondiendo a sus demandas, particularmente si estas son mayoritarias. La aparición de las políticas públicas supuso un cambio de paradigma, habida cuenta de que estas constituyen un instrumento de realización de los derechos sociales de la ciudadanía, después del reconocimiento de los derechos civiles y de los políticos. Están, por tanto, íntimamente vinculadas con la funcionalidad de las propias democracias, como Estados, y del valor que en estas se otorga al derecho. Aún más, en este marco de funciones y valores, las políticas públicas evidencian las interconexiones entre el derecho y el Estado y muestran si la mediación de este entre las partes que conforman el conjunto de la sociedad es válida o eficaz. O si es parcial.
Es obvio que las “políticas públicas”, como expresión de derechos sociales, han sido esenciales en la historia del pensamiento jurídico y político moderno. Así lo han reconocido diversos autores, uno de ellos Humberto Cerroni (1979, 19), para el que el derecho constituye el ámbito de la “mediación, compensación y resolución del antagonismo entre intereses particulares e interés general, y constituye, por tanto, un campo experimental del problema más general de la mediación entre lo particular y lo universal”. De hecho, cuando se acuñó la expresión “Estado de derecho”, significó una auténtica ruptura con el orden anterior, un cambio en las estructuras del Estado y, al mismo tiempo, la búsqueda de una satisfacción social de cumplimiento de aspiraciones democráticas inspiradas en la idea de la existencia de un interés general que debía ser preservado. Han ido, pues, de la mano el cambio de las estructuras y la democratización de la gobernabilidad. Así, con las políticas públicas se pretendió una nueva forma de hacer política, con cuya realización, tal y como señala Norbert Lechner (1990, 33), se pretendía producir un orden, habida cuenta de que los grandes proyectos ideológicos surgidos de la modernidad habían naufragado.
¿Políticas tuteladas o políticas “participadas”?
En este contexto, cabe preguntarse qué orden. ¿Un orden participado por la ciudadanía, o un orden tutelado? Cuando surgió el concepto de “políticas públicas”, implicaba una idea de tutela de los intereses particulares y de la sociedad civil en su conjunto. Por ello, en su origen las políticas públicas estuvieron marcadas por su utilización como instrumentos de organización y de reforma de la sociedad, a través de la reforma de la administración. Pero, desde que se introdujo el concepto de “lo común”, como alternativa al welfare state, se ha dado una vuelta de tuerca al concepto de “políticas públicas”, como crítica, en parte, a una tutela estatal que ha desembocado en una suerte de dirigismo y burocratización, según Christian Laval y Pierre Dardot (2014). El espacio de lo “común” se identifica, por tanto, como ámbito de y para el libre acuerdo entre las ciudadanías diversas. Así, cuando se señala que hay que liberar lo común de su captura por el Estado, como recuerdan Laval y Dardort, (2014, 105) refiriéndose al debate de los socialistas, se intenta diferenciar, al nivel de acción, los que estaban por una “administración suprema” (Babeuf y sus partidarios) y aquellos que no confiaban en el Estado sino como mediador, para los que no se trataba de reinstaurar una comunidad
en la que el individuo se somete al todo, encarnado por un jefe y un partido, sino de reorganizar la sociedad de acuerdo con principios de gestión y de legislación que dan un poder real, una justa retribución y un reconocimiento a todos aquellos que participan en la obra común (Laval y Dardot, 2014, 105).
En virtud de la recuperación de lo “común”, se plantea con mayor fuerza, en un momento de crisis de las élites dirigentes, la cuestión de la construcción y consolidación del sujeto en la política. No hay democracia si no hay participación real y consciente de la ciudadanía, es decir, una ciudadanía activa y no una ciudadanía tutelada. Y, bajo la emergencia de lo común, como concepto político, fluye, como una corriente subterránea, una reconceptualización de los sujetos y sus acciones, de manera que se sitúan en las soluciones de determinados problemas las “relaciones técnicas” como relaciones de poder.
Por otro lado, la gama y la amplitud de las políticas manejadas por los Estados, los modos de intervención que requieren y la importancia de los recursos en juego modifican la naturaleza del Estado y de las relaciones sociales[2] y han provocado la emergencia del concepto de “lo común” como concepto básico de orden. En virtud de esta situación, se retorna a una idea de comunidad reformulada que pretende ser expresión no de un idealismo utópico, sino de un proceso de democratización que alcanza a todos los poderes. ¿Cómo podría tomarse un proceso de instauración de bienes comunes? En el marco de un debate sobre las responsabilidades políticas, el marinero Raphaël Hythlodée, en la utopía moreana, sostiene la tesis de que las sociedades europeas no se pueden reformar. Solo una solución radical podría cambiarlas, a saber, la introducción de la comunidad de bienes. La aplicación de esta medida podría crear las condiciones para instaurar una república ideal, como la existente en la isla de Utopía que Raphaël Hythlodée había conocido, según relataba, tras sus viajes con Americo Vespucci. El acento en la comunidad de bienes que se dio en algunas utopías (More, Campanella, Bacon) parece favorecer el punto de vista economicista, que los lleva a poner reparos a la propiedad privada, como expresión de poder sobre el otro.
Ese es un punto de unión de la utopía clásica con la utopía de los bienes comunes. Otro, el hecho de que lo común se sitúe en el espacio normativo e institucional, como sucede con todo el complejo y plural devenir histórico del pensamiento utópico.
El uso “extensivo” del adjetivo “común”
Sin embargo, aunque existan puntos de contacto, establecer una relación de continuidad entre las utopías y el proceso de institucionalización de bienes comunes es un asunto complejo, no solo por el uso “extensivo” del adjetivo “común”[3] en el pensamiento político moderno, sino también por el hecho de que no puede hablarse de una concepción utópica como de una teoría unitaria y estable, e, igualmente, hoy no puede hablarse de una concepción estable y sustantiva del bien común[4], como objetivo de la acción política[5], habida cuenta de que en las democracias liberales la acción política, o al menos parte de ella, tiende a estar basada en una visión particularista, legitimándose por el antagonismo de los denominados “grupos de interés”[6]. Estos grupos representan la diversidad multidimensional de las lógicas propietarias de las sociedades contemporáneas, un extremo que dificulta los procesos de institucionalización de los bienes comunes sin conflicto, bajo el principio de que lo bueno “para” algunos no necesariamente es bueno para todos.
Se trata, obviamente, de un principio restrictivo que pone en cuestión la posibilidad de bienes comunes que no sean los naturales (agua, el viento, etc.), aunque estos también están sujetos a procesos de expropiación. De manera que una concepción sustantiva del bien común, del que se derivase un concepto normativo de “bienes comunes”, solo se halla en el modelo social universalista[7], configurado por una tradición clásica del pensamiento político, que va de Platón, Aristóteles, Cicerón, Séneca, Tomás de Aquino, Erasmo, Suárez a Vitoria, tradición rastreada por Laval y Dardot (2014, 25), que reconocen la influencia en su reactualización de lo común, de una dilatada tradición teórica, precisando que se apoyan en la “larga historia de las creaciones jurídicas que ha desafiado en orden burgués y la lógica propietaria”.
Sea lo que fuere, desde su aparición como género en 1516, la utopía ha postulado la comunidad de bienes, si bien en algunos casos se ha confundido, en la tradición posterior, comunidad con estatalidad[8].
Los procesos de resignificación de las políticas públicas
Desde la aparición de la idea de lo común como alternativa, se ha intentado cambiar el sentido y el proceso de creación de las políticas públicas. El primer problema con el que nos enfrentamos cuando hacemos referencia a conceptos como “política pública” es la propia idea que se tiene de estas. La razón es simple, existen variados modos de construir el significado y el concepto de “política pública”. El término no siempre ha significado lo mismo. Y unos significados excluyen a otros. Las políticas públicas son objeto de investigación como práctica que reafirma la democracia y como estrategia para la producción de consensos, sin embargo, aquellas políticas públicas que se erigen sobre la base de consensos no están exentas de discusión y desde hace un buen tiempo han sido objeto central de debate. No es una casualidad, dado que definir con quién se consensua y en qué términos se consensua son acciones no exentas de sesgos políticos ni de posibles partidismos. Si bien es cierto que los procedimientos consensuales ofrecen multitud de posibilidades democráticas, no son los únicos, y pueden utilizarse estos a modo de complemento de otras estrategias basadas en la cercanía y el contacto directo entre las ciudadanías diversas.
Para empezar a analizar las políticas públicas desde esas dos perspectivas, democracia y consensos, hay que decir que la elaboración de las políticas públicas es un proceso que incluye a sujetos activos diversos que interactúan en diferentes escenarios: el gobierno, las cámaras legislativas y las calles. Los escenarios en los que interactúan estos actores y la naturaleza de las transacciones en las que se involucran dan cuenta del grado de democracia existente. Para ello, se requiere generar estados de convencimiento, que tengan como resultado la cooperación voluntaria de toda la sociedad en su conjunto. Para saber hasta qué punto la cooperación voluntaria modela el proceso, hay que comprobar el valor del consentimiento y la intencionalidad de los participantes en las instancias configuradoras de las políticas públicas. La función del consenso no solo recae en la posibilidad de interactuar de los sujetos colectivos en la sociedad civil, sino que el Estado, como representante del interés general, debe actuar como mediador entre los sujetos colectivos con intereses en conflicto.
La naturaleza de los acuerdos depende, obviamente, de la idea, compartida o enfrentada, que se tenga del interés general, o de lo “común”. La institucionalización de los bienes comunes mediante un sistema de normas tiene una naturaleza proyectiva, como las utopías. Los bienes y su conceptuación política determinan el funcionamiento del espacio social. Incluso, son inherentes a la identidad social. Responden a una demanda y están en relación con el orden al que responde, que a la vez los ubica dentro y fuera de él. Platearse una alternativa que se apoye en bienes comunes responde a un cambio de mentalidad, en un momento en que cada vez hay menos bienes comunes que contar.
Los cambios producidos en la política y en la economía durante las últimas décadas han propiciado un cuadro de fragmentación social que enfatiza las diferencias entre las personas a partir de componentes cada vez más complejos. En este contexto, tanto en el plano sustantivo como en el metodológico, se han venido formulando estrategias para dar contenido a un nuevo paradigma de bienes comunes. El derecho en esta dimensión más integral deja de ser un círculo de hierro para convertirse en una compleja red que vincula los componentes de la vida social, impregnándolos de sentido y funcionalidad. Sus postuladores (Laval y Dardot, 2014, 25) pretenden refundar el concepto de “común” situándolo deliberadamente en el terreno del derecho y de la institución (Laval y Dardot, 2014, 25). Así, frente a la idea del derecho como simple reflejo de voluntades políticas dominantes, las utopías, históricamente, se plantean los aparatos normativos como proyectos de sociedad que pueden y deben ser realizados a través de la acción política, concibiendo esta como un poder transformador.
Según esta argumentación se trata de crear una comunidad en acción, no hacer del Estado el poseedor del monopolio de la voluntad común. Si las utopías pretenden crear sociedades alternativas a través de normas, igualmente, la institucionalización de los bienes comunes constituye un contexto reorganizativo nuevo, en términos de una institución alternativa a la propiedad privada y a la propiedad del Estado. Es una utopía que emerge en un momento de hegemonía del sistema neoliberal, pero prolongando la tradición que invalida como injustas la propiedad privada y las lógicas de desposesión que derivan de esta[9]. Y, como alternativa, emerge en un momento álgido en la expropiación de los bienes individuales y colectivos, que avanza en un constante e ininterrumpido proceso de drenaje de riqueza. La desposesión no es una cuestión tratada por las utopías clásicas, dado que las utopías clásicas intentan establecer sistemas de distribución equitativa de los bienes pretendiendo mantenerlos en el tiempo sin cambios normativos. Se trata de una singularidad de lo común como alternativa. Es un objetivo, poner fin a la desposesión, insistiendo en el carácter activo del proceso jurídico[10], que constituye la vida social institucionalizada.
¿El mismo que elige los problemas elige las soluciones?
Por otro lado, y en relación con estos procesos, uno de los problemas acuciantes de las democracias bajo el modelo neoliberal lo constituye la eficacia y legitimidad del desempeño del sistema político respecto a las situaciones definidas como problemas colectivos. Precisamente, la identificación de un problema y su solución son lo que define el proceso democrático. El resultado de la involucración de los actores colectivos en un proceso articulado, bajo mediación, es lo que se especifica como política pública en un estado democrático. De hecho, en el proceso de construcción de las políticas públicas, las tendencias sociales se estructuran y concretan, tanto en torno de las soluciones como de los problemas. Y la falta de consenso sobre el alcance de las soluciones o sobre la delimitación de cuál es el problema causante de la necesidad de formular una política pública puede engendrar una grieta en el sistema. En cuyo caso nos encontramos ante una cuestión de gobernabilidad.
Así, desde hace algún tiempo, los problemas sociales derivados de los conflictos sobre el sentido de las políticas aparecen como problemas de gobernabilidad. O provocados por la gobernabilidad. Respecto a este proceso, según Pierre Muller (2009), se está produciendo un “desacoplamiento creciente entre la función de elaboración de las políticas públicas (policies) y la de representación política (politics)”. El desacople viene motivado, a su juicio, por el axioma que restringe, en origen y en función, como técnicas a las políticas públicas. Sin embargo, el desacuerdo sobre esta cuestión ha ido ensanchándose. Y, para el mismo Muller, las políticas públicas (2009) deben instrumentarse como un acto de mediación social, cuyo objetivo consistiría en corregir los desajustes sociales y generar consenso. Serían, pues, si se acepta este punto de vista, las políticas públicas un vector de gobernanza para intervenir en los procesos de negociación y conciliación entre partes. Para llegar a este punto, habría que coordinar a todos los actores sociales en el establecimiento de los objetivos. O, dicho de otro modo, las políticas públicas se entenderían como acciones de gobierno materializadas bajo la forma de pautas generales de decisión y acción encaminadas a responder a problemas actuales o potenciales de la agenda social política (Krieger, 2019), dirigidas a alcanzar acuerdos. Para ello, es clave no solo la representación delegada existente en los diversos niveles, sino la posibilidad directa de intervenir. Esta posibilidad emerge como una garantía preeminente, que toca muchos aspectos de la democracia.
En este punto hay que señalar una cuestión, a saber, que los sesgos de las definiciones de cuáles son los problemas colectivos y las maneras de solucionarlos han ido de la mano de la determinación de cuál es el origen de las soluciones de las políticas públicas. Es decir, si vienen desde abajo, o desde arriba. La tendencia a que se formulen desde arriba impide alcanzar los consensos –no se ven como necesarios–, y a esta circunstancia se suma que las políticas públicas atienden, generalmente, a la circunstancia o coyuntura sin presentar vías de acción de largo plazo, en cuyo caso serían consideradas como acciones de planificación[11]. Una posibilidad de acción que en las democracias liberales está en entredicho. O, mejor aún, estigmatizadas, habida cuenta de que la cultura de la planificación ha sido desvalorizada y considerada como equivalente al autoritarismo. Invalidando su dimensión previsora y funcional, especialmente, en el Estado moderno social y de bienestar. En todo caso, la eficacia de las políticas públicas depende de la manera como se discutan, aprueben y apliquen[12]. Al respecto, como señalan Ernesto Steim y Mariano Tommasi (2006, 395),
los enfoques estrictamente tecnócratas del diseño de políticas suelen ignorar los pasos críticos del proceso de diseño, negociación, aprobación y aplicación de las políticas, proceso que alberga en su seno el turbulento mundo de la política. El proceso político es inseparable del proceso de formulación de políticas. Ignorar este vínculo entre ambos puede conducir, como en efecto lo ha hecho, a reformas inadecuadas y decepcionantes.
El consenso es una construcción. No se puede obtener solo con un proceso de consulta y luego a continuación proceder a formular una solución desde arriba, establecida según un hipotético interés general. Una abstracción indeterminada. La cuestión insoslayable es quién determina el interés general. Por ello, el consenso debe construirse sobre la base de discusiones en todos los niveles de responsabilidad ciudadana. El consenso no es un dato cultural, sino un ejercicio que pasa por muchas instancias de consulta, deliberación y ejecución.
Y el fracaso (relativo o absoluto) de los resultados de las políticas públicas ha tenido efectos relevantes, como la puesta en cuestión de la gobernabilidad y de la acción representativa de las élites políticas. Esta es una situación que ha supuesto una larga controversia, aún abierta, sobre las democracias liberales. Dado que uno de los problemas más básicos de las democracias consiste en determinar a través de qué vía la ciudadanía debe participar en la gobernabilidad. Sin embargo, en lugar de participar en esta, en las últimas décadas de auge del neoliberalismo, en el seno de las democracias “occidentales” ocurre todo lo contrario. Por otro lado, rara vez las políticas públicas bastan por sí solas para comprender los procesos de cambio colectivos. Ni solo con ellas se puede transformar la sociedad.
De ahí que últimamente hayan proliferado los estudios sobre la gobernabilidad, bajo escrutinio a través de las políticas públicas. El sinfín de problemas que surgen en una sociedad plural, su heterogeneidad, complejidad, escala, conflictualidad y variabilidad provocan cada vez más complicaciones no solo de definición de los problemas, sino de determinación de sus soluciones.
Gobernabilidad democrática y políticas públicas
Llama la atención que el término “gobernabilidad”[13], que, hasta hace algunos años, solo aparecía en tratados académicos especializados, se haya vuelto hoy casi una palabra de uso común, aunque haya alguna disparidad entre lo que piensan algunos autores sobre ella. Para Foucault (1991), la problemática del gobierno comenzó a pensarse a partir del siglo xvi, en el cual el problema por resolver era cómo ser gobernados, por quién, hasta qué punto, con qué fin y con qué método[14].
Las cuestiones asociadas al vocablo “gobernabilidad” comenzaron a ingresar en la agenda de los políticos y estudiosos de los países desde mediados de los años setenta, junto con la crisis de la democracia, el desprestigio de las políticas públicas, la emergencia de nuevos movimientos sociales y el agotamiento de ciertas formas de estabilización política expresado por la aparición de conflictos armados más o menos localizados geográficamente. Todos estos fenómenos se constituyeron como expresiones visibles y espectaculares de los desequilibrios económicos internos e internacionales, junto con las “contradicciones culturales de las democracias” ajenas a la diversidad cultural y étnica, que estaban provocando conflictos. Expresión de tales desequilibrios la constituyen la segregación social y la falta de cohesión política. Así que la reflexión sobre la gobernabilidad tiene su origen en problemas sobrevenidos a las democracias representativas, en particular, bajo el neoliberalismo, habida cuenta de que la gobernabilidad democrática se manifiesta en cómo se definen los problemas y las soluciones. Es decir, qué se prioriza a la hora de decidir qué es un problema para la sociedad y cómo se soluciona. Entre estos problemas, nos hallamos ante los procesos de ruptura de las fronteras nacionales, ante la desintegración de las culturas y de las comunidades, ante las crisis políticas y económicas –hoy generalizadas–, ante la reducción del poder de los gobiernos y la subordinación de estos a instituciones trasnacionales, así como ante la “intrusión” de las grandes corporaciones en la gobernabilidad nacional y transnacional sin que la denominada “clase gobernante”, considerada en su conjunto, haga esfuerzo alguno por revertir esta situación. Las grandes corporaciones han aceptado una desviación de los principios del laissez faire bajo la condición de que la máquina gubernamental se someta a su control directo y las políticas públicas se definan en asociación con sus intereses.
De hecho, casi podría decirse sin exagerar que, en el modelo de democracia liberal, el parlamento tiene como función impedir que la representación de los intereses sociales mayoritarios modifique las políticas públicas que son favorables a las grandes corporaciones. Por ello, se atraviesa una crisis de representación y, en gran medida, un creciente desprestigio de las políticas públicas. En última instancia, la complejidad reside en encontrar el modo de “alterar significativamente la manera en la que se afrontan los problemas colectivos” (Dente y Subirats, 2014). Es elemental advertir que, a la hora de establecer estas vías –más allá de las conductas sociales–, se evalúan los intereses de sujetos sociales de arenas políticas muy diferentes (ideológicas, regulatorias y redistributivas), construidas desde el principio con códigos, objetivos, procedencias, institucionalidades muy diversos, en estados plurinacionales y pluriculturales. En un contexto de marcas de identidad heterogéneas, las posibilidades de antagonismo están en relación proporcional con la desigualdad de intereses.
A manera de conclusión
La ideología neoliberal ha devenido en la base moral, conceptual, política, social y económica de la sociedad “occidental” actual configurando en el fondo toda la cosmovisión de la mayoría social y aglutinando la mayoría de los valores y comportamientos colectivos. Con la crisis sistémica sobrevenida, tales valores han provocado, de paso, una crisis de la democracia que ha conducido a su puesta en cuestión. De ahí que una reflexión sobre la gobernabilidad implique, también, una reflexión sobre la democracia.
En este escenario, el paradigma emergente de gobernabilidad “común” pretende viabilizar los valores del pluralismo, la participación, la representatividad plena, las decisiones políticas reflexivas y participadas, la solidaridad, la equidad y la ética. Todos estos valores se van a contraponer –en el seno de las democracias– a los valores neoliberales constitutivos de una visión excluyente, legitimadora de la desigualdad con base en la sacralización del “principio de competencia” individualista. De ahí que determinadas políticas públicas redistributivas sean puestas en cuestión, tratándolas como si fuesen “beneficios” concedidos a determinadas minorías, contribuyendo a su fracaso.
El fracaso de las políticas públicas provoca, como sucede con Laval y Dardot (2014), una forma de nostalgia por una comunidad que se ha perdido y que, por ende, tienen que recuperar en el mínimo encuentro de una idea de lo común. Se trata de restablecer esa comunidad ausente mediante una idea de acción común. Sobre esta posibilidad de retorno de lo común, Peter Sloterdijk (2003) retomó precisamente la figura de la esfera para ilustrar cómo la comunidad es hoy más que nunca irrealizable, pues las esferas que nos contienen y hacen posible la vida en común son cada vez más estrechas, receptáculos “inmunitarios” que nos salvan del contacto con los demás y que, finalmente, terminan circunscribiéndose a nuestra propia piel. De modo semejante a Sloterdijk, Roberto Esposito ha desarrollado el tema de la comunidad como algo irrealizable en algunas de sus obras más conocidas (2003, 2006, 2009). Para él, el carácter utópico de la comunidad va a la par de su carácter paradójico, pues la comunidad siempre está presente, nacemos y vivimos en común. Dicho estar en común se halla siempre en defecto, en falta; termina en algo fallido, porque a cada momento lo volvemos irrealizable. En suma, la comunidad que nos constituye, pero que, al mismo tiempo, está ausente. Así que puede que tengamos que conformarnos todavía con las políticas públicas para configurar una agenda de cambios.
Bibliografía
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Dente, Bruno y Joan Subirats (2014). Análisis y estudios de los procesos de decisión en políticas públicas, Ariel, Barcelona.
Esposito, Roberto (2003). Communitas. Origen y destino de la comunidad, Amorrortu, Buenos Aires.
Esposito, Roberto (2005). Immunitas. Protección y negación de la vida, Amorrortu, Buenos Aires.
Esposito, Roberto (2006). Bios. Biopolítica y filosofía, Amorrortu, Buenos Aires.
Foucault, Michel (1991). “La gubernamentalidad”, en Foucault, M., Donzelot, J., Grignon, C., Gaudemar, J. P., Muel, F. y Castel, R. (eds.), Espacios de Poder, La Piqueta, Madrid, pp. 9-26.
Hoppe, Werner (1993). “Planificación”, Documentación Administrativa, n.º 235-236.
Krieger, Nancy N. (2019). “A critical research agenda for social justice and public health: an ecosocial proposal”, en Levy, B. (ed), Social Injustice and Public Health, Oxford University Press, Nueva York, 3.º ed., pp. 531-552.
Laval, Christian y Pierre Dardot (2014). Común, Gedisa, Barcelona, 2.º edición.
Lechner, Norbert (1990). Los patios interiores de la democracia, subjetividad y la política, Fondo de Cultura Económica, Chile.
Medina Ocampo, Edward José (2016). “Democracia y gobernabilidad”, Bonum Commune. Revista del Instituto Universitario Puebla, año 1, vol. 1, pp. 57-60, abril-junio.
Muller, Pierre (2009). Les politiques publiques, Presses Universitaries Francence, París.
Sloterdij, Peter (2003). Esferas i: Burbujas. Microsferología, Siruela, Madrid.
Steim, Ernesto y Mariano Tommasi (2006). “La política de las políticas públicas”, Política y Gobierno, vol. 13, n.º 2, ii semestre, p. 395.
Tamayo Sáez, Manuel (1997). “El análisis de las políticas públicas” (cap.11), en Bañón, Rafael y Carrillo, Ernesto (comps.), La nueva administración pública, Alianza Editorial, Madrid.
- Universidad de La Laguna (España).↵
- No es sorprendente, señala Jean-Claude Thoenig (Las Políticas Públicas, Editorial Ariel, Barcelona, 1992, p. 2), que un fenómeno de tal amplitud haya constituido el campo por excelencia de las investigaciones de los analistas políticos. En cierto modo, el análisis de estas políticas está históricamente ligado al desarrollo del welfare state. El interés suscitado por las intervenciones masivas y multiformes del Estado explica que el análisis de las políticas públicas se haya convertido en un instrumento para juzgar el propio Estado, incluso para definir cuál es su ideología.↵
- Los diversos usos de “común”, “comuna” y “comunes” favorecen confusiones. Mientras que “comuna” se refiere a un sistema de autogobierno político local, “comunes” se refieren a bienes de naturaleza diversa.↵
- La crítica a la idea de la universalidad del bien común procede del particularismo que asocia bien a interés basándose en que la sociedad está conformada por un conjunto de individuos de los cuales cada uno persigue sus propios fines y destinos.↵
- Con el triunfo del neoliberalismo globalista, se pretendió la creación de una sociedad mundial. Presuntamente, ya no existen regiones particulares del globo que escapen a la presión por una integración normativa universalista bajo criterios cosmopolitas ni a la coordinación estructural bajo las exigencias de la diferenciación funcional, pero lo cierto es que se ha producido un retorno a los particularismos nacionales.↵
- Las definiciones abundan cuando se trata de grupos de interés, que a veces se denominan “intereses especiales”, “organizaciones de interés”, “grupos de presión” o simplemente “intereses”. La mayoría de las definiciones especifican que el grupo de interés indica cualquier asociación formal de individuos u organizaciones que intentan influir en la toma de decisiones del gobierno o en la elaboración de políticas públicas. A menudo, esta influencia es ejercida por un grupo de presión o una empresa de cabildeo.↵
- Un modelo que, salvadas las distancias, invalidaría en el presente una acción política localmente situada, intereses temáticamente restringidos y conclusiones espacialmente acotadas. ↵
- La confusión se produce en algunos paradigmas utópico-renacentistas, como la ciudad del sol de Campanella, y en el utopismo romántico del siglo xix.↵
- ¿Qué es la propiedad?: “La propiedad es un robo”, escribió Pierre Joseph Proudhon en 1840 (Qu’est-ce que la propriété? ou Recherches sur le principe du droit et du gouvernement, J.F. Brocard, París, 1840). Proudhon fue uno de los primeros teóricos revolucionarios en denunciar la propiedad utilizada para explotar el trabajo de los demás. Como teórico reflexiona sobre la contradicción existente entre la esperanza de alcanzar un orden social justo y la existencia de un derecho civil protector de los intereses particulares. Llega así a la siguiente conclusión: para un orden social justo, importa más la distribución de la riqueza que la representación política. Por eso su frase “La propiedad es un robo” resultó tan contundente.↵
- Podría, tal vez, entenderse este activismo como la introducción de un carácter evolutivo de la acción utópica que se descarta en las utopías clásicas.↵
- Según Werner Hoppe (1993, 167), “la planificación se basa en la comprensión analítica de situaciones actuales, en el pronóstico frente a evoluciones futuras, así como en proyectos sobre un ordenamiento normativo. Todos los medios y medidas se centran en un objetivo determinado, por lo que cualquier corriente contraria o cualquier limitación resultaría contraria a la idea misma de la planificación. En cambio, el Derecho presume la existencia de limitaciones y establece, asimismo, limitaciones para determinados ámbitos”.↵
- Para Ernesto Steim y Mariano Tommasi, quizá “haya llegado la hora de mirar más allá del contenido específico de las políticas y fijarse en los procesos críticos que les dan forma, las ponen en práctica y las mantienen vigentes en el tiempo. Los enfoques estrictamente tecnócratas del diseño de políticas suelen ignorar los pasos críticos del proceso de diseño, negociación, aprobación y aplicación de las políticas, proceso que alberga en su seno el turbulento mundo de la política (Steim y Tommasi, 2006, 395).↵
- Una definición de diccionario nos diría que “gobernabilidad” significa, literalmente, ‘calidad, estado o propiedad de ser gobernable’; “gobernable” significa, sin más, ‘capaz de ser gobernado’; mientras que su opuesto, “ingobernable”, designaría aquello que es ‘incapaz de ser gobernado’. Para algunos autores, a los que sigue Edward José Medina Ocampo (2016), “la gobernabilidad se vincula con el sistema de capacidades que se generan para que el desarrollo de la sociedad quede correlacionado a un desarrollo y conservación del Estado democrático, una de estas manifestaciones de gobernabilidad o ingobernabilidad, se observaba en la sobrecarga del Estado de bienestar, provocando las crisis fiscales”.↵
- Véase Foucault (1991).↵