Enrique Robira[1]
Buenos Aires, sigue siendo la ciudad más liberal y munificente de Hispanoamérica, tal vez del mundo. La Avenida de Mayo y las Diagonales conducen al foro de la Plaza Mayor, donde el Cabildo eterniza el ayuntamiento republicano, la Catedral custodia las cenizas del héroe.
José Gabriel [2]
Introducción
El presente trabajo tiene el interés de explorar cómo se significó la Ciudad de Buenos Aires entre 1880 y 1890 desde sus espacios simbólicos urbanos en el contexto de la reorganización del Estado moderno y el acrecentamiento de las corrientes inmigratorias. Analizaremos cómo se fue forjando la imagen de la Ciudad como capital de la República, además de inscribir a sus habitantes nativos y extranjeros como integrantes de ella.
La ciudad no es solamente un espacio físico, es una construcción simbólica cívica, que construye los imaginarios tanto internos como externos. Estos espacios simbólicos se entienden como lugares de sentido que confieren identidad de ciudadanía y vínculo de pertenencia al Estado. Las comunidades latinoamericanas, contemporáneamente en el siglo xix, estaban en vías de unificación nacional, en tránsito y tensión entre su pasado histórico y su proyección futura. Por lo tanto, el liderazgo que las ciudades capitales adquieren en este proceso es decisivo. Como dice Juan Bautista Alberdi sobre Buenos Aires:
… es la ciudad de Buenos Aires en que está resumida la Nación Argentina […] porque todos los elementos y recursos del poder nacional, puerto, tráfico, aduana, crédito, tesoro, administración, registros, archivos, oficinas, monumentos históricos, se hallan reconcentrados, establecidos y arraigados en la ciudad de Buenos Aires, por la legislación, la historia y la costumbre del país argentino.[3]
En el mismo sentido, Manuel Augusto Montes de Oca apelaba a la tradición histórica fundacional al expresar que la Ciudad de Buenos Aires es la capital natural, histórica y definitiva de la República Argentina en la ciudad de tres siglos.[4]
Tanto Domingo Faustino Sarmiento como Eduardo Wilde, Julio Argentino Roca y Torcuato de Alvear, contemporáneos entre sí, pensaron la nueva capital y sus símbolos. Estos también construyeron la ciudad y nos referencian tanto a los orígenes como a determinados acontecimientos temporales y espaciales.
Una ciudad contiene una variedad de espacios públicos que la caracterizan y que constituyen su imagen propia. Estos espacios simbólicos se reforzaron frente a la diversidad cultural representada en sus inmigrantes que arribaron a Buenos Aires desde diversas procedencias. Ante esto, la capital experimentó un crecimiento vertiginoso que terminó por convertirla en una ciudad cosmopolita y heterogénea en sus barrios.
El geógrafo francés Joel Bonnemaison (1940-1997) aplica el término de “geosímbolo” como señalador espacial, es decir, un signo en el espacio que refleja y elabora una determinada identidad. El autor nos aclara el concepto: “Los geosímbolos marcan el territorio con símbolos que arraigan las iconologías en los espacios-lugares. Delimitan el territorio, lo animan, le confieren sentido y lo estructuran”.[5] En efecto, los hitos simbólicos de la ciudad confirieron su identidad. Esta identidad es la conciencia explícita o implícita de sentido de pertenencia a una comunidad, que comparte sus mismos códigos y bienes culturales tangibles e intangibles, es decir, un espacio territorial y una tradición histórica.
Nos abocamos a analizar dos lugares emblemáticos para este período de la Ciudad de Buenos Aires en que fue declarada capital de la República, la Plaza de Mayo, y el Panteón Nacional, es decir, el cementerio del Norte que fue remodelado por la gestión del primer intendente porteño Torcuato de Alvear, perteneciente a una familia patricia, a partir de 1880.
Comenzaremos exponiendo el espacio cívico por excelencia, la Plaza de Mayo, como imagen simbólica y céntrica de la Capital Federal, y seguidamente nos ocuparemos del cementerio, en el segundo apartado.
La remodelación de la plaza mayor
¿Qué será Buenos Aires?
Es la Plaza de Mayo a la que volvieron, después de haber guerreado en el continente, hombres cansados y felices.
Jorge Luis Borges[6]
Lo que hace diferente a una ciudad de otra son las imágenes y los símbolos que sobre ella construyeron sus propios habitantes. Por esta razón, cada ciudad es única por su desenvolvimiento histórico y su geografía. En efecto, cuando se habla de una determinada ciudad, la imaginación instantáneamente convoca edificios y lugares públicos que confieren su perfil. Tal es el caso de la plaza mayor en Latinoamérica desde su fundación en el siglo xvi.
Ahora bien, estas imágenes y símbolos urbanos cambian en virtud de las circunstancias y expectativas que una sociedad tiene y despliega en determinadas épocas y contextos epocales.
El cambio de imagen con respecto a la plaza, que proyectaron conjuntamente el presidente Roca y el intendente Alvear hacia 1880, apuntó a mostrar el nuevo estatus de la ciudad como capital definitiva, moderna y en transformación permanente.
La plaza mayor adquirió desde sus inicios un carácter polifuncional, que continuó en el tiempo. Sobre esto, un especialista en la materia observa una diferencia sustancial con respecto a la organización espacial:
En España y en Europa los edificios representativos del poder gubernamental y comercial, del poder social, así como los del espiritual y eclesiástico se encontraban desparramados por la topografía urbana. En América la plaza mayor los va a concentrar a todos.[7]
La totalidad urbana se referencia a esta plaza mayor como punto céntrico y geométrico de orientación geográfica que organiza su entorno. De ahí el movimiento centrífugo y centrípeto que se genera en torno a ella. La ciudad surge desde la plaza mayor y se va extendiendo. Según estipulaba la Real Ordenanza de 1573, sobre la fundación de ciudades, el trazado de las calles de la ciudad había que hacerlo a partir de la plaza central.[8]
Este “geosímbolo” vincula la sociedad civil con las instituciones del Estado generando un intenso movimiento: “de día es un torbellino”, dicen las fuentes contemporáneas. Edificios administrativos como “la Casa de Gobierno Nacional, el Correo, el Congreso Nacional, la Aduana, los escritorios administrativos, los trenes, el movimiento de pasajeros, todo se vuelca en ella en corrientes continuas que hacen un hormiguero masculino todo el día”. Y sobre la relación entre espacio y la mujer, agrega: “No pasan mas mujeres que las tramitantes de asuntos nacionales”.[9]
Como se puede observar, es un espacio de sociabilidad pública y cívica donde interactúan los ciudadanos masculinos. También se aprecia esa característica sociológica de la vida moderna urbana observada por George Simmell como la intensificación de la “vida nerviosa”,[10] el vértigo y la aceleración del tiempo, como nuevo fenómeno en la metrópolis capitalista y las multitudes que transitan masificados como hormigueros. Por otro lado, la omnipresencia del reloj que no solo mide el tiempo, sino que disciplina la vida del ciudadano y la sociedad urbana.
El término “revolución” evoca aquí el mito de origen de nuestras naciones hispanoamericanas independientes; un mito en el que se entrelaza el concepto de “revolución” con el de “independencia” como fenómenos fundacionales de los Estados nación surgidos del quiebre del orden colonial. Estos elementos son presupuestos muy arraigados en nuestra cultura y memoria histórica desde la educación primaria.
En las fiestas mayas, anualmente se celebraba el acontecimiento de la revolución de 1810, fundante de un nuevo comienzo en el tiempo para la ciudad y la República. Por esta razón todas las plazas mayores de Latinoamérica se denominaron “Independencia”, como reconoce el historiador chileno Mix Rojas. [11]
En suma, la revolución como liturgia conmemorativa y como acción atraviesa el largo siglo xix.
En 1884 el intendente Alvear, con el aval del presidente Julio Roca, puso en marcha el plan de obras que, aunque no se completó en su totalidad, produjo un cambio sustancial en la fisonomía de la plaza matriz. La desaparición de la recova fusionó la plaza 25 de Mayo con la Plaza de la Victoria, lo que resultó una unidad espacial de forma rectangular que se denominó Plaza de Mayo.[12]
De esta forma, como dicen Enrique Rajchenberg y Catherine Heau-Lambert, “la historia escrita en el espacio es el contenido de la geografía nacional. El territorio queda así investido de una fuerza simbólica capaz de unificar sentidos en torno al espacio habitado y materialmente ocupado”.[13]
En medio de la polémica suscitada por la inconveniencia sanitaria de sepultar en los templos, se tomó esta excepción de colocar sus restos mortales, como era tradición para las grandes personalidades, en un recinto cerrado sobre el antiguo campo santo de la catedral clausurado en 1821 y donde se encontraba el patio del Palacio Arzobispal. La concepción del concepto de sacrifico personal en aras de la libertad de la patria lo equiparó a una figura del santoral de la liturgia católica. Incluso se guardó en la capilla del cementerio del Norte, como reliquia sagrada, el paño que cubrió su féretro durante su repatriación. Archivo Histórico Municipal Ciudad de Buenos Aires, Leg. 37, Administración del cementerio del Norte, 1882. Desde entonces esta plaza se la pensó con sentido transnacional. Según una interpretación circulante y difundida en la época y reproducida en la prensa, que enfatizó el acontecimiento histórico de mayo de 1810 como fundacional en el tiempo y en el espacio en la plaza mayor de donde “partió el movimiento emancipador que dio la libertad a medio continente”.[14]
Con esto la Plaza de Mayo se convirtió en el centro simbólico del proceso de unificación nacional y subcontinental. Obviamente se trató de borrar todo vestigio del periodo hispánico, de ahí otra de las advocaciones que recibió Buenos Aires como la “Ciudad de Mayo”.[15]
Es decir, se pensaba una capital trascendente a las fronteras de los estados nacionales que todavía se estaban delimitando, y la figura del general San Martín como héroe máximo nacional y libertador de Chile y Perú fue la más apropiada. De modo que la decisión final de depositar sus restos en el recinto sagrado de la Catedral Metropolitana,[16] y frente a la Plaza de Mayo, cobró un alto valor simbólico como figura heroica sacralizada y de consenso en medio de un conflicto civil por la definición de la capital. La presencia de su cuerpo en el recinto de la catedral metropolitana en Buenos Aires extendió y potenció el prestigio de la capital como referencia histórica nacional y sudamericana.[17]
Esta consideración sobre los muertos ilustres nos introduce en el segundo punto acerca de la conformación de otro geosímbolo como panteón nacional.
El cementerio del Norte
Todos estaban allí. Buenos Aires visitaba a Buenos Aires porque en aquella tierra tantas veces humedecida con el llanto, duerme una población de doscientas cincuenta mil personas. Las tumbas tienen sus enseñanzas.
La Patria Argentina [18]
El tema de la muerte en las ciudades adquirió una especial atención que respondió, entre otros factores, a la dinámica del crecimiento y mortalidad de las poblaciones. No solo se trató de una cuestión meramente sanitaria, sino, como veremos en este caso en particular, de un carácter estrictamente cívico y pedagógico.
Los fallecidos, aunque ausentes físicamente, se hacen presentes generando y hasta a veces tensionando afectos, espacios, ideas y objetos cotidianos en determinados tiempos históricos y en la memoria colectiva. La muerte genera también un lenguaje simbólico.
En este segundo apartado, se analiza el cementerio, desde el sentido de la civitas como espacio simbólico cultual, destinado a preservar la memoria y la herencia colectiva de la nación, centrada en las reliquias de las personalidades ilustres como es el caso particular del cementerio del Norte[19].
Los espacios tanáticos son el testimonio visible de las diferentes formas de sentir y representar la muerte que va teniendo una cultura a través del tiempo, expresada mediante una profusa iconografía simbólica, compuesta por esculturas, monumentos, columnas, bóvedas y epitafios portadores de mensajes que conformaron una estética comunicacional sobre la vida y la muerte. La textualidad contenida en los epitafios está pensada para el tiempo futuro, hablan, podríamos decir, de una generación a otra, a los que vendrán.
En el siglo xix, la muerte tuvo un gran despliegue de visibilidad y ostentación en cuanto a una escenografía compuesta por el velatorio, ornamentaciones alegóricas vivientes, catafalcos, crespones, cortejo y la morada final en la bóveda familiar. La simbología funeraria en la arquitectura y en la papelería burocrática municipal reproduce escenas y planos de las bóvedas y los monumentos y las actitudes humanas. Se evidencia una sensibilidad ante la muerte como es la visita ritual y periódica al cementerio.
La necrópolis liga el tiempo pasado y futuro y lo fija en un espacio, y allí se deposita la historia, la permanencia de la memoria a través de monumentos y la preservación de restos. La memoria colectiva, dice Renato Ortiz, genera un espacio que le es propio donde se enraíza para existir.[20]
De esta manera, los cementerios constituyen hitos fundamentales de la identidad urbana. La arquitectura decimonónica privilegia la conmemoración y la nacionalidad como sentido de afirmación y pertenencia ciudadana. Honorato de Balzac escribió al respecto en 1834:
Los acontecimientos de la vida humana, ya sea pública o privada, están tan íntimamente ligados a la arquitectura, que la mayoría de los observadores pueden reconstruir a las naciones o a los individuos en toda la realidad de sus hábitos, según los restos de sus monumentos públicos o por el examen de sus reliquias privadas.[21]
Y su contemporáneo, el crítico de arte inglés John Ruskin[22] en 1849, enunció una tipología arquitectónica capaz de imprimir carácter y permanencia, constituida por la edificación: religiosa, conmemorativa, civil, militar y doméstica. De todas ellas, privilegió la arquitectura de tipo conmemorativa, que comprende a la vez monumentos y tumbas. No es casual, entonces, que así lo haya concebido, dado que, a su entender, los monumentos, con su lenguaje alegórico y visual, cumplían una función civilizadora y pedagógica en la cultura urbana de los Estados republicanos como vía de conocimiento sensible para la instrucción histórica de una sociedad heterogénea.
En nuestro medio, en el discurso de inhumación de los restos del doctor José Roque Pérez, el nuevo mártir, víctima de la epidemia de fiebre amarilla de 1871, el representante presidencial del presidente Sarmiento, Luis Varela expresó el carácter sagrado de su tumba, dispositivo del culto heroico republicano: “Que los que mueren dándonos ejemplo no es sepulcro el sepulcro, sino templo”.[23]
Diez años después, José María Gutiérrez tomó al templo como modelo arquitectónico integrador y de síntesis donde
se reúne lo soberbio de la línea que concreta la forma en el espacio con la arquitectura, la expresión magnífica del cuerpo humano en la estatuaria, la imagen, y la poesía de lo que abarca el ojo en la pintura…[24]
Las alegorías de la cultura grecolatina reaparecieron en la estética neoclásica de los cementerios durante el siglo xix en el contexto liberal. A través de ellas, se representaban un conjunto de ideas y abstracciones, como el significado de la virtud cívica, la patria, la libertad, la justicia, las hazañas heroicas, para formar y homogeneizar una conciencia colectiva y nacional.
La mirada y las constantes referencias a los filósofos, los artistas, las construcciones edilicias, la mitología, las obras literarias se inspiraron en la Antigüedad clásica grecolatina que predominó entre nosotros. Este recurso mitológico y alegórico ornamental es lo que Martini y Peña denominan “ornamentación predicativa o relatada”.[25]
Este revival del pasado cultural también recuperó otras procedencias y estilos, como el egipcio y el gótico, adaptado a su presente, como venía ocurriendo en Francia e Inglaterra.
Las investigaciones y los hallazgos arqueológicos que se desarrollaban en las ruinas de las ciudades sepultadas de Pompeya y Herculano desde mediados del siglo xviii contribuyeron en gran medida a despertar y revitalizar la atracción y el interés por las antiguas ciudades y sus modos de vida, lo cual dio origen a la llamada “corriente neoclásica”. Como puede verse, los antiguos restos conformaban un basamento sólido para la formación del Estado nacional, de ahí la interacción que observaba Ruskin entre la muerte, el arte y la literatura como elementos constitutivos de la civilización.
En los cementerios se encuentra una ornamentación compuesta de símbolos de origen mítico precristiano que se entremezclan con los de origen propiamente cristiano en la fachada de las bóvedas. Esta simbología funeraria que se hallaba presente en todos los cementerios de la época consistía en cruces, ángeles, corona de laureles, cintas, estelas, la Parca portando la guadaña, la representación antropomórfica de Cronos, la clepsidra alada y la antorcha cruzada e invertida, que representaba el reino de la oscuridad de Hades y el mundo del Averno. Otro diseño que aparece ligado a las muertes prematuras es la columna truncada.
La construcción de la bóveda familiar que comenzó a difundirse en las últimas décadas del siglo xix constituyó el núcleo del culto doméstico, íntimo de la familia, que se realizaba en un recinto cerrado y privado. El estatus social y económico en vida también determina la posición en la muerte, a través del lugar de sepultura que se elige y diseña. La vivienda tiene su correlato en la bóveda funeraria como indicador de cómo se ha vivido y de la posición simbólica dentro de la sociedad. La ciudad de los muertos también posee jerarquías sociales, ordenadas en relación con la ciudad de los vivos. La bóveda consta de tres niveles. En el interior, en el subsuelo se encuentra una cámara donde son depositados los antepasados, es decir, la estirpe, la genealogía familiar en forma ascendente hasta alcanzar el nivel de la superficie. En este nivel generalmente se levantaba un altar para los oficios religiosos y allí se depositaba a los muertos más recientes. Por último la cúpula, por donde ingresa simbólicamente la luz cenital al interior mediante una lucarna y el uso del ladrillo de vidrio como pavimento, para iluminar la planta subterránea. La fachada de la bóveda oficia como soporte de placas y epitafios para el reconocimiento y homenaje.
Al federalizarse la Ciudad de Buenos Aires, se nacionalizó, por ley, el cementerio del Norte, que ya lo estaba, de hecho. A partir de entonces, quien tuvo una actuación decisiva en el predio fue el director de Obras Públicas de la Intendencia Municipal, Juan Buschiazzo. Este arquitecto funcionario trazó los lineamientos de un plan urbanizador del enterratorio ya existente. Alvear entendió que era necesario intervenir y en forma urgente: “… en el cementerio del Norte tengo que practicar inmediatamente reparaciones indispensables, los particulares han enterrado allí ingentes sumas de dinero en mausoleos suntuosos para depositar los restos de sus deudos”.[26] Desde el principio de su administración, Alvear fijó la prioridad y la urgencia de intervenir en la Recoleta. Buschiazzo propuso reservar un sector del cementerio para crear un panteón destinado a los hombres que hubieran prestado servicios notables a la patria o a la humanidad.[27]
Alvear sugirió a la Municipalidad la donación de sepulturas, también hizo lo propio con el presidente Roca para la construcción de su panteón familiar, trasladando desde Tucumán los restos mortales de su padre, que había participado en la guerra de la Independencia. Su solicitud fue autorizada y concedida por la institución comunal.[28] El proyecto de urbanizar el interior del cementerio, en consonancia con la regularización de la ciudad, fue formulado mediante un criterio racional de la organización espacial, aplicando el sistema de cuadrícula y de calles diagonales. Al respecto puede observarse cómo se representaba el sector más antiguo del cementerio destinado a ciudadanos con actuación en las guerras por la Independencia y civiles. Allí puede visualizarse bien la traza original, donde se encuentran las tumbas primitivas del cementerio perteneciente a Guillermo Brown, Tomás Guido, Cornelio Saavedra y María Sánchez de Mendeville, yuxtapuesta a esta traza aparece el proyecto de parcelamiento del terreno, diseñado por Buschiazzo, con la conformidad de la Intendencia Municipal. Esta regulación espacial lo convierte en una necrópolis, prolongación de la ciudad de los vivos dentro de la misma ciudad. Si bien algunos médicos pidieron el cierre definitivo del cementerio, las obras proyectadas por Buschiazzo hacían caso omiso al reclamo. El intendente vaciló, quizás no deseaba cerrarlo porque allí se encontraban los restos de su padre, el general Carlos María de Alvear, que revestía un halo heroico. La primera intervención para jerarquizar y elevar la categoría del cementerio del Norte fue la construcción del pórtico.[29]
El portal tenía un alto valor simbólico, en cuanto demarcaba la frontera espacial entre los vivos y los muertos, como elemento introductorio a un ámbito de introspección, silencio y recogimiento. En el peristilo se realizaban las últimas ceremonias y discursos panegíricos. Alvear aprobó el diseño arquitectónico de carácter academicista, proyectado por Buschiazzo, quien así lo describe con sus propias palabras:
Nuestro cementerio del Norte reclama una obra de suma necesidad y urgencia y es una entrada decente y monumental […] he proyectado una entrada monumental en forma de peristilo de orden dórico griego con cuatro columnas estriadas, en cada parte flanqueadas por dos pilastras y coronadas por su cornisamiento y un ático sobre el cual va asentada una estatua alegórica.
El orden dórico, que se caracterizaba en la ornamentación arquitectónica helénica por su simplicidad y la sobriedad en sus líneas, organizó la estética del cementerio, ya que muchos mausoleos fueron construidos siguiendo ese estilo. Como remate del frente, hay una serie de símbolos tomados de la tradición griega:
Su cornisamiento [continúa Buschiazzo] que tiene dos metros de altura, está ornamentado con mítalos y triglifos en cuyas metopas hay bajorrelieves alegóricos como la mariposa, símbolo de la resurrección, la serpiente enroscada, haciendo referencia a la eternidad, el reloj de arena que representa el tiempo.[30]
En la construcción de las bóvedas de esta época, proliferaban representaciones de relojes de arena alados, también llamados “clepsidras”, como mensaje de advertencia inexorable de la fugacidad del tiempo para los vivos. La perdurabilidad de los materiales empleados, como piedra granítica, mármol, metales como hierro y bronce, asegura la memoria. Junto al pórtico de entrada, se elevó un cerco consistente en un muro perimetral de ladrillos que delimitó el espacio interior del exterior, es decir, el adentro y el afuera de la necrópolis. Este portal es el punto de intersección y nexo entre dos avenidas, una externa y la avenida interior principal, de carácter ceremonial y procesional, arbolada con cipreses, junto a los mausoleos históricos instalados a ambas márgenes. En las adyacencias del cementerio, se diseñó un jardín que recrea un paisaje ajeno a la geografía local de llanura y tan caras al paisaje predilecto del intendente Alvear mediante la recreación artificial de rocas con cascadas de agua, grutas y un lago artificial rodeado de una profusa vegetación que remonta a las imágenes primigenias del mundo, la del jardín del Edén bíblico. En su búsqueda de modelos posibles, Buschiazzo coincidió con sus contemporáneos Fustel de Coulanges y Ruskin en el culto de los muertos y su vinculación con la ciudad, la cultura y la civilización. Dice además en su informe como justificación de la inversión:
Una de las cosas que distinguen a los pueblos civilizados es el culto que profesan por los muertos. Las grandes capitales y aún las ciudades de segundo orden no trepidan en gastar sumas enormes en la construcción de grandiosos cementerios en donde se consultan todos los adelantos de la higiene a la vez que deban tener la mansión a donde van a descansar los restos mortales de las personas más queridas.
Sigue, por lo tanto, el modelo de los cementerios europeos y continúa: “El ejemplo de esto es París con su grandioso cementerio nuevo de Méry sur Oise y más las ciudades italianas cuyas necrópolis son verdaderos monumentos con templos soberbios y magníficas galerías que podrían llamarse museos”.[31] Este último concepto habla de otra función complementaria, que se incluye para el cementerio. Además de ser un lugar de conmemoración, debía convertirse en un “museo” en donde se expondrían obras artísticas y monumentos al modo de una galería de arte para ser vistas y visitadas porque en este cementerio descansaba el “cuerpo-reliquia” de los antepasados históricos, simbolizando en él a la nación misma. Siguiendo en esta idea, se encargó al escultor italiano Giulio Monteverde (1837-1917) la obra de un Cristo crucificado en mármol para ser entronizado en el peristilo de la necrópolis. La memoria como facultad de retener el pasado en el presente es, juntamente con el sentido óptico, un factor de relevante consideración en la estructuración de la identidad y el psiquismo de los ciudadanos que integran una comunidad nacional. Esto intensificó un comportamiento social: la “visita” al cementerio, hábito que ya se había introducido en las urbes europeas del siglo xix y que se integró al cementerio a la ciudad. Domingo Faustino Sarmiento realizó dos visitas en distintas circunstancias de su vida a la Recoleta. La primera la hizo como miembro de la Corporación Municipal en 1856. Entonces describe el cementerio con imágenes típicamente románticas:
Cuando la vista se cansa de espaciarse, descubrir y gozar, bajase involuntariamente y cae de improviso y a la vista de pájaro sobre el cementerio, donde en linternas, pirámides, sarcófagos, urnas y lápidas reposa todo lo que fue grande ó rico o poderoso en Buenos Aires y es hoy tierra y cenizas.
Para el sanjuanino, este cementerio en particular era un lugar sublime y de contemplación que lo remontaba a las antiguas civilizaciones: “… ruinas, un panorama magnífico, un cementerio, obras de arte preciosas y dignas de ser vistas, escenas de luz y de sombra que hacen pasar del recogimiento a la expansión, de la tristeza a la alegría”.[32]
La otra visita fue el 2 de noviembre de 1885, día en que la liturgia católica consagra a conmemorar a los fieles difuntos. Las impresiones del recorrido por el interior de la necrópolis lo motivaron a escribir una reflexión que volcó en un artículo periodístico, y un año después fue complementado con su obra de homenaje In memoriam, Vida de Dominguito. En ambos textos muestra una filiación a la civilización clásica, notable en las referencias que hacia ella hace en la descripción de la tumba que él mismo diseñó para que reposen los restos mortales de su hijo adoptivo: Domingo Fidel, fallecido en la batalla de Curupayti de la guerra contra Paraguay, y cuyos restos reposan en este cementerio.[33] Para la composición de la bóveda, pensó simbólicamente: “Una columna corintia truncada, estriada que advierte al visitante en el cementerio del Norte que el capitán Sarmiento fue una existencia malograda”.
En otro capítulo completa los agregados a la bóveda, y siguiendo la inspiración clásica: “… conságrele últimamente dos vasos bronceados […]. Este vaso es cinerario o votivo en honor de un héroe a cuyos manes vienen hacer menos pesada la losa que les cubre el bullicio de la tierra…”.[34]
En el artículo publicado en el diario El Debate, Sarmiento hace referencia a la cultura griega como elemento diacrónico en la recordación del Día de los Difuntos: “… la fiesta destinada a sentirnos ligados con el pasado, con la familia, hasta con la tierra que pisamos”. En ese pasado que evoca, y llama “arqueológico”, se asienta la necrópolis, convertida según su percepción en “simulacro de ciudad griega”, donde dominan las “marmóreas estatuas, las columnas corintias, los sarcófagos”. Asimismo, rescata la tradición occidental de la honra fúnebre como adscripción civilizadora de la herencia helénica al observar que aún “honramos, pues la memoria de los nuestros a la manera de los griegos”.[35]
Sarmiento consideraba a este cementerio un panteón cívico, y lo identificaba con la “patria misma”. Una idea procedente de la tradición latina, vinculada a la “tierra de los padres”, constituyendo la base de una pertenencia natural y cultural donde radicaba la idea de nacionalidad. Si bien la historia la escriben los historiadores, la memoria de los pueblos apunta a una transmisión generacional que contiene un bagaje de vivencias colectivas y particulares. De esta manera, el pasado transcurrido tiene conexión con el espacio físico, donde se produce su punto de intersección. Ese encuentro acontece en este panteón, donde se elabora la memoria histórica y el reconocimiento cívico en “la celebración de los aniversarios de la patria, como la visita a las tumbas que guardan las cenizas de nuestros mayores”.[36]
Si, entre mediados del siglo xviii y el siglo xix, se trataba de alejar el cementerio hacia extramuros de la ciudad en orden a la preservación de la salud pública, el cementerio del Norte, pese a las reiteradas ordenanzas de su clausura, quedó incorporado como un espacio que emocionaba y educaba, apelando al espíritu y a la mente del ciudadano y del extranjero que lo visitaban. La necrópolis era así la otra ciudad, un microcosmos que quedaba comprendido dentro del macrocosmos de la ciudad capital nacional.
Conclusiones
Una de las primeras conclusiones a las que podemos arribar luego de este análisis es la complejización que comenzó a experimentar la Ciudad de Buenos Aires a partir de su federalización.
Desde entonces se inició una transición en la configuración urbana y cívica hacia una capital metropolitana, segmentada en sus barrios, donde se intensificó el proceso hacia una ciudad cosmopolita que cambió notablemente su composición demográfica, imagen y paisaje. La preocupación de las elites dirigentes por la higiene y el esteticismo iban asociadas, tal como entonces se entendía en la búsqueda de una ciudad capital moderna. En cuanto a este último aspecto, se basó en una iconografía simbólica que actuó como un dispositivo de ese mecanismo de ritualización cívica que perduraría en el tiempo. Este ritual tuvo como fin el reconocimiento de los héroes locales como modelos a ser vivenciados y reconocidos por la comunidad nacional y extranjera ante el intenso movimiento inmigratorio. Para esto se trataba de construir la historia de la ciudad y, tras su designación como capital federal, ampliarla e implicarla al Estado nacional, conceptos estrechamente vinculados en la concepción hegeliana para quien la historia es la médula que lo sostiene. La misma elite del ochenta buscó un lugar en la memoria colectiva como protagonista y actora de esa transformación. Una estética fundada en la glorificación de los héroes. Sin embargo, este tiempo dominado por el liberalismo y el progreso paradójicamente recurrió a una imaginería arcaizante y conservadora.
En materia urbana, Torcuato de Alvear, con su particular modo de ver como un típico exponente de la llamada “generación del ochenta” y su pragmatismo, combina conservadurismo, liberalismo y progresismo en su gestión. Esta transformación urbana fue producto de las ideas y experiencias internas y externas anteriores o sincrónicas, realizadas en ciudades europeas como Barcelona, París, Viena, y americanas como Santiago de Chile, Montevideo y Washington.
Para esta dirigencia política, Buenos Aires debía continuar la misión histórica que inició como sede emancipadora en la misma Plaza de Mayo y retomar como metrópoli el liderazgo en Sudamérica. Este proceso transformador no se limitó solo a una mera modificación del aspecto físico o paisajístico, sino que se extendió a la adquisición de nuevas pautas y hábitos socioculturales que se estaban operando en el proceso mismo de fusiones e intercambios culturales, producto de diversas procedencias migratorias. Por otro lado, es posible constatar que esta transformación también alcanzó el orden de la civitas. Los espacios geosimbólicos de Buenos Aires, como máximos referentes de la nacionalidad en construcción, fueron, como hemos considerado, la Plaza de Mayo y el cementerio del Norte o la Recoleta. Este cementerio, de manera particular, se iría convirtiendo, en lo sucesivo, en un santuario, como el mausoleo del general San Martín en la Catedral, centro de convergencia de peregrinaciones y culto para el homenaje cívico y medio para reforzar el sentimiento patriótico.
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- Francisco Solano, Teoría de la plaza mayor indiana, en Sexto Congreso Internacional de Historia de América, tomo 1, Buenos Aires, 1982, Buenos Aires, 1982, p. 44.↵
- Fundación de pueblos en el siglo dieciséis, en Boletín del Archivo General de la Nación, tomo 6, México, 1935, p. 349. También se establece que la plaza mayor debe estar próxima al mar si es el caso de una ciudad costera, para facilitar el desembarco de mercaderías y su comercialización.↵
- Las plazas. Reportaje público, en La Patria Argentina, 12 de diciembre de 1882, p. 1.↵
- George Simmell, Las grandes ciudades y la vida del espíritu, en Cuadernos Políticos, n.º 45, México, 1986, editorial Era, p. 247. Asimismo, Julián Martel, en su primer capítulo de La Bolsa, señala la Plaza de Mayo como el punto central de la compleja y agitada vida social de gran ciudad.↵
- Miguel Mix Rojas, La Plaza Mayor, La Plata, Universidad Nacional de La Plata, Ministerio de Gobierno de la Provincia de Buenos Aires, Centro Extremeño de Estudios y Cooperación con Iberoamérica, 2006, p. 113.↵
- “Mayo” como mes hace referencia a dos significados ancestrales. Por un lado, según la etimología latina, “mayo” viene de “mayor”, con lo cual se sigue reconociendo en la jerarquía espacial urbana como la plaza mayor. Por otro lado, es el mes en que tuvo lugar el inicio del proceso revolucionario surgido en 1810.↵
- Enrique Raichenberg y Catherine Hau Lambert, Para una sociología histórica de los espacios periféricos de la nación en América Latina, en Antípoda, Revista de Antropología y Arqueología, n.º 7, Bogotá, julio/diciembre, 2008, p. 7.↵
- “Proclama del General Julio Argentino Roca”, en La Prensa, 6 de diciembre de 1880, p. 1.↵
- El relato histórico que hizo el primer censo municipal, realizado en 1887, muestra a Buenos Aires como un centro de irradiación política centrífugo: “… en su seno nace la idea grandiosa de la independencia y se extiende y propaga como una chispa por todo el país, arma el brazo libertador de San Martín, el genio de la guerra, y Rivadavia, el genio de la administración, despide desde este foco sus rayos vivificadores en grandes reformas y atrevidas concepciones…”. Censo General de Población, Edificación, Comercio e Industria de la ciudad de Buenos Aires, Capital Federal de la República Argentina, levantado en los días 15 y 30 de septiembre de 1887 bajo la administración del Dr. Antonio Crespo, compilado por una comisión compuesta por los Señores Francisco Latzina (Presidente) Manuel C. Chueco y Alberto Martínez (vocales), Buenos Aires, Compañía Sud Americana de Billetes de Banco, 1889, tomo 1, p. 81.↵
- La recepción de los restos del general San Martín en Buenos Aires tuvo un carácter de reparación histórica; se realizó en medio de fuertes tensiones locales y regionales como la cuestión de límites con la República de Chile y de la guerra del Pacífico. La figura de San Martín era un símbolo de conciliación nacional e internacional a través de la cual se debía refundar y cohesionar la república y establecer la paz. Véase Mario Nascimbene, San Martín en el olimpo nacional, Nacimiento y apogeo de los mitos argentinos, Editorial Biblos, Buenos Aires, 2002.↵
- El diseño del mausoleo, confeccionado por el arquitecto Enrique Aberg, consta de tres alegorías femeninas que personifican a las repúblicas de Argentina, Chile y Perú. Ver Jorge Bedoya, El Mausoleo del General San Martín. El intendente de la ciudad de Santiago de Chile, Guillermo Vicuña Mackenna, al recibir la medalla conmemorativa de la ley de capitalización que le envió Alvear, reconoció a Buenos Aires como “ciudad tanto mas querida […] cuanto que ella encierra las cenizas del valiente soldado…” (A. H. M. C. B. A.), Memoria del Presidente de la Comisión Municipal, correspondiente al ejercicio del año 1882, p. 643.↵
- El día de difuntos, en La Patria Argentina, 3 de noviembre de 1882.↵
- Etimológicamente, la palabra “cementerio” procede del griego koimentérion, que significa ‘lugar de dormición’, ‘dormitorio’. Lo tomaron los cristianos del primer siglo para expresar el estado transitorio de los fieles que duermen el sueño de la paz, en espera de la resurrección. Dejó de ser campo santo en 1863 debido a un conflicto entre el Obispado de Buenos Aires y el gobierno de Bartolomé Mitre, por una inhumación que el obispo desautorizó. Véase al respecto Luis Núñez, Los cementerios de Buenos Aires, Buenos Aires, Ediciones Culturales Argentinas, Ministerio de Cultura y Educación, 1970, pp. 28-29 y 43.↵
- Renato Ortiz, Modernidad y espacio, Buenos Aires, Grupo Editorial Norma, 2000, p. 45.↵
- Honorato de Balzac, La búsqueda de lo absoluto, Nórdica Libros, 2007, p. 27.↵
- John Ruskin, Las siete lámparas de la arquitectura, Buenos Aires, Safian, 1955, p. 9.↵
- Luis Varela, Homenaje al Doctor Roque Pérez, Buenos Aires, 1871, p. 5.↵
- Exposición Obrera italiana, en La Patria Argentina, 26 de marzo de 1881, p. 1.↵
- José Javier Martini y José María Peña, La ornamentación en la arquitectura de Buenos Aires, Buenos Aires, Universidad de Buenos Aires, Facultad de Arquitectura y Urbanismo, Instituto de Arte Americano e Investigaciones Estéticas, 1967, p. 12.↵
- Carta de Don Torcuato de Alvear a su Ministro de Gobierno Antonio Del Viso 27/10/80, citado por Adrián Becar Varela, Torcuato de Alvear Primer Intendente Municipal de Buenos Aires, su acción edilicia, Bs. As. Imprenta Municipal 1926, p. 383.↵
- A.H.M.C.B.A., Leg. 27, Gobierno, Exp. n.º 5.134/1880. Informe de Juan Buschiazzo al Intendente Alvear. Juan Buschiazzo (1845-1917), arquitecto de origen italiano, fue designado por el intendente Torcuato de Alvear, director del Departamento de Obras Públicas de la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires, como su asesor técnico en obras públicas.↵
- A. H. M. C. B. A. Actas de sesiones de la Comisión Municipal (1882 -1883), Carta del Intendente Torcuato de Alvear, 6 de noviembre de 1882, p. 114.↵
- La mitología griega hacía referencia al portal de Hades, indicando el ingreso al mundo de los muertos.↵
- Archivo Histórico Municipal Ciudad de Buenos Aires, Informe del director de obras públicas Juan Buschiazzo al intendente Torcuato de Alvear, Legajo n.º 27, Gobierno, 1880. ↵
- Ibidem.↵
- La Recoleta, El Nacional, 30 de abril de 1856, p. 1.↵
- Ya desde 1870, y con Sarmiento en la presidencia de la República, su esposa Benita se dirigió a la Municipalidad expresando el deseo de construir una bóveda para su hijo: “Hoy sus restos reposan en un sepulcro particular del cementerio del Norte. El único lenitivo a mis dolores es visitar continuamente su morada última […]. Pero mis aspiraciones en este sentido no se han colmado. Hace tiempo suspiraba por consagrar a su memoria un modesto mausoleo donde descanse para siempre” (A. H. M. C.B.A.), Leg. n.º 16, gobierno, 1870.↵
- Domingo Faustino Sarmiento, Vida de Dominguito, In memoriam, Buenos Aires, M. Gleizer Editor, 1927, 124.↵
- En el día de los muertos, en El Debate, 4 de noviembre de 1885, p. 1.↵
- La Prensa, 25 de mayo de 1883, p. 1.↵