Una redescripción hermenéutica del modelo de apropiación cultural latinoamericanista
Gerardo Oviedo[1]
Adaptación y transformación como recepción activa
Quisiera comunicar apenas una declaración de propósitos. Este escrito proviene de un proyecto teórico-metodológico que considero todavía puramente tentativo y provisional. En fin, si se me permite, de momento es mucho más ensayístico que arquitectónico. Aquí apenas voy a subrayar su impulso “transculturador”.
Si no me equivoco, la publicación del libro de Françoise Perus titulado Transculturaciones en el aire (2019) representa una oportunidad –con visos de acontecimiento intelectual– para repensar la teoría de la transculturación latinoamericana en el debate del presente. Ya en los fundamentos de su planteamiento, la crítica de origen francés radicada en México sostiene que el uso plural del título –“transculturaciones”, que funde sintagmáticamente dos clásicos de la teoría literaria latinoamericana, Transculturación narrativa en América Latina, de Ángel Rama (1982), y Escribir en el aire (1994), del peruano Antonio Cornejo-Polar–, apunta a suscitar un uso semántico y disciplinar conceptualmente múltiple del término. La autora declara expresamente la necesidad de dejar abierta la consideración de otros empleos de esa noción central del pensamiento latinoamericano del siglo xx, ahora proyectada –por encima de cualquier esencialismo de la “excepcionalidad”– a escala de historia mundial.[2]
En esta reapertura programática, sitúo mi propia lectura pragmático-contextual de una estética de la recepción periférica capaz de reconfigurar hermenéuticamente el concepto de “transculturación”. Un antecedente relevante en esta estrategia conceptual de vinculación de horizontes semántico-categoriales entre “transculturación” y “hermenéutica” lo constituye el proyecto de antropología literaria del crítico chileno Miguel Alvarado Borgoño.[3]
Entiendo, básicamente, la hermenéutica emergente como una política de la interpretación inscripta en la tradición del latinoamericanismo filosófico y del ensayo latinoamericano. Se trata de un proyecto de lectura, pues, que recupera motivos conductores del latinoamericanismo intelectual en un sentido amplio,[4] a través de sus vertientes filosóficas, de teoría literaria y de teoría social. La lectura emergente de la hermenéutica filosófica y social latinoamericanista es aquella que se propone politizar en clave de humanismo libertario los documentos de ideas periféricos, comprendiéndolos, y autocomprendiéndose, como productos activos de transtextualidad apropiadora.
A partir de estas líneas interpretativas, intento franquear los límites del “modelo de reproducción cultural” en términos de una reconceptualización hermenéutico-crítica[5] del “modelo de apropiación” periférica. No obstante, enunciado así, lo dicho no resulta del todo exacto. Porque asumo inicialmente el modelo de apropiación cultural como paradigma hermenéutico de recepción activa. En ello parto del criterio topológico de las “figuras estratégicas de hibridación” y sus aprehensiones categoriales del fenómeno de la transtextualidad.
Voy en procura de releer así una distinción categorial del filósofo e historiador chileno Bernardo Subercaseaux, cuando define el modelo de la reproducción como un esquema receptor que tiene su base en lo que llama la evidencia constitutiva de América Latina: su relación con Europa y su pertenencia al mundo hegemónico de Occidente desde su integración a la historia mundial. Desde esta perspectiva el pensamiento y la cultura latinoamericanos se habrían visto forzados desde su origen colonial a reproducir el pensamiento y la cultura europeos, a desarrollarse como periferia de ese otro “universo” que, a través de sucesivas conquistas, se constituyó en una suerte de sujeto de la historia. En la medida que este enfoque implica concebir al pensamiento latinoamericano como la cristalización de procesos exógenos más amplios, supone el uso de paradigmas conceptuales y periodizaciones provenientes de la historia cultural e intelectual europea. Se trata de un modelo que opera y que ya está presente en el siglo xix, pero que posteriormente ha sido reconfigurado, sobre todo en las últimas décadas, con el apoyo de concepciones historiográficas, económicas o sociológicas. Así sucede en las teorías del orden neocolonial y de la dependencia, o en algunos conceptos pares como los de “centro” y “periferia”, “metrópolis” y “polo subdesarrollado”. A su vez, este autor muestra que las insuficiencias del modelo de reproducción son evidentes, por lo que convoca a complementarlo y matizarlo con el modelo de apropiación cultural. El concepto de “apropiación”, más que una idea de dependencia y de dominación exógena, apunta a una fertilidad, a un proceso creativo a través del cual se convierten en “propios” o “apropiados” elementos ajenos. “Apropiarse” –por ejemplo, desde la metáfora antropofágica– significa hacer propio, y lo “propio” es lo que pertenece a uno en propiedad, y que, por lo tanto, se contrapone a lo postizo o a lo epidérmico. A los conceptos unívocos de “influencia”, “circulación” o “instalación” (de ideas, de tendencias o estilos) y
al supuesto de una recepción pasiva e inerte, se opone, entonces, el concepto de “apropiación”, que implica adaptación, transformación o recepción activa en base a un código distinto y propio el concepto de “apropiación”, que implica adaptación, transformación o recepción activa en base a un código distinto y propio (Subercaseaux, 1988: 130).
Desde mi punto de vista, conviene asociar el “modelo de reproducción” a lo que el filósofo e historiador de las ideas Oscar Terán llamó “cultura derivativa”,[6] en una acepción genéricamente próxima a la representación de una “modernidad periférica”. Consecuentemente, vinculo el “modelo de apropiación” a la comprensión emergentológica de Arturo Roig, de cuño antropológico-filosófico, y de Horacio González, conforme a la andadura estético-política del ensayismo social. Aquí me limito a indicar el primer influjo.
Como complemento temático, considero con Alfonso de Toro, asimismo, que, en el mundo globalizado actual, constatamos que “hibridez” es la conditio de nuestro ser, pensar y actuar que se concretiza en diversos campos del conocimiento y en variadas disciplinas con distintas aplicaciones, porque es, asimismo, el resultado de múltiples “estrategias de hibridación” discursiva, artística, política, sociológica, filosófica, mediática, etc., que hace posible una negociación o el encuentro/conflicto cotidiano de la diferencia y la alteridad. Las estrategias de la hibridez se configuran como la tensión entre la potencialidad de la diferencia en una topografía enunciativa compartida. El otro elemento de análisis decisivo que aporta De Toro remite a una reconceptualización del concepto de “transculturación” –abrevado directamente de Fernando Ortiz– visualizado como una figura estratégica de la hibridación. Toro afirma que lo que denomina “transculturalidad” designa el
recurso a modelos, a fragmentos o a bienes culturales que no son generados ni en el propio contexto cultural (cultura local o de base) ni por una propia identidad cultural, sino que provienen de culturas externas y corresponden a otra identidad y lengua, construyendo así un campo de acción heterogénea.
Consecuentemente, sostiene que los procesos de hibridación y transculturalidad están
estrechamente relacionados con la “transtextualidad” en cuanto se trata del diálogo o de la recodificación de subsistemas y campos particulares de diversas culturas y áreas del conocimiento, sin que en este proceso se comience preguntando por el origen, por la autenticidad o la compatibilidad del empleo de unidades culturales provenientes de otros sistemas,
puesto que, más bien, “su aspecto estético, su función social (y no su prefiguración) y su productividad representan el punto central de atención” (Toro, 2006: 16).
Mi hipótesis básica es que la hermenéutica emergente es aquella política de la interpretación que tematiza las estrategias de hibridación transtextual del “modelo de apropiación” en clave democrático-popular y libertaria. Este último elemento, el “libertario”, alude a los ideales de democracia directa y federativa –incluso en sus connotaciones anarco-comunitarias–, que postula utópico-regulativamente la moral de la emergencia de Arturo Roig en su proyección tanto nacional como continental, pero también la ensayística social gonzaleana. Ambos legados pueden converger en estribaciones diferenciales de un “humanismo crítico”, inherente a un pensamiento libertario.[7]
Es a este enfoque propio del pensamiento periférico (Devés Valdes, 2014) al que denomino “hermenéutica emergente del sur”. Este lema programático contiene las tres categorías conceptuales centrales de su contenido, a saber: “hermenéutica”, “emergente” y “sur”. El primer término expresa el giro hermenéutico iberoamericano en el que se inscribe mi posición filosófica. El segundo término es una alusión explícita a la antropología de la emergencia de Arturo Roig. El tercer término designa su localización enunciativa en el programa de las filosofías del sur, tal como lo viene impulsando Enrique Dussel desde hace ya casi una década y también convocando un retorno a la hermenéutica.[8] En este último sentido, mi propuesta intenta responder a la siguiente pregunta rectora: ¿de qué modo es posible proseguir en el presente el legado de la filosofía latinoamericana de la liberación? Mi respuesta es doble. De un lado, propongo que puede continuarse imprimiéndole un viraje hermenéutico del estilo de lo que Gianni Vattimo ha denominado en sus últimos libros “comunismo hermenéutico”.[9] Del otro lado, sin embargo, ese vuelco teórico, pese al léxico reapropiado en clave transculturadora, no hace pie inicialmente en la tradición de la hermenéutica eurooccidental, sino oblicuamente a través de la corriente de la moral de la emergencia de Roig, puesta en diálogo con el humanismo crítico de Horacio González. Me limito aquí a enfatizar solo el influjo roigiano.
En efecto, mi estrategia argumentativa para recomenzar hermenéuticamente la tradición de la filosofía de la liberación se atiene a cuatro grandes decisiones teóricas de partida:
- recomenzar los fundamentos antropológico-filosóficos de la moral emergente de Roig,
- ampliar su enfoque con la teoría canónica de la transculturación latinoamericana, que lleva de Fernando Ortiz a Ángel Rama, pero sin omitir revisiones posteriores, como las de Françoise Perus,
- ponerla en diálogo sur-sur con las hermenéuticas latinoamericanistas, inspirándome puntualmente en la estética de la recepción participativa de Adolfo Sánchez Vázquez,[10] y
- conferirle una dimensión práctico-aplicativa conforme a la centralidad del género ensayo en la cultura humanista iberoamericana.
Un aspecto decisivo de mi planteo reside en que el concepto de “transculturación” fue incorporado al programa emergente de la historia de las ideas latinoamericanas por el propio Arturo Roig. Quiero ir finalizando entonces esta expresión de intenciones haciendo una mención a la dimensión transculturadora de la filosofía roigiana.
Arturo Roig ofrece unas claves hermenéuticas para abordar en términos antropológico-filosóficos y antropológico-empíricos la cuestión de los procesos de recepción cultural en América Latina. Esta antropología hermenéutica –a la vez ontológica e histórica– se preocupa en particular de tematizar la condición activa del sujeto receptor en contextos poscoloniales de capitalismo dependiente. La argumentación de Roig vuelve una y otra vez a la equiparación entre recepción situada y transculturación valorativa. Si bien la categoría antropológica de “transculturación” solo la validará tardíamente, su concepto lo había elaborado mucho antes. Su terminología en este punto comienza con una acuñación nietzscheana: “transmutación”. Pero lo importante para mí es que Roig supo conectar, a través de su humanismo crítico latinoamericanista, la categoría hermenéutico-ontológica de recepción con la categoría antropológico-histórica de transculturación.
La relación entre recepción/recreación ilumina el fenómeno oculto de la endogenación creadora en las culturas colonizadas y neocolonizadas. Instalado conscientemente en los cruces entre universalismo y particularismo, pues, Arturo Roig pretende mostrar el funcionamiento del “a priori antropológico” en la arqueología temporal de las acumulaciones culturales yuxtapuestas, lo que al mismo tiempo venía desvelando a su contemporáneo Leopoldo Zea. Para Roig, en cambio, desde la perspectiva de la antropogénesis endogenadora, es preciso poner el foco –dice en Teoría y crítica del pensamiento latinoamericano– en el
uso que aquellas formas reciben dentro del proceso de acumulación cultural, como asimismo de la actitud que el sujeto receptor adopta frente a ellas, cuando desconoce que su valor intrínseco surge de un acto de recreación sólo posible desde una autoafirmación del mismo sujeto como valioso, valor que por eso mismo puede perderse pero también ser rescatado (Roig, 2009 [1981]: 58).
Al leer las palabras precedentes, uno no puede vencer la sensación de que, para apreciar el verdadero alcance explicativo del concepto de “recepción cultural periférica” que elabora Arturo Roig, es preciso situarse en el campo semántico de la teoría de la transculturación latinoamericana, como él mismo no dejará de hacerlo en el tramo final de su obra. No perdamos de vista, pues, que esta comprensión arqueológico-temporal de la recepción periférica es vista como asimilación productora. Por ello mismo, tematizada bajo la forma de una “endogenación creadora”. Esta lógica cultural vehicula conflictiva y trágicamente las configuraciones de una memoria histórica de exterminios y emergencias, desgarros aniquiladores y liberaciones esperanzadas. Roig reúne motivos antropológico-históricos que le permiten mostrar flujos de sentido rememorados y narrativizados, que actúan a escala de profundidad temporal. Ello explica que este enfoque dialéctico, o, si se quiere, tensional, termine por llevar a Roig a ligar internamente su hipótesis de las “transmutaciones endógenas” con las formulaciones originales de Fernando Ortiz.
Ahora bien, Roig no toma el concepto de “transculturación” de modo puramente descriptivo, sino que lo dialectiza genealógicamente como un operador interpretativo en el marco categorial de una experiencia reflexiva que llama “fenomenología de la Destrucción de las Indias”. No se ha de insistir lo suficiente en el hecho de que esta condición trágico-agonal, que Roig termina por asumir en sus escritos posteriores a la caída de los regímenes dictatoriales –militares o cívicos– en su país y en el resto del continente, viene acuñada sobre el paisaje de fondo de las experiencias genocidas de los Estados represores. Sin semejante “referente”, tan dramáticamente ostensible, toda su antropología hermenéutica flotaría en el aire. En efecto, cuando Roig, en Rostro y filosofía de Nuestra América, destaca el hecho de que “hemos sido destruidos y nos hemos destruido y lo que se ha construido ha sido sobre el dolor”, a la vez advierte que “Fernando Ortiz en su siempre deslumbrante libro Contrapunteo cubano del tabaco y del azúcar, nos ha presentado de modo elocuente el proceso al que nos estamos refiriendo” (Roig, 2009 [1981]: 65-66).
Campos de interlocución e identificación nacional
Quisiera concluir estas líneas dejando constancia de que, a mi modo de ver, es un hecho de decisivas consecuencias hermenéuticas que el antropólogo argentino Alejandro Grimson pretenda redefinir el paradigma transculturador en términos de lo que designa “un análisis contextual radical”. No por plantear esta fuerte restricción teórica, sin embargo, deja de alentar un abordaje “posconstructivista” sobre las tentativas, humanamente universales, de inventar pasados y tradiciones y así generar interpelaciones comunitarias. Para ello se vale de lo que llama “una perspectiva intersubjetiva configuracional”. Desde este punto de vista, toda acción cultural está enmarcada en una lógica situacional donde se juegan conflictos e intereses. Esto implica que el significado de una acción solo puede interpretarse comprendiendo los regímenes de sentido en los cuales se encuentra situada, y asumir la “sedimentación de las prácticas”. Debido a que las gramáticas de la cultura no emergen en cada acto, sino que sedimentan a través de procesos prolongados, en cada contexto existen dimensiones materiales y simbólicas ajenas a la voluntad de los actuantes. El autor sugiere analizar simultáneamente contextos y significados, a efectos de reponer los sentidos prácticos que implica una cierta hegemonía en una configuración cultural específica. Desde este punto de vista, sostiene que América Latina es una heterogeneidad compleja desde donde circunscribir una porción de la región “en la que residimos y desde la que elegimos pensar”, de modo que, si se precisan “nuevos significados para este antiguo término” –“América Latina”–, “hay un modo de hacerlo, y es establecer valencias transcontextuales” (Grimson, 2012: 247-248).
Por lo que respecta a la idea de nación, el autor parte de la propuesta analítica de establecer valencias transcontextuales que permitan distinguir entre “cultura” e “identidad”. De acuerdo con su enfoque, lo cultural alude a las prácticas, las creencias y los significados rutinarios que se hallan fuertemente sedimentados. Lo identitario se refiere a los sentimientos de pertenencia a un colectivo y a los agrupamientos fundados en intereses compartidos. Lo que se ha fabricado existe, pero lo que ha sedimentado también puede ser intencionalmente socavado y puesto en cuestión. Esto, a su vez, conlleva diferenciar las categorías de pertenencia, por una parte, y las tramas de prácticas y significados, por la otra (que sería, para nosotros, la dimensión más propiamente hermenéutica). La cuestión de la fabricación de significados es central para el análisis del poder y sus efectos, precisamente porque la identidad integra allí donde la cultura, antes que un sistema integrado, es una combinación peculiar. Esto lo lleva a introducir la categoría de “configuración cultural”, que prefiere utilizar para expresar mejor la heterogeneidad y el poder, y los modos específicos en que los actores se enfrentan, se alían o negocian. Entre los rasgos constitutivos que Alejandro Grimson propone acerca de una “configuración cultural”, destaca el que estas sean campos de posibilidad, así como el que siempre en ellas exista algo compartido. Pero allí donde las partes no se ignoran completamente entre sí, allí donde integran alguna articulación, hay un proceso de constitución de hegemonía.
Existen configuraciones culturales en diverso grado y de distinto tipo, que funcionan como espacios donde hay tramas simbólicas compartidas, horizontes de posibilidad, desigualdades de poder e historicidades múltiples. No hay culturas esenciales, pero tampoco pura fragmentación. La noción de “configuración” busca enfatizar tanto la heterogeneidad como el hecho de que esta se encuentra, en cada contexto, articulada de un modo específico. Allí donde no hay un mínimo de comprensión, no hay una configuración. A este respecto, Grimson muestra que vivimos en “un mundo con intersecciones múltiples entre configuraciones culturales que, además, tienen fronteras y significados cambiantes” (Grimson, 2012: 197-198).
En su discusión con discursos teóricos rivales, Grimson también se suma a las críticas antieurocéntricas u occidentalistas que dominaron a mediados del siglo xx a la hora de explicar el sentido teleológico y universal de los procesos de modernización central y periférica. Grimson tiene en cuenta que el “etnocentrismo occidental y civilizador consideraba históricamente la diversidad como un problema, como la expresión del atraso de algunas sociedades, como un obstáculo al desarrollo”. Esto explica que, en
la medida en que la ideología evolucionista traducía su noción de unidad del género humano a una línea temporal única, donde las diferencias eran necesariamente diferencias evolutivas, la diversidad era concebida básicamente como una expresión cultural del desarrollo desigual o asincrónico de las sociedades (Grimson, 2012: 82).
Un mérito del análisis contextualista de Grimson, desde nuestro punto de vista, es que su crítica al etnocentrismo occidentalista no lo conduce a plantear un rechazo en bloque de la idea de nación, que desde ciertas perspectivas muy al uso en ciencias humanas, supondría como víctima propiciatoria de la caída de las grandes narrativas de la modernidad. Al contrario, su propia asunción del paradigma de la interculturalidad le permite redefinir los términos de la idea de nación en contextos de modernización periférica. Grimson reconoce que, en su carácter de concepto heurístico, el de “interculturalidad” no significa que haya culturas homogéneas en contacto; más bien, permite revelar las intersecciones múltiples entre configuraciones culturales disímiles. El concepto de “interculturalidad” es útil porque no presupone ni una teleología ni un modelo de vinculación ahistórica entre los grupos, y porque hace referencia a un rasgo crucial del mundo contemporáneo: la multiplicidad interactúa y la interacción no anula la diferencia. En las intersecciones se producen las apropiaciones, las resignificaciones, las combinatorias, las asimilaciones y las resistencias.
A la luz de este planteo, Grimson pretende retomar en términos positivos el problema de la nación. Se pregunta cómo vincular las teorías generales sobre la globalización y el fin de las naciones con los datos que confirman la existencia de marcos interpretativos de escalas múltiples. Asume, así, el desafío de explicar que, si las naciones tienen relevancia cognitiva, afectiva y política para millones de personas, semejante constatación fáctica no implica incurrir en alguna forma de nacionalismo esencialista. Del mismo modo, el autor advierte que el término “nación”, pese a estar identificado con distintos nacionalismos autoritarios y hacerlo responsable de divisiones persistentes en América Latina, no obstante, igualmente puede referir al derecho a poner límite a las presiones, a las intervenciones o a las invasiones de países imperiales. Como correlato, la dimensión identitaria es un aspecto de los procesos nacionales, donde la sedimentación cultural y política de esas construcciones se traduce, a su vez, en la modulación concreta de prácticas sociales y políticas. Ello explica que, en muchos países, la potencia estructuradora de lo nacional constituya un espacio desde donde significar la llamada “globalización” y definir posibles modos de acción en ese marco, vivido como un espacio cuyas fronteras no han desaparecido a causa de la transnacionalización.
Desde un punto de vista antropológico universal –aduce Grimson–, todo grupo humano y cualquier persona se encuentra, en un contexto espacio-temporal determinado, dentro de un “campo de interlocución” específico. De acuerdo con este enfoque, cada Estado nacional constituye un campo de interlocución donde los actores y los grupos se posicionan como parte del diálogo y el conflicto respecto de otros actores y grupos, y que implica una economía política de producción y de identificación. El campo de interlocución define un marco dentro del cual son posibles ciertos modos de identificación, mientras que otros quedan excluidos. A su vez, entre los modos posibles de identificación, existe una distribución desigual del poder. Como las naciones son ontológicamente subjetivas y epistemológicamente objetivas, Grimson aspira a elaborar un concepto de “cultura” capaz de hacer aportes a las teorías sobre la nación. Considera, pues, que “cultura” y “nación”, en cuanto “nociones teóricas sumamente complejas, comparten no sólo la característica de ser históricas sino la de ser unidades heterogéneas y conflictivas”, por cuanto, “así como la metáfora de la etnicidad permitió pensar lógicas de la identidad, la metáfora de una nación heterotópica y heterocrónica puede contribuir a pensar las lógicas situadas de la heterogeneidad de la cultura” (Grimson, 2012: 155).
Desde una perspectiva general, Grimson parte, en su tematización del fenómeno nacional, del principio antropológico según el cual toda institución social, que siempre se presenta como segunda naturaleza, solo existe por haber sido creada, inventada y construida por seres humanos específicos. En términos históricos, sin embargo, Grimson explica que, en “América Latina, ni la nación ni los nacionalismos precedieron históricamente a los Estados”, de modo que el “‘principio de las nacionalidades’ es muy posterior a los procesos independentistas”, con lo cual, si “la nación, como modo de imaginar la pertenencia a una comunidad, es consecuencia de las elites, del Estado y de sus dispositivos, de sus políticas culturales, de los movimientos sociales”, no obstante, e incesantemente, “el objeto construido –la nación– es apropiado, significado y usado por diferentes agentes sociales con finalidades distintas” (Grimson, 2012: 164).
Bajo esta luz, el Estado nación es un tipo de articulación específico que permite comprender, en el plano antropológico, cuándo, cómo y por qué las identificaciones y las configuraciones se autonomizan de sus constructores originales y adquieren una vitalidad simbólica y política ausente en las teleologías originarias. Así, autonomizada “la nación de sus creadores y de sus contextos de fabricación, apropiada por otros actores y movimientos en otros contextos, puede haber y hay nacionalismos populares que buscan a través de esa articulación identitaria producir efectos de democratización” (Grimson, 2012: 166).
Esta forma de posconstructivismo antropológico –incluyendo, por ejemplo, algunas tesis de Rita Segato–[11] me parece que permite tematizar la idea/experiencia de la nación como un “horizonte de lectura” articulado en clave de canon letrado, significante flotante y marco interpretativo. La noción de “horizonte de lectura” nacional aplicado al ámbito latinoamericano fue introducida por el politólogo español Ramón Máiz. Es decisivo para nuestra perspectiva de análisis el hecho de que, cuando el politólogo español Ramón Máiz introduce la idea de nación como “horizonte de lectura”, le confiera una dimensión hermenéutica específica. No solo esta noción de “horizonte de lectura”, sino también su construcción teórico-política nacionalista, habilita una serie de implicancias ontológicas, antropológicas y sociológicas sobre la idea de nación, sumamente pertinentes para ser pensadas en el contexto periférico-dependiente latinoamericano, en general, y sobre el caso argentino, en particular. Veamos este punto expeditivamente.
En un primer acceso al tema, Ramón Máiz aborda fundamentalmente lo que denomina “dimensión cognoscitiva del fenómeno nacional”, asignándole una función política capital. Asume que siempre la nación es una “comunidad imaginada”, donde un conjunto de individuos se autocomprenden –explícita o implícitamente– integrando un grupo social específico denominado “nación”. En ello las formas de dicción y escritura que declinan en primera persona del plural revelan y a la vez ocultan qué es una nación. Su tesis básica es que no es la nación la que genera el nacionalismo, sino los intelectuales y los políticos, quienes, a través de sus manifestaciones políticas y estéticas, producen la nación en sentido estricto. Solo así deviene una evidencia política ampliamente compartida, un fenómeno de masas autoevidente. Para ello identifica un núcleo rígido de las narrativas nacionalista, que opera de acuerdo a un conjunto de códigos binarios, tales como nación/Estado, nosotros/ellos, propio/ajeno, amigo/enemigo y otros, que elaboran la matriz orgánica y objetiva de la nación; su “etnicidad”. Ello comporta “a quién se considera parte del ‘nosotros’ y a quién del ‘ellos’, el canon literario nacional (lengua, obras, autores, géneros, etc.)”, con el propósito de diseñar “el complejo mítico-simbólico específico de cada identidad nacional”. Así se configura “la fundamentación mítico-estética de la diferencia de lo ‘propio’ y lo ‘ajeno’, tarea en la que la música, la literatura, la escultura o la pintura ‘nacionales’ desempeñan un papel fundamental”, pues toda “nación es una obra de arte”. A ello añade que las
estrategias enmarcadoras o retóricas proceden a la articulación simbólica de diversos elementos cognoscitivos, supuestamente “objetivos” (lengua, tierra, historia, etc.), de lo que podríamos denominar –en aras de sus múltiples cristalizaciones (todas ellas arbitrarias, en el sentido de Saussure, y ninguna “natural”– significante flotante nación, con valores e intereses de determinados sectores sociales (Máiz, 2007: 13).
Sobre esta base analítica –y he aquí para nosotros lo decisivo–, Ramón Máiz introduce un planteo eminentemente hermenéutico, que pone el centro de la discusión en la tensión constitutiva nación/narración como clave de recepción de los discursos literarios y sociales (y, en consecuencia, ensayísticos) latinoamericanistas. Para ello tiene especialmente en cuenta la importancia de los vínculos que articulan de modo indisoluble lengua, literatura e identidad nacional. Imbricación estética y funcional que, más allá de la dimensión de la acción política nacionalista y la institución estatal, se construye también mediante una trama de prácticas discursivas literarias no menos políticas, en cuanto trazan la “frontera interior” que se alza ante la alteridad extranjera. Según el autor, estos vínculos entre literatura y nación cumplen un rol fundacional. Por ello –advierte– la “literatura nacional, de la mano de una relación causal entre el repertorio, los textos literarios canónicos, una variante lingüística normalizada y una identidad colectiva excluyente, constituye un factor decisivo en la génesis de la cohesión y la homogeneidad nacional”. En consecuencia –muestra el politólogo español–, los “procesos de canonización literaria y nacionalización política resultan así dos dimensiones inescindibles de todo proceso de construcción nacional”. Lo que explica, por ejemplo, que
las novelas de autoformación resulten al mismo tiempo hazaña y relato de la entera nación –persona ficta–, auténticas alegorías nacionales, como si el yo individual se alumbrara solo en la medida en que se ve reconocido como miembro de una comunidad de destino (y de sentido),
y donde la “peripecia individual del bildungsroman se inscriba en un más amplio proceso colectivo de nation-bulduing”. Es así que dicho “en términos de la estética de la recepción: la nación se convierte en insospechado horizonte de expectativas del lector del romance”. Aquí opera pues una “fusión de horizontes, en el sentido de Gadamer; a saber: el del autor o el del texto novelesco mismo y del lector no implícito, sino real (nacional)”, de modo tal que “en la literatura latinoamericana del siglo xix el protagonista del relato deviene, a través de un sutil juego de representaciones, personaje central de los relatos de construcción de la nación”. Sin embargo, esta representación se
debilita en el siglo xx abriendo la posibilidad de una pluralidad del modo de ser en común, por debajo de la homogeneidad sustancial y esencialista, cuestionando la univocidad de la escritura (y de la lectura), y en última instancia de la narración nacional misma (Máiz, 2007: 14-15).
Consideración final
Como se puede apreciar, Ramón Máiz explica cómo la nación se transforma en un horizonte de expectativas que supone una continua fusión hermenéutica de horizontes entre el autor y el sujeto de la recepción. En otras palabras, la tensión nación/narración en América Latina (nosotros añadiremos, en la misma serie discursiva, nación/ensayo) funde y unifica el horizonte de expectativa efectual con el horizonte de experiencia receptora. Como se puede apreciar, Ramón Máiz explica cómo la nación se transforma en un horizonte de expectativas plural que supone una continua fusión hermenéutica de horizontes; forma un friso textual y lectural entre el autor escritural y el sujeto de la recepción. En otras palabras, la tensión nación/narración en América Latina (que yo me permito trasladar a la tensión nación/ensayo) funde y unifica el horizonte de expectativa efectual con el horizonte de experiencia receptora de subjetividades emergentes diversa y conflictivamente interactuantes. La pregunta elemental de pretensión normativa que se hace la hermenéutica emergente del sur es si todavía la tensión nación/narración y nación/ensayo posee potenciales emancipatorios democrático-populares. En Iberoamérica, si se me permite el tópico kantiano, la hermenéutica sin nación sería ciega, y la nación sin hermenéutica, vacía. ¿O más bien es al revés?
Lo realmente específico de nuestro enfoque reside en su tentativa de reconfigurar pragmático-contextualmente algunos problemas de la hermenéutica filosófica desde los márgenes australes de Occidente. Se trata de desplegar una “hermenéutica de segundo y tercer grado”, queriendo significar con ello que no se propone analizar, intentio recta, el plano cultural (primer grado óntico), sino, intentio obliqua, el plano teórico-metodológico y el plano práctico-civilizatorio de la constitución del sentido de las tradiciones culturales discursivamente objetivadas en textos (segundo grado reflexivo ontológico-epistemológico, y tercer grado reflexivo antropológico-axiológico).[12] Articulando ambos niveles filosóficos de reflexividad –el segundo, de corte analítico, y el tercero, de cuño normativo–, nuestro enfoque se presenta como una estética participativa de la recepción ligada a la exégesis, comprensión y crítica de textos en contextos poscoloniales de modernidad periférica. De ahí que nuestra tentativa de trasponer el problema de la “copia” cultural en clave estética y política[13] consista en reafirmar pragmático-normativamente el lado activo y creador de los procesos de lectura y reescritura periféricos. De consiguiente, el objetivo principal de nuestra propuesta teórica consiste en mostrar el funcionamiento de ciertas operaciones de interpretación y recodificación transculturadoras, o, dicho en un sentido meramente descriptivo, de mestizaje enunciativo.
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Toro, Alfonso de (2006). Figuras de la hibridez. Fernando Ortiz: transculturación. Roberto Fernández Retamar: Calibán. En Susanna Regazzoni (ed.), Alma Cubana. Transculturación, Mestizaje e Hibridismo. Madrid: Iberoamericana-Vervuert.
Vattimo, Gianni y Santiago Zabala (2012). Comunismo hermenéutico. De Heidegger a Marx. Barcelona: Herder.
- Universidad Nacional de Lanús/Conicet. Correo electrónico: gerovied@yahoo.com.ar.↵
- Propone la autora: “Intentar pensar la historia y los destinos de América Latina al margen de la historia mundial conduce inexorablemente a callejones sin salida, y ello por varias razones. Ante todo, porque América Latina no sólo forma parte de dicha historia, sino también porque su lugar y papel en ésta se ha redefinido más de una vez, tanto desde fuera como desde dentro de ella. En otras palabras, América Latina no existe tan sólo como una de las ‘periferias’ de la ‘historia mundial’, ni está destinada por ello a padecerla, a sacar provecho ocasional de las disensiones entre ‘grandes’, o a buscar venderle al mejor postor sus propias riquezas, naturales o no. En las condiciones que le son propias, y con las diversas herencias suyas, lo quiera o no, América Latina también es parte activa /18/ de esta misma historia. Por lo mismo, le corresponde a ella pensar este lugar y este papel desde ella misma, y no tan sólo en función de lo que otros deciden por ella en otra parte. América Latina ha de ser para sí su propio ‘centro’, y dejar de concebirse a sí misma como simple ‘periferia’, colonial o no. Pero este centrarse en sí misma de ninguna manera implica desconocer el ‘resto’ del mundo, ni mucho menos convertir esta centralidad en la elaboración fantasmática de una supuesta esencia (llámesele ‘originalidad’ o ‘excepcionalidad’), destinada a hacer de la América Latina el lugar de resguardo de lo maravilloso y del despliegue de una imaginación tan mágica como mítica, capaz de ofrecer alternativas a lo que han dado en llamar la ‘razón occidental’” (Perus, 2019: 18-19).↵
- Sostiene el autor: “Desde nuestra perspectiva, la ‘Antropología Literaria Chilena’ ha significado un quiebre con la macroestructura semántica clásica de la disciplina, para transformarlo en un esfuerzo hermenéutico ello pues, configura un tipo de ‘identificación autorreferida’ con la narración. Esto no significa un compromiso de tipo ideológico al modo del argumento y el estilo discursivo marxista, por ejemplo, sino una apuesta que podemos tentativamente llamar hermenéutica, en lo que se refiere particularmente a la permanente autorreferencia del autor en el modo de desarrollar su escritura” (Alvarado Borgoño, 2015: 119).↵
- Marcela Croce postula “una vocación unificadora hacia la utopía intelectual que apunta a recomponer los vínculos entre culturas, lenguas, historias y geografías, entre planteos y métodos”. Ello supone que en su “diversidad es posible restituir una dialéctica productiva para articular las imágenes de América Latina que se han desarrollado durante dos siglos y han marcado como un desiderátum, provistas de una retórica favorable a la impregnación, la identidad de un conjunto que reclama su revisión para definirse sin anteojeras, ni pretendidas ortopedias ni pretenciosas influencias” (Croce, 2010: 25).↵
- Debemos ser claros acerca de un hecho vital: hay algo originario y radical de la pretensión de universalidad de la hermenéutica que atañe a su esencial e intransferible intención de ser algo más que pura “teoría”. Vemos esta convicción cabalmente expresada por el filósofo español Javier Recas Bayón, cuando afirma que la doctrina hermenéutica clásica perseguía con su normativa exegética de los textos eminentes dar sentido al mundo y orientar la acción. El pasaje completo del que extraemos el enunciado dice así: “A veces se ignora que lo que la doctrina hermenéutica clásica perseguía con su normativa exegética de los textos eminentes (teológicos, filológicos y jurídicos), no era otra cosa que criterios para la comprensión de sus grandes monumentos culturales, cuyo papel, más allá de un interés erudito, residía en dar sentido al mundo y orientar la acción. ¿Alguien puede dudar de que las preocupaciones interpretativas que suscitaba la Biblia, por ejemplo, estaban motivadas en realidad por un interés práctico vital?” (Recas Bayón, 2006: 21).↵
- Oscar Terán consideraba que “los intelectuales argentinos nacieron considerándose parte de Occidente, y en ese sentido se sintieron con derecho legítimo a apropiarse de todo aquello que se generara dentro de ese ámbito”, aunque posteriormente “se produjeron fenómenos que suelen darse en todas las culturas, y más en las culturas derivativas, en las cuales se realiza un esfuerzo –a veces logrado, a veces no– de ‘traducción’, de translation, de esos estímulos intelectuales a las circunstancias locales” (Terán [1985], 2006: 98).↵
- “¿Quién es el libertario?”, se pregunta Horacio González pensando en el legado del siglo xx. Reconstruye el autor: “Esta palabra indicaba a quienes se sentían con efectivas libertades respecto a los poderes organizados, aunque no renegaban de instituciones políticas ni del Estado. Solo exigían a estas instituciones que no se convirtieran en protocolizaciones de un comportamiento ya pautado. En lo esencial, ser libertario era actuar el margen de las reglas sin ignorar que las reglas existen y sin considerar que, al continuar existiendo, ellas obturan definitivamente el estilo de actuación de los ‘sin Estado’, aun dentro del Estado; de los ‘sin partido’, aun dentro de los partidos; y de los ‘sin programáticas previas’, aun en el seno de corrientes ideológicas. De tal modo ser libertario era un estilo libre de actuar en el interior de lo que la filosofía dialéctica llamó ‘el mundo de las necesidades’” (González, 2021: 158).↵
- Dussel vuelve insistentemente sobre lo que denomina “situación poscolonial”. Con este término denota la condición de posibilidad actual de una liberación de las filosofías del sur. Se trata, pues, de lanzarse a la tarea de pensar la realidad que nos “rodea (como hicieron los filósofos modernos europeos con su realidad, aunque fuera metropolitana y colonialista), y no sólo comentar obras filosóficas de las que se debe aprender mucho, pero que debe tenerse en cuenta que fueron expresión de un pensamiento de otra realidad”, ya que confundir “la realidad europea, o norteamericana, con la realidad sin más, es una falacia de desubiquidad”, equívoco que comporta tomar el espacio o el mundo de otra cultura como el propio, encubriendo su originalidad de origen y la diferencia con la cultura receptora. Así pues, para “poder reconstruir las filosofías del Sur es necesario, en movimiento inverso al pretendido secularismo moderno europeo (que fue negación de las culturas ancestrales del Sur), recuperar la validez y el sentido de las tradiciones, aun míticas, a las que debe ejercérseles una hermenéutica filosófica adecuada”, puesto que el “método de interpretación (hermenéutica) es filosófico; el texto o relato puede ser mítico, poético o no-filosófico, pero el resultado de la interpretación es hermenéuticamente una obra filosófica” (Dussel, 2015: 93).↵
- En palabras de Gianni Vattimo y Santiago Zabala, si “Sudamérica está proporcionando una alternativa no solo para los débiles de su población, sino también para otros continentes en busca de un sistema político, económico y ecológico diferente”, ello quiere decir que el “comunismo hermenéutico no es un discurso teórico que aspire simplemente a brindar perspectivas filosóficas sobre aquellas ideas de revolución o transformación radical de la sociedad que todavía logran pervivir en nuestro imaginario y nuestras imaginaciones” (euro-occidentalistas), dado que, más bien, configura “una teoría capaz de poner al día el marxismo clásico y volver a hacer creíble la posibilidad efectiva del comunismo”. Es así que –afirman los autores– “en el plano práctico tal posibilidad teórica puede vincularse a los ejemplos efectivos de ‘nuevo’ comunismo en América Latina” (Vattimo y Zabala, 2012: 191).↵
- Adolfo Sánchez Vázquez señala que, cuando “Gadamer deja a un lado este papel activo del receptor, no puede escapar a cierto sustancialismo en la recepción de la obra, ya que ésta monopolizaría –con la producción de sus efectos–, la actividad”, y ello de forma tal que el “receptor, entonces, lejos de ser activo como productor de efectos sobre la obra, sería –a nuestro modo de ver– doblemente pasivo: al recibir la obra, sin producir efectos en ella, y al ser, él mismo, efecto, objeto y no propiamente sujeto”. Y, junto a esta “doble pasividad del receptor”, agrega Sánchez Vázquez, “hay que señalar también la exaltación gadameriana de la tradición que se pone de manifiesto al elevar lo clásico como norma y modelo o instancia ejemplar de la presencia del pasado en el presente, es decir, de la tradición” (Sánchez Vázquez, 2007: 27). ↵
- “Sólo un rechazo de las ideas de identidad propias del paradigma global en favor de un acogimiento pleno del pluralismo, en el sentido del respeto radical a valores, metas y perspectivas culturales diferentes, y, más aún, al esfuerzo, por parte de los pueblos, por retomar los hilos de tramas históricas por algún tiempo abandonadas, puede garantizar el éxito de los intercambios que hoy denominamos de forma un tanto vaga ‘interculturalidad’” (Segato, 2007: 19).↵
- En esto adoptamos en términos generales una triple distinción analítica propuesta por el filósofo argentino Carlos Cullen, pues nos permite trazar un marco de referencia lo suficientemente amplio a la hora de separar los planos correspondientes, por un lado, a la hermeneútica cultural –cotidiana o natural– y, por el otro, a la hermenéutica teórica –ontológica, epistemológica y metodológica– y a la hermenéutica “civilizatoria”, utópicamente intencionada desde su horizonte de humanización. Permítasenos referir in extenso este encuadre de Carlos Cullen, tanto por su diferenciación de niveles referentes, como por la compulsa definicional que establece: “Hermenéutica es la tarea del hombre cuando decodifica su biología como lenguaje, y cuando comprende su lenguaje como cultura. Hermenéutica es la tarea de la cultura misma, en tanto instaura en la naturaleza socialización, comunicación, creación, como posibilidades (reales o ilusorias) de resistir a la entropía del aislamiento, la incomprensión y la mera repetición. Porque hay dado y construido; porque hay oculto y manifiesto; porque hay memoria y olvido; porque hay uno y muchos, porque hay orden y caos, porque hay realidades e ilusiones; porque hay –en definitiva– diferencia, hay hermenéutica. Pero la hermenéutica es también un problema teórico, en la medida en que podemos discernir, en la tarea cultural, cuestiones técnicas o metodológicas, cuestiones epistemológicas, e incluso, e incluso, cuestiones ontológicas. Es que se trata –en la teoría– de una hermenéutica de segundo grado, reflexiva, diferenciada, y con ciertas pretensiones: validez normativa, cierta universalidad y ‘objetividad’. […]. Citemos algunas definiciones: ‘Hay hermenéutica allí donde hay mala comprensión’ [Schleiermacher], ‘Hermenéutica es la comprensión, conforme a un arte, aplicada a las expresiones de la vida, fijadas durablemente’ [Dilthey], ‘La explicación de éste, siendo relativamente a su constitución del ser’ [Heidegger], ‘La teoría de las operaciones de la comprensión, en su relación con la interpretación de los textos’ [Ricoeur], ‘La hermenéutica se relaciona con un poder –que nosotros adquirimos en la medida en que aprendemos a dominar un lenguaje natural– sobre el arte (o técnica) de entender el sentido comunicable por el lenguaje, y en el caso de comunicaciones perturbadas hacer sentido comprensible’ [Habermas]. Hermenéutica, podríamos decir, es la tarea de la teoría misma, en tanto con ella se instala, en la cultura, una ruptura, una distancia, una ‘skepsis’, como posibilidades (reales o ilusorias) de resistir a las apariencias, las ilusiones, las simulaciones. Porque hay deseo de saber, porque hay fenómenos y leyes; porque hay signos y estructuras; porque hay –en definitiva– algún tipo de identidad posible, hay hermenéutica. Sin embargo, la hermenéutica es, todavía, una cuestión civilizatoria, en la medida en que podemos discernir signos de destrucción o de progreso, de dominación o de liberación, de consumismo y de hambre. Hay conflicto de interpretaciones, conflicto de hermenéutica. Es que la civilización misma es una hermenéutica de tercer grado, por decirlo de alguna manera. Porque se instala la posibilidad de la alternativa –en las relaciones de poder y de tener, en los conflictos ideológicos y axiológicos– es que hay hermenéutica. No se trata solamente de una cuestión teórica, sino también de una cuestión práctica. Es este triple referente –cultural, teórico, práctico– el que da a la cuestión hermenéutica el carácter de horizonte de toda interpretación” (Cullen, 2017: 231-233).↵
- Ya lo indicó programáticamente el teórico Brasileño Roberto Schwarz: “La cuestión de la copia no es falsa, siempre que sea tratada pragmáticamente, desde un punto de vista estético y político, liberada de la mitológica exigencia de la creación a partir de la nada” (Schwarz, 1986: 22).↵