Yanina Welp[1]
En las democracias contemporáneas el Parlamento es un símbolo y un órgano con máximas competencias. Es un símbolo, porque representa la pluralidad de las voces de una comunidad política democrática. A la vez, tiene la responsabilidad de proponer, negociar y aprobar las leyes necesarias para organizar la convivencia y el bienestar colectivo. La calidad de la representación se puede analizar en distintos aspectos: la descriptiva, que se refiere a la inclusión de pluralidad de voces en su seno (paridad de género, reconocimiento de la diversidad étnica y sexual, entre otras); la sustantiva, que se refiere a las acciones de las autoridades y su vínculo con las necesidades sociales, y la simbólica, que se refiere a la orientación actitudinal, medible en las percepciones y valoraciones mutuas entre los actores implicados en una comunidad política. Es evidente que la dimensión simbólica está en crisis, asociada a la mala evaluación del desempeño.
¿Por qué abrir el Parlamento?
Respuesta corta: aunque el barco no se hunda, da señales preocupantes. El apoyo a la democracia viene cayendo en América Latina. El Barómetro de las Américas registra un apoyo promedio regional del 67,6% en 2004 que bajó al 57,7% en el último informe publicado en 2019.[2] Argentina se ubica en el puesto 3 entre 18 países, después de Uruguay y Costa Rica (71,1%). Aunque la tendencia es declinante, podría suponerse que “no está tan mal”. Sin embargo, el análisis de otros indicadores invita a la cautela, porque lo que estas encuestas señalan es que aunque una amplia mayoría en el país apoye la democracia, evalúa mal su funcionamiento y está insatisfecha con sus resultados. Así, el indicador de legitimidad política, construido con base en índices que dan cuenta de la medida en que la ciudadanía percibe que las instituciones y los procesos básicos de un país son dignos de confianza y respeto, ubican a Argentina en el puesto 13 sobre 18 (45,9% en una lista encabezada por Costa Rica con 59,2 y cerrada por Perú con 41,8%). La satisfacción regional con la democracia es aún menos alentadora: variando entre el 26.1% en Panamá y el 59.5% en Uruguay. Argentina se ubica en el puesto 14 con 35,5%.
Los más satisfechos tienden a ser hombres con niveles educativos y de ingresos medios y altos. Los datos admiten múltiples lecturas; una posible es que los más satisfechos son los que se ven más beneficiados por el statu quo. Un apunte más: el mayor consumo de redes sociales se correlaciona con una mayor adhesión a valores democráticos y con mayor insatisfacción y desconfianza. Atención a las futuras generaciones, nacidas y crecidas en democracia, sin la experiencia de la dictadura y con declinantes expectativas de desarrollo personal.
En cuanto a la confianza en las instituciones, los Parlamentos y partidos políticos llevan años ocupando los puestos más bajos. El Latinobarómetro 2018[3] señaló que alcanzaron su punto más alto en 2009/2010 con un 34% y desde entonces la confianza ha disminuido hasta el 21% en 2018 (una pérdida de 13 puntos porcentuales en menos de una década). Uruguay se ubica en un extremo, con 33% de apoyo, y Chile y Guatemala en el otro, con 17%. Argentina ocupa el puesto 5, con 26 puntos. La confianza en los partidos políticos alcanza un promedio regional de 13% para el año de registro, también en claro declive en los países que encabezan la lista. Argentina ocupa el puesto 9, con 14 puntos. Si buena parte de la ciudadanía percibe que el principal órgano a cargo de discutir y elaborar las políticas requeridas para generar bienestar sirve para poco, la democracia se debilita. No solo ocurre en América Latina, y las consecuencias son múltiples. Una evidente es que la crisis de legitimidad deriva en la demanda de reducir o incluso eliminar los Parlamentos, lo que en un verdadero círculo vicioso empeora la calidad de la representación en lugar de mejorarla. Ocurriço en Perú, con la eliminación del bicameralismo en referéndum en 2018,[4] y también en Italia,[5] con la reducción del número de parlamentarios.
Las iniciativas que deberían priorizarse
¿Qué hacer entonces? Tres claves: informar, permitir el acceso a datos de interés público, abrir medios institucionales que permitan a la ciudadanía organizarse, y siguiendo procedimientos claros y justos intervenir en la definición de políticas. La difusión de información es central para mostrar la utilidad del Congreso y dar a conocer su funcionamiento, pero también tiene una contrapartida al generar incentivos para un mejor trabajo parlamentario. La baja valoración del órgano legislativo no es casual y las autoridades deben mejorar sus prácticas. Dicho con mayor claridad: no se trata de lavar su imagen sino de mejorar sus procesos y su eficacia.
El acceso a la información permite un mayor seguimiento a la discusión legislativa, incluyendo la labor de las legisladoras y legisladores. La simple puesta a disposición de información podría agravar la desconfianza si no va acompañada de la efectiva sanción administrativa a quienes no cumplan con sus funciones (los escándalos por gastos reservados en muchos países lo ilustra) y de la efectiva mejora de los procesos de elaboración de leyes. Quienes ocupan responsabilidades públicas deben rendir cuentas de su labor legislativa.
Finalmente, también es clave la inclusión de la participación ciudadana. Se ha puesto, en mi opinión, demasiado énfasis en generar canales de comunicación utilizando internet y redes sociales que se han mostrado francamente limitados, cuando no una pura pantalla de humo. Cabe reflexionar seriamente sobre las potencialidades y limitaciones de estos procedimientos. Foros de debate sin incidencia ni reglas claras de participación no solucionan nada.
La elaboración participativa de leyes tiene potencial, pero no puede perderse de vista que sin garantías de participación equitativa puede tener efectos adversos, que amplíen la brecha política preexistente entre quienes tienen recursos y quienes no los tienen. Argentina tiene un enorme déficit al disponer de mecanismos muy limitados para la participación ciudadana, y aun en su limitación no funcionan. Así, las iniciativas legislativas, lejos de canalizar demandas, generan frustración por su no tratamiento.[6] El Parlamento debería tomar las riendas de esta cuestión abriendo una discusión orientada a legislar mecanismos de participación ciudadana efectivos y útiles. Es ahora.
- Doctora por la Universidad Pompeu Fabra e investigadora senior en el Albert Hirschman Centre on Democracy, Graduate Institute. Es coordinadora editorial de Agenda Pública y coordinadora de la Red de Politólogas. Se especializa en el estudio de la participación política, tema sobre el que ha publicado libros, artículos y capítulos de libro. Ha asesorado y participado en foros de expertas y expertos en la discusión y elaboración de políticas e instituciones de participación ciudadana en América Latina y Europa.↵
- Véase Zechmeister, Elizabeth J., y Lupu, Noam (eds.) (2019). El pulso de la democracia. Nashville, TN: LAPOP. https://bit.ly/3q3X336.↵
- Latinobarómetro, 2018.↵
- “¿Salió rana el referéndum peruano?”. https://bit.ly/3q2H0m2.↵
- “¿Una reforma electoral populista en Italia?”. https://bit.ly/3cNb2EU.↵
- Welp, Yanina; Suárez, Antón, Orestes (2017). ¿Cambio o cumbia? Análisis de la Iniciativa de Agenda en América Latina, Revista Boliviana de Ciencia Política, 1 (1), pp. 79-107.↵